jueves, 27 de noviembre de 2014

CORAZONCITOS DE COLORES


     Supongo que a veces no se puede, que a veces no alcanzan las buenas intenciones, que los campos de margaritas se vuelven campos de batalla donde el orgullo y la estupidez disparan sus municiones venenosas. Supongo que hay que aceptar que los corazones son solo órganos bombeando sangre por unas venas que parecen hervir pero que solo se entibian un poco miserablemente cuando las cosas no salen como esperamos, cuando nos ganan de mano o cuando la cobardía asume el control desplazando a una falsa valentía imposible de encontrar en momentos como este en los que verdaderamente hace falta. Y digo supongo porque de verdad no lo sé, porque yo estoy de este lado de la hoja y vos de ese, porque, al final, lo único que tenemos para darnos son corazoncitos de colores y silencios en blanco y negro. Ni siquiera han quedado reclamos disponibles en los márgenes del recuerdo, aunque sea algún rencor olvidado entre aquellos deseos de desvestirnos camino a la cama que se frustraban en cada intento por esquivarle a la realidad de lo imposible. Será que nacimos de esa imposibilidad, nacimos y morimos en ella, la sacamos a pasear entre frases rimbombantes y excusas premeditadas. Nos atamos de la soga del pasado que solo sirve para ahorcarse, nunca para cruzar el hondo precipicio de lo imposible. Lo imposible… Y debe ser eso lo que nos salva ahora de tener que hacer las cuentas y buscarle el título a esta despedida que tiene de todo menos el adiós final. ¿Quién se animaría a firmar la sentencia de su propio olvido?
      Y, a decir verdad, hasta pronto me suena a mucho porque ese pronto esconde un cinismo encubierto, el de saber que cuando ese pronto finalmente llegue vos ya estarás hablando de lobos marinos y yo habré partido hacia aquel exilio a donde siempre vuelvo en blanco y negro. Mejor no decir nada, mantener cierta compostura para que no parezca que duele, acá, ¿ves?, acá, a continuación de este te quiero que pienso tachar con violencia apenas termine de escribir esto, censurarlo por respeto a un instinto de supervivencia que nunca alcanza para no morirse.
      Vamos, no me llores, no me refriegues tus lágrimas sobre las mías, no me escribas recetas para vivir mejor porque no las hay, porque hay que asumir la derrota y morirse como corresponde, con miedo, con dolor, con la angustia y la desazón propia de la desilusión. No me vengas con ese “mejor así”. Mejor así, no; mejor así, nada. Mejor sería poder caerme de esta realidad y tomarte de la cintura o de las orejas y besarte la boca y los pechos hasta borrarte el último de los dolores que se amotinan en tu cabeza y en tu vientre cuando te toca enfrentarte con el temor a la soledad. Mejor sería poder hacer de cuenta que lo imposible no es inevitable, que querer es poder y que tal vez debería hacerle caso a esa bomba maldita que nunca duerme y que me tiene acá, de este lado de la hoja, dibujando corazoncitos de colores.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 21 de noviembre de 2014

NO VA MÁS


      Hasta que diga basta y me vaya. Me vaya lejos, abandonando todas aquellas promesas imposibles de cumplir. Me vaya y dejé tirado a ese maldito ególatra que te seguiría queriendo hasta la muerte. Porque vos sabés bien que es así, que él se quedaría a besarte hasta el silencio. Pero no está bien… No queda bien que uno ande dejando la dignidad en cualquier lado, aunque sea dentro de tu mano calentita que me agarra cuando me enojo por no poder soltarla. Soltarte, arrojar los últimos centímetros de esa mirada de ensueño que me hace dormir en los laureles de sentirme enormemente afortunado. Y no quiero sentirme afortunado, no quiero sentir la fortuna del tonto que mira pedante a la muerte sin recordar que nadie puede escaparle a la tierra que lo traga todo. No, que la fortuna se olvide de mí para siempre y me deje solo frente a la imposible tarea de olvidarte; no quiero la fortuna de caer por casualidad en tu cama, quiero resistirme hasta el final a tu olor de hembra caliente, quiero ser verde el cero, la doble tachada eternamente, el caballo que se manca apenas sale de la gatera. Solo quiero quererte y sentir que si no te quiero no me voy a morir, no me voy a lanzar por la ventana para caer en una hoja como esta llena de frases dramáticas y desesperadas como en una de esas cartas de amor penosas y cursis que, algunos que yo sé, escriben quién sabe para qué. Quiero quererte y poder tomarte de la cintura y besarte o no, desvestirte o no, hablarte o no; una especie de amor en permanente suspenso que nos mantenga de la mano caminando, y de repente separarnos en una plaza y que cada uno tome una dirección diferente y entonces las ganas nos lleven a encontrarnos en la mesa de algún bar oscuro a mirarnos desinteresadamente y bajar la mirada sobre algún libro que ya no podremos leer porque la pobre cabeza, que escucha todas las voces, fue derrocada por un corazón despótico que toma el mando empuñando las peores armas, las más miserables excusas, y busca a las apuradas algún estratagema para rozarnos la vida con la desesperación de comernos los dientes, con las ansias de volcar todo en una cama, con el alma lista para brindar por una noche que podría ser la última. No, yo no busco morirme de amor condenado a un ostracismo auto impuesto en una cueva que apesta de olor a pasado rancio para no tener que lidiar con los árboles secos en plena primavera, con los mares helados en pleno verano, con la vida suspendida en el último minuto de la conciencia antes de renunciar una vez más a olvidarte. Yo busco saltar de esta calesita y salir corriendo y encontrar alguien que me imponga límites, que me diga "hasta acá, ¿sabés?", para de esa manera no quererte como te quiero. A vos que te quiero hasta donde ya no me alcanzan ni la gramática ni los estilos ni esta puta sensación de quererte con la absurda convicción de Ulises, con la tierna locura de Don Quijote, con la absoluta carencia de una necesidad imperiosa de declararte ya mismo que te quiero. Y que, aún así, decido hacerlo.

RR


jueves, 20 de noviembre de 2014

UN NOMBRE PARA OTRO NOMBRE


     Sí, soy yo. Y este es mi nombre y estas son mis coordenadas; y estas son mis piernas y estas son mis manos y mis tripas; y esta es mi boca con el sabor amargo de unos labios que no han dejado más que dulzura en mis días.
      Sí, yo, el de la falsa alegría y las miserias verdaderas, el de las prioridades equivocadas, el de los mandamientos rotos, el que ensaya resurrecciones al alba después de morir cada noche por una causa perdida sobre una hoja plagada de ansiedades. Y más allá están las mujeres de mi vida, cada una dándole la espalda a mi futuro. Y por ahí andan también los amigos que me consolaron y que sabiamente ya se han ido.
      Soy yo, y así como me ves, mi nombre figura en las listas de los menos buscados, de los vasos medios vacíos, de las palabras borradas de los diccionarios. Mi nombre solo permanece en la memoria de esos seres adustos y grises que todos ignoran, a la sombra de los arbustos más espinosos de un desierto desconocido nacido de los delirios de un poeta desterrado. Mi nombre no figura ni en los planes ni en los recuerdos de nadie; y mis recuerdos no lograrán escribir jamás memoria alguna. Porque mi nombre ha pasado indiferente por las sábanas bordadas con las iniciales de otros. Porque mi nombre aún espera en el epitafio de otro que se niega a morir. Porque mi nombre todavía sigue esperando a que se marchite mi cobardía y arroje al fuego los restos de una flor sin pétalos.
      Pero ahí, en una calle oscura y mugrienta, escondido detrás de la vergüenza del fracaso, mi nombre sobrevive digno renegando de la posibilidad de olvidar el tuyo. Y, a pesar de todo, con esa inútil dignidad de pobre, insiste en buscarlo en esas noches en donde las estrellas se escapan aterrorizadas cuando la luna llena te convierte en una loba herida y furiosa; y no lo abandona en la retirada triste del vencido, en el dolor venenoso del traicionado, en la angustia de la risa fingida frente a un amor imposible. No, mi nombre nunca te abandonará en el pozo ciego que traga hambriento los arrepentimientos tardíos. Mi nombre aparecerá un día cualquiera en tu casa vacía, y frente a tus ojos llorosos que miran tus manos sosteniendo una carta como esta la firmará gustoso. Para nunca más abandonarte.

RR


Foto: Flor del Irupé

viernes, 14 de noviembre de 2014

LAURELES PARA UNA CAUSA PERDIDA


     A veces es necesario ir solo hacia la desesperación, enfrentarse voluntariamente a esa última mirada antes de la despedida final de aquel amor que llenó todas las horas y que ahora es un vacío que llena todos los estantes y oscurece todos los rincones y aturde todos los silencios. Entonces, todo se transforma en un adiós infinito que parece que no va a terminar jamás, un horizonte inalcanzable al que se va con los pies cansados y los ojos marchitos hasta encontrar aquello que determina que ya ha sido suficiente y que hay que pegar la vuelta hablando sobre las flores de los cardos y los dolores necesarios (como si fuera necesario el dolor, como si para vivir fuese estrictamente necesario el golpe en el corazón muerto).
      Y en esta tarde me toca volver, hacer del gris un violeta y del viento helado una brisa compañera. Y busco en la vuelta razones para olvidarla y no las encuentro, como no encuentro ningún camino delante mío que me conduzca a la salida del laberinto del olvido, al alivio de creer que podré olvidarla como he olvidado al personaje que murió en el último beso bajo el último cielo que cubrió aquel nosotros guardado para siempre en un destino que ha llegado a su ocaso. Sí, debo decirlo una y otra vez: este es el final. Y como todo final, es también un comienzo, el desalojo de los restos secos y agotados y esa sensación mágica de estar frente a una hoja en blanco, a un lienzo virgen asumiendo amargamente que ya no es pertinente contarle de mí, de los días que giran bajo este cielo apagado, de la ternura que aún lleva su nombre. Ya no hace falta escribirle cartas cargadas de atrevimiento y falsa valentía, contándole de su nombre aún grabado en las paredes de esta cueva donde me he refugiado de los vientos helados y los mares turbulentos. ¿Para qué? Es inútil seguir persiguiéndola en mi memoria tratando de desenterrar la carne podrida de lo muerto para refrescar los buenos momentos y los malos, para acomodar algunas sonrisas y regar algunas lágrimas que se han ido por los caminos que hemos dejado atrás alejándonos de aquello que alguna vez creímos ser.
      Mejor sentarse en el medio de la casa e imaginar el color de unos ojos nuevos y la tonalidad de una voz novedosa inaugurando el aire que algún día olerá a otra, a una ropa impregnada por los aromas de las calles que la conducirán hasta esta nueva esperanza, hasta este milagro de resurrección. Entonces, será cuestión de tomar la decisión más difícil: saltar del refugio seguro del pasado para caer de un golpe sobre el desierto oscuro del presente donde todo debe ser hecho de nuevo, donde las fantasías deben necesariamente ser pisoteadas por las realidades, donde hay que beberse de un trago el veneno de la derrota para preservar del olvido y la amargura los sabores próximos de la primavera. Sí, así debe ser. Debo tirar su recuerdo por la ventana junto con todos esos poemas nefastos y las cartas de amor con ese gusto agrio que en algún momento creí un recuerdo dulce. Debo ir hacia el único lugar que ella guarda para mí: el olvido. Allí donde se acomodan los fracasados como yo, los que no pudieron convencer ni a los pobres de que ser pobre no es bienaventurado, de que la justicia divina no existe y de que la vida no es una rueda donde siempre todo vuelve y, donde en cambio, a veces el crimen sí paga; de que los malos ganan casi siempre y de que madrugar no sirve para nada excepto para comprobar que los días continúan amaneciendo injustificadamente después de las muertes diarias.

     Y, hablando de pagar, creo que yo ya he pagado lo mío, que te he querido más de la cuenta y que nunca tuve más que las esperanzas vanas del derrotado que se ve a sí mismo en el cielo rodeado de unos laureles innecesarios; de quién no acepta ni la venda en los ojos ni el indulto misericordioso porque sabe que el amor es una causa perdida que tiene el precio justo de los días y las noches, de la vida y de la muerte.

RR


Foto: Hugo Grassi

jueves, 13 de noviembre de 2014

BOTAMANGA, EL JEDI DE LAS CANCHAS


     En una cancha, como en la vida, existen tonos y colores, luces y sombras, estrellas y estrellados. Pues bien, he aquí un pequeño capítulo más en la historia del gran Botamanga Varela, un sol único incapaz de ser orbitado por ningún planeta, un mago al que le era reservada la responsabilidad de sacar la galera del conejo y provocar llantos de emoción en los niños que lo observaban cada noche desplegando sobre la carpeta de un campo de juego las cartas del destino sublime de un balón que era normalmente maltratado por aquellos seres grises y bruscos que procuraban empañar los rayos deslumbrantes que se desprendían de su pie derecho.
      Varela tenía más de una virtud, tenía dos: su juego y su humildad. Déjenme contarles que he visto muchos guerreros dentro de las canchas, muchos modelos de grandes marcas, muchos casanovas que buscaban escribir sus nombres en las recámaras de las más bellas damas que rondaban los clubes, pero Botamanga nunca pretendió los flashes y las portadas del Gráfico, sólo prestó atención a lo que realmente ocupaba su mente, a lo que verdaderamente podía provocar una hecatombe de gloria que cubriera a todos y de donde él sólo obtendría un crédito mínimo, casi imperceptible, mientras los demás corsarios de la patada vil festejarían los laureles como propios. Nadie vio a Botamanga festejar una anotación nunca. Tal vez el despliegue armonioso y la cadencia de su aletargado paso por entre las piernas violentas y miserables de las defensas más aguerridas hayan provocado una especie de obnubilamiento que impidiera prestar atención a la definición poética frente al guardavallas y el consiguiente regreso cansino hacia el círculo central. Pero la realidad es que Botamanga no era feliz en ese regreso, él no buscaba la humillación y la deshonra que todos quienes compiten en este tradicional juego buscan obtener. Él respondía al llamado de las musas del fútbol, él necesitaba recorrer los laberintos tácticos a los que era sometido con gracia y alegría, aplicando sus poderes sobrenaturales sobre la maltratada esfera de cuero sintético que saltaba de un lado a otro cuando no era acariciada por la luz divina de su derecha. Botamanga era un ser único, el habitante humilde de un olimpo dorado reservado a los diferentes, Obi Wan Kenobi y la Fuerza reunidos en el talle prominente de un ser bondadoso, generoso e insaciable.
      He tenido que soportar estoicamente en reiteradas ocasiones que todas estas magnánimas características fueran sintetizadas en un perezoso epíteto del calibre de “gordo boludo”. Ay amigos… si ustedes supieran cuánto tuve que contenerme en reiteradas ocasiones para no entrar al campo de juego y ajusticiar con mis propias manos y un pedazo de caño de gas de tres cuartos a quienes propinaban tamaña ofensa a mi ídolo. Pero Botamanga se encargaba personalmente de ellos, esa era una característica común del crack: jamás respondía a los insultos y a las provocaciones, Botamanga era un hombre de paz incapaz (valga esta cacofonía y redundancia inexistente) de aplicar la violencia y el agravio en contra de un rival. Botamanga Varela era un distinto, un jugador suelto y colorido entre las varillas de un metegol oxidado que hacía de los restantes jugadores muñecos de metal guiados por la mediocridad y la falta de vuelo técnico y táctico. Botamanga Varela estaba llamado a ser el artífice de una revolución que se venía gestando entre aquellos que declaraban el derecho inclaudicable de retomar el sendero glorioso de jugadores de la talla de Corbata, Bocha Maschio, Rubén Paz y Juán Ramón Fleita de las Toscas, sólo por nombrar algunos. Su alimento era la alegría de los espectadores y su combustible los cinco choripanes que se clavaba antes de cada gesta y que ayudaban a mantener esos inolvidables muslos en condiciones de arrollar con cualquier intento de detenerlo una vez que su dribbling pesado y caótico tomaba forma.
      Existen entre los archivos que poseo de la vida de Botamanga Varela diversos testimonios que acreditan cada una de mis palabras. Sin embargo, su lectura debe ser llevada a cabo con la más absoluta objetividad y la más completa ausencia de prejuicios que permitan hacer de cada frase una excepción, aquella que confirma la regla. Porque en cada una de las reiteradas ocasiones donde se puede llegar a leer citas como “¡Qué gordo hijo de puta, cada vez que le sacaba la pelota me cagaba a patadas desde atrás”, o también, “El gordo puto ese que tiene menos cintura que un jarrón chino, si no te pasaba, te aplastaba, y si no se tiraba al piso como si le hubiesen clavado una bayoneta en Stalingrado, gordo sátrapa y teatrero”, uno debe entender que el cariño y el respeto no es algo común en las canchas de fútbol y que quienes se arriman a estos sagrados terrenos lúdicos quizás no poseen la facilidad de expresar sus verdaderos sentimientos cuando la emoción de un despliegue como el de Varela los embarga. Este tipo de sentencias, que como dije antes, se repiten constantemente a lo largo de las incontables hojas mecanografiadas en la vieja Olivetti de su hermana Mechi y que tengo la fortuna de resguardar en mi domicilio, no expresan sino la ternura y el afecto incondicional que le era profesado a nuestro héroe, no sólo dentro de las canchas sino también fuera de ellas. Así como también en las largas corridas a las que era sometido Varela en algunas ocasiones luego de amables intercambios de opinión en los vestuarios con sus compañeros de equipo que siempre lograban que Botamanga saliera apuradamente en su Dodge 1500 o, simplemente, corriendo medio desnudo por la calle mostrando su habilidad innata para esquivar botellazos.
      No quisiera hacer de este relato una expedición por los recónditos rincones donde descansa la personalidad austera del gran Botamanga, estoy seguro de que sólo lograría avergonzarlo injustificadamente puesto que él jamás habló de sí mismo, dejó que esa simple pelota escribiera, por la obra de sus caricias, su biografía sin igual que alumbrará los destinos quijotescos de todos quienes lleguen a comprender el mensaje que nos dejaba cada jueves por la noche este arcángel del balonpié, Botamanga Varela, mi ídolo.

RR


Foto: Walter Colantonio

martes, 11 de noviembre de 2014

UNA NOCHE DE OCTUBRE


     Recuerdo que se acomodó la camisa a cuadros, se puso sus anteojos oscuros y calló. Hubo un silencio tan penetrante que nada era capaz de hacer vibrar los tímpanos, nada lograba hacer de aquel murmullo otra cosa más que silencio. Todo había sido tragado por una ausencia sonora deliciosa.
     Ella había promovido aquel golpe de estado donde el silencio era el dictador más sangriento, donde no había lugar ni siquiera para la subversión de un beso. Me tomó de la mano y me confesó la dirección de su escondite, trazó con la punta de sus dedos un mapa para llegar a su guarida de animal salvaje, de mujer en celo. Ese espacio donde ella pudiera arrojar el disfraz de muchacha alegre y quedar parada y desnuda ante quien se atreviera a sostener sus dolores y sus anhelos. No voy a negarlo, al principio me sentí un poco intimidado, aturdido por tener mi mano dentro de la suya recibiendo todos esos datos en un código que sólo se revela de vez en cuando. Ahí estaba yo, sentado solo frente a ella sin poder refugiarme en su mirada que se encontraba oculta detrás de unos vidrios polarizados, absorbiendo esas ínfimas gotas de transpiración que pasaban de la palma de su mano a la mía, de sus dedos finos a mi mente revolucionada.
      Ella calló y con eso expresó todo. El mozo se paró delante nuestro y dijo algo que no llegué a comprender, podía ver sus labios moviéndose pero sin escuchar una sola palabra. Asentí con la cabeza sin saber qué era lo que me estaba preguntando. Habíamos caído en un tiempo y en un espacio fuera del alcance de la realidad que nos rodeaba. Aproveché la cerveza fría que apareció al rato en la mesa y tomé un trago buscando relajarme. El camino quizás sería largo y necesitaba un poco de coraje extra. La miré. Miré sus hombros que sostenían unos brazos delgados. Uno era una extensión hacia mi mano y el otro había quedado guardado entre sus piernas. Sus pezones se marcaban debajo de la camisa y fueron ellos los que me abrieron la puerta para irme de aquel lugar, dejar esa mesa y seguir sus señales y sus trazos que dibujaban mariposas en el aire espeso de la noche. Miré su boca y por primera vez sentí que estaba en el camino correcto, que probablemente ese sería mi día de suerte. Ella hizo un movimiento con la lengua que era claramente una señal de aproximación. Tomé un poco más de cerveza pero ya sin necesidad de alimentar mi valentía, ya no la necesitaba, había logrado atravesar el umbral de la cobardía miserable y me movía con confianza observando el paisaje alrededor, aquella vista privilegiada desde arriba de su cuello que me permitía contar uno a uno los latidos que movían sus pechos y escuchar por primera vez el sonido de su respiración medio agitada que decoraba el silencio mutuo. Pude ver a través de los cristales oscuros sus párpados abiertos y expectantes. Su mano se había afirmado sobre la mía mientras aquel brazo guardado entre sus piernas permanecía tibio allí, como apuntalando su vientre. Las narices se hallaron primero, apenas se rozaron, como buscando adivinar la inclinación ideal. Una vez que la encontraron, funcionaron de guías deslizándose una contra la otra, llevando los labios a chocarse, a saludarse tímidamente y contarse entre breves mordiscos y delicados abrazos las diferentes versiones imaginadas de aquel encuentro. Finalmente, su brazo salió de entre sus piernas y buscó mi cuello trabando con una llave mi brazo alrededor del suyo. Entre medio había ojos y miradas y bocas y suspiros y palabras y rezos y demonios. Había una falsa sensación de verdad develada y una verdadera fantasía de adolescentes histéricos. Hubo quejas y lamentos que se lanzaron al precipicio infinito del olvido y hubo un aterrizaje forzoso sobre los dolores más íntimos, y aquellas ganas primitivas de los amantes de desvestir las ansiedades y dejar en ridículo a los censores del deseo.
  
     Y hoy ya no sé que habrá sido de ella ni de aquel que fui, de aquellos dos que nacieron y murieron por una noche y creyeron que habían encontrado una escalera milagrosa para salvarse de la inundación. Me gusta creer que aunque sea engañamos a todos por un rato, que aunque sea sólo por un rato rompimos los códigos de buenos vecinos y nos golpeamos las puertas a mitad de la noche y nos hablamos boca a boca mascullando sonrisas y bromas por los pasillos de la vida, entre la gente que miraba televisión y comía una pizza espantosa sin darse cuenta del atentado a la soledad que se estaba llevando a cabo ahí nomás, a la par de las voces silenciadas, de los dolores apaciguados, de estas locas esperanzas de sobrevivir al desengaño aunque sea por una noche.

RR


Foto: Guillermina Raggio

jueves, 6 de noviembre de 2014

CENTAUROS Y ESCORPIONES


      Y esto que queda a esta hora es una mierda, una reverenda mierda. Es este olor nauseabundo de las esperanzas rotas, de la fe imposible hasta para la fe. Lo que queda es ir a un bar mugriento y pedir un vaso del peor vino y brindar solo frente al espejo que solo puede reflejar soledad y asqueo y cansancio y unas ganas tremendas de volver corriendo y decirle te quiero, no me importa si es de noche y es tarde, si tengo olor a vino berreta y me olvidé de agarrar el vuelto de arriba de la barra de ese bar de donde me echaron a patadas.
      Pero, volver... ¿para qué?¿Para que me diga que lo nuestro es demasiado poco o demasiado mucho? ¿Para que me pucheree en la cara y suelte esas lágrimas malditas que no me dejan ir de una vez por todas al infierno? ¿Para qué? No debo... No puedo... No quiero...
      Pero la quiero, con la sangre hirviéndome en todos los rincones de este espacio oscuro donde tengo que aguantar esta locura de quererla. La quiero denodadamente y sin apoyo de nadie, sin necesidad siquiera de presentar comprobantes o declaraciones juradas que certifiquen que la quiero. Y es esta mierda de sentirme así lo que me refriega en la cara que, aunque proclame mi independencia a los gritos en la calle o desde la mesa del fondo, estoy atado a su existencia como el árbol a sus raíces. Y por eso la busco y la dejo, le escribo y tiro la hoja al fuego y me quemo los dedos tratando de rescatarla de las llamas para pedirle perdón y abrazarla como sea, en donde sea. Recurro a cualquier artificio para llamar su atención, planeo encuentros premeditadamente casuales para rozar su ropa y volver a casa a contagiarme de su aroma antes de que desaparezca, antes de que se pierda con el aire del mar que sala la herida de quererla de lejos, a quién sabe cuantos pasos del borde de su cama. Y no es que no lo sepa, no es que nunca los haya contado. Sé perfectamente que para llegar hasta su lado debo recorrer la distancia infinita de lo inalcanzable, del horizonte, del amor sin recompensas ni reclamos. Es que desde este bar a su puerta hay solo unos metros y de su puerta a su boca hay un universo, vacío como las botellas abandonadas que me rodean en la penumbra; un universo vacío que nunca sabría cómo llenar, una constelación dibujada en ese espacio de dientes que abre su sonrisa cuando recibe otra de mis cartas anónimas perfectamente calcadas de este amor que me inventé para sobrevivir a la realidad de ese espejo que no para de mirarme fijamente cada noche mientras le escribo y me provoca para que olvide de una vez por todas su calle y su número.
      Ya debe estar dormida, seguro ya la habrán soltado los brazos de esta noche para quedar a solas con el arrullo lejano de las primeras palabras que saltan a la hoja para arroparla, para cobijarla del frío de la despedida apresurada de alguien sin nombre que abandonó su lado antes de la madrugada, de la mañana solitaria que desayuna cada día junto a ella a las ocho en punto. A la misma hora en que yo cierro los ojos cansado, imaginando el sobre en sus manos que abre sus solapas un poco chamuscadas y le suelta historias de encuentros anhelados y amores que sobrevuelan misteriosos los sueños de los alquimistas fracasados de la poesía. Y cuando finalmente me doy por vencido, aparece su sonrisa dibujando centauros y escorpiones.

RR


Foto: Andrea Alegre

miércoles, 5 de noviembre de 2014

EL MÁS IMPORTANTE DE LOS MUNDOS


a Pablo

      No, no creas que estoy huyendo de vos: ni de vos ni de nadie. No es menester vivir huyendo sino buscando (o quizás solo sea menester vivir). Me voy, así nomás, con lo puesto, como se fue aquel verano hacia el otoño. Me voy a vivir al más importante de los mundos, al de las palabras que subyacen, al de los ríos que forman los cauces sin importarles las intenciones o los planes, el pasado o el futuro. Me voy hacia la orilla de ese río a zambullirme desnudo y sin temores y empaparme de aquellos amores que me desesperaron, de aquellas muertes que llenaron los cajones de fotos viejas con sonrisas y muecas de un tiempo ido. No creas que estoy tratando de alejarme de vos, eso ya no es posible. Te cuento: una noche, sin que vos lo supieras, me acerqué al borde de tu cama y besé tu boca dormida para llevar tus sueños conmigo adonde sea que vaya, hasta donde mi cuerpo abandonara finalmente la vida. 

     Me voy dejando las ventanas abiertas de par en par, dejando esos versos que te escribí durante años sobre la mesa del patio para que el viento se los apropie, para que los lleve y los reparta sabiamente. Quién sabe, tal vez uno de esos días inesperados una brisa te sorprenda arrimándote un papel amarillento a los pies y reconozcas la letra, y la memoria le gane al olvido y recuerdes el remitente; y encuentres entre las palabras desteñidas los reflejos de un amor que creíste muerto pero que, sin embargo, nunca murió, solo se subió a esa hoja y voló por otras noches y otras bocas, y acarició otros ojos y se nutrió de otros sexos. Nunca me iría para olvidarte, nunca trataría de hundir ese barco con tu nombre al que tuve que soltarle las amarras y dejarlo ir con mi corazón clavado con un cuchillo en la proa. Y mientras busco otro barco al que montarme, tendré que madurar en la tierra seca del abandono otro corazón para no morirme, para poder responder a las propuestas de otras miradas y otras piernas, para saludar con una sonrisa los llamados que provienen de los mares misteriosos de la esperanza.
      No, no estoy huyendo. No estoy tratado de borrar ni una sola de las cicatrices cerradas con la dolorosa costura de tu recuerdo, ni de renegar de ninguna de las palabras que en tu nombre arrojé sobre el cuerpo frío de tu ausencia, ni de regalar ni uno de los trazos del lápiz que dibujó tus ojos cada noche en una servilleta de algún bar perdido en los arrabales del destino donde me senté a preguntarle a Dios lo que no tiene respuesta. No, amor mío, no es posible irse de lo que uno ama, no es posible cortarse el alma y abandonarla o cambiarla por otra, vacía de las desesperanzas que la alimentan, de los aromas de las sábanas bien usadas, del alcohol que la emborrachó para liberarla de ese terror de salir herida de una batalla casi siempre perdida de antemano, pero a la que no queda otra que lanzarse si uno quiere declarar que ha vivido. ¿De qué me serviría huir de vos si seguramente volverás a mí en cada carta para la mujer de mi vida, en cada estación donde me toque despedirme descorazonado y en silencio, en cada dibujo que arroje atormentado a la basura?
      Me voy hacia ese mundo, imprescindible, mágico como la nota justa con los ojos cerrados; el mundo de las manos que transpiran al rozar tu pechos imaginados en la intimidad. Me voy hacia esa vida que transcurre entre pormenores y miserias, que se esconde en los sótanos oscuros donde todo se encuentra a disposición del cliente y no hay precios ni libros de quejas, donde uno debe servirse de lo que gusta, donde siempre hay que dejar un poco de uno para obtener un poco del otro y de donde muchas veces solo queda marcharse con las manos vacías.

RR


Foto: Pablo Silicz

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...