Existen un sinnúmero de leyendas urbanas que cuentan historias de amores olvidados que se reencuentran, de olvidos enamorados que se recuerdan, de atracciones y rechazos de personas que jamás se han visto a los ojos, que nunca han arrimado sus narices a los anillos que aroman los sexos cuando se despiertan. Dicen estas leyendas que hay Penélopes y Ulises por doquier, tejiendo y viajando, dejando rastros irreconocibles e inconfesables. Amores que aman y que no lo saben, que miran las estrellas y ven formaciones misteriosas, mensajes astrológicos, mapas estelares. Hasta se habla de algún lugar perdido adonde van a parar las cartas de amor que se han escrito para luego ser arrojadas a la basura, escritas con las esperanzas y la valentía falsas que destila la madrugada alcoholizada; papeles arrugados cargados de promesas impracticables, de sentimientos de dudosa veracidad, de bocas idealizadas con sabor a vida pero que, finalmente, se revelan como dolorosos epitafios para los corazones destrozados.
Alguna vez hasta escuché hablar de un bosque donde nunca penetran los rayos del sol, donde solo habitan las sombras de los nombres tallados en los troncos solidarios que consuelan las pérdidas y los fracasos. Un bosque por donde caminan las almas que quedaron vagando en los recuerdos fantasmales de las vueltas imposibles, de los regresos arrepentidos que jamás suceden. Una leve brisa atraviesa los pasillos de este bosque, un aire más bien cálido que abraza a los que se pierden recitando versos enamorados de alguien que ya no existe, de alguien que, a pesar de guardar los rasgos del amor aquel que alimentaba deseos, hoy ya no es otra cosa que una persona más entre millones que nunca escucharán las súplicas y los reclamos. Y por estos árboles trepan enredados los nombres de quienes ya no quieren ser alcanzados, de aquellos que han logrado salir vivos de ese bosque encantado que engaña a estos otros que lo recorren confundidos con los personajes de unas historias escritas por seres anónimos que no lograron escapar.
Hay quienes afirman que más allá se extiende una orilla infinita por donde caminan descalzos los que aún creen que pueden reconocer en una simple mirada una ternura que la distingue entre todas. Estos personajes caminan de a miles mirándose fijamente a los ojos, buscando destellos mágicos que justifiquen sus dolores y sus ansias, una increíble fidelidad a la nada, a un retrato dibujado entre sueños que se borra inmediatamente al despertar. En la arena se pueden ver pasos que se cruzan, que se siguen, que se apresuran y que se detienen; pasos que se buscan y no se encuentran, que se esperan y se vuelven para comenzar de nuevo. Sí, también hay pasos que lamentablemente se pierden en el mar. Porque de esta orilla han partido también las naves que se han echado al mar creyendo que existe otra en algún lado que guarda los pasos y los ojos que en esta no encuentran. Cada día parten pequeñas balsas adornadas de días y flores, de abrazos y bailes, de sonrisas rescatadas de la memoria y colocadas en la proa junto a las promesas de amor eterno. Estos navegantes parten sin temores, con la constancia y la ceguera de los locos y los enamorados, con la absoluta prescindencia del deber y el convencimiento trágico del querer.
Y de este viaje en el que se perece inevitablemente nacen los héroes y las heroínas, los cuentos y los romances, los poetas y los músicos. De este viaje han nacido las palabras y los acordes de las canciones que se escuchan en las noches silenciosas, que dibujan en la oscuridad del cielo rostros añorados con trazos de estrellas fugaces. Fugaces como el amor eterno, como el brillo de unos ojos tiernos poseedores de miradas únicas e irrepetibles, como las huellas de unos pasos que jamás volverán.
Y así, algunos pocos sobrevivientes vencidos y derrotados caminan sin ni siquiera saberlo por los caminos que conducen a la salida del bosque encantado a buscar un nombre nuevo que se talle de a poco en la eternidad del alma. El nombre de alguien que probablemente está recorriendo en este mismo instante el final de una orilla infinita después de haber renunciado a embarcarse en un viaje sin retorno, después de haber mojado los pies en el mar helado donde aguardan las profundidades de la desesperanza total que alguna vez abrazaron a la pobre Alfonsina enamorada y que me llaman cada vez que arrojo a la basura una nueva carta de despedida.
RR
Foto: Guillermina Raggio
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