miércoles, 17 de septiembre de 2014

NOCHES DE BRILLOS Y DUENDES


     Yo sé que ella guarda entre sus pertenencias algunos días apartados de los otros. Lo sé porque, al fin y al cabo, todo el mundo guarda algunos días sueltos por ahí, algunas horas de regocijo con el amor de la vida que ya no está. Hasta los mendigos poseen en sus bolsas de míseras pertenencias algunos minutos de disfrute frente a un plato de sopa caliente o a una mano estrechada a tiempo al borde de un puente.
      Ella guarda para sí unos días de un brillo particular imposible de esconder, por más que a veces trate. (Es inútil escarbar la tierra buscando ver la flor en la semilla, pero la flor está, los pétalos duermen y el perfume espera su momento de destruir cualquier intento de agriar los recuerdos.)
      Yo sé que en una caja escondida entre ropa fuera de uso y libros caídos en desgracia hay un sobre brillante. Sé que de noche, mientras ella duerme, el brillo se cuela por las hendijas de su subconsciente y aparece entre sus sueños. Al levantarse por la mañana, el brillo desaparece sin dejar rastros, sin que ella recuerde nada de lo sucedido durante la noche, de los duendes pasando a través de la reja de la ventana transportando en sus bolsas rojas abrazos y besos, acomodando silenciosamente unos papeles escritos a las apuradas, con manchas de ron y desesperación, enderezando las puntas dobladas, las arrugas que se formaron en cada uno de esos intentos suyos de hacer un bollo con el pasado y arrojarlo a la basura. Eso que ella hace cada noche antes de dormir sin poder evitar que aparezca finalmente un arrepentimiento malvado e inoportuno y la haga correr desesperada, empapada en sudor, hacia la calle a abrir la bolsa para rescatar de entre los restos de la cena esas palabras que, a pesar de que le lastiman el orgullo, le iluminan los sueños.
      Y ustedes quizás se pregunten cómo puedo estar tan seguro de esta historia tan poco creíble. Pues bien, yo lo sé porque convivo con esos duendes. Soy yo quien los alberga entre mis propios sueños fabricando brillos para ella, alimentando sobres y más sobres para sus noches más oscuras. Y así, de a poco, me he ido convirtiendo en el jardinero que cuida las semillas y abona la tierra esperando el perfume impacientemente. Soy yo también quien se para a charlar de cualquier cosa con el conductor del camión que recoge la basura para retrasar su llegada la puerta de su casa evitando que ella llegue tarde al rescate.
     Ya no hay ron por las noches, ya no hace falta. Porque en mi casa también existen algunos días apartados -y una pequeña botella de whisky con una mano amiga tendida por si se me ocurre montarme a la baranda de un puente-. Hay sobre una de las paredes de mi cuarto el retrato de un mendigo que me saluda desde su secreta felicidad. Una felicidad a veces inexplicable para nosotros que necesitamos de tantas cosas innecesarias. Hasta sigue habiendo en esta casa un juego de sábanas que aún posee las arrugas de sus noches y un montón de papeles acomodados cronológicamente en mi cabeza que, como las hojas de un calendario ancestral, marcan el tiempo que no transcurre, el que no aparece ni en el reloj ni en ese otro calendario al que ya no le presto atención. Es este un tiempo paralelo que no tiene que ver con lo que ha sido ni con lo que será, sino con el es, con un presente que se mueve únicamente a su alrededor mientras ella duerme y los duendes la visitan dejándole mensajes, coordenadas y mapas por si algún día trastabilla con la piedra de la arrogancia que hace nos hace creer que somos eternos; sencillas direcciones para cuando los amores ocasionales finalmente la abandonen y lo único que se vea desde su ventana sean trampolines suicidas, puentes sobre ríos torrentosos que arrastran los cuerpos de quienes justificadamente dejaron de creer en estos pequeños personajes y se arrojaron a la eternidad del pasado.
      Ahora es tiempo de cerrar el sobre y oscurecer su habitación. Ella lo sabe, créanme, ella sabe perfectamente de este brillo que aun permanece, de la semilla que duerme en la tierra, de la primavera que ya casi arriba y despierta los aromas.
      ¿Yo? Yo sólo le escribo desde la sombra fresca del mendigo feliz, desde el borde de este puente al que le he perdido el miedo porque ya he saltado mil veces y me he dejado llevar por la corriente y he naufragado en orillas llenas de cosas que no sirven para nada; volviendo nuevamente y sin remordimientos al agua a rescatar los deseos y las esperanzas de quienes no han tenido mi suerte y han quedado sumergidos en el fondo tenebroso del olvido.
      Justamente en eso estaba ahora, plagiando algunas penas y algunas alegrías ajenas. Párrafos sueltos que van y y vienen entre los pálidos desencuentros de algunos a quienes sólo les interesa mantenerse a flote y otros que se han animado a sentir la mágica sensación de hundirse en los ojos de alguna mujer hermosa. Como ella.

 

RR


Foto: Flor del Irupé

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