miércoles, 20 de agosto de 2014

DIEZ MOMENTOS EN TERCERA PERSONA


I- ÉL

     No sé qué pasó, qué habrá sido de su vida. Cada noche venía a sentarse en la vereda. Había aparecido un día sin razón aparente mirando desde afuera hacia la puerta, examinando el aspecto del frente de mi casa, como si tratara de comprobar que estaba en el lugar correcto. Alguna vez coincidimos en la mirada, los ojos se encontraron en un espacio abierto donde no existían razones para encontrarse. No voy a negar la curiosidad que me provocaba y que a veces me sentaba sobre el filo de la ventana a mirarlo, a tratar de imaginar en qué estaría pensando, qué sería lo que lo habría traído hasta acá. Buscaba en su ropa alguna marca, alguna señal que me permitiera armar aunque sea una fantasía sobre su paradero y su recorrido. Lo imaginaba caminando seguro sobre sus pasos, recorriendo naturalmente el camino hasta acá, siempre las mismas calles, siempre las mismas veredas, cantando alguna canción de Serrat o de los Beatles, una especie de ritual que lo depositaba silenciosamente frente a mi puerta. No me asustaba, pero sí me intrigaba. Al principio no le dí demasiada importancia, pero luego, con el tiempo, comencé a prestarle más atención y a preguntarme cómo debía actuar yo frente a su presencia.
     Solo se quedaba una hora al comienzo de la noche, cuando el sol todavía mostraba algunos signos de vida, esa última hora de la tarde que termina asestando el golpe final a las esperanzas construidas al despertar. Nunca faltó a su cita con el atardecer en mi puerta, ni cuando los días se envolvían de lluvia. Eso no parecía afectarlo pues no daba muestras de fastidio por el agua que le corría por la cara. La vista que me proporcionaba la ventana de arriba me permitía ver su rostro claramente, observar sus facciones y los movimientos de sus párpados y de sus labios absorbiendo la humedad que corría por sus mejillas (suspiro). En ciertas ocasiones me sentía como atraída hacia él, me daban ganas de salir con alguna excusa falsa y entablar una conversación sobre cualquier cosa: el perro del vecino o el aroma de los tilos en verano, menos sobre el por qué de esa estadía puntual sentado al borde de la reja con una naturalidad asombrosa. Pero no me animaba. No era temor hacia él, era, más bien, temor hacia mí. Yo suponía que había algo en mí que lo traía hasta mi puerta y no lograba identificar qué era, tenía miedo de que ese algo se revelara al encontrarme con él y que ya no me permitiera volver atrás, como si fuese a sufrir algún tipo de modificación interna y eso, en cierta manera, me atemorizaba. Sentía que de tener algún tipo de contacto, aunque sea de palabra, un simple hola, ya no podría recuperar mi estado anterior.


II- ELLA

     Mi presente era ese pasado lleno de las cosas de un mundo que se había quedado acá olvidado o abandonado (quién sabe). Mi presente era un teclado poseído por demonios y fantasmas tantas veces escritos y renombrados en su feroz lucha por sobrevivir a los embates de personajes fantásticos que querían tomar su lugar. Era una lucha encarnizada y mortal en la que no había lugar para todos o, al menos, no en el mismo escalón del podio. Tampoco es que creyera verdaderamente en que se retirarían así nomás sin dejar rastros, ni era eso lo que buscaba. Yo solo quería que se acomodasen en un lugar como todos y que aceptaran que su momento había pasado y que ella ya no estaba invitada. Porque yo no pensaba invitarla, ¡de ninguna manera! Si ella aún permanecía ahí con esa sonrisa socarrona e hiriente era porque no había logrado echarla, remontarla como un barrilete hasta el borde de un acantilado y cortar el hilo para que el viento la arrastrara lo más lejos posible. Si aún era tema de mis largos soliloquios al atardecer era porque ningún amigo se había acercado hasta a mí de frente, y sin decir agua va, bajado mis estúpidas fantasías de una trompada.
     Mi presente era un pasado idealizado (como todos los pasados), hojas recortadas con anécdotas convenientes, con las muecas más graciosas de un futuro imaginado prominente y brillante, noches de pequeñas grandes alegrías que, a decir verdad, no habían sido otra cosa que un desfile de señales negadas cuidadosamente, anuncios de un porvenir cercano y pavoroso que me caería como un piano desde un décimo piso. Fui un idiota, el único que no escuchó el zumbido de la caída y la marcha fúnebre que sonaba mientras se acercaba a mi cabeza fui yo.


III- ÉL

     Después de la primer semana, esa hora comenzó a ser suya y mía, un encuentro a la distancia que se producía en la asunción tácita de que los dos sabíamos del otro, él afuera, yo adentro; él mirándome de espaldas, yo mirándolo de frente. Era siempre una hora exacta. Aunque él no llevaba reloj, podía calcular el momento preciso para irse; daba una mirada hacia adentro y se iba por el mismo lado por donde había llegado. Durante esa hora que él permanecía afuera, yo no hacía nada en particular, nada que pudiera reconocer como fuera de mi rutina diaria, daba vueltas entre ansias y nervios como una abeja alrededor de una flor. Sin embargo, más tarde, comencé a darme cuenta de que esa hora era diferente de las otras, esa era la hora de los naufragios, de la luz baja, de la copa de vino servida esperando una mano cálida. Mi cuerpo se predisponía de otra manera, no podría explicar cómo, solo sé que sucedía, puesto que cuando él hacía los primeros movimientos antes de su partida, mi estómago se anudaba y mi garganta quedaba sometida al silencio (no creo que hubiese podido decir una sola palabra en esos momentos).
     Una tarde estuve a punto de no llegar a casa antes de la hora a la que él aparecía, me puse muy nerviosa, casi histérica. No sé qué era lo que más me sobresaltaba, si llegar cuando él ya estuviese ahí y tener que verlo frente a frente, o perderme de su presencia, o, incluso peor aún, que viera que yo no estaba y se fuera. No estoy segura si lo quería en mi puerta o lo necesitaba allí. Supongo que eso nunca se sabe del todo. Quererlo, necesitarlo, ¿cuál es la diferencia? El silencio de mi garganta lo necesitaba, el nudo en mi estómago lo quería. Pero yo… no sé, tal vez solo lo esperaba.


IV- ELLA

     No, de ninguna manera renuncié a nada, no era una renuncia, todo lo contrario, era aceptar que no todos tienen la misma fortuna, que hay quienes se pasan la vida buscando al amor de su vida y hay otros que, aún peor, se la pasan esperándolo. Yo no, yo lo había encontrado sin querer, había tenido que aceptarlo sin consulta previa, sin que nadie me advirtiera o me regalara un manual de instrucciones para lidiar con semejante carga. Y entonces, me senté a tratar de escribirlo yo mismo, a buscar entre los delirios que uno inventa en la desesperacíón que provoca el miedo al olvido, negando lo innegable y armando historias apócrifas. Me senté cada noche a confeccionar una lista de procedimientos justos, precisos y claramente inútiles para llevar adelante una tarea sobrehumana: sobrevivir a un destino que había sido escrito premeditadamente, maniatándolo impunemente a los lazos de una mujer.
     Si es que existe algo que pueda identificar con el significado de destino, no existe un camino hacia él, es inútil tratar de encontrar una señal, un mapa con coordenadas y cruces. El destino es una búsqueda a ciegas por los pantanos más infestados de tristezas y las ciénagas más embarradas de soledades. El destino es una línea que se traza con sangre y que se paga con la vida.
     Debe ser por eso que no tuve otra opción más que cortarme las venas e ir en su búsqueda, dejar de esperar estrellas fugaces y oráculos proféticos que me allanasen el camino. Mi camino sería aquel que me llevaría sin importar adónde yo quisiera ir, mi camino sería uno solo, como el surco de un disco, empezaría en el principio y terminaría en el final, con diferentes ritmos y diversas melodías, pero sería solo uno. Ahora mi camino buscaba al suyo como la marea busca a la luna que crece y mengua de acuerdo a su cercanía.
     Y este camino no es largo ni corto, no hay distancias mensurables para el destino, nunca se está lejos de lo que uno quiere, la distancia es solo un truco mental. Es posible fundirse en un abrazo con un ángel y no encontrar un lugar en el cielo si el alma pasea alegre por el infierno. Bajo mis sábanas se habían abrigado otros cuerpos y, sin embargo, nunca fueron más que eso, más que un refugio donde recuperar la tibieza del aire y los aromas de las flores. Pero ella… ella era la primavera, ella podía estar a mil kilómetros de distancia de mi cama pero mi noche era la suya, su llanto era mi desgracia y su risa un alivio.
     Hay historias que comienzan bien y terminan mal, otras que comienzan mal y terminan bien, pero también existen historias que comienzan y nunca terminan. Esta es una de ellas.


V- ÉL

     Finalmente, una noche decidí salir, busqué entre todas las razones más inverosímiles alguna que calmara mi ansiedad de verlo de cerca, de sentir el aroma de su presencia, de que me clavara un puñal de una vez por todas con una palabra y me dejara medio muerta tendida en sus brazos a su entera disposición, entregada a su misterio y a su perseverancia. Busqué entre mis sábanas un lugar para mis ganas de traerlo a visitarlas, busqué en el espejo ese brillo en mis ojos que se encendía cada noche a la misma hora y se retiraba a soñar una hora más tarde. Busqué y no hallé otra cosa más que la necesidad urgente de salir, de pasar por su lado despreocupadamente, como si no lo viera, como si la sensación de deseo no estuviese ahí empujándome a abrir la puerta y dar esos primeros pasos hacia algo que se había transformado en parte de mis días cuando volvía corriendo a casa, y de mis noches cuando su presencia era la única compañía que necesitaba (y que quería).
     Estaba sentado en la vereda, noté su mirada que se fijaba en mis ojos que lo miraban perimetralmente, con esa parte de la mirada que ve lo que una no mira y que, en este caso, era todo lo que yo quería ver. Cerré la reja y caminé delante suyo, hice un ademán con la cabeza a modo de respetuoso saludo, como quien saluda a un vecino desconocido, y seguí mi camino que a partir del primer centímetro donde comenzaba a separarme de él se iba transformando en un laberinto donde me perdía y donde la única referencia de mi lugar en el universo era él y ese espacio mínimo que ocupaba en la vereda. Seguí adelante, a tientas, caminando en la oscuridad que se formaba al alejarme, al perderlo de vista, pensando en cómo tomaría él mi visita, mi paso desinteresado por su lado. ¿Qué habría pensado de mi tímido saludo, de mi cabeza bajando, evitando sus ojos que se clavaban en los míos y que a mí me hacían sentir como si me guardaran en su mente como una foto en un portarretrato? Dí casi una vuelta de manzana y volví a darla en sentido contrario para regresar por donde me había ido. Estaba apuradísima, fue como si hubiese tardado una eternidad en volverlo a ver. Antes de abrir la reja lo miré por una fracción de segundo aprovechando que guardaba un papel y una lapicera de su bolsillo. Al entrar escuché “hasta luego”.
     Sí, tenía razón, algo cambió dentro mío, algo cambió…


VI- ELLA

     Había reservado esa hora de la tarde de cada día para ordenar el desbarajuste que comenzaba a producirse apenas me despertaba, un caos mental que me llevaba de la tristeza más profunda a la euforia más insólita. Entonces, a esa hora, me acomodaba en la silla y abría las compuertas de ese dique contenido durante todo el día. Me sentaba a mirarla desde afuera, a imaginarla en su ventana observando el atardecer, preparando la noche para su soledad. Esa soledad que yo tanto quería. Yo no buscaba su compañía, cualquiera hubiese podido arrimarse a su lado y acompañarse de su risa y de su cuerpo, cualquiera hubiese podido atravesar el umbral de su boca y degustado su saliva y sus palabras. Lo mío era algo más, yo quería su silencio y su escondite, yo no buscaba sus ojos, yo iba en busca de su mirada, no me interesaba solo acostarme en su cama, yo quería el paulatino abandono de su vida en mis brazos, la cercanía de aquello que estaba apartado en un rincón sagrado.
     Me sentaba en un costado de su vida a ejercer el derecho a defenderme del ocaso de su ausencia, a armar una escenografía que nos juntara en la misma escena, en el mismo plano y en la misma secuencia. Una de esas noches escribí una salida suya sin razón aparente solo para poder verla, para sentir ese perfume que había imaginado para ella; para que me saludara con timidez y un respeto excesivo y diera una vuelta de manzana mientras yo la esperaba. Y la hubiese esperado aunque se hubiese ido a dar la vuelta al mundo, me hubiese quedado ahí, en su vereda, en mi silla. No tenía otra opción. Mi única valentía consistía en aceptar que estaba completamente perdido en su mundo, en su reja, en ese casi imperceptible “hasta luego” que pude balbucear cuando volvió y me miró por una fracción de segundo y ya no pude escribir más nada y mis palabras cesaron y tuve que irme. Ya había pasado una hora.


VII- ÉL

     ¿Qué debo hacer ahora? ¿Cómo justifico este silencio después de haber oído su voz? ¿Qué debo hacer con esta ventana? ¿Qué debo hacer con la reja y la vereda y las ganas de correr hacia allá y abrazarlo asumiendo que es una locura, que todo parece escrito para un guión de cine? Ya no puedo volver atrás, ya no puedo hacer como si nada pasara, como si él no estuviese ahí y yo acá y esa hora de la tarde noche no fuera la única hora que me siento viva. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo te digo que ya no te observo desde adentro, que te respiro agitada empañando el vidrio, nublando tu imagen? Y recorto dos círculos con el dedo por donde mirarte y uno para soltarte un beso que viaje por el parque y te sobrevuele como una mariposa trayéndome de vuelta otra palabra y esperando que agregues alguna más que condene todos mis temores al fracaso. Ya no tengo miedo de vos ni de mí, ya no tengo más que ansiedades y una habitación que se puebla de soledades al atardecer, cuando veo tu figura asomarse y me arrimo a tu descanso de una hora, a mi puerta que ya no es mía sino tuya, a tus palabras que arrugo en una hoja que no debería ser una hoja, que debería ser tus manos tomando las mías mientras entramos lentamente, disfrutando estos pocos metros que ahora me llevan hacia vos para pedirte que por favor entres, que en casa hay una botella de vino que no es muy bueno pero que nos va a servir para aflojar los nudos y los silencios, para poder contestarte cualquier cosa que se me ocurra, para después quedarme callada mirando lo que vas escribiendo para más adelante, para cuando llegue la hora de irte y te ofrezca un lado de mi cama y la almohada con la que te abrazaba cada noche cuando te ibas y me quedaba a solas con vos sentado en mi mirada perdida y yo recostada en tus brazos.


VIII- ELLA

     Su casa era tal cual la había imaginado, tal cual la había escrito y pensado en esos metros del parque que recorrimos en silencio, mirándonos con la vista al frente, ahuyentando sus miedos y los míos que por primera vez se mostraban sin eufemismos, sin versos ni frases rebuscadas. Mis miedos eran los mismos que los de ella. Aceptar su noche y su cama era tomar el toro por las astas, era dejar de ponerle fichas a la suerte y al destino, era tomarla de la cintura y, mirándola directamente a los ojos, callar todas las palabras.
     Mi mano alrededor del cuello me hablaba de ella, de lo que subía desde sus rodillas, de esa vibración que tenía epicentro en su sexo, un jaque mate al corazón a esa hora de la noche cuando mis manos la tomaban de las nalgas, de ese culo que se apoyaba tiernamente en las palmas de mis manos buscando el apego y la caricia, abriendo una puerta que nunca se abre en un beso robado, en un piropo salvaje al mediodía, solo se abre cuando el silencio es el más ruidoso de los sonidos en la más dramática de las noches.
     No hubo tiempo para nada, solo un breve brindis con un vino añoso, casi avejentado pero que hacía las veces de anfitrión en la desnudez que se apoderaba de nosotros. Subimos a la cama por un lado y ella me fue llevando despacio hacia el otro que se acomodó a la forma de mis ganas inmediatamente. Apoyé mi cabeza en una almohada que tenía rastros de su boca, de sus labios y  de sus pechos. No hubo confesiones de ningún tipo, solo sonrisas que viajaban de una cara a la otra, que pasaban por entre las manos y los pies, por su vientre apretado contra mi boca, por las ganas de encontrarle un final feliz a esta historia que ya no me era posible seguir escribiendo.
     Tuve que dejar todo ahí, apenas si pude rescatar lo escrito. Ya era la hora y todavía me quedaba el resto de la noche. Al otro día leí lo que había quedado sobre el papel como testigo de esos últimos minutos:

     “¿Y si al final no sos vos, ni soy yo, ni nada? ¿Y si solo es cuestión de querernos y nada más? ¿Y si no hace falta nada de nada, solo las ganas de besarse sin aclaraciones ni subtítulos, ninguno mirando para otro lado buscándole la quinta pata al gato? ¿Por qué hacerlo tan difícil? ¿Por qué desviar la mirada, armar una sonrisa simpática y falsa y no dejar correr el orgasmo y la sangre y el grito? ¿Para qué sentarse a escribir poemas con todas las noches habidas y por haber y con todos los poemas ya escritos, con la púa esperando en el surco de un bolero, con el vino picándose en la sombra?
Y yo te invito y vos te vas. Me buscás cuando yo ya no estoy para que me encuentres, cuando lo único que querés encontrar es una excusa que te ayude a justificar la foto que te sacaste llorando frente a la ventana, la de la muchacha solitaria que querés crear para no depender de nadie, para que nadie venga a golpearte la puerta una noche de estas con una carta en la mano e intente meterse en tu cama a quererte sin que le importe ni tu foto ni tus lágrimas, sin que le den temor tus temores ni le pese la responsabilidad de regar tus felicidades.”



IX- ÉL

     Es tarde, el sol se escondió definitivamente y se llevó aquello que esperaba sin quererlo ni necesitarlo. Afortunadamente la reja aún me resguarda de los dolores probables y de las cartas que se ven pasar desde la ventana. Por suerte esto ha sido solo el delirio de un farsante, de un trasnochado sin nada mejor que hacer que venir a sentarse a mi puerta, a tratar de incluirme en su ridículo mundo de cuentos. Y casi caigo en su trampa de escritor misterioso, de amante eterno. A punto estuve de convertirme en cómplice de sus tardes, en víctima de sus noches. Es hora de preparar la cama, acomodar la almohada y guardar esta botella en su lugar. Mañana será otro día y la vida continúa. La suya y la mía.


X- ELLA

     Ya no volví a su puerta. Ya no esperé más en su reja para decirle hola y buscar en su mirada aquel manantial que inundaba mis atardeceres de palabras. Nunca volví a cruzar aquellas calles, a caminar esas veredas repetidas cantando bajito los poemas de Miguel Hernández. Acomodé una vez más los papeles sobre la mesa y renové mi pacto con los demonios y los fantasmas, ellos dejarían de escribir cartas para ella y yo les permitiría cada tanto acercárseme en un acecho nocturno y abrazarme con un recuerdo que me hiriera en la carne hasta hacerme sangrar el alma.
     Con el tiempo volví a ponerme el reloj en la muñeca y a hacer mías todas las horas, aunque no hubiese un segundo que no le perteneciera a ella.


RR


Foto: Andrea Alegre

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