lunes, 4 de agosto de 2014

INSTRUCCIONES PARA MATARME


      Yo la hubiese entendido perfectamente si hubiese cerrado la puerta ahí mismo para nunca más volver. Hubiese entendido sin necesidad de ninguna otra explicación aparte del sonido final de la puerta cerrándose a sus espaldas. Pero ella siempre fue un poco así, una mariposa en medio de mil polillas, y yo, que soy pura polilla, no necesitaba eso, yo me podría haber arreglado perfectamente sin ella. Podría haber puesto un disco y haberme sentado a mirar el techo mientras su recuerdo bailaba frente a mí y el teléfono hacía un silencio insoportable. Yo podría haber tomado una lapicera y un papel y escribirle una carta desgarradora contándole que ya no la necesitaba, que estaba bien como estaba y que mejor que no se le ocurriera volver. Volver, ¿para qué? ¿Para mirarnos como dos pavos que se quieren sin querer quererse y que por eso se detestan mutuamente y se buscan por todas las esquinas ocultándose, para mostrarle al otro que es imposible dejarse así como así, sin una razón verdadera, sin una mísera excusa, un beso mal dado, una noche donde el abrazo no alcanza para mitigar el frío de los amores a medias tintas, algo que justificara la imposibilidad de desnudarse en una cama y esperar a que la muerte los llevara juntos?
      Pero se fue sin ni siquiera pegar un portazo, cerrando delicadamente la puerta que sólo hizo un pequeño gemido de bisagra sin aceite que se parece mucho a este sonido que sale de acá adentro mientras le escribo alocadamente esperando que no haya llegado más allá de la tercera esquina porque yo ya salgo para allá, dejo esta lapicera y este papel y esta botella medio vacía que me empuja a dejar de lado toda esta estupidez de creerme un perro callejero y asumir que, si después de atravesar todas las calles de la ciudad y de golpear en cada puerta no la encuentro, voy a olvidarme del mundo y me voy a dedicar a escribirle hasta que alguna palabra roce su cercanía y le suelte todos los besos y las frutas que maduraron en su ausencia.
      Sí, yo hubiese preferido que se fuera para siempre, una huída súbita en medio de la noche que me sorprendiera por la mañana cuando, al darme vuelta, me topara con ese olor tan desagradable que deja el amor cuando se acaba y que se parece tanto al del olvido. Me hubiese conformado con el recuerdo de sus ojos cerrados esperando el momento propicio para despedirse del sueño y viajar a la realidad de un final sin anuncios ni despedidas. Me hubiese despertado tragándome las lágrimas, cebando los mates más amargos de mi vida, haciendo de cuenta que todo seguía igual, que las cosas son así, que nada es para siempre, buscando frases y aforismos que me alejaran del suicidio junto a un bandoneón o un poema de Alfonsina. Hubiese abierto la persiana a la mitad para poder esconder mi cara perpleja y el terror de encontrarme soberanamente solo. Me hubiese quedado ahí, postrado ante esas falsas seguridades que te da el amor y que en un segundo se transforman en una muerte con velatorio incluido, con quejas y por dioses y promesas falsas e inoportunas, con un montón de testigos a quienes no se les ha muerto eso que se le muere a uno adentro y te deja mil respuestas mentirosas para las preguntas más simples. ¿Cómo haría para admitir que la había querido, que la había amado con la intensidad del llanto de un recién nacido, con la desesperación del alma saliendo del cuerpo un segundo después de que el corazón dice adiós para siempre? ¿Cómo haría para expulsar a la cobardía que no me permitía seguir adelante sin ella? ¿Cómo daría ese paso al abismo que significaba asumir que su amor valía lo mismo que el de cualquiera?

      Debiste haberte ido de esa manera, no dejarme el tremendo aroma a tu carne y a tu sexo impregnado en las paredes y en las sábanas y en mi puta vida. Debiste haberte llevado cada palabra asesina que ha quedado dando vueltas y que se me cuela entre las hojas cada vez que intento escribir algo que no te nombre. Debiste haberme matado definitivamente, sin piedad y sin misericordia.

RR


Foto: Pablo Silicz

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