A lo largo de mi vida he escrito innumerable textos, incontables cartas innecesarias y sin destino, con unas ambiciones tan desmedidas que rayan la locura; cantidades insólitas de palabras y frases maniqueas inversamente proporcionales en su calidad a su cantidad. Supongo que si se pudiese reunir todos aquellos papeles, quizás podría armarse una especie de biografía de mi persona que hablaría a las claras de la estupidez y el desatino que ha caracterizado mi vida, de la completa falta de recato y astucia de las que he hecho gala (orgulloso); de la más absoluta ausencia del sentido de la ubicación en el tiempo y en el espacio que no hicieron otra cosa que hundirme en la más penosa de las fantasías. Porque cada vez que escribí, lo hice rompiendo las imprescindibles reglas de convivencia que todos los buenos vecinos conocen y practican y que deberían haberme permitido escaparle a la derrota y no perseguirla como un devoto. Cada vez que tracé los garabatos de una angustia tan injustificada como la mismísima alegría, lo hice creyéndome un genio incomprendido, como convencido de desmentir a Einstein, argumentando terca y falazmente que quien ama puede viajar más rápido que la luz del rayo invencible del olvido. Pues bien, pobre de mí que me alimenté de los puntos finales creyendo que podría revertirlos y hacer de ellos comas que le pusieran una pausa a la noche, acentos que transformasen un si en un sí, rotundo y manifiesto. Pero no. No.
Por eso hoy decidí escribir por última vez la anteúltima carta, esa que escribí tantas veces para los amores vencidos. Para ella (¿para vos?). Hoy bajé hasta esta hoja que estás leyendo para dejar de olvidarla y quererla como lo haría si pudiera, sin esperanzas y sin consuelo, sin esa necesidad de tener que despedirme porque dicen que hay que saber soltar, que debo dejar que vuele para verla regresar y así saber que me ha querido. A mí no me importa eso. A los que quieren no les importa la reciprocidad y la justicia. Eso no es más que un engaño que jamás impedirá que quien se encuentra solo en el medio de una encrucijada con el corazón en la mano no se lo entregue al diablo a cambio de un gesto mínimo e inverosímil de su objeto de amor.
Pero no me he sentado a esta mesa para buscar culpables y recapitular promesas imposibles de cumplir, para someter a la memoria a la fácil tarea de inventar recuerdos y armar cadenas de causas y consecuencias que me conduzcan a una razón que no es única y que todos poseen. Me acerqué hasta esta hora porque ya va llegando la mía, la de la oscuridad y la despedida, la de los arrepentimientos y las carencias, la de dejar definitivamente en paz a las únicas armas que pude esgrimir para defenderme del peor enemigo. Así es, luché denodadamente contra el tiempo que pasaba y perdí. Sí, perdí como pierden todos, aunque de la peor manera: negando que estaba perdiendo, negando que estaba moviéndome con el combustible de un recurso no renovable; quemando las naves una y otra vez; pateando los restos de la fogata azuzando de esta manera la voracidad de un fuego que, en realidad, debía cuidar para conservar la cordura; vomitando las entrañas anudadas por el fracaso y la desesperanza; pisoteando las flores con los aromas de las pequeñas alegrías por correr detrás de la inmortalidad del amor que nace y muere sin que nadie pueda saber jamás por qué.
En fin, si es que he perdido (y de hecho, he perdido), al menos que no queden dudas, que no queden cabos sueltos y besos sin nombres, que no haya confusiones acerca de quién he sido cuando ya nadie me recuerde, cuando las ropas que me abrigaron sean trapos desgarrados en bolsas negras, cuando esos papeles donde constan todos mis incumplidos adioses desparramados por los cajones de la indiferencia hayan desaparecido entre la mugre y los restos de alguna última cena. Sólo eso pido, que no se confundan mis palabras y se diga una cosa por otra, que no haya posibilidad alguna de mal interpretar lo dicho. Porque cuando me senté a escribir lo hice buscando abrir un paraguas que salvara mi alma de la tormenta, lo hice por no animarme a morirme como se debe. Como lo haré ahora, apenas cierre finalmente este viejo paraguas desvencijado por los vientos y las lluvias y las penas; apenas el punto final se clave autoritario e impiadoso sobre lo que no es otra cosa que un adiós más. El último.
Por eso hoy decidí escribir por última vez la anteúltima carta, esa que escribí tantas veces para los amores vencidos. Para ella (¿para vos?). Hoy bajé hasta esta hoja que estás leyendo para dejar de olvidarla y quererla como lo haría si pudiera, sin esperanzas y sin consuelo, sin esa necesidad de tener que despedirme porque dicen que hay que saber soltar, que debo dejar que vuele para verla regresar y así saber que me ha querido. A mí no me importa eso. A los que quieren no les importa la reciprocidad y la justicia. Eso no es más que un engaño que jamás impedirá que quien se encuentra solo en el medio de una encrucijada con el corazón en la mano no se lo entregue al diablo a cambio de un gesto mínimo e inverosímil de su objeto de amor.
Pero no me he sentado a esta mesa para buscar culpables y recapitular promesas imposibles de cumplir, para someter a la memoria a la fácil tarea de inventar recuerdos y armar cadenas de causas y consecuencias que me conduzcan a una razón que no es única y que todos poseen. Me acerqué hasta esta hora porque ya va llegando la mía, la de la oscuridad y la despedida, la de los arrepentimientos y las carencias, la de dejar definitivamente en paz a las únicas armas que pude esgrimir para defenderme del peor enemigo. Así es, luché denodadamente contra el tiempo que pasaba y perdí. Sí, perdí como pierden todos, aunque de la peor manera: negando que estaba perdiendo, negando que estaba moviéndome con el combustible de un recurso no renovable; quemando las naves una y otra vez; pateando los restos de la fogata azuzando de esta manera la voracidad de un fuego que, en realidad, debía cuidar para conservar la cordura; vomitando las entrañas anudadas por el fracaso y la desesperanza; pisoteando las flores con los aromas de las pequeñas alegrías por correr detrás de la inmortalidad del amor que nace y muere sin que nadie pueda saber jamás por qué.
En fin, si es que he perdido (y de hecho, he perdido), al menos que no queden dudas, que no queden cabos sueltos y besos sin nombres, que no haya confusiones acerca de quién he sido cuando ya nadie me recuerde, cuando las ropas que me abrigaron sean trapos desgarrados en bolsas negras, cuando esos papeles donde constan todos mis incumplidos adioses desparramados por los cajones de la indiferencia hayan desaparecido entre la mugre y los restos de alguna última cena. Sólo eso pido, que no se confundan mis palabras y se diga una cosa por otra, que no haya posibilidad alguna de mal interpretar lo dicho. Porque cuando me senté a escribir lo hice buscando abrir un paraguas que salvara mi alma de la tormenta, lo hice por no animarme a morirme como se debe. Como lo haré ahora, apenas cierre finalmente este viejo paraguas desvencijado por los vientos y las lluvias y las penas; apenas el punto final se clave autoritario e impiadoso sobre lo que no es otra cosa que un adiós más. El último.