Mírenme, he sido condenado a la
peor de las desgracias: la muerte me ha abandonado y me ha quedado nada más que la vida, ni una cosa más que esta maldita sensación de vivir para siempre hamacándome
colgado de su rama o esperando bajo su sombra que caiga seca una de sus
hojas; esperando inmóvil sólo para verla pasar, para verla sucumbir en
mi horizonte sin poder alcanzarla jamás. Y, sin proponérmelo, he logrado
deshacer los nudos de la camisa de fuerza que me sujetaba y ahora
me encuentro cara a cara con la peor de las libertades, la de ser yo
mismo, la de quererla sin importar qué pase, sin que nadie pueda ponerle
precio a mi tiempo. Ya no habrá tierra que me reciba, vagaré por su
universo siguiendo el halo de su estrella, el brillo perpetuo que se
escondía en los versos acallados que ahora salen a devastar todas las
seguridades y aquellos estúpidos planes de una vida plena. Mírenme ahora, no me queda más que ir tras ella. Ya no necesito desentenderme de
las razones y los motivos pues me han abandonado, ya no puedo hacer
oídos sordos a la diana que me subleva buscando reconstruir un corazón
que únicamente latía de a ratos entre sus piernas y sus pasos.
Entonces,
me aferro a la mano del diablo y le escribo alguna cosa que me deje
completamente expuesto, salto de la trinchera sin armas y sin discursos con la urgente necesidad de convertirme en la única baja
pudriéndose a la vista de los buitres hambrientos. Pero sólo logro ser una equis inexistente que pudiera ser despejada y así resolver una ecuación
irresoluble. Una ecuación maldita que hacia el final de la noche termina siempre convirtiéndose en la más
penosa literatura del silencio, en la música infernal del insomnio. Y yo suelto espantado palabras muertas de miedo y con sus ojos la miro de frente y le
confieso que la quiero, que odio verla constantemente como una ausencia,
que preferiría quedarme tirado en la calle como un paria feliz, sin
casa y sin dueño y así poder morirme en paz. Admito avergonzado ante su
desprecio que sé perfectamente que no está bien que la suba a este barrilete alucinado con un
esmero no solicitado, sabiendo que nunca nos podría sostener a los dos
porque sólo puede aguantar el peso de mi imaginación que no es más que
una larga estela de humo dibujando una fantasía hecha de puras
exageraciones a medida que me alejo de su cielo.
Es que todo lo que tengo para ella es este humo. Y disfruto como un asceta durante el camino de vuelta a casa imaginándolo en su cielo, abonando un presente eterno e imposible. Y en cada vuelta voy pisando el barro de la derrota escudado en la dulzura de su recuerdo, en el sabor imperturbable de su boca con gusto a fruta prohibida, inalcanzable, inaccesible incluso a cualquier posibilidad de despedida. Y yo… Qué más puedo hacer yo que trepar como un pájaro furtivo de a ratos a sus ramas; o presentarme como ahora bajo su sombra y, desenvainando una sonrisa inexplicable, tallarle un corazón más en su tronco.
Es que todo lo que tengo para ella es este humo. Y disfruto como un asceta durante el camino de vuelta a casa imaginándolo en su cielo, abonando un presente eterno e imposible. Y en cada vuelta voy pisando el barro de la derrota escudado en la dulzura de su recuerdo, en el sabor imperturbable de su boca con gusto a fruta prohibida, inalcanzable, inaccesible incluso a cualquier posibilidad de despedida. Y yo… Qué más puedo hacer yo que trepar como un pájaro furtivo de a ratos a sus ramas; o presentarme como ahora bajo su sombra y, desenvainando una sonrisa inexplicable, tallarle un corazón más en su tronco.
RR
Foto: Pablo Silicz
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