viernes, 19 de septiembre de 2014

LA MESITA DEL FONDO


          Cada tanto me gusta sentarme acá, en la mesita del fondo, en la penumbra donde se cancelan las órdenes del olvido, donde se sirven los tragos más amargos que terminan siendo los más dulces. Acá, en el último pasillo que conecta la noche con el infinito, con la voz de Billie Holiday como un cielo estrellado que acalla los gritos de un pasado funesto. Acá, donde vienen a acariciarse las piernas los amantes, donde humedecen sus deseos y saltan a la vista sus silencios. En este lugar, apartado de los coches que desfilan delante de la puerta cazando hembras que huyen del llanto de mujer soltera o abandonada, del reloj biológico, de la cama fría y el amanecer solitario. En este pedacito de universo donde los agujeros negros dominan el espacio, donde los hombres se calzan sus trajes de machos recios, de malevos que mienten bravuras imposibles de sostener cuando unos ojos celestes como el cielo se adueñan de esa obra que ellos mismos montan para no morirse de vergüenza ante semejante declaración de belleza.
      Más allá hay una mujer, siempre con una sonrisa pintada en la cara por encima de los dolores. Camina batiendo el aire, orgullosa del vestido que le marca la cadera y deja ver sus medias de red armando detrás suyo una fila de pretendientes que no tienen más que ofrecer que su vida y todas las riquezas copiadas de novelas repetidas en televisión al final de la tarde.
      Ella sabe de su olor que cela las miradas, sabe que a su paso las barreras se levantan para que pase como la farolera, tropezando con las copas que se le ofrecen en tributo a su imagen prohibida y que buscan sobornar su ternura para tomar posesión de su cuerpo y dejarla desnuda en alguna cama que la abrigue aunque sea por una noche.
      Pero yo prefiero quedarme acá, en este rincón ausente, lejos de los flashes y las anécdotas, sobrecogido por la cascada fresca de una cerveza en la garganta que suelta los breteles de las palabras y les deja caer las faldas a esperar que algún día ella se siente a mi mesa, se saque sus zapatos y apoye sus pies fríos sobre mis rodillas. Mientras tanto, me saludan los mozos al pasar y me sugieren versos y rimas para mi destino penitente. Alguno viene a sentarse siempre al final de la noche y se toma un trago a mi lado y me cuenta del amor que lo espera en casa, de la felicidad de verlo personificado en una mujer dormida bajo la luz que asoma por los postigos destartalados, con ese calor que se apoya en su pecho cuando, sin abrir un ojo, ella lo abraza y quema todos los poemas de amor hechos de lunas y mieles, sin posibilidad de argumentar nada para salvarlos. Y yo lo escucho y le sonrío y lo envidio por ser capaz de querer sin pretensiones de grandeza, sin necesidad de una vida basada en una película real.
      Ya todos se han ido, las sillas arman pirámides sobre las mesas y en medio del último brillo de la noche veo que se acercan unas piernas de mujer trayendo la luz del alba en su sexo. No dice nada, sólo aparta la silla de enfrente y ordena una botella de Malbec que dispara su corcho y abre las hostilidades. Sin despegar los ojos de los papeles desordenados, sonríe. Por debajo de la mesa siento sus pies que juguetean primero sobre mis tobillos, luego sobre mis rodillas y, siguiendo su curso, dejan un mensaje claro y conciso, sin eufemismos y sin dobles intenciones. Su mano toma la lapicera que duerme sobre la mesa y que dejó hace rato de escribir, y anota algo poniéndolo frente a mis ojos que siguieron atentos como los de un gato el recorrido de su letra prodigiosa. Luego de brindar a mi salud, se va dejando un haz magnético e irrenunciable. Cuando ya cruzó la puerta, leo el papel lacrado con dos gotas de vino al final, saludo a todos y salgo a la calle. Quizás, todavía estemos a tiempo.
 

RR


Foto: Guillermina Raggio

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