lunes, 25 de agosto de 2014

UN PLANO PARA UNOS OJOS DE CIELO


     ¿Aceptarías mi mano solo para dar una vuelta a la manzana? ¿Aceptarías esta confesión de que hasta hoy no me había animado a arrimarme vos y que, probablemente, mañana ya no me anime? ¿Aceptarías que la única promesa que puedo sostener a esta altura es que ya no habrá promesas posibles, que lo que te diga hoy quizás no lo pueda sostener mañana? Porque, vos sabés, todos cambiamos; porque si yo fuera ahora el mismo que estaba sentado acá hace una hora probablemente vos no estarías sentada ahí, leyendo lo que aquel temeroso personaje extinto en el tiempo no pudo escribir y sí pudo este profesional del salto al vacío, este doctor honoris causa en sobrevolar los fracasos. Me pregunto si entenderás que lo que tengo son sólo ganas y que ya no creo que nada requiera más que eso, que esperando las señales y las profecías de los devotos del destino terminé creyendo que las tormentas eran malas y que la tristeza de una tarde de domingo era una desgracia. Y me hundí en ella y jalé el gatillo y ahí, medio muerto, me di cuenta de que bajo la peor de la lluvias posibles vale también el chapoteo y el llanto de la comedia, vale maldecir al destino y traicionarlo lavando las heridas en el barro. 
      Ahora tal vez bajes la mirada y tapes con los párpados tus ojos de cielo y escondas las palabras innecesarias, y está bien, yo dejaré por ahora esta hoja en blanco sobre tu mesa como si fuese un plano por si un día te dan ganas de remontar algunas de esas horas que pasan volando por tu ventana, tomarlas del hilo de tu tiempo y traerlas hasta el mar, a pisar la arena, a ver como cada nueva ola borra las huellas pasadas y pisadas y no deja nada en pie, sólo las algas más persistentes que son las mismas que despliegan el verde más intenso en las peores sudestadas o en las más apaciguadas de las mareas.
      Pero para eso, vos deberás adornar por última vez las tumbas y dejarlas morir en paz para que no se conviertan en las tuyas, en las que duerman silenciosos los despertares que aun te aguardan, las botellas con sus corchos aún intactos, las miradas que todavía recorren tu cuerpo envilecido de dolores pero que, sin embargo, aún puede sostener el peso de la esperanza en que finalmente, cuando estés por dar vuelta en la última esquina, haya valido la pena.

RR


 Foto: Guillermina Raggio

jueves, 21 de agosto de 2014

OTRO DÍA EN LA TORMENTA (Una vuelta más sin sortija)

     En esa época éramos como dos niños sobre una calesita, ¿te acordás? Vos en tu caballito rosa subiendo y bajando y yo detrás persiguiéndote en un jeep medio destartalado tratando de alcanzarte, procurando llegar a tu corazón con un ramo de margaritas en la mano o algo para ofrecerte que no fuera la delicada angustia que me provocaban tus lejanías ocasionales. Era el juego del gato y el ratón, era buscar un haz de luz detrás de la furia que obnubilaba tus tardes cuando mi boca se abría de más empujando la fantasía de que éramos novios o amantes, cuando trataba por todas los medios de capturar una mariposa para dejar de ser yo un gusano bajo tierra. Pero no éramos nada de eso, solo éramos dos especies en la misma selva, dos pájaros compartiendo un nido precario mientras duraba la tormenta, mientras los rayos iluminaban el cielo intermitentemente, solo como para iluminar las buenas cosas y dejar las malas en la oscuridad. Pero tarde o temprano el sol vuelve a salir y la mierda sale a flote y el amor se hace un ancla que hay que saber cuándo subir y cuándo bajar, cuándo es necesario soltarlo y echarse de cabeza al agua y reír sin compromisos, por honor a la risa misma, para ahuyentar las penas y las broncas que a veces nos poseen.
     En esa época vos no eras lo que yo soñaba, eras mucho más, eras lo que yo vivía, lo que me mataba de amor obsesivo e injustificado. Y yo solo era un juguete, un jeep destartalado persiguiéndote por tus vueltas, por tus bajadas y subidas, tratando de manotear la sortija para poder dar una vuelta más en tu cama e intentar capturar tu sonrisa que hoy ya ni recuerdo y que me niego recordar.
     Ya sé, no hace falta que me respondas, hace tiempo que dejé de ir a la plaza. Preferí quedarme mirando la tormenta con los discos y las cartas que se arrumban abandonadas en las lágrimas de las lecturas ajenas. Preferí bajarme finalmente del carrusel y dejarte cabalgar como Adela, una estrella clandestina, un personaje anónimo en un libro que quizás un día se escriba aquí mismo, donde los rayos te iluminaron de noche sobre tu caballito haciéndome creer que te había alcanzado.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 20 de agosto de 2014

DIEZ MOMENTOS EN TERCERA PERSONA


I- ÉL

     No sé qué pasó, qué habrá sido de su vida. Cada noche venía a sentarse en la vereda. Había aparecido un día sin razón aparente mirando desde afuera hacia la puerta, examinando el aspecto del frente de mi casa, como si tratara de comprobar que estaba en el lugar correcto. Alguna vez coincidimos en la mirada, los ojos se encontraron en un espacio abierto donde no existían razones para encontrarse. No voy a negar la curiosidad que me provocaba y que a veces me sentaba sobre el filo de la ventana a mirarlo, a tratar de imaginar en qué estaría pensando, qué sería lo que lo habría traído hasta acá. Buscaba en su ropa alguna marca, alguna señal que me permitiera armar aunque sea una fantasía sobre su paradero y su recorrido. Lo imaginaba caminando seguro sobre sus pasos, recorriendo naturalmente el camino hasta acá, siempre las mismas calles, siempre las mismas veredas, cantando alguna canción de Serrat o de los Beatles, una especie de ritual que lo depositaba silenciosamente frente a mi puerta. No me asustaba, pero sí me intrigaba. Al principio no le dí demasiada importancia, pero luego, con el tiempo, comencé a prestarle más atención y a preguntarme cómo debía actuar yo frente a su presencia.
     Solo se quedaba una hora al comienzo de la noche, cuando el sol todavía mostraba algunos signos de vida, esa última hora de la tarde que termina asestando el golpe final a las esperanzas construidas al despertar. Nunca faltó a su cita con el atardecer en mi puerta, ni cuando los días se envolvían de lluvia. Eso no parecía afectarlo pues no daba muestras de fastidio por el agua que le corría por la cara. La vista que me proporcionaba la ventana de arriba me permitía ver su rostro claramente, observar sus facciones y los movimientos de sus párpados y de sus labios absorbiendo la humedad que corría por sus mejillas (suspiro). En ciertas ocasiones me sentía como atraída hacia él, me daban ganas de salir con alguna excusa falsa y entablar una conversación sobre cualquier cosa: el perro del vecino o el aroma de los tilos en verano, menos sobre el por qué de esa estadía puntual sentado al borde de la reja con una naturalidad asombrosa. Pero no me animaba. No era temor hacia él, era, más bien, temor hacia mí. Yo suponía que había algo en mí que lo traía hasta mi puerta y no lograba identificar qué era, tenía miedo de que ese algo se revelara al encontrarme con él y que ya no me permitiera volver atrás, como si fuese a sufrir algún tipo de modificación interna y eso, en cierta manera, me atemorizaba. Sentía que de tener algún tipo de contacto, aunque sea de palabra, un simple hola, ya no podría recuperar mi estado anterior.


II- ELLA

     Mi presente era ese pasado lleno de las cosas de un mundo que se había quedado acá olvidado o abandonado (quién sabe). Mi presente era un teclado poseído por demonios y fantasmas tantas veces escritos y renombrados en su feroz lucha por sobrevivir a los embates de personajes fantásticos que querían tomar su lugar. Era una lucha encarnizada y mortal en la que no había lugar para todos o, al menos, no en el mismo escalón del podio. Tampoco es que creyera verdaderamente en que se retirarían así nomás sin dejar rastros, ni era eso lo que buscaba. Yo solo quería que se acomodasen en un lugar como todos y que aceptaran que su momento había pasado y que ella ya no estaba invitada. Porque yo no pensaba invitarla, ¡de ninguna manera! Si ella aún permanecía ahí con esa sonrisa socarrona e hiriente era porque no había logrado echarla, remontarla como un barrilete hasta el borde de un acantilado y cortar el hilo para que el viento la arrastrara lo más lejos posible. Si aún era tema de mis largos soliloquios al atardecer era porque ningún amigo se había acercado hasta a mí de frente, y sin decir agua va, bajado mis estúpidas fantasías de una trompada.
     Mi presente era un pasado idealizado (como todos los pasados), hojas recortadas con anécdotas convenientes, con las muecas más graciosas de un futuro imaginado prominente y brillante, noches de pequeñas grandes alegrías que, a decir verdad, no habían sido otra cosa que un desfile de señales negadas cuidadosamente, anuncios de un porvenir cercano y pavoroso que me caería como un piano desde un décimo piso. Fui un idiota, el único que no escuchó el zumbido de la caída y la marcha fúnebre que sonaba mientras se acercaba a mi cabeza fui yo.


III- ÉL

     Después de la primer semana, esa hora comenzó a ser suya y mía, un encuentro a la distancia que se producía en la asunción tácita de que los dos sabíamos del otro, él afuera, yo adentro; él mirándome de espaldas, yo mirándolo de frente. Era siempre una hora exacta. Aunque él no llevaba reloj, podía calcular el momento preciso para irse; daba una mirada hacia adentro y se iba por el mismo lado por donde había llegado. Durante esa hora que él permanecía afuera, yo no hacía nada en particular, nada que pudiera reconocer como fuera de mi rutina diaria, daba vueltas entre ansias y nervios como una abeja alrededor de una flor. Sin embargo, más tarde, comencé a darme cuenta de que esa hora era diferente de las otras, esa era la hora de los naufragios, de la luz baja, de la copa de vino servida esperando una mano cálida. Mi cuerpo se predisponía de otra manera, no podría explicar cómo, solo sé que sucedía, puesto que cuando él hacía los primeros movimientos antes de su partida, mi estómago se anudaba y mi garganta quedaba sometida al silencio (no creo que hubiese podido decir una sola palabra en esos momentos).
     Una tarde estuve a punto de no llegar a casa antes de la hora a la que él aparecía, me puse muy nerviosa, casi histérica. No sé qué era lo que más me sobresaltaba, si llegar cuando él ya estuviese ahí y tener que verlo frente a frente, o perderme de su presencia, o, incluso peor aún, que viera que yo no estaba y se fuera. No estoy segura si lo quería en mi puerta o lo necesitaba allí. Supongo que eso nunca se sabe del todo. Quererlo, necesitarlo, ¿cuál es la diferencia? El silencio de mi garganta lo necesitaba, el nudo en mi estómago lo quería. Pero yo… no sé, tal vez solo lo esperaba.


IV- ELLA

     No, de ninguna manera renuncié a nada, no era una renuncia, todo lo contrario, era aceptar que no todos tienen la misma fortuna, que hay quienes se pasan la vida buscando al amor de su vida y hay otros que, aún peor, se la pasan esperándolo. Yo no, yo lo había encontrado sin querer, había tenido que aceptarlo sin consulta previa, sin que nadie me advirtiera o me regalara un manual de instrucciones para lidiar con semejante carga. Y entonces, me senté a tratar de escribirlo yo mismo, a buscar entre los delirios que uno inventa en la desesperacíón que provoca el miedo al olvido, negando lo innegable y armando historias apócrifas. Me senté cada noche a confeccionar una lista de procedimientos justos, precisos y claramente inútiles para llevar adelante una tarea sobrehumana: sobrevivir a un destino que había sido escrito premeditadamente, maniatándolo impunemente a los lazos de una mujer.
     Si es que existe algo que pueda identificar con el significado de destino, no existe un camino hacia él, es inútil tratar de encontrar una señal, un mapa con coordenadas y cruces. El destino es una búsqueda a ciegas por los pantanos más infestados de tristezas y las ciénagas más embarradas de soledades. El destino es una línea que se traza con sangre y que se paga con la vida.
     Debe ser por eso que no tuve otra opción más que cortarme las venas e ir en su búsqueda, dejar de esperar estrellas fugaces y oráculos proféticos que me allanasen el camino. Mi camino sería aquel que me llevaría sin importar adónde yo quisiera ir, mi camino sería uno solo, como el surco de un disco, empezaría en el principio y terminaría en el final, con diferentes ritmos y diversas melodías, pero sería solo uno. Ahora mi camino buscaba al suyo como la marea busca a la luna que crece y mengua de acuerdo a su cercanía.
     Y este camino no es largo ni corto, no hay distancias mensurables para el destino, nunca se está lejos de lo que uno quiere, la distancia es solo un truco mental. Es posible fundirse en un abrazo con un ángel y no encontrar un lugar en el cielo si el alma pasea alegre por el infierno. Bajo mis sábanas se habían abrigado otros cuerpos y, sin embargo, nunca fueron más que eso, más que un refugio donde recuperar la tibieza del aire y los aromas de las flores. Pero ella… ella era la primavera, ella podía estar a mil kilómetros de distancia de mi cama pero mi noche era la suya, su llanto era mi desgracia y su risa un alivio.
     Hay historias que comienzan bien y terminan mal, otras que comienzan mal y terminan bien, pero también existen historias que comienzan y nunca terminan. Esta es una de ellas.


V- ÉL

     Finalmente, una noche decidí salir, busqué entre todas las razones más inverosímiles alguna que calmara mi ansiedad de verlo de cerca, de sentir el aroma de su presencia, de que me clavara un puñal de una vez por todas con una palabra y me dejara medio muerta tendida en sus brazos a su entera disposición, entregada a su misterio y a su perseverancia. Busqué entre mis sábanas un lugar para mis ganas de traerlo a visitarlas, busqué en el espejo ese brillo en mis ojos que se encendía cada noche a la misma hora y se retiraba a soñar una hora más tarde. Busqué y no hallé otra cosa más que la necesidad urgente de salir, de pasar por su lado despreocupadamente, como si no lo viera, como si la sensación de deseo no estuviese ahí empujándome a abrir la puerta y dar esos primeros pasos hacia algo que se había transformado en parte de mis días cuando volvía corriendo a casa, y de mis noches cuando su presencia era la única compañía que necesitaba (y que quería).
     Estaba sentado en la vereda, noté su mirada que se fijaba en mis ojos que lo miraban perimetralmente, con esa parte de la mirada que ve lo que una no mira y que, en este caso, era todo lo que yo quería ver. Cerré la reja y caminé delante suyo, hice un ademán con la cabeza a modo de respetuoso saludo, como quien saluda a un vecino desconocido, y seguí mi camino que a partir del primer centímetro donde comenzaba a separarme de él se iba transformando en un laberinto donde me perdía y donde la única referencia de mi lugar en el universo era él y ese espacio mínimo que ocupaba en la vereda. Seguí adelante, a tientas, caminando en la oscuridad que se formaba al alejarme, al perderlo de vista, pensando en cómo tomaría él mi visita, mi paso desinteresado por su lado. ¿Qué habría pensado de mi tímido saludo, de mi cabeza bajando, evitando sus ojos que se clavaban en los míos y que a mí me hacían sentir como si me guardaran en su mente como una foto en un portarretrato? Dí casi una vuelta de manzana y volví a darla en sentido contrario para regresar por donde me había ido. Estaba apuradísima, fue como si hubiese tardado una eternidad en volverlo a ver. Antes de abrir la reja lo miré por una fracción de segundo aprovechando que guardaba un papel y una lapicera de su bolsillo. Al entrar escuché “hasta luego”.
     Sí, tenía razón, algo cambió dentro mío, algo cambió…


VI- ELLA

     Había reservado esa hora de la tarde de cada día para ordenar el desbarajuste que comenzaba a producirse apenas me despertaba, un caos mental que me llevaba de la tristeza más profunda a la euforia más insólita. Entonces, a esa hora, me acomodaba en la silla y abría las compuertas de ese dique contenido durante todo el día. Me sentaba a mirarla desde afuera, a imaginarla en su ventana observando el atardecer, preparando la noche para su soledad. Esa soledad que yo tanto quería. Yo no buscaba su compañía, cualquiera hubiese podido arrimarse a su lado y acompañarse de su risa y de su cuerpo, cualquiera hubiese podido atravesar el umbral de su boca y degustado su saliva y sus palabras. Lo mío era algo más, yo quería su silencio y su escondite, yo no buscaba sus ojos, yo iba en busca de su mirada, no me interesaba solo acostarme en su cama, yo quería el paulatino abandono de su vida en mis brazos, la cercanía de aquello que estaba apartado en un rincón sagrado.
     Me sentaba en un costado de su vida a ejercer el derecho a defenderme del ocaso de su ausencia, a armar una escenografía que nos juntara en la misma escena, en el mismo plano y en la misma secuencia. Una de esas noches escribí una salida suya sin razón aparente solo para poder verla, para sentir ese perfume que había imaginado para ella; para que me saludara con timidez y un respeto excesivo y diera una vuelta de manzana mientras yo la esperaba. Y la hubiese esperado aunque se hubiese ido a dar la vuelta al mundo, me hubiese quedado ahí, en su vereda, en mi silla. No tenía otra opción. Mi única valentía consistía en aceptar que estaba completamente perdido en su mundo, en su reja, en ese casi imperceptible “hasta luego” que pude balbucear cuando volvió y me miró por una fracción de segundo y ya no pude escribir más nada y mis palabras cesaron y tuve que irme. Ya había pasado una hora.


VII- ÉL

     ¿Qué debo hacer ahora? ¿Cómo justifico este silencio después de haber oído su voz? ¿Qué debo hacer con esta ventana? ¿Qué debo hacer con la reja y la vereda y las ganas de correr hacia allá y abrazarlo asumiendo que es una locura, que todo parece escrito para un guión de cine? Ya no puedo volver atrás, ya no puedo hacer como si nada pasara, como si él no estuviese ahí y yo acá y esa hora de la tarde noche no fuera la única hora que me siento viva. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo te digo que ya no te observo desde adentro, que te respiro agitada empañando el vidrio, nublando tu imagen? Y recorto dos círculos con el dedo por donde mirarte y uno para soltarte un beso que viaje por el parque y te sobrevuele como una mariposa trayéndome de vuelta otra palabra y esperando que agregues alguna más que condene todos mis temores al fracaso. Ya no tengo miedo de vos ni de mí, ya no tengo más que ansiedades y una habitación que se puebla de soledades al atardecer, cuando veo tu figura asomarse y me arrimo a tu descanso de una hora, a mi puerta que ya no es mía sino tuya, a tus palabras que arrugo en una hoja que no debería ser una hoja, que debería ser tus manos tomando las mías mientras entramos lentamente, disfrutando estos pocos metros que ahora me llevan hacia vos para pedirte que por favor entres, que en casa hay una botella de vino que no es muy bueno pero que nos va a servir para aflojar los nudos y los silencios, para poder contestarte cualquier cosa que se me ocurra, para después quedarme callada mirando lo que vas escribiendo para más adelante, para cuando llegue la hora de irte y te ofrezca un lado de mi cama y la almohada con la que te abrazaba cada noche cuando te ibas y me quedaba a solas con vos sentado en mi mirada perdida y yo recostada en tus brazos.


VIII- ELLA

     Su casa era tal cual la había imaginado, tal cual la había escrito y pensado en esos metros del parque que recorrimos en silencio, mirándonos con la vista al frente, ahuyentando sus miedos y los míos que por primera vez se mostraban sin eufemismos, sin versos ni frases rebuscadas. Mis miedos eran los mismos que los de ella. Aceptar su noche y su cama era tomar el toro por las astas, era dejar de ponerle fichas a la suerte y al destino, era tomarla de la cintura y, mirándola directamente a los ojos, callar todas las palabras.
     Mi mano alrededor del cuello me hablaba de ella, de lo que subía desde sus rodillas, de esa vibración que tenía epicentro en su sexo, un jaque mate al corazón a esa hora de la noche cuando mis manos la tomaban de las nalgas, de ese culo que se apoyaba tiernamente en las palmas de mis manos buscando el apego y la caricia, abriendo una puerta que nunca se abre en un beso robado, en un piropo salvaje al mediodía, solo se abre cuando el silencio es el más ruidoso de los sonidos en la más dramática de las noches.
     No hubo tiempo para nada, solo un breve brindis con un vino añoso, casi avejentado pero que hacía las veces de anfitrión en la desnudez que se apoderaba de nosotros. Subimos a la cama por un lado y ella me fue llevando despacio hacia el otro que se acomodó a la forma de mis ganas inmediatamente. Apoyé mi cabeza en una almohada que tenía rastros de su boca, de sus labios y  de sus pechos. No hubo confesiones de ningún tipo, solo sonrisas que viajaban de una cara a la otra, que pasaban por entre las manos y los pies, por su vientre apretado contra mi boca, por las ganas de encontrarle un final feliz a esta historia que ya no me era posible seguir escribiendo.
     Tuve que dejar todo ahí, apenas si pude rescatar lo escrito. Ya era la hora y todavía me quedaba el resto de la noche. Al otro día leí lo que había quedado sobre el papel como testigo de esos últimos minutos:

     “¿Y si al final no sos vos, ni soy yo, ni nada? ¿Y si solo es cuestión de querernos y nada más? ¿Y si no hace falta nada de nada, solo las ganas de besarse sin aclaraciones ni subtítulos, ninguno mirando para otro lado buscándole la quinta pata al gato? ¿Por qué hacerlo tan difícil? ¿Por qué desviar la mirada, armar una sonrisa simpática y falsa y no dejar correr el orgasmo y la sangre y el grito? ¿Para qué sentarse a escribir poemas con todas las noches habidas y por haber y con todos los poemas ya escritos, con la púa esperando en el surco de un bolero, con el vino picándose en la sombra?
Y yo te invito y vos te vas. Me buscás cuando yo ya no estoy para que me encuentres, cuando lo único que querés encontrar es una excusa que te ayude a justificar la foto que te sacaste llorando frente a la ventana, la de la muchacha solitaria que querés crear para no depender de nadie, para que nadie venga a golpearte la puerta una noche de estas con una carta en la mano e intente meterse en tu cama a quererte sin que le importe ni tu foto ni tus lágrimas, sin que le den temor tus temores ni le pese la responsabilidad de regar tus felicidades.”



IX- ÉL

     Es tarde, el sol se escondió definitivamente y se llevó aquello que esperaba sin quererlo ni necesitarlo. Afortunadamente la reja aún me resguarda de los dolores probables y de las cartas que se ven pasar desde la ventana. Por suerte esto ha sido solo el delirio de un farsante, de un trasnochado sin nada mejor que hacer que venir a sentarse a mi puerta, a tratar de incluirme en su ridículo mundo de cuentos. Y casi caigo en su trampa de escritor misterioso, de amante eterno. A punto estuve de convertirme en cómplice de sus tardes, en víctima de sus noches. Es hora de preparar la cama, acomodar la almohada y guardar esta botella en su lugar. Mañana será otro día y la vida continúa. La suya y la mía.


X- ELLA

     Ya no volví a su puerta. Ya no esperé más en su reja para decirle hola y buscar en su mirada aquel manantial que inundaba mis atardeceres de palabras. Nunca volví a cruzar aquellas calles, a caminar esas veredas repetidas cantando bajito los poemas de Miguel Hernández. Acomodé una vez más los papeles sobre la mesa y renové mi pacto con los demonios y los fantasmas, ellos dejarían de escribir cartas para ella y yo les permitiría cada tanto acercárseme en un acecho nocturno y abrazarme con un recuerdo que me hiriera en la carne hasta hacerme sangrar el alma.
     Con el tiempo volví a ponerme el reloj en la muñeca y a hacer mías todas las horas, aunque no hubiese un segundo que no le perteneciera a ella.


RR


Foto: Andrea Alegre

martes, 12 de agosto de 2014

BOTAMANGA Y LA SANGRE DERRAMADA


       Permítaseme que cuente esta parte de una historia perdida en un mundo empeñado en destruir mitos, en quemar leyendas, en sofocar los gritos desesperados de los héroes anónimos. Alguien debe pararse de frente a los tribunales infames de la mediocridad y sostener la antorcha que trata de ser robada.
     Porque Botamanga era eso, un héroe anónimo, un río torrentoso de talento en medio de lagunas calmas y mediocres. Botamanga Varela no fue sólo un gran jugador de balonpié, fue un creativo, un coreógrafo admirable que trasladaba con su cuerpo toda la sabiduría de sus palabras, de sus órdenes dentro de ese marco de hedonismo deportivo que él ocupaba ostensiblemente. Dicen, quienes han presenciado sus hazañas, que hubo una noche cálida de julio en donde Botamanga brilló por demás, donde todo hacía suponer que algo extraordinario estaba a punto de suceder. No era normal aquella temperatura para ese mes ni era común verlo a Botamanga dialogando con los contrarios, porque él era más bien un personaje callado, un habitante oriundo del silencio que practicaba un estilo propio de comunicación a través de los graciosos movimientos de sus piernas.
      El partido había comenzado con un poco de retraso por algunos inconvenientes que habían surgido en el trayecto que hubo de recorrer este inigualable personaje (se habla de posibles fallas de encendido en su inconfundible vehículo clásico, o de gastroenteritis. Quién sabe...). Ya durante los primeros minutos de juego todo se desarrollaba como normalmente sucedía en la noche de los jueves, sin sobresaltos para el equipo contrario que lograba una leve diferencia de cuatro tantos contra cero. Botamanga caminaba por el campo como un depredador, esperando el momento justo para someter al rival a los caprichos de su talento. Un corner desde la izquierda cabeceado hacia atrás puso al gran Botamanga en un diálogo mágico con el esférico. Un diálogo al cual todos pudieron asistir (Botamanga Varela no cabeceaba, eso era un arreglo tácito consensuado con todos los rivales. El uso de la cabeza de Botamanga le hubiese dado un handicap decisivo y permanente en todos los encuentros y él era, ante todo, un hombre honesto). El crack levantó la cabeza y agitó el brazo derecho en clara indicación de patear un centro de esos que caen como una leve llovizna en el área, con la exactitud que solo él podía aportar, con la deferencia de no forzar a los compañeros a exigir su salto más elevado que lo estrictamente necesario y con la mínima chance de que el rival pudiese deducir en dónde caería tan maravilloso centro. Sin embargo, Varela volvió sobre sus pasos y en un dribbling que recordaba a aquellos de Garrincha, pidió permiso al destino magro y pobre de todos los futbolistas que lo marcaban y encaró hacia la valla. Sus compañeros miraban atónitos y mascullaban algunas frases que algunos afirman que eran más bien groseros insultos tipo "pasala, gordo hijo de puta" o "tirá el centro, Botamanga, la concha de tu madre". Pero como yo debo remitirme a los documentos y no a las habladurías, estoy seguro de que esas frases no fueron bien escuchadas y que lo que sus compañeros hacían no era otra cosa que arengar al excelso jugador y alabar a Dios por permitirles presenciar semejante muestra de habilidad alimentada por el fuego sagrado que desprendía Botamanga a su paso, producto de sus años, de su experiencia y de la docena de facturas de manteca que había ingerido algunos minutos antes, cuando se decidió a lavar en la vereda su conocido Dodge 1500, ese magnífico ejemplar automotriz que lo llevaba hasta el lugar del partido (siempre y cuando lograra hacerlo arrancar). 

     Botamanga se adelantó a sus rivales esquivando la deshonestidad que emergía de sus marcas, aunque también se comenta que más que adelantarse, los pasó por arriba cual camión de caudales sobre una tapita de gaseosa (N/A: los partes médicos del hospital al que fueron llevados dos jugadores del equipo contrario sólo hablan de fuertes  golpes en el pecho y algún traumatismo de cráneo, en ningún momento estuvieron en riesgo sus vidas). "¡Adelante, Botamanga, adelante!", arengaban los niños que miraban embelezados a su héroe, quien les devolvía la mirada en agradecimiento por el aliento, mezclando en un mismo gesto la solicitud de que tuvieran a bien guardarle un par de panchos de los que estos alegres niños degustaban mientras adoraban a su jugador preferido. 
     Llegando a la puerta del área, Botamanga amagó con ir hacia la izquierda pero el amague pareció no resultar ya que, finalmente, terminó yendo hacia ese lateral (jugada característica de Botamanga Varela, el amague del amague). Las respiraciones de los espectadores y del resto de los jugadores parecieron cesar (excepto la de Botamanga que era un alocado ahogo con taquicardia y cuasi pérdida del conocimiento). Nuestro héroe llegó finalmente al arco. Sus compañeros de equipo lo miraban, aunque algunos ya habían empezado a retirarse del campo de juego, posiblemente en desacuerdo con semejante muestra de talento, que en el fondo les provocaba una envidia nada sana ante la superioridad táctica, moral y sobre todo de masa física del gran jugador. Botamanga venía en una carrera aplastante (literalmente hablando), la anotación era inevitable, el arquero adversario estaba rendido a sus pies y esperaba valientemente el remate franco que le dejaría un inconfesable orgullo por haber sido batido por tan grande ejecutor. Sin embargo, Botamanga creyó que no era digno fusilar al guarda vallas y decidió exponer la superioridad de su bello juego, aplicar una dosis de magia, unas pinceladas del óleo que nadie más que él poseía, que sólo el pincel de su pierna derecha era capaz de ejecutar.
      Dicen que cuando uno está solo frente al arco sólo hay que meterla, asegurar la anotación tratando de no ofender al rival. Tal vez fue el famoso karma, o quizás los cordones mal atados -o quizás ese último cañoncito de dulce de leche que hizo estruendo en el estómago de Botamanga-. Lo cierto es que ese intento de rabona sobre el palo izquierdo se transformó a la postre en una traición deliberada a su ingenio. Porque el gran Botamanga cayó desprevenidamente luego de que el muslo derecho chocara violentamente contra el izquierdo y se produjera ahí mismo una concatenación de asombrosos movimientos que hicieron rebotar su boca contra la noble consistencia del parante del arco que, como objeto inanimado y sin compasión que es, rechazó el golpe sin piedad dejando a Varela en el piso sangrando, guardando para sí dos dientes de la sonrisa amable del crack. Inmediatamente comenzaron a escucharse algunos murmullos entre el público detrás del grito ahogado que salía empujado por el amplio diafragma de Varela. También hubo quienes haciendo gala de su bajeza moral y su falta de solidaridad soltaron algunas tímidas carcajadas. Estas, aparentemente, provenían del excusado que se había poblado rápidamente de jugadores y público en general que buscaba algodones, toallas y hasta trapos de piso que sirvieran para parar la hemorragia de Botamanga. Debo confesar que si hubiese dependido de mí, hubiese utilizado algunas para tapar las bocas de quienes miserablemente encontraban diversión en la mofa del ángel caído.
     Pero mejor será dar por finalizado este relato, amigos. No obstante, esto no terminará acá pues quedan innumerables testimonios de este héroe silencioso y yo me encargaré de aportar la verdad insoslayable y todas las pruebas que hagan falta para mantener en alto la frente de Botamanga Varela: el magnánimo emperador del fútbol mundial. Sí, esta es para mí una tarea irrenunciable y jamás intentaría desentenderme de ella pues me siento honrado de ser quien la lleve adelante. No todos podrán un día mostrar este inmenso orgullo que siento ahora mismo intentando, con humildad y sin vergüenza, salvar esta leyenda del olvido para que permanezca grabada en la memoria de todos aquellos que no tuvieron la fortuna de ser testigos de aquellas hazañas deportivas. Hazañas como esta que acabo de relatar, una más en la larga trayectoria de Botamanga Varela: mi ídolo.

RR


 Foto: Tato Varela

lunes, 11 de agosto de 2014

UNA HOJA EN BLANCO


     Voy a aprovechar este sol que me encandila y se refleja en el blanco perpetuo de la hoja que permanece inmóvil y obstinada debajo de unas palabras aún ausentes. Voy a dejar que estos primeros reflejos de la mañana la guarden y le eviten otra historia repetida y desgastada, que descanse por hoy, yo voy a tomarme un rato para observar la calle y, tal vez, lograr que alguien me preste su vida para hacer un cuento nuevo.
     Apenas cruzo la puerta están esos perros que no paran de ladrar por la madrugada y anuncian cada día que nada ha cambiado realmente, que sólo es un día más, que habrá como cada mañana de esta época un sol ancestral y un típico frío invernal e inclaudicable. Habrá gente en la parada del colectivo buscando protegerse de las miradas anónimas. Habrá presentes vivos despidiendo pasados muertos y habrá muertos futuros creyéndose eternos. Habrá amores prohibidos y fugitivos. Habrá desazón y consuelos al calor de una sonrisa. Habrá lo de todos los días y yo seré uno más de ellos, uno más de los tantos que se amontonarán en el embudo de la muerte.
     En la esquina está esa mujer que siempre camina como sabiendo hacia dónde va, como buscando algo que cree que inevitablemente encontrará. Ya que la hoja descansa, voy a seguirla (siempre me intrigó la puntualidad de su recorrido y la impunidad de su belleza). Camina hacia el mar y eso ya es algo que merece ser indagado, porque nadie camina solo hacia el mar si no busca algo, una respuesta o una pregunta, un acorde o una palabra, una sonrisa o algunas lágrimas. A dos cuadras de la costa busca el reflejo de una pulsera de metal entrelazado que lleva en su muñeca y se acomoda el pelo que le despeina el viento fresco del mar. Hace un alto al filo del boulevard, mira hacia la izquierda y comienza a cruzar. Es extraño como el paisaje parece reconstruirse a su alrededor. Todo lo que la rodea pareciera ir acomodándose de acuerdo a los tonos de su ropa, a la fragancia de su perfume. Es como si llevase una paleta de colores y fuera pintando con su presencia el cielo y las veredas y el pasto que divide las calles y la arena que acarician las olas. Depende del día: la he visto caminar en días grises que súbitamente parecen cambiar de color a su paso tornándose todo de una gama de rojos, lilas, violetas y verdes que imitan los colores de su falda y de sus zapatillas de lona  y sus ojos de amor no perecedero. Pero hoy el día ya tiene colores propios aunque hay algo olvidado en el ambiente, hay algo que falta para completar el cuadro.
     En el camino voy tratando de encontrar algo con qué llenar esa hoja que descansa al sol. Pero no logro despegar mi pensamiento de su cuerpo, es inevitable no pensar en ella porque a medida que sus pasos pisan las veredas se van sucediendo una serie de acontecimientos fortuitos difíciles de interpretar. No es un día cálido, sin embargo, empiezo a sentir que el abrigo me sobra y me sumo a su piel de gallina, me abrazo a su cobijo y a su recorrido que, como una especie de campo magnético, parece haberme tomado prisionero. Es extraño, ahora la hoja comienza a cubrirse de anhelos hacia ella y de deseos que me llevan de la mano sin saber realmente adónde voy. Comienzo a sentir cierta incomodidad cuando veo que ella ya se ha percatado de mi presencia. El viento ha cesado y su pelo cae por su cabeza como un manantial. Tengo sed. La caminata hasta la playa es un juego que no termino de comprender, ella hace de su recorrido una especie de laberinto que busca confundirme, enredarme en mis propias ansiedades que se manifiestan en mis pasos acelerados tras los suyos. Las aves que sobrevuelan la laguna parecen estar en clara complicidad con ella ya que vuelan de a ratos sobre mí para reunirse todas a los gritos sobre la orilla por donde ella pasea, como si le comentaran acerca de este súbito sudor en mis manos y del nerviosismo que se ha apoderado de mi relato. Ella gira la cabeza y me sonríe. Yo casi caigo en una oración irremediable, en un acto de pereza gramatical y pecado literario que me provocaría escribir cualquier cosa sacándome de este texto y así huir antes de que fuera demasiado tarde. Pero no, he perdido hasta ese derecho. Tengo miedo de haber cometido un error fatal, tengo miedo de haberme extraviado en esta historia y encontrarme expuesto a sus caprichos. Mi temor se acrecienta en cuanto noto que si no escribo, si no encuentro las palabras, corro el riesgo de perderla, y eso me atormenta aún más. Hasta hace un momento ella sólo era una muchacha cualquiera en una esquina cualquiera en una hoja cualquiera. Pero ahora sus pies pisan descalzos la arena y dejan unas huellas que trazan los rieles que guían el tren alocado de mis ganas que la sigue obedientemente, y ella ya no es cualquiera, como no es cualquiera esta hoja, como no podrá ser cualquiera, nunca más, ninguna esquina sin ella. 
     ¿Qué me ha pasado? Alguien debe ayudarme, alguien debe romper esta hoja y arrojarla al fuego, alguien que se compadezca de mí y del peligro que se cierne sobre mi destino. ¿Es que nadie se ha dado cuenta aún de que me he perdido en esta mujer? ¿Es que a nadie le importa que ya no pueda volver sobre mis pasos y escribir canciones sin letras y sin nombres?…
     Oh Dios, ya es tarde, ya nada volverá a ser como era, ya no podré escuchar a los perros ladrando de madrugada sin esperar un nuevo día y las mañanas nunca volverán a reflejar mis hojas. Ya no podré escribir sobre esa gente esperando colectivos, ni sobre los amores prohibidos, ni las esperanzas muertas. Ya no habrá ningún reflejo en una hoja que no sea el de sus ojos que ahora me miran desde la orilla con su silueta recortada maravillosamente sobre las olas que reverencian su presencia. Ahora lo sé positivamente, estoy perdido, mi color también ha cambiado, ya no hay marrones ni grises, todo mi cuerpo se ha teñido con el arco iris que me anuncia su presencia cada vez que la veo en esa esquina. Todos mis sentidos apuntan a los suyos, toda mi vida ha quedado reducida a un montón de papeles que se leen solos en mi cabeza. Y en cada espacio vacío que alguna vez dejé intencionalmente se ha escrito su nombre que empuja los silencios y las vergüenzas, que me desviste y me deja desnudo ante lo que ocultaba metódicamente en todas mis historias, ante la única rima que rima con mis versos, ante el destinatario desconocido de todas mis cartas.
 
     Y entonces, esta hoja no es otra cosa que una despedida, un epílogo impensado para quienes pretendían de mí más de lo que podía ofrecerles: las mismas y reiteradas historias de un hombre sin amor, refugiado en palabras ajenas al amparo de las sombras de noches oscuras y solitarias convertidas en los reflejos de mañanas luminosas. Esta hoja es la última de un libro que acá finaliza sin penas ni glorias, sin moraleja ni profecía. Lo siento, esta hoja ya no les pertenece. Esta hoja retomará a su blanco eterno y misterioso para guardar su nombre y el mío ahora mismo, una vez que confiese que es verdad, que me he enamorado de ella.

RR


Foto: Andrea Alegre

miércoles, 6 de agosto de 2014

A VECES LOS DÍAS


      No creo que te sorprendas a esta altura, ya no queda casi nada para sorprenderse, ni de vos, ni de mí. En todo caso, lo mío fue una metamorfosis forzada, un despellejamiento a cielo abierto en donde tuve que dejar la piel del pasado antes de que creciera la del presente y, mientras tanto, andar así por la calle, ardiendo la carne, dejando mediocres rastros de palabras ensangrentadas. Porque sí, porque yo antes era ese que te buscaba por todos los laberintos y todos los acertijos. Yo era ese de la palabra lista para envolver tu cuello, para dormir en tu oído, el de la sonrisa agazapada; era tu oportunidad de sentirte poderosa, de pararte en cualquier lado a llorar y tener a alguien que te alcance un pañuelo o un abrazo. ¿Te acordás? Yo era esa sombra de noche tras tus pasos y tu sexo tímido, ese que al bajar la espuma se quedaba mirándote con ganas de besarte aunque no correspondiera, aunque lo único que hubiese para hacer verdadera justicia fuese dejarte sola para que te llevase el diablo. ¿De qué me sirve ocultarlo ahora? Yo era un tipo con más ganas que verdades, con demasiadas preguntas para las respuestas disponibles. Yo me dormía pensando en vos y en tu noche y tu cama, y me quedaba tóntamente tranquilo soñando con la mañana que te despertaría con un sol que ingenuamente creía que era compartido por los dos. Yo era puro entusiasmo, innecesario y también un poco desubicado para tus formas y tus quehaceres. Yo era uno de esos cuatro de copas a los que no le importa dilapidar el tiempo en apuestas perdidas creyéndose un siete de espadas, desconociendo las reglas pero sin apelar a las trampas. Me subí a un bondi que no me pertenecía pensando que siendo un cuatro de copas podía cantar truco igual. Y si hubiese tenido que buscarte, lo hubiese hecho por donde sea, con ese falso orgullo del que cree que sabe lo que quiere. Así es, yo antes era otro, otro que ya no existe ni para vos, ni para mí, ni para nadie.
      Hoy ya no soy aquel (que, al fin de cuentas, nunca fui), ni siquiera parecido. Hoy aquel es sólo una huella borrosa de un pasado ido, un fósil inservible para ningún museo, un negativo guardado que no será revelado nunca, un poema a medio terminar, una canción olvidada. Hoy me quiero dar por vencido, aunque sea sólo por hoy. Todos deberíamos tener derecho a una vez en la vida morirnos y dejarnos ir, sacarnos la careta y sentarnos a tomar una copa con los fantasmas y los sabuesos que nos persiguen para cazarnos y colocarnos como trofeos en las paredes de las habitaciones desde donde acostumbran a opinar los cínicos. Una especie de alto el fuego que nos deje mirar al horizonte sin buscar nada. Hoy quisiera mirarte sin esperar nada, apreciar la forma de tus labios sin sentir esa sensación de batalla perdida, de rendición incondicional, mirarte a los ojos y decirte “está bien, adiós”. Hoy me quisiera quedar acá, dejar que esta canción de hombres y pecados me lleve, que me desate las manos y que ellas escriban lo que quieran, dejar de preocuparme por si estará bien que lo diga o si no, si no será mejor callar las palabras. Quiero dejarlas, que hagan un desastre y rompan todas las formalidades y todos los protocolos y todos los deberes. Que te vayan a buscar si quieren, no me importa, yo me voy a quedar acá, comiéndome la manzana y esquivando las flechas, haciendo oídos sordos a los silencios. Porque lo que duelen no son las palabras, lo que duele son los silencios, las voces que se apagan en la distancia, los gritos que se mueren sin remedio. Hoy quiero mentirles a todos y dejarme engañar, decir que ya no me importa, que me da lo mismo todo, que si fuese por mí me iría para siempre, aún sabiendo que ese siempre me va a perseguir toda la vida.

RR





Ilustración: obra de la serie "Arlequines" del artista plástico Omar Tonero

lunes, 4 de agosto de 2014

INSTRUCCIONES PARA MATARME


      Yo la hubiese entendido perfectamente si hubiese cerrado la puerta ahí mismo para nunca más volver. Hubiese entendido sin necesidad de ninguna otra explicación aparte del sonido final de la puerta cerrándose a sus espaldas. Pero ella siempre fue un poco así, una mariposa en medio de mil polillas, y yo, que soy pura polilla, no necesitaba eso, yo me podría haber arreglado perfectamente sin ella. Podría haber puesto un disco y haberme sentado a mirar el techo mientras su recuerdo bailaba frente a mí y el teléfono hacía un silencio insoportable. Yo podría haber tomado una lapicera y un papel y escribirle una carta desgarradora contándole que ya no la necesitaba, que estaba bien como estaba y que mejor que no se le ocurriera volver. Volver, ¿para qué? ¿Para mirarnos como dos pavos que se quieren sin querer quererse y que por eso se detestan mutuamente y se buscan por todas las esquinas ocultándose, para mostrarle al otro que es imposible dejarse así como así, sin una razón verdadera, sin una mísera excusa, un beso mal dado, una noche donde el abrazo no alcanza para mitigar el frío de los amores a medias tintas, algo que justificara la imposibilidad de desnudarse en una cama y esperar a que la muerte los llevara juntos?
      Pero se fue sin ni siquiera pegar un portazo, cerrando delicadamente la puerta que sólo hizo un pequeño gemido de bisagra sin aceite que se parece mucho a este sonido que sale de acá adentro mientras le escribo alocadamente esperando que no haya llegado más allá de la tercera esquina porque yo ya salgo para allá, dejo esta lapicera y este papel y esta botella medio vacía que me empuja a dejar de lado toda esta estupidez de creerme un perro callejero y asumir que, si después de atravesar todas las calles de la ciudad y de golpear en cada puerta no la encuentro, voy a olvidarme del mundo y me voy a dedicar a escribirle hasta que alguna palabra roce su cercanía y le suelte todos los besos y las frutas que maduraron en su ausencia.
      Sí, yo hubiese preferido que se fuera para siempre, una huída súbita en medio de la noche que me sorprendiera por la mañana cuando, al darme vuelta, me topara con ese olor tan desagradable que deja el amor cuando se acaba y que se parece tanto al del olvido. Me hubiese conformado con el recuerdo de sus ojos cerrados esperando el momento propicio para despedirse del sueño y viajar a la realidad de un final sin anuncios ni despedidas. Me hubiese despertado tragándome las lágrimas, cebando los mates más amargos de mi vida, haciendo de cuenta que todo seguía igual, que las cosas son así, que nada es para siempre, buscando frases y aforismos que me alejaran del suicidio junto a un bandoneón o un poema de Alfonsina. Hubiese abierto la persiana a la mitad para poder esconder mi cara perpleja y el terror de encontrarme soberanamente solo. Me hubiese quedado ahí, postrado ante esas falsas seguridades que te da el amor y que en un segundo se transforman en una muerte con velatorio incluido, con quejas y por dioses y promesas falsas e inoportunas, con un montón de testigos a quienes no se les ha muerto eso que se le muere a uno adentro y te deja mil respuestas mentirosas para las preguntas más simples. ¿Cómo haría para admitir que la había querido, que la había amado con la intensidad del llanto de un recién nacido, con la desesperación del alma saliendo del cuerpo un segundo después de que el corazón dice adiós para siempre? ¿Cómo haría para expulsar a la cobardía que no me permitía seguir adelante sin ella? ¿Cómo daría ese paso al abismo que significaba asumir que su amor valía lo mismo que el de cualquiera?

      Debiste haberte ido de esa manera, no dejarme el tremendo aroma a tu carne y a tu sexo impregnado en las paredes y en las sábanas y en mi puta vida. Debiste haberte llevado cada palabra asesina que ha quedado dando vueltas y que se me cuela entre las hojas cada vez que intento escribir algo que no te nombre. Debiste haberme matado definitivamente, sin piedad y sin misericordia.

RR


Foto: Pablo Silicz

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...