Una bufanda de colores rodeaba su cabeza y la protegía de la noche, de la oscuridad en la soledad de la azotea desde donde ella observaba el mundo, los disparos de todos quienes buscábamos pegarle el tiro certero que la conmoviera. Yo disparé el mío. Al principio creí haber acertado porque ella pareció tambalearse, hizo movimientos que buscaban ponerla en equilibrio, fue hacia atrás y hacia adelante, giró primero hacia la izquierda y más tarde hacia la derecha. Llegó incluso a caer desprevenidamente en mis brazos. Yo la sostuve sorprendido, la atajé orgulloso antes de que cayese al piso como una bolsa de papas, lo que hubiese provocado un desparramo muy conveniente (visto ahora, a la distancia, ¿cómo hubiese podido saberlo en ese momento?). Me hizo algunos gestos como si se sintiese aliviada de haber sido atajada por mí, como si hasta ella se viese sorprendida de sentir ese alivio. Y yo me confié (pobre idiota…), empecé a andar despreocupadamente por su vida, a pasearme por sus horas y su cuerpo y aunque casi siempre terminaba dándome de boca contra la suya y brotaba la sangre y los insultos y los demonios, siempre creía que podría encontrar un salvavidas en el mar enfurecido. Pero no, me volvía nadando hasta la orilla mientras ella me castigaba con su tsunami. Ya en la playa esperaba que se secaran los pocos bagayos que había podido recuperar del naufragio y armaba otra vez la balsa, cada vez con menos entusiasmo, cada vez con menos esperanzas.
Ella acredita una irreprochable libertad que yo admiro. Esa libertad que le permite vivir sin prestarle atención a las consecuencias, sin darle importancia a las bajas que se van produciendo en el camino. Ella tiene la noche de su lado (la noche y esa bufanda). Achina los ojos y busca su víctima, espera agazapada entre las sábanas que alguien caiga en su trampa de licenciada en prejuicios. Siempre va a haber alguien que va a cambiarse de ropa para tratar de quitarle la suya, nunca falta entre nosotros alguien que solicite un cambio de destino por buscar el suyo, aunque más no sea por una noche. Ella lo sabe y no le importa.
Yo no tengo nada para ofrecerle, algunos libros que me ayudan a jugar al falso intelectual, algunos discos ordenados alfabéticamente para poder encontrar más rápidamente la banda sonora de alguna borrachera ocasional y esta manía de quererla sin saber por qué, ayudado por la pesadilla del recuerdo de su sexo dulce, de su llanto escondido, de sus sueños desafortunadamente confesados. Yo no tengo nada para ofrecerle porque ella no necesita ni de nada ni de nadie y menos de mí que no tengo nada que ofrecerle. Si al menos lograra sacar los pies del barro, encontrar un refugio para las palabras que mueren cada día frente a sus ojos. Eso es lo que me molesta, andar como un globo suelto por cielos ajenos buscando que el hilo le roce la cara, que aunque sea la moleste y la perturbe y me de un manotazo que me asesine, que me reviente y me saque este aire contaminado de su olor a destino irrenunciable. No me han servido de nada los días, los meses, los años. No sirve de nada esperar que el tiempo pase cuando uno está muerto en la eternidad.
Ella va a actuar de acuerdo a lo pactado, va a soltar un breve suspiro imperceptible para todos menos para mí. Y yo voy a hacer como que ya no me importa, mirando desentendido para abajo como si estuviese ocupado en otras cosas, arreglando los detalles de alguna fiesta celebrada en honor del hombre nuevo. Buscaré en el placard algún disfraz que me permita cubrir las llagas del alma, esa epidermis brotada de futuros conjugados en su nombre. Vendrán algunos amigos y otros que serán atraídos solo por la bebida y la ocasión de recrear el morbo de su ausencia. Una vez dentro del traje de tipo recuperado, de tiempo que todo lo cura, de herida cicatrizada, saldré a hablar de pavadas con la muchedumbre, a reírme de los mismos cuentos, a evocar las mismas anécdotas. Y arriba estará ella dando vueltas, buscando alguna manera de meterse en mi vida, sabiendo que le pertenece, que si decido rechazarla no va a ser para seguir viviendo tranquilo, va a ser para seguir muerto como hasta ahora, para seguir jugando a las escondidas con sus ojos, porque si me encuentran, estaría perdido. Seguramente yo suba, me niegue y baje arrastrando los dolores debajo del disfraz que ya se habrá manchado de ganas infectadas y que tendré que necesariamente cambiar sin dejar antes de secar las heridas con una hoja como esta que ya está toda manchada y que no va a aguantar mucho más antes de romperse en mil pedazos. Yo la voy a negar, ¡claro que sí! Pero eso no importa, ya será tarde, ya ella habrá entrado en mi cama para revelarme que ella es ella y ninguna otra, que el sol es el sol sin importar si es invierno o verano, si el viento es helado y corta la cara o es una brisa a la orilla del mar. Ella va a dejar su ropa a un costado y va a curar mis heridas y yo trataré de curar las suyas. Y si valió la pena nadie lo sabe ni lo sabrá nunca. Y si se nos pasaron los días es porque los días pasan, y ellos no entienden de calendarios mayas o cristianos, solo pasan, de a uno, sin importar cuanto hagamos por detenerlos a la medianoche con promesas de amor eterno, sin que ningún hombre haya podido jamás pararse delante del tiempo sin ser arrasado en su carne y en su espíritu y enviado a una tumba fría. Sin embargo, también existe la posibilidad de que algo cambie después de todo, a pesar de los días y de la muerte, quizás sean sus besos los que guardan el secreto de la resurrección.
RR
Foto: Andrea Alegre
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