lunes, 11 de agosto de 2014

UNA HOJA EN BLANCO


     Voy a aprovechar este sol que me encandila y se refleja en el blanco perpetuo de la hoja que permanece inmóvil y obstinada debajo de unas palabras aún ausentes. Voy a dejar que estos primeros reflejos de la mañana la guarden y le eviten otra historia repetida y desgastada, que descanse por hoy, yo voy a tomarme un rato para observar la calle y, tal vez, lograr que alguien me preste su vida para hacer un cuento nuevo.
     Apenas cruzo la puerta están esos perros que no paran de ladrar por la madrugada y anuncian cada día que nada ha cambiado realmente, que sólo es un día más, que habrá como cada mañana de esta época un sol ancestral y un típico frío invernal e inclaudicable. Habrá gente en la parada del colectivo buscando protegerse de las miradas anónimas. Habrá presentes vivos despidiendo pasados muertos y habrá muertos futuros creyéndose eternos. Habrá amores prohibidos y fugitivos. Habrá desazón y consuelos al calor de una sonrisa. Habrá lo de todos los días y yo seré uno más de ellos, uno más de los tantos que se amontonarán en el embudo de la muerte.
     En la esquina está esa mujer que siempre camina como sabiendo hacia dónde va, como buscando algo que cree que inevitablemente encontrará. Ya que la hoja descansa, voy a seguirla (siempre me intrigó la puntualidad de su recorrido y la impunidad de su belleza). Camina hacia el mar y eso ya es algo que merece ser indagado, porque nadie camina solo hacia el mar si no busca algo, una respuesta o una pregunta, un acorde o una palabra, una sonrisa o algunas lágrimas. A dos cuadras de la costa busca el reflejo de una pulsera de metal entrelazado que lleva en su muñeca y se acomoda el pelo que le despeina el viento fresco del mar. Hace un alto al filo del boulevard, mira hacia la izquierda y comienza a cruzar. Es extraño como el paisaje parece reconstruirse a su alrededor. Todo lo que la rodea pareciera ir acomodándose de acuerdo a los tonos de su ropa, a la fragancia de su perfume. Es como si llevase una paleta de colores y fuera pintando con su presencia el cielo y las veredas y el pasto que divide las calles y la arena que acarician las olas. Depende del día: la he visto caminar en días grises que súbitamente parecen cambiar de color a su paso tornándose todo de una gama de rojos, lilas, violetas y verdes que imitan los colores de su falda y de sus zapatillas de lona  y sus ojos de amor no perecedero. Pero hoy el día ya tiene colores propios aunque hay algo olvidado en el ambiente, hay algo que falta para completar el cuadro.
     En el camino voy tratando de encontrar algo con qué llenar esa hoja que descansa al sol. Pero no logro despegar mi pensamiento de su cuerpo, es inevitable no pensar en ella porque a medida que sus pasos pisan las veredas se van sucediendo una serie de acontecimientos fortuitos difíciles de interpretar. No es un día cálido, sin embargo, empiezo a sentir que el abrigo me sobra y me sumo a su piel de gallina, me abrazo a su cobijo y a su recorrido que, como una especie de campo magnético, parece haberme tomado prisionero. Es extraño, ahora la hoja comienza a cubrirse de anhelos hacia ella y de deseos que me llevan de la mano sin saber realmente adónde voy. Comienzo a sentir cierta incomodidad cuando veo que ella ya se ha percatado de mi presencia. El viento ha cesado y su pelo cae por su cabeza como un manantial. Tengo sed. La caminata hasta la playa es un juego que no termino de comprender, ella hace de su recorrido una especie de laberinto que busca confundirme, enredarme en mis propias ansiedades que se manifiestan en mis pasos acelerados tras los suyos. Las aves que sobrevuelan la laguna parecen estar en clara complicidad con ella ya que vuelan de a ratos sobre mí para reunirse todas a los gritos sobre la orilla por donde ella pasea, como si le comentaran acerca de este súbito sudor en mis manos y del nerviosismo que se ha apoderado de mi relato. Ella gira la cabeza y me sonríe. Yo casi caigo en una oración irremediable, en un acto de pereza gramatical y pecado literario que me provocaría escribir cualquier cosa sacándome de este texto y así huir antes de que fuera demasiado tarde. Pero no, he perdido hasta ese derecho. Tengo miedo de haber cometido un error fatal, tengo miedo de haberme extraviado en esta historia y encontrarme expuesto a sus caprichos. Mi temor se acrecienta en cuanto noto que si no escribo, si no encuentro las palabras, corro el riesgo de perderla, y eso me atormenta aún más. Hasta hace un momento ella sólo era una muchacha cualquiera en una esquina cualquiera en una hoja cualquiera. Pero ahora sus pies pisan descalzos la arena y dejan unas huellas que trazan los rieles que guían el tren alocado de mis ganas que la sigue obedientemente, y ella ya no es cualquiera, como no es cualquiera esta hoja, como no podrá ser cualquiera, nunca más, ninguna esquina sin ella. 
     ¿Qué me ha pasado? Alguien debe ayudarme, alguien debe romper esta hoja y arrojarla al fuego, alguien que se compadezca de mí y del peligro que se cierne sobre mi destino. ¿Es que nadie se ha dado cuenta aún de que me he perdido en esta mujer? ¿Es que a nadie le importa que ya no pueda volver sobre mis pasos y escribir canciones sin letras y sin nombres?…
     Oh Dios, ya es tarde, ya nada volverá a ser como era, ya no podré escuchar a los perros ladrando de madrugada sin esperar un nuevo día y las mañanas nunca volverán a reflejar mis hojas. Ya no podré escribir sobre esa gente esperando colectivos, ni sobre los amores prohibidos, ni las esperanzas muertas. Ya no habrá ningún reflejo en una hoja que no sea el de sus ojos que ahora me miran desde la orilla con su silueta recortada maravillosamente sobre las olas que reverencian su presencia. Ahora lo sé positivamente, estoy perdido, mi color también ha cambiado, ya no hay marrones ni grises, todo mi cuerpo se ha teñido con el arco iris que me anuncia su presencia cada vez que la veo en esa esquina. Todos mis sentidos apuntan a los suyos, toda mi vida ha quedado reducida a un montón de papeles que se leen solos en mi cabeza. Y en cada espacio vacío que alguna vez dejé intencionalmente se ha escrito su nombre que empuja los silencios y las vergüenzas, que me desviste y me deja desnudo ante lo que ocultaba metódicamente en todas mis historias, ante la única rima que rima con mis versos, ante el destinatario desconocido de todas mis cartas.
 
     Y entonces, esta hoja no es otra cosa que una despedida, un epílogo impensado para quienes pretendían de mí más de lo que podía ofrecerles: las mismas y reiteradas historias de un hombre sin amor, refugiado en palabras ajenas al amparo de las sombras de noches oscuras y solitarias convertidas en los reflejos de mañanas luminosas. Esta hoja es la última de un libro que acá finaliza sin penas ni glorias, sin moraleja ni profecía. Lo siento, esta hoja ya no les pertenece. Esta hoja retomará a su blanco eterno y misterioso para guardar su nombre y el mío ahora mismo, una vez que confiese que es verdad, que me he enamorado de ella.

RR


Foto: Andrea Alegre

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