martes, 18 de diciembre de 2018

RELATO DE UN HOMICIDA


     Una voz me hablaba mientras caminaba hacia la puerta. Una voz que me reprochaba mi actitud, una decisión supuestamente mal tomada. Pero ya era tarde, no había espacio para debate, tenía el picaporte en la mano y el primer paso listo para cruzar el umbral. Así es, dejaría todo atrás abandonado a su suerte porque mi suerte ya había sido echada y, entonces, había decidido apropiarme de todos los comodines, del cargador vacío y hasta del billete ganador que jamás nadie encuentra. A partir de ahora yo sería mi propia suerte, nada se interpondría en mi camino, ni los dioses, ni los horóscopos, ni los amores. No habría hombre capaz de torcer mis pasos ni mujer que pudiera volver a quitarme el sueño. Desde esa misma noche y para siempre dormiría en mi cama ya que haría mía cada una en la que yaciera mi cuerpo, y abrazaría también cada noche como única. A ellas... Pues a ellas las amaría a todas como si todas fuesen ella misma. Y a ella no la volvería a nombrar jamás. Jamás volvería a pronunciar su nombre que quedaría sepultado en el olvido más hondo e impenetrable. 
     Recuerdo que escribí un par de versos y me alejé. Caminé calle abajo buscando el mar (siempre busco el mar cuando no sé lo que busco). El aire estaba fresco, ese aire espeso y salado del sudeste; ese aire áspero y húmedo que castiga las penas y las expulsa. Me detuve por un rato y arrojé todos mis pensamientos al viento. Lo miré de frente y le hablé de los días pasados y de los futuros. No, no hacía falta hablarle del hoy, porque mi hoy era un ayer permanente, constante. Le hablé como si en realidad supiera de qué estaba hablando. Aunque, a decir verdad, no tenía ni puta idea de qué era lo que buscaba allí. Pero le hablé igual. Le hablé como un desquiciado de lo que se había ido, de esa sensación de sentir un alivio irreconocible en el abandono, en la resignación y en el fracaso. Le expuse al viento mis razones, esas que me dejaban sentirme conforme con el último puesto, con la desgraciada alegría de quien ha perdido todo y ya no tiene que excusarse y mantener la mentira, simular una vida que está muerta y enterrada. No solté ni una sola lágrima, y no porque no las tuviera, sino porque las ahogué con orgullo y amor propio, con la terquedad de quien decide sobrevivir peleándole cuerpo a cuerpo a los fantasmas del eterno sacrificio, abandonando los rincones más oscuros para salir a la luz. Sí, la sombra del amante eterno me habían oscurecido la vista y ya nada se veía con mis ojos, sólo sombras que se reían de mí y de ese patético discurso que había defendido estúpidamente.
     Más tarde dejé el mar, ofuscado, ofendido con esa vida a la que había dejado entrar en mí impunemente. Pero no busqué culpables, sólo pegué el portazo y me fui de allí. Pero antes tomé un hacha y la clavé con todas mis fuerzas en ese maldito bote que antes me aseguraba el regreso cada vez que decidía volver como un adicto al dolor. Ni siquiera me quedé a ver como el agua lo atrapaba y lo hundía en las profundidades de lo irrecuperable. Y ahí estaba yo, solo ante un mundo desconocido, un mundo al que había perdido de vista y que me había perdido de vista a mí también. Sin embargo, no tenía ni quejas ni reproches, no tenía ni preguntas ni respuestas. El mundo era ahora una hoja en blanco y yo un lápiz asesino. Y escribí. Escribí por las calles y escribí en mi cuarto. Escribí en las paredes y en los retratos. Escribí poesías y cuentos y cartas. Escribí los nombres de los muertos precedentes y de los venideros. Escribí su nombre en el cielo y el mío en el infierno. Escribí hasta acabar con las palabras, hasta vaciarlas de significado, hasta dejar el idioma exhausto.
     Existe un lugar -acá nomás- donde ha quedado todo lo escrito, algo o alguien lo ha salvado de la destrucción justiciera. A veces paso por ahí y me tienta la idea de entrar y revisar todo aquello, leerlo como si fuese un diario del pasado; recorrer una vez más las trincheras que buscó aquel personaje delirante para protegerse de los bombardeos de la memoria inmisericorde. A veces me acerco a una ventana desvencijada y mugrienta que da al frente como buscando escuchar algún murmullo errante de los fantasmas que habitan tras los postigos de esa guarida de fantasías mortales. Pero apenas comienzo a sentir en mi mano un mínimo atisbo de movimiento hacia el gatillo, le corto las venas a la fantasía cruel y recupero el control casi antes de perderlo.
     Y así, en fin, llegué hasta esta hoja donde habita el futuro, donde conviven en una guerra mercenaria lo viejo y lo nuevo, donde el presente es sólo una circunstancia, un punto de apoyo para una palanca destinada a levantarme del fangal mal oliente de la memoria. Me arrimé hasta esta hoja desprovisto de ideas pero sin miedos, dispuesto a sentarme y esperar pacientemente a que asome el sol del nuevo día. Sabía que no iba a ser fácil, que desatar la vaca impone un coraje que no se tiene a disposición inmediatamente, que hay que fabricarlo de la nada, aunque esa nada no sea tal, porque en esa nada reside lo que no se ve, el mito, el fuego sagrado, la personalidad o aquel afamado instinto de supervivencia. Abrí la puerta de esta hoja hace ya varios días y nadie se ha asomado aún, solo aquel viento amigo que ventila los márgenes mansos de una tristeza necesaria. 
     Pero yo sé que, así como yo he abierto esta hoja, vos has abierto tus ojos y, como dice el dicho, sólo es cuestión de tiempo para que la curiosidad mate al gato. Sólo hace falta una palabra, la justa, la del momento preciso en el lugar indicado; el mínimo roce de un adjetivo que acaricie la periferia de tu corazón herido y que provoque ese cambio leve en la dirección del viento; una tibia brisa que se transforme en un vendaval incontenible, una caminata tranquila que se convierta en una carrera alocada, unas ganas disfrazadas de añoranzas que maduren hacia ese deseo que ahora atraviesa tu pecho y baja por tu vientre hasta tu sexo y rompe en mil pedazos los pudores y los buenos modales y te envuelven dejándote desnuda en un lugar desconocido donde mora un asesino sin armas, el último de la fila, tal vez el más inesperado de los hombres. Un  tipo sin señas particulares, un jugador desconocido al que sólo le quedan un par de cartas para jugar: con una se accede al olvido y la vida, con la otra al amor y la muerte. 
     Vos elegís.

RR


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