Me levanté a mitad de la noche un poco enfurecido. No hay derecho de
andar dejando cosas en mi puerta, eso no se hace, no se le andan
dejando placeres y recuerdos a la gente tirados en el felpudo de la
entrada para que tengan que verlos inevitablemente, haciendo malabares para no pisarlos, para no sucumbir a la tentación de pegarles
una patada hacia el olvido. No se hacen esas cosas.
No me hace
falta a mí lidiar a esta altura del partido con tus sabores pegados en
los vasos y en los besos y en la bombilla del mate que me mira desde la
otra punta de la mesa con aflicciones que tampoco necesito. No, querida,
no me hace falta nada de eso. Ni encontrar tu ropa interior mezclada
con la mía manteniendo relaciones amorosas a escondidas, fugaces,
eternas y suicidas como las de cualquier amante; escuchar ese retozo en
medio de la noche mientras mis zapatillas rascan el borde de mi cama
como un perro, elevando carteles revolucionarios que dicen: "andá, es
ella, dejá todo y andá".
Y yo no puedo dejar todo y andar, no puedo volver a abrir una cicatriz cocida desesperadamente en medio de un charco de frases ensangrentadas para volver a arrancar un corazón todo magullado y arrugado, no puedo, ¿entendés? Por eso prefiero levantarme y ni siquiera mirar el espejo, evitar ver ese pedazo de reflejo vacío como la mitad de mi cama que te espera en vano; como la otra lámpara que quedó desenchufada desde que te convertiste en oscuridad y ausencia, en ese horroroso viento de domingo por la tarde que canta desafinado las peores melodías y enfría los rincones del alma.
Y ahora vos venís hasta acá a dejarme pedazos de palabras sueltas e incongruentes para que yo me siente a cualquier hora a ver si puedo juntarlas en esta hoja como lo hacía antes, cuando andaba escapándole al castigo de la muerte lenta. Me dejás las piezas sueltas de un rompecabezas que fue guardado para siempre hace miles de años. ¿Qué pretendés que arme con ellas? ¿Tal vez cielos y estrellas? ¿Quizás mares y playas? No. No puedo volver a juntar esas piezas, ya no. A vos te toca ahora hacer algo con esas palabras, si te interesa, encontrarás la manera. Pero, por favor, no vengas a dejarlas en mi puerta, a abandonarlas como gatitos en una caja que maúllan desesperados por la noche para que alguien los rescate y los abrigue y les acerque un platito de leche a ver si se salvan del fuego de las memorias frágiles. Memorias como las de aquellos que logran pasear por las calles sonrientes, mirando para adelante como si nada, como si no los acecharan los fantasmas que empuñan reflejos robados de los espejos, brillos de lámparas que iluminan presencias de otros tiempos y, lo peor de todo, una media cama con olor a sexo en pleno enero plagada de abrazos y transpiraciones, de aquellas ganas que de noche olían a tilo y a esperanza.
Vamos, llevate tu caja y tus gatitos y tus fantasmas y tus rompecabezas. Armá con ellos un pasado que quizás te sirva a vos para los días venideros, para el próximo domingo sangriento que te toque. Vas a ver como salen solitos de su caja y te maúllan y te traen unas sandalias -de esas tan lindas que a vos te gusta ponerte- levantando unos cartelitos de colores llenos de frases de autoayuda y fragmentos de libros que nunca leíste. Pero haceme caso en esto: mejor no abrir jamás uno de esos libros, mejor dejarlos que junten el polvo delator en una biblioteca de adorno; mejor no intentar nunca ver qué pasa por sus párrafos. Porque, en una de esas, un día te encontrás caminando por una calle ovillada de París o bebiendo una cerveza en New York o esquivándole al tango de Buenos Aires sin saber cómo has llegado hasta ese lugar, cómo pudo ser que te hayan alcanzado a vos aquellos fantasmas que ahora te empujan hacia la muerte lenta con una caja de gatitos, un rompecabezas y una carta con un nombre que creías haber olvidado.
Y yo no puedo dejar todo y andar, no puedo volver a abrir una cicatriz cocida desesperadamente en medio de un charco de frases ensangrentadas para volver a arrancar un corazón todo magullado y arrugado, no puedo, ¿entendés? Por eso prefiero levantarme y ni siquiera mirar el espejo, evitar ver ese pedazo de reflejo vacío como la mitad de mi cama que te espera en vano; como la otra lámpara que quedó desenchufada desde que te convertiste en oscuridad y ausencia, en ese horroroso viento de domingo por la tarde que canta desafinado las peores melodías y enfría los rincones del alma.
Y ahora vos venís hasta acá a dejarme pedazos de palabras sueltas e incongruentes para que yo me siente a cualquier hora a ver si puedo juntarlas en esta hoja como lo hacía antes, cuando andaba escapándole al castigo de la muerte lenta. Me dejás las piezas sueltas de un rompecabezas que fue guardado para siempre hace miles de años. ¿Qué pretendés que arme con ellas? ¿Tal vez cielos y estrellas? ¿Quizás mares y playas? No. No puedo volver a juntar esas piezas, ya no. A vos te toca ahora hacer algo con esas palabras, si te interesa, encontrarás la manera. Pero, por favor, no vengas a dejarlas en mi puerta, a abandonarlas como gatitos en una caja que maúllan desesperados por la noche para que alguien los rescate y los abrigue y les acerque un platito de leche a ver si se salvan del fuego de las memorias frágiles. Memorias como las de aquellos que logran pasear por las calles sonrientes, mirando para adelante como si nada, como si no los acecharan los fantasmas que empuñan reflejos robados de los espejos, brillos de lámparas que iluminan presencias de otros tiempos y, lo peor de todo, una media cama con olor a sexo en pleno enero plagada de abrazos y transpiraciones, de aquellas ganas que de noche olían a tilo y a esperanza.
Vamos, llevate tu caja y tus gatitos y tus fantasmas y tus rompecabezas. Armá con ellos un pasado que quizás te sirva a vos para los días venideros, para el próximo domingo sangriento que te toque. Vas a ver como salen solitos de su caja y te maúllan y te traen unas sandalias -de esas tan lindas que a vos te gusta ponerte- levantando unos cartelitos de colores llenos de frases de autoayuda y fragmentos de libros que nunca leíste. Pero haceme caso en esto: mejor no abrir jamás uno de esos libros, mejor dejarlos que junten el polvo delator en una biblioteca de adorno; mejor no intentar nunca ver qué pasa por sus párrafos. Porque, en una de esas, un día te encontrás caminando por una calle ovillada de París o bebiendo una cerveza en New York o esquivándole al tango de Buenos Aires sin saber cómo has llegado hasta ese lugar, cómo pudo ser que te hayan alcanzado a vos aquellos fantasmas que ahora te empujan hacia la muerte lenta con una caja de gatitos, un rompecabezas y una carta con un nombre que creías haber olvidado.
RR
Foto: Flor del Irupé
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