Me adelanté a ella unos pasos, me detuve, me dí vuelta y la besé. La besé como nunca había escrito que la besaría, como nunca la había besado antes entre medio de aquellas frases teñidas con los ocres del otoño o la brisa del verano. La besé con devoción, sin dejar ni un mínimo resquicio entre su boca y la mía por donde se colara el pasado. La besé lentamente como intentando una especie de salón de baile dentro del espacio que se ampliaba a boca de jarro. Un espacio cerrado y húmedo que les permitiera a las lenguas abrazarse en un bolero o en una de esas milongas que a veces sirven de excusa para aferrarse sin vergüenza a la cintura y a los hombros, para apretar los sexos, para cerrar los ojos y desanudar los nudos de la garganta. Así, fue, la besé y lo arruiné todo, mi vida y la de ella.
Ella me creyó un impostor, un invasor de sus horas que equivocadamente creía saber con qué llenar sus soledades, las de ella; un narcisista sin modales buscando alguna recompensa. Y claro, ella se alejó. Me empujó a la invicibilidad del saludo cortés, del beso en la mejilla. Sin embargo, ya era tarde. Mi vida y yo nos habíamos hecho adictos a su boca, a ese extraño contacto entre pétalos de flores diferentes, de aromas diversos. Y así también, como era de esperarse, me volví adicto a su mano en mi nuca, a su vientre apoyado firme sobre el mío, al dolor de su despedida.
En poco tiempo, entre ansiedades y desesperación, me fui convirtiendo en esto que soy ahora: un escritor de cartas y reclamos, un profesional en el arte de ese silencio que descoloca al resto de los mortales. Es que todos me piden que calle este silencio, que abandone el recuerdo de su boca, ya que al fin y al cabo, dicen, su boca es igual a la de cualquiera.
Pero están equivocados. Su boca no es cualquiera. Su boca, dibujada como un recorrido ondulado y rojizo entre sus cachetes, es la que detiene mi tiempo que no transcurre cuando la espero por las tardes nada más que para verla pasar; su boca es la de la risa que acompaña las complicidades y los gestos de los personajes que, con gestos solidarios pero insuficientes, buscan consolarme; su boca es la de ella, a quién vengo comprometiendo cada noche en cada palabra que se va detrás suyo, solas, sin necesidad de indicaciones mías o mapas adicionales. Su boca, así dibujada, es la de aquel capítulo siete, la que crece debajo del dedo; la que con egoísmo y pedantería se eleva entre las demás y anula cualquier intento mío por escaparme de ella, de esa boca. Y su boca es también lo que ella dice, ese hola tierno, esa verdad que detesto y ese insulto que merezco por no aceptar otro grito que no sea el de su boca, por no querer oír los sonidos de los dientes de otras bocas tiritando en una mañana helada.
Por eso la besé. Y apenas solté sus labios huí de ella y me vine a vivir acá, donde sobreviven los cobardes. Y al final, yo que había elegido vivir en un mundo de palabras para ella, vivo en permanente silencio. El silencio más aterrador, el silencio más insoportable y menos querido. Vivo solo en este refugio construido de mañanas de esperanzas, de tardes de desengaños y de noches interminables. Este lugar inhóspito se ha ido transformado en mi cárcel, en el lugar donde naufrago voluntariamente buscando algo que finalmente me mate; si es posible, de un golpe tan fuerte que el estruendo también mate definitivamente a este silencio para que no me persiga eternamente.
Dicen que hay bocas que están dispuestas a entregar sus frutos por doquier, besos que florecen entre los cardos y los muertos, que sobreviven a las pestes y a los abandonos. Debe ser así. Yo, sin embargo, he dejado morir los míos en el fondo de esta casa, a la luz de la ventana que da al patio donde de noche se ve la Cruz del sur.
Ya no creo que haga falta seguir sosteniendo que esta marea me favorece y que, finalmente, va a limpiar mi costa. Ya no hace falta seguir en la búsqueda de un convencimiento falso e innecesario. Ya no hace falta, hermosa, que te siga hablando a través de cartas y de flores, de canciones y medianoches de borracheras. Sólo hace falta animarme a abandonar esta agonía y suicidarme en tu mirada olvidada sobre mi cuerpo maltratado y vencido, sobre esos versos que vienen sin que nadie los llame, sin que nadie los reciba, sin que nadie los quiera. Y no creo que deba alzar ya cada noche una copa y brindar a tu salud cuando la mía me ha abandonado, cuando ya no queda ni un solo glóbulo blanco en mi sangre que logre inmunizarme de quererte desde la locura que provoca el reconocimiento de que no hay nadie a mi alrededor que logre apartarme de la desgracia de un amor sin carne y sin hueso, sin poder morderte o echarte de mi lado para salvarme de vivir así. Ya no creo en nada, ni en vos ni en mí y menos en Dios. Sólo me queda creer que al menos ya sé de qué me estoy muriendo y que no está tan mal para un mundo en donde la gente pocas veces se atreve a mirar a la vida a los ojos, a exigirle una explicación y se muere de gripe, atropellados por algún auto o en el abandono de la vejez. A mí, querida, sólo me bastó una boca, la tuya; y luego un beso y unas palabras en tu nombre, y más tarde este silencio brutal. Fue sólo eso lo que hizo falta para convencerme de que todo aquello que me proponían incesantemente quienes intentaron alguna vez salvarme nunca funcionaría. Pues, hiciera lo que hiciera, nunca elegiría esconderme detrás de otros amores sin nombres para salvarme del tuyo.
RR
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