viernes, 12 de septiembre de 2014

SEGUNDO PÁRRAFO INVERNAL


      He vuelto al silencio, al eterno refugio de los que pierden todo y ya no buscan más nada. Luego de caminar delante de las miradas inquisidoras y los comentarios apresurados, decidí doblar a la izquierda y soltarle las riendas al caballo. Que me lleve adonde sea, lejos de acá, lejos de las voces que prometen lo que saben que jamás cumplirán. Y no hablo del amor porque el amor debe prometerse siempre. Y si después no se puede, bueno, no se puede y listo. Pero, ¿cómo negarle la promesa de amor a una mujer que se acurruca al costado de las horas y detiene los relojes? Yo aceptaría su promesa aunque ella me abandonara al día siguiente, aceptándola con la certeza de que jamás la cumplirá. Y si se fuera, me iría detrás de ella y su promesa, siguiendo el rastro de la verdad dolorosa, de su llegada inesperada y su abandono prematuro. Me iría detrás de ella como un beduino en medio del desierto buscando el oasis que me salvara. Me iría detrás de ella sin saber siquiera dónde está, en qué dirección se fue. Y puede ser que cuando la encuentre ya no sea la misma, que tenga otro nombre y otras manos, que sueñe otros sueños y que llore otros llantos. Pero esa sería la única manera que tendría de convalidar mi promesa,
la de quererla por siempre en su cuerpo o en el de otra. Esa promesa que esgrimí cobardemente una noche de verano por no perderla y vivir atormentado por su ausencia. Porque aunque ella nunca lo sepa, siempre será ella, en la cama de un hotel barato o en un párrafo como este sin remitente y sin destino, sin palabras falsas ni juramentos inoportunos. Y si hoy finalmente la perdiera en los atardeceres del olvido, todo se hundiría en la precariedad de un tiempo vencido. Solo quedaría lo único que siempre queda: el silencio.

RR


Foto: Pablo Silicz

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