viernes, 19 de diciembre de 2014

UN REGALO DEL CIELO


a los cielos de Palermo
     En esas circunstancias uno debe aceptar siempre, ¿cómo no hacerlo? Y yo acepté aquel regalo que me hacía, con gusto, con placer y con un poco de un inexplicable orgullo. Ella se sacó de su cuerpo por un rato los dolores y me desnudó sus deseos íntimos, sus latidos acelerados, su mejor versión de mujer sin complejos para ser la más puta de las amantes, la que arroja el vestido de princesa y se hace cargo del amor y lo honra y lo transpira y lo exprime con devoción, con la certeza de que el resto no es nada, es puro chamuyo de peluquería. ¿Cómo no lo iba a aceptar? Lo acepté y me lo guardé en ese bolsillo secreto que tengo para las mujeres que como ella, invariablemente, me dejan juntando con una cucharita los pedacitos de una dignidad que, a decir verdad, no poseo; de la que solo hago gala de a ratos para tener algo de lo que agarrarme cuando me ponen contra las cuerdas o ya no puedo sostener los guantes y me están contando hasta diez.
     Y ella me soltó aquella sonrisa maravillosamente perversa de quien se sabe en control de la situación, me miró inalcanzable a través de sus cielos celestes y borró la muerte de mi vida por un rato, por ese rato en el que nos juntamos y nos quisimos sin preguntas, con esa insolencia que a veces desafía los deberes y espanta a las viejas de los departamentos contiguos que hablan a los gritos como si alguien necesitara escucharlas, como si el pobre tipo a su lado, condenado en una silla en el patio, disfrutara del reproche y la queja constante. Yo, por lo pronto, no necesitaba escucharla, solo quería desenvolver mi regalo y saborearlo, quedarme con su gusto por el resto del día y agradecerle por el resto de mi vida. Y eso fue lo que hice. Me subí a caballito de sus placeres y acepté su mandato sin chistar, sin resistirme a que escribiera impunemente sobre mí sus mandamientos y sus pecados, me sometí a sus piernas y a sus manos que me abrazaban como a una presa para un sacrificio. No lo niego ni lo haré nunca: me entregué voluntariamente a su ritual del orgasmo compartido sin fecha de vencimiento.
     Sin embargo, ella se fue. Aquello no era un regalo, era una despedida, sería su hasta siempre lacrado en mi memoria que guardaría con atesoramiento aquellas imágenes como diapositivas, con la tentación constante de arrojarlas al fuego y correr detrás suyo; perseguirla por aquellas plazas que eran otros pozos para este sapo mientras ella no era otras cosa más que una princesa de vestido rosa guardando debajo sus curvas y sus puentes, las marcas de los golpes y el hartazgo de las contracturas que quizás acaban por endurecer los sentimientos.
     Y así se fue como se han ido todas, como se seguirán yendo las que vengan, dejándome estas malditas cartas para entretener el morbo de los curiosos y el insomnio de los desvelados. Para hacerles creer a algunos nostálgicos que nadie se va para siempre, que siempre quedan los restos de los envoltorios en bolsillos secretos, pedazos de últimas miradas, gotas de jugo de cama caliente y ese temblor final que te deja tirado en la lona esperando que termine la cuenta con la vista sumergida en el mar y en unos cielos celestes e inalcanzables.

RR

Foto: Andrea Alegre

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