Recuerdo que se acomodó la camisa a
cuadros, se puso sus anteojos oscuros y calló. Hubo un silencio tan
penetrante que nada era capaz de hacer vibrar los tímpanos, nada lograba hacer de aquel murmullo otra cosa más que silencio. Todo había sido tragado por una ausencia sonora deliciosa.
Ella había promovido aquel golpe de estado donde el
silencio era el dictador más sangriento, donde no había lugar ni siquiera para la subversión de un beso. Me tomó de la mano y me confesó la
dirección de su escondite, trazó con la punta de sus dedos un mapa para
llegar a su guarida de animal salvaje, de mujer en celo. Ese espacio
donde ella pudiera arrojar el disfraz de muchacha alegre y quedar parada y desnuda ante quien se atreviera a sostener sus dolores y sus anhelos. No
voy a negarlo, al principio me sentí un poco intimidado, aturdido por
tener mi mano dentro de la suya recibiendo todos esos datos en un código
que sólo se revela de vez en cuando. Ahí estaba yo, sentado solo frente a ella sin
poder refugiarme en su mirada que se encontraba oculta detrás de unos
vidrios polarizados, absorbiendo esas ínfimas gotas de transpiración que
pasaban de la palma de su mano a la mía, de sus dedos finos a mi mente
revolucionada.
Ella calló y con eso expresó todo. El mozo se paró delante nuestro y dijo algo que no llegué a comprender, podía ver sus labios moviéndose pero sin escuchar una sola palabra. Asentí con la cabeza sin saber qué era lo que me estaba preguntando. Habíamos caído en un tiempo y en un espacio fuera del alcance de la realidad que nos rodeaba. Aproveché la cerveza fría que apareció al rato en la mesa y tomé un trago buscando relajarme. El camino quizás sería largo y necesitaba un poco de coraje extra. La miré. Miré sus hombros que sostenían unos brazos delgados. Uno era una extensión hacia mi mano y el otro había quedado guardado entre sus piernas. Sus pezones se marcaban debajo de la camisa y fueron ellos los que me abrieron la puerta para irme de aquel lugar, dejar esa mesa y seguir sus señales y sus trazos que dibujaban mariposas en el aire espeso de la noche. Miré su boca y por primera vez sentí que estaba en el camino correcto, que probablemente ese sería mi día de suerte. Ella hizo un movimiento con la lengua que era claramente una señal de aproximación. Tomé un poco más de cerveza pero ya sin necesidad de alimentar mi valentía, ya no la necesitaba, había logrado atravesar el umbral de la cobardía miserable y me movía con confianza observando el paisaje alrededor, aquella vista privilegiada desde arriba de su cuello que me permitía contar uno a uno los latidos que movían sus pechos y escuchar por primera vez el sonido de su respiración medio agitada que decoraba el silencio mutuo. Pude ver a través de los cristales oscuros sus párpados abiertos y expectantes. Su mano se había afirmado sobre la mía mientras aquel brazo guardado entre sus piernas permanecía tibio allí, como apuntalando su vientre. Las narices se hallaron primero, apenas se rozaron, como buscando adivinar la inclinación ideal. Una vez que la encontraron, funcionaron de guías deslizándose una contra la otra, llevando los labios a chocarse, a saludarse tímidamente y contarse entre breves mordiscos y delicados abrazos las diferentes versiones imaginadas de aquel encuentro. Finalmente, su brazo salió de entre sus piernas y buscó mi cuello trabando con una llave mi brazo alrededor del suyo. Entre medio había ojos y miradas y bocas y suspiros y palabras y rezos y demonios. Había una falsa sensación de verdad develada y una verdadera fantasía de adolescentes histéricos. Hubo quejas y lamentos que se lanzaron al precipicio infinito del olvido y hubo un aterrizaje forzoso sobre los dolores más íntimos, y aquellas ganas primitivas de los amantes de desvestir las ansiedades y dejar en ridículo a los censores del deseo.
Y hoy ya no sé que habrá sido de ella ni de aquel que fui, de aquellos dos que nacieron y murieron por una noche y creyeron que habían encontrado una escalera milagrosa para salvarse de la inundación. Me gusta creer que aunque sea engañamos a todos por un rato, que aunque sea sólo por un rato rompimos los códigos de buenos vecinos y nos golpeamos las puertas a mitad de la noche y nos hablamos boca a boca mascullando sonrisas y bromas por los pasillos de la vida, entre la gente que miraba televisión y comía una pizza espantosa sin darse cuenta del atentado a la soledad que se estaba llevando a cabo ahí nomás, a la par de las voces silenciadas, de los dolores apaciguados, de estas locas esperanzas de sobrevivir al desengaño aunque sea por una noche.
Ella calló y con eso expresó todo. El mozo se paró delante nuestro y dijo algo que no llegué a comprender, podía ver sus labios moviéndose pero sin escuchar una sola palabra. Asentí con la cabeza sin saber qué era lo que me estaba preguntando. Habíamos caído en un tiempo y en un espacio fuera del alcance de la realidad que nos rodeaba. Aproveché la cerveza fría que apareció al rato en la mesa y tomé un trago buscando relajarme. El camino quizás sería largo y necesitaba un poco de coraje extra. La miré. Miré sus hombros que sostenían unos brazos delgados. Uno era una extensión hacia mi mano y el otro había quedado guardado entre sus piernas. Sus pezones se marcaban debajo de la camisa y fueron ellos los que me abrieron la puerta para irme de aquel lugar, dejar esa mesa y seguir sus señales y sus trazos que dibujaban mariposas en el aire espeso de la noche. Miré su boca y por primera vez sentí que estaba en el camino correcto, que probablemente ese sería mi día de suerte. Ella hizo un movimiento con la lengua que era claramente una señal de aproximación. Tomé un poco más de cerveza pero ya sin necesidad de alimentar mi valentía, ya no la necesitaba, había logrado atravesar el umbral de la cobardía miserable y me movía con confianza observando el paisaje alrededor, aquella vista privilegiada desde arriba de su cuello que me permitía contar uno a uno los latidos que movían sus pechos y escuchar por primera vez el sonido de su respiración medio agitada que decoraba el silencio mutuo. Pude ver a través de los cristales oscuros sus párpados abiertos y expectantes. Su mano se había afirmado sobre la mía mientras aquel brazo guardado entre sus piernas permanecía tibio allí, como apuntalando su vientre. Las narices se hallaron primero, apenas se rozaron, como buscando adivinar la inclinación ideal. Una vez que la encontraron, funcionaron de guías deslizándose una contra la otra, llevando los labios a chocarse, a saludarse tímidamente y contarse entre breves mordiscos y delicados abrazos las diferentes versiones imaginadas de aquel encuentro. Finalmente, su brazo salió de entre sus piernas y buscó mi cuello trabando con una llave mi brazo alrededor del suyo. Entre medio había ojos y miradas y bocas y suspiros y palabras y rezos y demonios. Había una falsa sensación de verdad develada y una verdadera fantasía de adolescentes histéricos. Hubo quejas y lamentos que se lanzaron al precipicio infinito del olvido y hubo un aterrizaje forzoso sobre los dolores más íntimos, y aquellas ganas primitivas de los amantes de desvestir las ansiedades y dejar en ridículo a los censores del deseo.
Y hoy ya no sé que habrá sido de ella ni de aquel que fui, de aquellos dos que nacieron y murieron por una noche y creyeron que habían encontrado una escalera milagrosa para salvarse de la inundación. Me gusta creer que aunque sea engañamos a todos por un rato, que aunque sea sólo por un rato rompimos los códigos de buenos vecinos y nos golpeamos las puertas a mitad de la noche y nos hablamos boca a boca mascullando sonrisas y bromas por los pasillos de la vida, entre la gente que miraba televisión y comía una pizza espantosa sin darse cuenta del atentado a la soledad que se estaba llevando a cabo ahí nomás, a la par de las voces silenciadas, de los dolores apaciguados, de estas locas esperanzas de sobrevivir al desengaño aunque sea por una noche.
RR
Foto: Guillermina Raggio
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