miércoles, 24 de diciembre de 2014

ANTEÚLTIMA CARTA INNECESARIA


     A lo largo de mi vida he escrito innumerable textos, incontables cartas innecesarias y sin destino, con unas ambiciones tan desmedidas que rayan la locura; cantidades insólitas de palabras y frases maniqueas inversamente proporcionales en su calidad a su cantidad. Supongo que si se pudiese reunir todos aquellos papeles, quizás podría armarse una especie de biografía de mi persona que hablaría a las claras de la estupidez y el desatino que ha caracterizado mi vida, de la completa falta de recato y astucia de las que he hecho gala (orgulloso); de la más absoluta ausencia del sentido de la ubicación en el tiempo y en el espacio que no hicieron otra cosa que hundirme en la más penosa de las fantasías. Porque cada vez que escribí, lo hice rompiendo las imprescindibles reglas de convivencia que todos los buenos vecinos conocen y practican y que deberían haberme permitido escaparle a la derrota y no perseguirla como un devoto. Cada vez que tracé los garabatos de una angustia tan injustificada como la mismísima alegría, lo hice creyéndome un genio incomprendido, como convencido de desmentir a Einstein, argumentando terca y falazmente que quien ama puede viajar más rápido que la luz del rayo invencible del olvido. Pues bien, pobre de mí que me alimenté de los puntos finales creyendo que podría revertirlos y hacer de ellos comas que le pusieran una pausa a la noche, acentos que transformasen un si en un sí, rotundo y manifiesto. Pero no. No.
     Por eso hoy decidí escribir por última vez la anteúltima carta, esa que escribí tantas veces para los amores vencidos. Para ella (¿para vos?). Hoy bajé hasta esta hoja que estás leyendo para dejar de olvidarla y quererla como lo haría si pudiera, sin esperanzas y sin consuelo, sin esa necesidad de tener que despedirme porque dicen que hay que saber soltar, que debo dejar que vuele para verla regresar y así saber que me ha querido. A mí no me importa eso. A los que quieren no les importa la reciprocidad y la justicia. Eso no es más que un engaño que jamás impedirá que quien se encuentra solo en el medio de una encrucijada con el corazón en la mano no se lo entregue al diablo a cambio de un gesto mínimo e inverosímil de su objeto de amor.
     Pero no me he sentado a esta mesa para buscar culpables y recapitular promesas imposibles de cumplir, para someter a la memoria a la fácil tarea de inventar recuerdos y armar cadenas de causas y consecuencias que me conduzcan a una razón que no es única y que todos poseen. Me acerqué hasta esta hora porque ya va llegando la mía, la de la oscuridad y la despedida, la de los arrepentimientos y las carencias, la de dejar definitivamente en paz a las únicas armas que pude esgrimir para defenderme del peor enemigo. Así es, luché denodadamente contra el tiempo que pasaba y perdí. Sí, perdí como pierden todos, aunque de la peor manera: negando que estaba perdiendo, negando que estaba moviéndome con el combustible de un recurso no renovable; quemando las naves una y otra vez; pateando los restos de la fogata azuzando de esta manera la voracidad de un fuego que, en realidad, debía cuidar para conservar la cordura; vomitando las entrañas anudadas por el fracaso y la desesperanza; pisoteando las flores con los aromas de las pequeñas alegrías por correr detrás de la inmortalidad del amor que nace y muere sin que nadie pueda saber jamás por qué.
     En fin, si es que he perdido (y de hecho, he perdido), al menos que no queden dudas, que no queden cabos sueltos y besos sin nombres, que no haya confusiones acerca de quién he sido cuando ya nadie me recuerde, cuando las ropas que me abrigaron sean trapos desgarrados en bolsas negras, cuando esos papeles donde constan todos mis incumplidos adioses desparramados por los cajones de la indiferencia hayan desaparecido entre la  mugre y los restos de alguna última cena. Sólo eso pido, que no se confundan mis palabras y se diga una cosa por otra, que no haya posibilidad alguna de mal interpretar lo dicho. Porque cuando me senté a escribir lo hice buscando abrir un paraguas que salvara mi alma de la tormenta, lo hice por no animarme a morirme como se debe. Como lo haré ahora, apenas cierre finalmente este viejo paraguas desvencijado por los vientos y las lluvias y las penas; apenas el punto final se clave autoritario e impiadoso sobre lo que no es otra cosa que un adiós más. El último.

RR


viernes, 19 de diciembre de 2014

UN REGALO DEL CIELO


a los cielos de Palermo
     En esas circunstancias uno debe aceptar siempre, ¿cómo no hacerlo? Y yo acepté aquel regalo que me hacía, con gusto, con placer y con un poco de un inexplicable orgullo. Ella se sacó de su cuerpo por un rato los dolores y me desnudó sus deseos íntimos, sus latidos acelerados, su mejor versión de mujer sin complejos para ser la más puta de las amantes, la que arroja el vestido de princesa y se hace cargo del amor y lo honra y lo transpira y lo exprime con devoción, con la certeza de que el resto no es nada, es puro chamuyo de peluquería. ¿Cómo no lo iba a aceptar? Lo acepté y me lo guardé en ese bolsillo secreto que tengo para las mujeres que como ella, invariablemente, me dejan juntando con una cucharita los pedacitos de una dignidad que, a decir verdad, no poseo; de la que solo hago gala de a ratos para tener algo de lo que agarrarme cuando me ponen contra las cuerdas o ya no puedo sostener los guantes y me están contando hasta diez.
     Y ella me soltó aquella sonrisa maravillosamente perversa de quien se sabe en control de la situación, me miró inalcanzable a través de sus cielos celestes y borró la muerte de mi vida por un rato, por ese rato en el que nos juntamos y nos quisimos sin preguntas, con esa insolencia que a veces desafía los deberes y espanta a las viejas de los departamentos contiguos que hablan a los gritos como si alguien necesitara escucharlas, como si el pobre tipo a su lado, condenado en una silla en el patio, disfrutara del reproche y la queja constante. Yo, por lo pronto, no necesitaba escucharla, solo quería desenvolver mi regalo y saborearlo, quedarme con su gusto por el resto del día y agradecerle por el resto de mi vida. Y eso fue lo que hice. Me subí a caballito de sus placeres y acepté su mandato sin chistar, sin resistirme a que escribiera impunemente sobre mí sus mandamientos y sus pecados, me sometí a sus piernas y a sus manos que me abrazaban como a una presa para un sacrificio. No lo niego ni lo haré nunca: me entregué voluntariamente a su ritual del orgasmo compartido sin fecha de vencimiento.
     Sin embargo, ella se fue. Aquello no era un regalo, era una despedida, sería su hasta siempre lacrado en mi memoria que guardaría con atesoramiento aquellas imágenes como diapositivas, con la tentación constante de arrojarlas al fuego y correr detrás suyo; perseguirla por aquellas plazas que eran otros pozos para este sapo mientras ella no era otras cosa más que una princesa de vestido rosa guardando debajo sus curvas y sus puentes, las marcas de los golpes y el hartazgo de las contracturas que quizás acaban por endurecer los sentimientos.
     Y así se fue como se han ido todas, como se seguirán yendo las que vengan, dejándome estas malditas cartas para entretener el morbo de los curiosos y el insomnio de los desvelados. Para hacerles creer a algunos nostálgicos que nadie se va para siempre, que siempre quedan los restos de los envoltorios en bolsillos secretos, pedazos de últimas miradas, gotas de jugo de cama caliente y ese temblor final que te deja tirado en la lona esperando que termine la cuenta con la vista sumergida en el mar y en unos cielos celestes e inalcanzables.

RR

Foto: Andrea Alegre

jueves, 18 de diciembre de 2014

ÚLTIMO AFORISMO DE PRIMAVERA


      Hay adioses que no se dicen, despedidas innecesarias, besos que se llevan de vuelta en la boca y que ahí quedarán para siempre. Hay lugares que no se vuelven a andar y aunque se anden nuevamente, nunca serán aquellos andados, nunca tendrán aquellos aires ni aquellas pretensiones.
     Nunca se vuelve al primer amor, a la chiquilla de ojos verdes y sonrisa pequeña que derrochaba esperanzas desde un segundo piso hasta que un día dio vuelta la moneda y mostró la otra cara, la de un adiós inexistente hasta ese momento, inimaginable como el infinito, la promesa rota, la vaguedad indefinible del amor eterno, tan inverosimil y necesario como Dios.
      Se deja al primer amor y se va hacia el segundo que siempre tendrá la impronta del primero, del único, del de toda la vida. Y el segundo viene a redimir sueños que ya se daban por muertos, viene luchando contra el cinismo asesino de la sonrisa simple y descuidada encarcelada detrás de la reja de la sabiduría y la ciencia. Viene el segundo amor que expulsa los rencores con el primero y nos junta a todos como buenos vecinos, como a viejos compañeros de escuela que afortunadamente han olvidado quién se sentaba último y quién arrojaba las tizas. Pero cuando se va el segundo se vuelve al dolor del primero, a la desolación y al desencanto, al discurso fácil de la igualdad y las matemáticas, las leyes que gobiernan lo ingobernable y rigen razones sin lógica alguna.
       Pero el amor vuelve, terco y testarudo, en otras bocas y en otros ojos, en algún encuentro casual o en alguna noche que se ve sorprendida por los sexos que solo habían llegado hasta ahí con el único motivo de abrazarse por un rato y juntar gemidos y humedades sin intención ninguna de redactar versos o cartas de amor. Porque el amor es tirano como el tiempo. El amor es un viejo zorro que se cuela por los recovecos más inesperados, que entra en ella disimuladamente por su vulva y sin pedir permiso asalta su corazón estableciendo un nuevo centro de mando que arrasa con cualquier plan premeditado. También puede suceder que florezca de los laureles de la conquista narcisista y vanidosa de él que será ventilada en un partido de naipes entre anécdotas falsas y el inconfesable y secreto remordimiento por no animarse a huir de ese lugar e ir a buscarla, a dejar el escudo y la lanza de falso guerrero para rendirse ante el gusto a ella que es la conquistadora y no la conquistada.
       Entonces, tal vez sea mejor callarme y recordala, a ella y a todas, a la chiquilla de ojos verdes y boca pequeña y a las de todos los otros colores y tamaños que habitaron mi corazón o lo merodearon a la distancia, también a aquellas que no pude ni siquiera ahuyentarlas con mis promesas y mis tontas esperanzas de ser el hombre de sus vidas y ofrecerles escudos y lanzas, solo los adioses silenciados y transformados en historias tan falaces como esta que dice que ya no me acuerdo de sus rostros y de sus aromas, de sus direcciones y de los caminos que recorrí durante meses siguiendo sus rastros después de haberlas perdido para siempre. A ellas que las encuentro en cada primavera, justo antes de comenzar el verano que las trae como olas suaves de corrientes cálidas a esta isla desierta donde habito de cara a este mar tormentoso y revuelto que parece que se traga todo. Menos los amores.

RR


Foto: Hugo Grassi

martes, 16 de diciembre de 2014

BOSQUES ENCANTADOS Y ORILLAS INFINITAS



     Existen un sinnúmero de leyendas urbanas que cuentan historias de amores olvidados que se reencuentran, de olvidos enamorados que se recuerdan, de atracciones y rechazos de personas que jamás se han visto a los ojos, que nunca han arrimado sus narices a los anillos que aroman los sexos cuando se despiertan. Dicen estas leyendas que hay Penélopes y Ulises por doquier, tejiendo y viajando, dejando rastros irreconocibles e inconfesables. Amores que aman y que no lo saben, que miran las estrellas y ven formaciones misteriosas, mensajes astrológicos, mapas estelares. Hasta se habla de algún lugar perdido adonde van a parar las cartas de amor que se han escrito para luego ser arrojadas a la basura, escritas con las esperanzas y la valentía falsas que destila la madrugada alcoholizada; papeles arrugados cargados de promesas impracticables, de sentimientos de dudosa veracidad, de bocas idealizadas con sabor a vida pero que, finalmente, se revelan como dolorosos epitafios para los corazones destrozados.
      Alguna vez hasta escuché hablar de un bosque donde nunca penetran los rayos del sol, donde solo habitan las sombras de los nombres tallados en los troncos solidarios que consuelan las pérdidas y los fracasos. Un bosque por donde caminan las almas que quedaron vagando en los recuerdos fantasmales de las vueltas imposibles, de los regresos arrepentidos que jamás suceden. Una leve brisa atraviesa los pasillos de este bosque, un aire más bien cálido que abraza a los que se pierden recitando versos enamorados de alguien que ya no existe, de alguien que, a pesar de guardar los rasgos del amor aquel que alimentaba deseos, hoy ya no es otra cosa que una persona más entre millones que nunca escucharán las súplicas y los reclamos. Y por estos árboles trepan enredados los nombres de quienes ya no quieren ser alcanzados, de aquellos que han logrado salir vivos de ese bosque encantado que engaña a estos otros que lo recorren confundidos con los personajes de unas historias escritas por seres anónimos que no lograron escapar.
      Hay quienes afirman que más allá se extiende una orilla infinita por donde caminan descalzos los que aún creen que pueden reconocer en una simple mirada una ternura que la distingue entre todas. Estos personajes caminan de a miles mirándose fijamente a los ojos, buscando destellos mágicos que justifiquen sus dolores y sus ansias, una increíble fidelidad a la nada, a un retrato dibujado entre sueños que se borra inmediatamente al despertar. En la arena se pueden ver pasos que se cruzan, que se siguen, que se apresuran y que se detienen; pasos que se buscan y no se encuentran, que se esperan y se vuelven para comenzar de nuevo. Sí, también hay pasos que lamentablemente se pierden en el mar. Porque de esta orilla han partido también las naves que se han echado al mar creyendo que existe otra en algún lado que guarda los pasos y los ojos que en esta no encuentran. Cada día parten pequeñas balsas adornadas de días y flores, de abrazos y bailes, de sonrisas rescatadas de la memoria y colocadas en la proa junto a las promesas de amor eterno. Estos navegantes parten sin temores, con la constancia y la ceguera de los locos y los enamorados, con la absoluta prescindencia del deber y el convencimiento trágico del querer.
      Y de este viaje en el que se perece inevitablemente nacen los héroes y las heroínas, los cuentos y los romances, los poetas y los músicos. De este viaje han nacido las palabras y los acordes de las canciones que se escuchan en las noches silenciosas, que dibujan en la oscuridad del cielo rostros añorados con trazos de estrellas fugaces. Fugaces como el amor eterno, como el brillo de unos ojos tiernos poseedores de miradas únicas e irrepetibles, como las huellas de unos pasos que jamás volverán.
      Y así, algunos pocos sobrevivientes vencidos y derrotados caminan sin ni siquiera saberlo por los caminos que conducen a la salida del bosque encantado a buscar un nombre nuevo que se talle de a poco en la eternidad del alma. El nombre de alguien que probablemente está recorriendo en este mismo instante el final de una orilla infinita después de haber renunciado a embarcarse en un viaje sin retorno, después de haber mojado los pies en el mar helado donde aguardan las profundidades de la desesperanza total que alguna vez abrazaron a la pobre Alfonsina enamorada y que me llaman cada vez que arrojo a la basura una nueva carta de despedida.

 

RR


Foto: Guillermina Raggio

jueves, 11 de diciembre de 2014

VOCALES Y CONSONANTES


      No vine a pedir tu mano, ni siquiera me acerqué a tratar de enamorarte. Solo decidí salir a pasear por los alrededores de tu corazón. Si me ves acá en esta hoja es porque vengo desde hace tiempo arrastrando las consonantes de tu nombre, nadando en el brillo de las vocales que, en esa simple combinación de letras, le ponen un palo en la rueda a mi tiempo que se detiene como sin saber hacia donde ir, como despojado de esa necesaria inercia mortal que lo incline al más allá.
      Y, entonces, algo me dijo: "vamos, tenés que ir". Y acá estoy, suplicando no tener que suplicar, esperando que salgas de tu casita de caracol para invitarte a desandar el pasillo que conduce a la noche que espera siempre por un par de locos que se ganen las estrellas. Ellas brillan para todos, pero brillan aún más para los locos y los amantes, que, al fin y al cabo, sufren los mismos síntomas.
      Verás, para que quede entre nosotros: no hace falta que empaques grandes esperanzas ni que le pongas un título a tu silencio o declares tus intenciones, no hacen falta formalidades si en realidad lo que busco no es otra cosa que disfrutar de la tormenta que se crea sobre mí cuando te veo pasar; arrojar el paraguas y saltar del umbral hacia la calle para empaparme de cualquier posibilidad que me ofrezca alguna casualidad ajena que te haga tropezar con mi torpeza. No hace falta que me sonrías o me des la mano, aunque sería un placer degustar tus gustos y gestar tus gestos y abrazarme a tu indiferencia y envolverla de estos deseos de desnudar tu desnudez con una mano en tu cintura y la otra en el infinito que nos separa.
      Pero mejor así, como sin querer; atraído hacia vos sin que vos lo sepas, sin que yo me acobarde una vez más y logre finalmente acercarme a la ingravidez de tu luna y a tus páramos de mujer fatal; a tus ansias y a los detalles que surgen de tu voz suave cuando se escucha a lo lejos cayendo sobre un pentagrama divino. Silencios que prometen y promesas que se silencian bajo una lluvia solo mía que asoma detrás de la ventana y que una vez más me ha empujado hasta este umbral debajo del alero a escribirte empapado.
      Hoy es una tarde cualquiera de cualquier día, de cualquier mes, de cualquier año, que se ha detenido una vez más en la rueda de mi tiempo. Esta rueda siempre atascada con el mismo palo cuando por mi mente nadan las mismas vocales y se arrastran las mismas consonantes y me llueve la misma lluvia.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 10 de diciembre de 2014

LA ÚLTIMA CONFESIÓN DEL AMOR


     Hay una hoja en blanco en mi biografía, todos ya me conocen -o creen conocerme-. Soy el más profano de los traidores. He llegado donde nunca nadie había llegado, he traicionado a la muerte misma y me he escabullido de los dolores y los castigos. Algunos dicen que soy el peor de los miserables y no me he arrimado hasta acá con la intención de desmentirlo, solo lo hago con el propósito de completar mi historia, la que ya fue escrita entre noticias de primera plana, abogados mercenarios y mercaderes de la moral. Todos han acertado y todos han errado, todos han dicho la verdad con mentiras y ninguno la ha dicho completa. Pero ha llegado el momento de plantarme ante el único tribunal al cual me voy a someter voluntariamente; hoy me toca a mí abrir este baúl escondido en los sótanos de las horas pasadas, refugiado de las tristezas falsas y las alegrías de bisutería para revolver entre una desesperación ocultada tenazmente por quienes creen condenarme al hacer de mi nombre un sinónimo de perdición.
      No importa de dónde vengo, no importa si caminé las veredas de una niñez tierna o desbarranqué por los acantilados de la miseria y la desolación. Nada cambiaría eso. Yo soy el lugar común al que todos dicen ir pero al que nadie va, porque eso significaría transgredir los límites impuestos y sucumbir ante la mirada de un par de ojos elegidos por un azar incomprensible.
      La vida no es una avenida céntrica ni los barrios de señoras que compran el pan por la mañana, ven la novela por la tarde y esperan las noticias por la noche. La vida puede ser el peor de los infiernos o el más celestial de los paraísos. He sabido andar por los dos. Pasé por cada uno y me detuve en ambos por un trago de sangre, de la mía, de la que estoy entregando en este final. Toda la sangre derramada ha sido mía, no he matado a nadie y, a su vez, los he matado a todos, a los que me han perseguido, a los que han creído capturarme y a los que nunca me atraparán.
      He sido condenado un millón de veces en juicios fraudulentos, meros espectáculos montados para satisfacer las cobardías y las petulancias, para seguir atados a la mentira pacíficamente, adornando las noches de juegos vanos y reuniones de amigos con conclusiones falsas pero enteramente satisfactorias para las mentes sujetas a reglas y a normas de convivencia y buenos vecinos. ¿Y ahora me piden justicia? No, no existe posibilidad ninguna de justicia en este mundo, solo venganza, desatar una tormenta implacable y arrojar sobre el tapete las pruebas irrefutables de la inutilidad de la vida sin mí y borrar con un solo suspiro el temor a la muerte inevitable. Porque yo soy la vida y la muerte mismas; porque yo puedo cambiar el mundo o mandar todo al diablo en un abrir y cerrar de ojos; porque yo, solo yo, puedo sabotear todos los planes y hacer fracasar todas las estrategias.
      Y quizás haya quienes piensen que pueden esconderse de mí y seguir andando los caminos necios de la arrogancia. Pues bien, yo los desafío en este mismo instante a quitarse las máscaras moldeadas con el dinero empapado en la sangre que alimenta sus egos y dejar caer sus capas de reyes falsos y sus diademas de princesas que jamás lograrán sentir el placer de las putas, de las mujeres que erizan la piel y derrochan las miradas.
      Yo soy Dios y el Diablo, la verdad y la mentira, lo que oculta y lo que deslumbra, el miedo y la calma, los singulares, los plurales y todos los tiempos; las cartas, los versos, la manos, los sexos; ella, él, nosotros y ese espacio en blanco que duele en el alma, ese silencio atroz que atormenta las fortalezas y corta las melodías más estremecedoras. Esta es mi historia. Y aunque nadie la lea, aunque nadie la escuche y la cubran de lujosas mentiras, solo existe una verdad: la que sostiene los árboles milenarios como la esperanza; la que siempre acechará detrás de las sombras y los engaños.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 5 de diciembre de 2014

QUIÉN ES QUIEN


     Entonces, y resumiendo toda esta cuestión, no se trata de lo que yo quiero, sino de resolver este juego de quién es quien. Se trata de llegar a rozar los límites del deseo que se esconde bajo tus faldas, de arrojar la balanza por un acantilado y dejar de sopesar las chances. Porque la única posibilidad es dar vuelta la hoja y seguir leyendo y avanzar en esta historia. Porque de nada serviría decirte que te quise cuando todavía te quiero, como de nada valdría morirme a tus espaldas si voy a resucitar dolorosamente frente a vos cada vez que te traigan el viento y las olas. Y si los recuerdos duelen, pues que duelan. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo podrían no doler si han quedado un montón de huecos entre besos y adioses, entre promesas y cobardías? 
      Por eso me he sentado a escribirte una vez más, para tratar de llenar los huecos, para saludarte desde el futuro, desde una valentía que aún no existe y que es solo un plan mal dibujado en una servilleta sucia para poder algún día olvidarte. Y si pasás por esta hoja, por favor, dejame una nota a pie de página para saber que te has ido para siempre, que es inútil seguir almacenando verbos en cuadernos secretos y regando las flores marchitas que viven orgullosas su otoño permanente.
      Mientras tanto, cuidate y sé feliz. No le hagas caso a tus miedos ni a mis súplicas, no son buenos consejeros. Soltá aquella risa que adornaba tu boca cuando necesitabas nuevamente la compañía que echabas de tu lado creyendo que ibas a poder sobrevivir al amor. Porque no, chiquita, nadie sobrevive al amor, ni siquiera la muerte, que al final abandona a sus víctimas vivas en los corazones persistentes de los que intentan arrojarse de las fotos viejas para no conservar rastros inmortales de besos tibios y manos húmedas.
      Y yo seguiré rondando tu furia y tu escondite, seguiré habitando estos barrios lúmpenes de frases gastadas y repetidas, jugando como desde el primer día a este juego de palabras que nunca alcanzan para llenar los espacios que quedan huérfanos de sentido y que esperan el fin de la persistencia y un adiós definitivo.
      (Entre paréntesis, adiós.)

RR

martes, 2 de diciembre de 2014

UN FRAGMENTO DE MARTES


      Me levanté a mitad de la noche un poco enfurecido. No hay derecho de andar dejando cosas en mi puerta, eso no se hace, no se le andan dejando placeres y recuerdos a la gente tirados en el felpudo de la entrada para que tengan que verlos inevitablemente, haciendo malabares para no pisarlos, para no sucumbir a la tentación de pegarles una patada hacia el olvido. No se hacen esas cosas.
      No me hace falta a mí lidiar a esta altura del partido con tus sabores pegados en los vasos y en los besos y en la bombilla del mate que me mira desde la otra punta de la mesa con aflicciones que tampoco necesito. No, querida, no me hace falta nada de eso. Ni encontrar tu ropa interior mezclada con la mía manteniendo relaciones amorosas a escondidas, fugaces, eternas y suicidas como las de cualquier amante; escuchar ese retozo en medio de la noche mientras mis zapatillas rascan el borde de mi cama como un perro, elevando carteles revolucionarios que dicen: "andá, es ella, dejá todo y andá".
      Y yo no puedo dejar todo y andar, no puedo volver a abrir una cicatriz cocida desesperadamente en medio de un charco de frases ensangrentadas para volver a arrancar un corazón todo magullado y arrugado, no puedo, ¿entendés? Por eso prefiero levantarme y ni siquiera mirar el espejo, evitar ver ese pedazo de reflejo vacío como la mitad de mi cama que te espera en vano; como la otra lámpara que quedó desenchufada desde que te convertiste en oscuridad y ausencia, en ese horroroso viento de domingo por la tarde que canta desafinado las peores melodías y enfría los rincones del alma.
      Y ahora vos venís hasta acá a dejarme pedazos de palabras sueltas e incongruentes para que yo me siente a cualquier hora a ver si puedo juntarlas en esta hoja como lo hacía antes, cuando andaba escapándole al castigo de la muerte lenta. Me dejás las piezas sueltas de un rompecabezas que fue guardado para siempre hace miles de años. ¿Qué pretendés que arme con ellas? ¿Tal vez cielos y estrellas? ¿Quizás mares y playas? No. No puedo volver a juntar esas piezas, ya no. A vos te toca ahora hacer algo con esas palabras, si te interesa, encontrarás la manera. Pero, por favor, no vengas a dejarlas en mi puerta, a abandonarlas como gatitos en una caja que maúllan desesperados por la noche para que alguien los rescate y los abrigue y les acerque un platito de leche a ver si se salvan del fuego de las memorias frágiles. Memorias como las de aquellos que logran pasear por las calles sonrientes, mirando para adelante como si nada, como si no los acecharan los fantasmas que empuñan reflejos robados de los espejos, brillos de lámparas que iluminan presencias de otros tiempos y, lo peor de todo, una media cama con olor a sexo en pleno enero plagada de abrazos y transpiraciones, de aquellas ganas que de noche olían a tilo y a esperanza.
      Vamos, llevate tu caja y tus gatitos y tus fantasmas y tus rompecabezas. Armá con ellos un pasado que quizás te sirva a vos para los días venideros, para el próximo domingo sangriento que te toque. Vas a ver como salen solitos de su caja y te maúllan y te traen unas sandalias -de esas tan lindas que a vos te gusta ponerte- levantando unos cartelitos de colores llenos de frases de autoayuda y fragmentos de libros que nunca leíste. Pero haceme caso en esto: mejor no abrir jamás uno de esos libros, mejor dejarlos que junten el polvo delator en una biblioteca de adorno; mejor no intentar nunca ver qué pasa por sus párrafos. Porque, en una de esas, un día te encontrás caminando por una calle ovillada de París o bebiendo una cerveza en New York o esquivándole al tango de Buenos Aires sin saber cómo has llegado hasta ese lugar, cómo pudo ser que te hayan alcanzado a vos aquellos fantasmas que ahora te empujan hacia la muerte lenta con una caja de gatitos, un rompecabezas y una carta con un nombre que creías haber olvidado.

RR


Foto: Flor del Irupé

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...