En una cancha, como en la
vida, existen tonos y colores, luces y sombras, estrellas y estrellados.
Pues bien, he aquí un pequeño capítulo más en la historia del gran
Botamanga Varela, un sol único incapaz de ser orbitado por ningún
planeta, un mago al que le era reservada la responsabilidad de sacar la
galera del conejo y provocar llantos de emoción en los niños que lo
observaban cada noche desplegando sobre la carpeta de un campo de juego
las cartas del destino sublime de un balón que era normalmente
maltratado por aquellos seres grises y bruscos que procuraban empañar
los rayos deslumbrantes que se desprendían de su pie derecho.
Varela
tenía más de una virtud, tenía dos: su juego y su humildad. Déjenme
contarles que he visto muchos guerreros dentro de las canchas, muchos
modelos de grandes marcas, muchos casanovas que buscaban escribir sus
nombres en las recámaras de las más bellas damas que rondaban los
clubes, pero Botamanga nunca pretendió los flashes y las portadas del
Gráfico, sólo prestó atención a lo que realmente ocupaba su mente, a lo
que verdaderamente podía provocar una hecatombe de gloria que cubriera a
todos y de donde él sólo obtendría un crédito mínimo, casi
imperceptible, mientras los demás corsarios de la patada vil festejarían
los laureles como propios. Nadie vio a Botamanga festejar una anotación
nunca. Tal vez el despliegue armonioso y la cadencia de su aletargado
paso por entre las piernas violentas y miserables de las defensas más
aguerridas hayan provocado una especie de obnubilamiento que impidiera
prestar atención a la definición poética frente al guardavallas y el
consiguiente regreso cansino hacia el círculo central. Pero la realidad
es que Botamanga no era feliz en ese regreso, él no buscaba la
humillación y la deshonra que todos quienes compiten en este tradicional
juego buscan obtener. Él respondía al llamado de las musas del fútbol,
él necesitaba recorrer los laberintos tácticos a los que era sometido
con gracia y alegría, aplicando sus poderes sobrenaturales sobre la
maltratada esfera de cuero sintético que saltaba de un lado a otro
cuando no era acariciada por la luz divina de su derecha. Botamanga era
un ser único, el habitante humilde de un olimpo dorado reservado a los
diferentes, Obi Wan Kenobi y la Fuerza reunidos en el talle prominente
de un ser bondadoso, generoso e insaciable.
He tenido que soportar
estoicamente en reiteradas ocasiones que todas estas magnánimas
características fueran sintetizadas en un perezoso epíteto del calibre
de “gordo boludo”. Ay amigos… si ustedes supieran cuánto tuve que
contenerme en reiteradas ocasiones para no entrar al campo de juego y
ajusticiar con mis propias manos y un pedazo de caño de gas de tres
cuartos a quienes propinaban tamaña ofensa a mi ídolo. Pero Botamanga se
encargaba personalmente de ellos, esa era una característica común del
crack: jamás respondía a los insultos y a las provocaciones, Botamanga
era un hombre de paz incapaz (valga esta cacofonía y redundancia
inexistente) de aplicar la violencia y el agravio en contra de un rival.
Botamanga Varela era un distinto, un jugador suelto y colorido entre
las varillas de un metegol oxidado que hacía de los restantes jugadores
muñecos de metal guiados por la mediocridad y la falta de vuelo técnico y
táctico. Botamanga Varela estaba llamado a ser el artífice de una revolución que
se venía gestando entre aquellos que declaraban el derecho inclaudicable
de retomar el sendero glorioso de jugadores de la talla de Corbata,
Bocha Maschio, Rubén Paz y Juán Ramón Fleita de las Toscas, sólo por
nombrar algunos. Su alimento era la alegría de los espectadores y su
combustible los cinco choripanes que se clavaba antes de cada gesta y
que ayudaban a mantener esos inolvidables muslos en condiciones de
arrollar con cualquier intento de detenerlo una vez que su dribbling
pesado y caótico tomaba forma.
Existen entre los archivos que poseo
de la vida de Botamanga Varela diversos testimonios que acreditan cada
una de mis palabras. Sin embargo, su lectura debe ser llevada a cabo con
la más absoluta objetividad y la más completa ausencia de prejuicios
que permitan hacer de cada frase una excepción, aquella que confirma la
regla. Porque en cada una de las reiteradas ocasiones donde se puede
llegar a leer citas como “¡Qué gordo hijo de puta, cada vez que le
sacaba la pelota me cagaba a patadas desde atrás”, o también, “El gordo
puto ese que tiene menos cintura que un jarrón chino, si no te pasaba,
te aplastaba, y si no se tiraba al piso como si le hubiesen clavado una
bayoneta en Stalingrado, gordo sátrapa y teatrero”, uno debe entender
que el cariño y el respeto no es algo común en las canchas de fútbol y
que quienes se arriman a estos sagrados terrenos lúdicos quizás no
poseen la facilidad de expresar sus verdaderos sentimientos cuando la
emoción de un despliegue como el de Varela los embarga. Este tipo de
sentencias, que como dije antes, se repiten constantemente a lo largo de
las incontables hojas mecanografiadas en la vieja Olivetti de su
hermana Mechi y que tengo la fortuna de resguardar en mi domicilio, no
expresan sino la ternura y el afecto incondicional que le era profesado a
nuestro héroe, no sólo dentro de las canchas sino también fuera de
ellas. Así como también en las largas corridas a las que era sometido
Varela en algunas ocasiones luego de amables intercambios de opinión en
los vestuarios con sus compañeros de equipo que siempre lograban que
Botamanga saliera apuradamente en su Dodge 1500 o, simplemente,
corriendo medio desnudo por la calle mostrando su habilidad innata para
esquivar botellazos.
No quisiera hacer de este relato una expedición
por los recónditos rincones donde descansa la personalidad austera del
gran Botamanga, estoy seguro de que sólo lograría avergonzarlo
injustificadamente puesto que él jamás habló de sí mismo, dejó que esa
simple pelota escribiera, por la obra de sus caricias, su biografía sin
igual que alumbrará los destinos quijotescos de todos quienes lleguen a
comprender el mensaje que nos dejaba cada jueves por la noche este
arcángel del balonpié, Botamanga Varela, mi ídolo.
RR
Foto: Walter Colantonio
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