Permítaseme que cuente esta parte de una historia perdida en un mundo empeñado en destruir mitos, en quemar leyendas, en sofocar los gritos desesperados de los héroes anónimos. Alguien debe pararse de frente a los tribunales infames de la mediocridad y sostener la antorcha que trata de ser robada.
Porque Botamanga era eso, un héroe anónimo, un río torrentoso de talento en medio de lagunas calmas y mediocres. Botamanga Varela no fue sólo un gran jugador de balonpié, fue un creativo, un coreógrafo admirable que trasladaba con su cuerpo toda la sabiduría de sus palabras, de sus órdenes dentro de ese marco de hedonismo deportivo que él ocupaba ostensiblemente. Dicen, quienes han presenciado sus hazañas, que hubo una noche cálida de julio en donde Botamanga brilló por demás, donde todo hacía suponer que algo extraordinario estaba a punto de suceder. No era normal aquella temperatura para ese mes ni era común verlo a Botamanga dialogando con los contrarios, porque él era más bien un personaje callado, un habitante oriundo del silencio que practicaba un estilo propio de comunicación a través de los graciosos movimientos de sus piernas.
El partido había comenzado con un poco de retraso por algunos inconvenientes que habían surgido en el trayecto que hubo de recorrer este inigualable personaje (se habla de posibles fallas de encendido en su inconfundible vehículo clásico, o de gastroenteritis. Quién sabe...). Ya durante los primeros minutos de juego todo se desarrollaba como normalmente sucedía en la noche de los jueves, sin sobresaltos para el equipo contrario que lograba una leve diferencia de cuatro tantos contra cero. Botamanga caminaba por el campo como un depredador, esperando el momento justo para someter al rival a los caprichos de su talento. Un corner desde la izquierda cabeceado hacia atrás puso al gran Botamanga en un diálogo mágico con el esférico. Un diálogo al cual todos pudieron asistir (Botamanga Varela no cabeceaba, eso era un arreglo tácito consensuado con todos los rivales. El uso de la cabeza de Botamanga le hubiese dado un handicap decisivo y permanente en todos los encuentros y él era, ante todo, un hombre honesto). El crack levantó la cabeza y agitó el brazo derecho en clara indicación de patear un centro de esos que caen como una leve llovizna en el área, con la exactitud que solo él podía aportar, con la deferencia de no forzar a los compañeros a exigir su salto más elevado que lo estrictamente necesario y con la mínima chance de que el rival pudiese deducir en dónde caería tan maravilloso centro. Sin embargo, Varela volvió sobre sus pasos y en un dribbling que recordaba a aquellos de Garrincha, pidió permiso al destino magro y pobre de todos los futbolistas que lo marcaban y encaró hacia la valla. Sus compañeros miraban atónitos y mascullaban algunas frases que algunos afirman que eran más bien groseros insultos tipo "pasala, gordo hijo de puta" o "tirá el centro, Botamanga, la concha de tu madre". Pero como yo debo remitirme a los documentos y no a las habladurías, estoy seguro de que esas frases no fueron bien escuchadas y que lo que sus compañeros hacían no era otra cosa que arengar al excelso jugador y alabar a Dios por permitirles presenciar semejante muestra de habilidad alimentada por el fuego sagrado que desprendía Botamanga a su paso, producto de sus años, de su experiencia y de la docena de facturas de manteca que había ingerido algunos minutos antes, cuando se decidió a lavar en la vereda su conocido Dodge 1500, ese magnífico ejemplar automotriz que lo llevaba hasta el lugar del partido (siempre y cuando lograra hacerlo arrancar).
Botamanga se adelantó a sus rivales esquivando la deshonestidad que emergía de sus marcas, aunque también se comenta que más que adelantarse, los pasó por arriba cual camión de caudales sobre una tapita de gaseosa (N/A: los partes médicos del hospital al que fueron llevados dos jugadores del equipo contrario sólo hablan de fuertes golpes en el pecho y algún traumatismo de cráneo, en ningún momento estuvieron en riesgo sus vidas). "¡Adelante, Botamanga, adelante!", arengaban los niños que miraban embelezados a su héroe, quien les devolvía la mirada en agradecimiento por el aliento, mezclando en un mismo gesto la solicitud de que tuvieran a bien guardarle un par de panchos de los que estos alegres niños degustaban mientras adoraban a su jugador preferido.
Llegando a la puerta del área, Botamanga amagó con ir hacia la izquierda pero el amague pareció no resultar ya que, finalmente, terminó yendo hacia ese lateral (jugada característica de Botamanga Varela, el amague del amague). Las respiraciones de los espectadores y del resto de los jugadores parecieron cesar (excepto la de Botamanga que era un alocado ahogo con taquicardia y cuasi pérdida del conocimiento). Nuestro héroe llegó finalmente al arco. Sus compañeros de equipo lo miraban, aunque algunos ya habían empezado a retirarse del campo de juego, posiblemente en desacuerdo con semejante muestra de talento, que en el fondo les provocaba una envidia nada sana ante la superioridad táctica, moral y sobre todo de masa física del gran jugador. Botamanga venía en una carrera aplastante (literalmente hablando), la anotación era inevitable, el arquero adversario estaba rendido a sus pies y esperaba valientemente el remate franco que le dejaría un inconfesable orgullo por haber sido batido por tan grande ejecutor. Sin embargo, Botamanga creyó que no era digno fusilar al guarda vallas y decidió exponer la superioridad de su bello juego, aplicar una dosis de magia, unas pinceladas del óleo que nadie más que él poseía, que sólo el pincel de su pierna derecha era capaz de ejecutar.
Dicen que cuando uno está solo frente al arco sólo hay que meterla, asegurar la anotación tratando de no ofender al rival. Tal vez fue el famoso karma, o quizás los cordones mal atados -o quizás ese último cañoncito de dulce de leche que hizo estruendo en el estómago de Botamanga-. Lo cierto es que ese intento de rabona sobre el palo izquierdo se transformó a la postre en una traición deliberada a su ingenio. Porque el gran Botamanga cayó desprevenidamente luego de que el muslo derecho chocara violentamente contra el izquierdo y se produjera ahí mismo una concatenación de asombrosos movimientos que hicieron rebotar su boca contra la noble consistencia del parante del arco que, como objeto inanimado y sin compasión que es, rechazó el golpe sin piedad dejando a Varela en el piso sangrando, guardando para sí dos dientes de la sonrisa amable del crack. Inmediatamente comenzaron a escucharse algunos murmullos entre el público detrás del grito ahogado que salía empujado por el amplio diafragma de Varela. También hubo quienes haciendo gala de su bajeza moral y su falta de solidaridad soltaron algunas tímidas carcajadas. Estas, aparentemente, provenían del excusado que se había poblado rápidamente de jugadores y público en general que buscaba algodones, toallas y hasta trapos de piso que sirvieran para parar la hemorragia de Botamanga. Debo confesar que si hubiese dependido de mí, hubiese utilizado algunas para tapar las bocas de quienes miserablemente encontraban diversión en la mofa del ángel caído.
Pero mejor será dar por finalizado este relato, amigos. No obstante, esto no terminará acá pues quedan innumerables testimonios de este héroe silencioso y yo me encargaré de aportar la verdad insoslayable y
todas las pruebas que hagan falta para mantener en alto la frente de
Botamanga Varela: el magnánimo emperador del fútbol mundial. Sí, esta es para mí una tarea irrenunciable y jamás intentaría desentenderme de ella pues me siento honrado de ser quien la lleve adelante. No todos podrán un día mostrar este inmenso orgullo que siento ahora mismo intentando, con humildad y sin vergüenza, salvar esta leyenda del olvido para que permanezca grabada en la memoria de todos aquellos que no tuvieron la fortuna de ser testigos de aquellas hazañas deportivas. Hazañas como esta que acabo de relatar, una más en la larga trayectoria de Botamanga Varela: mi
ídolo.
RR
RR
Foto: Tato Varela
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