Que si era mucho o poco no lo íban a saber nunca, ni cuando se metieran las manos disimuladamente por debajo de las ropas, ni cuando se dieran el beso final al caer la tarde. Si, al fin y al cabo, ni ella lo había buscado a él, ni él a ella. Ni se morirían por no compartir la muerte, ni podrían vivir eternamente para contarlo. Entonces, lo poco era mucho y lo mucho, finalmente era nada. Porque todo terminaba siempre en una cama, en las zonas más húmedas de la geografía que rodeaba la memoria, con los sabuesos que perseguirían sus míseras seguridades para atraparlas y, sin juicio previo, dejarlas colgadas de una rama exponiéndose a la realidad de la distancia y las ansiedades.
Tal vez por eso él decidió refugiarse en ese silencio de palabras con gusto a ella, a su voz pequeña y frágil escapándose del teléfono, viajando a los saltos de estrella en estrella para posarse sobre su oído con la suavidad de una pluma desmintiendo las cálculos y los resultados, las poesías y los versos. Y si se dejó llevar fue porque quiso, porque entre las horas detenidas pudriéndose en una alacena que guardaba los deseos de la mujer de su vida, él prefirió cocinar con los ingredientes que ella dejaba sobre la mesa antes de irse por la mañana. Preparar un tentempié para acompañar los ratos de su ausencia, los de la imaginación abrigando los sentidos. Esos momentos a solas en donde se dedicaba a crear una laguna para que volaran sus patos -los de ella- llevándose sus dolores al fondo oscuro del sueño.
Y ella se entredormía contenta creyéndolo un poeta, un arriero de palabras salvajes que se montaba a su recuerdo para juntarlas en una hoja para ella. Ahora bien, haciendo honor a la verdad, él no era ese jinete ilustrado. Él sólo acompañaba la manada, quedando casi siempre avergonzado y en evidencia ante la incapacidad que agenciaba por no llegar a destino nunca, por perderse siempre en esos mapas claros y concisos del olvido de las mujeres que pasan y se llevan todo. Sin embargo, él le seguía la corriente para no contradecirla y se apropiaba, sin que ella lo percibiera, de la prosa ajena, de los cafés franceses que visitaba Oliveira, de la huída oscura de Lavalle tratando de salvar su cabeza, del destino de Morel en una isla desierta rodeado de gente que no lo ve.
Gente como ellos, invisibles para el resto del mundo que no es capaz de participar de este juego de tira y afloje, de seducción y despecho. Pero que es el mismo mundo que los junta ahora frente al mar a mirar como han pasado los años, como lo que ayer no pudo ser, hoy quién sabe; como este hoy que ya se está yendo los encuentra jugando a las escondidas juntos. De a ratos escondiéndose de los dolores y las penas. De a ratos besándose como dos chicos que recién se conocen en la puerta de un edificio de un pueblo cualquiera.
RR
Foto: Guillermina Raggio
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