Hay adioses que no se dicen,
despedidas innecesarias, besos que se llevan de vuelta en la boca y que
ahí quedarán para siempre. Hay lugares que no se vuelven a andar y
aunque se anden nuevamente, nunca serán aquellos andados, nunca tendrán
aquellos aires ni aquellas pretensiones.
Nunca se vuelve al primer
amor, a la chiquilla de ojos verdes y sonrisa pequeña que derrochaba
esperanzas desde un segundo piso hasta que un día dio vuelta la moneda y
mostró la otra cara, la de un adiós inexistente hasta ese momento,
inimaginable como el infinito, la promesa rota, la vaguedad indefinible
del amor eterno, tan inverosimil y necesario como Dios.
Se deja al
primer amor y se va hacia el segundo que siempre tendrá la impronta del
primero, del único, del de toda la vida. Y el segundo viene a redimir
sueños que ya se daban por muertos, viene luchando contra el cinismo
asesino de la sonrisa simple y descuidada encarcelada detrás de la reja
de la sabiduría y la ciencia. Viene el segundo amor que expulsa los
rencores con el primero y nos junta a todos como buenos vecinos, como a
viejos compañeros de escuela que afortunadamente han olvidado quién se
sentaba último y quién arrojaba las tizas. Pero cuando se va el segundo
se vuelve al dolor del primero, a la desolación y al desencanto, al discurso fácil
de la igualdad y las matemáticas, las leyes que gobiernan lo
ingobernable y rigen razones sin lógica alguna.
Pero el amor vuelve,
terco y testarudo, en otras bocas y en otros ojos, en algún encuentro
casual o en alguna noche que se ve sorprendida por los sexos que solo
habían llegado hasta ahí con el único motivo de abrazarse por un rato y
juntar gemidos y humedades sin intención ninguna de redactar versos o
cartas de amor. Porque el amor es tirano como el tiempo. El amor es un
viejo zorro que se cuela por los recovecos más inesperados, que entra en ella
disimuladamente por su vulva y sin pedir permiso asalta su
corazón estableciendo un nuevo centro de mando que arrasa con cualquier
plan premeditado. También puede suceder que florezca de los laureles de
la conquista narcisista y vanidosa de él que será ventilada en un
partido de naipes entre anécdotas falsas y el inconfesable y secreto
remordimiento por no animarse a huir de ese lugar e ir a buscarla, a
dejar el escudo y la lanza de falso guerrero para rendirse ante el gusto
a ella que es la conquistadora y no la conquistada.
Entonces, tal
vez sea mejor callarme y recordala, a ella y a todas, a la chiquilla de
ojos verdes y boca pequeña y a las de todos los otros colores y tamaños
que habitaron mi corazón o lo merodearon a la distancia, también a aquellas que no pude ni siquiera ahuyentarlas con mis promesas y mis
tontas esperanzas de ser el hombre de sus vidas y ofrecerles escudos y
lanzas, solo los adioses silenciados y transformados en historias tan
falaces como esta que dice que ya no me acuerdo de sus rostros y de sus
aromas, de sus direcciones y de los caminos que recorrí durante meses
siguiendo sus rastros después de haberlas perdido para siempre. A ellas
que las encuentro en cada primavera, justo antes de comenzar el verano
que las trae como olas suaves de corrientes cálidas a esta isla desierta
donde habito de cara a este mar tormentoso y revuelto que parece que se
traga todo. Menos los amores.
RR
Foto: Hugo Grassi
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