Ella no esperaba nada de mí, sólo el abandono, sólo ese último beso antes de pasar a ser un recuerdo, el silbido de un viento que revolviera la memoria y pasara su mano ligera por debajo de su falda. Y yo no quería dejarla, quería guardarla entre mis tesoros más preciados, lejos de los cristales rotos de las desgracias. Yo quería quererla porque sí, porque los ratos sin ella eran pequeñas eternidades incoloras, inodoras e insípidas. (¿De qué sirve la eternidad si los demás se nos mueren alrededor? ¿De qué sirve vivir para siempre recostados en un tiempo infinito que no puede ser otra cosa que una espera inútil por algo que quizás no suceda nunca?)
Me esforcé sin necesidad y sin motivos, sin grandes esperanzas ni posibles recompensas. Busqué sentarme a su lado cuando paraba de correr por las calles huyendo de los amores que le pedían lo que sólo la muerte separa; le dí la mano en cada una de esas calles y dibujé soles detrás de las nubes que la sobrevolaban; y le cobijé las gotas de las lluvias para que bajaran tibias por sus mejillas disimulando las lágrimas de los dolores traicioneros que no olvidan ni perdonan. Me convertí en su enemigo necesario, en una razón concisa y precisa para no querer nada conmigo, algo que le permitiera excusarse de las respuestas amables y poder dejar salir sus espinas sin complejos. Y como no soy muy bueno para estas cosas, no hice nada de otro mundo, nada que no hubiera hecho cualquiera en mi situación, salté sobre ella sin pensarlo y extraje en cada pinchazo un perfume, y en las gotas de sangre que dejaba en cada salto guardaba algunas estúpidas esperanzas de lograr tal vez tocarla y sentir la piel de gallina que hacía caso omiso de sus ganas de permanecer intocable. Y en vez de huir buscando la supervivencia me adueñé del destino de su desprecio y su indiferencia personificando a un hombre enamorado que no encontraba consuelo más que en escribirle, en perseguirla por los espacios en blanco abandonados en hojas sin dueño, en atardeceres inexistentes, en recuerdos falsos robados de las conversaciones de otros.
Y entonces, un día me acerqué y sin penas y sin glorias salté de mi órbita y me arrojé a su cielo como uno más entre todas las víctimas de las colisiones universales, como una más entre todas las estrellas que nadie conoce y que desaparecen sin que nadie se entere, como uno más entre todos los amores que aún no se encuentran y se pierden para siempre. Dispuesto a negar las probabilidades y las apuestas sostuve en la caída que si me tocaba perder, no perdería nada, quizás algunas horas de sueño o algunos días que pudieran convertirse en los peores de mi vida o, tal vez, un par de años que dinamitaran el resto que me quedara por vivir. Perdería la respiración agitada al verla, el nudo que rodeaba mi voz apenas escuchaba la suya, ese pequeño hueco en el pecho lleno de ecos de su nombre silenciado. Pero eso no era nada, eso no era perder, eso era ganar. Porque sólo se puede ganar en la derrota, sólo sería posible conquistarla cuando se fuera, cuando mi alma la capturara en su ausencia para no soltarla nunca más, cuando su mirada se fundiera en mis ojos entre lágrimas y maldiciones. Y vencí cuando pude despojarme del peso de su recuerdo arrojándolo al precipicio de la derrota definitiva. Vencí cuando pude derrocar la tiranía del amor burgués que le pone precios y recompensas a los sentimientos, que elabora complicadas ecuaciones con probabilidades y conveniencias. Vencí cuando finalmente morí a sus pies y renací entre las piernas de una mujer desconocida que me proponía una nueva derrota, un nuevo fracaso de todas las precauciones que, cuando se quiere, no sirven para nada.
RR
Foto: Andrea Alegre
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