jueves, 13 de noviembre de 2014

BOTAMANGA, EL JEDI DE LAS CANCHAS


     En una cancha, como en la vida, existen tonos y colores, luces y sombras, estrellas y estrellados. Pues bien, he aquí un pequeño capítulo más en la historia del gran Botamanga Varela, un sol único incapaz de ser orbitado por ningún planeta, un mago al que le era reservada la responsabilidad de sacar la galera del conejo y provocar llantos de emoción en los niños que lo observaban cada noche desplegando sobre la carpeta de un campo de juego las cartas del destino sublime de un balón que era normalmente maltratado por aquellos seres grises y bruscos que procuraban empañar los rayos deslumbrantes que se desprendían de su pie derecho.
      Varela tenía más de una virtud, tenía dos: su juego y su humildad. Déjenme contarles que he visto muchos guerreros dentro de las canchas, muchos modelos de grandes marcas, muchos casanovas que buscaban escribir sus nombres en las recámaras de las más bellas damas que rondaban los clubes, pero Botamanga nunca pretendió los flashes y las portadas del Gráfico, sólo prestó atención a lo que realmente ocupaba su mente, a lo que verdaderamente podía provocar una hecatombe de gloria que cubriera a todos y de donde él sólo obtendría un crédito mínimo, casi imperceptible, mientras los demás corsarios de la patada vil festejarían los laureles como propios. Nadie vio a Botamanga festejar una anotación nunca. Tal vez el despliegue armonioso y la cadencia de su aletargado paso por entre las piernas violentas y miserables de las defensas más aguerridas hayan provocado una especie de obnubilamiento que impidiera prestar atención a la definición poética frente al guardavallas y el consiguiente regreso cansino hacia el círculo central. Pero la realidad es que Botamanga no era feliz en ese regreso, él no buscaba la humillación y la deshonra que todos quienes compiten en este tradicional juego buscan obtener. Él respondía al llamado de las musas del fútbol, él necesitaba recorrer los laberintos tácticos a los que era sometido con gracia y alegría, aplicando sus poderes sobrenaturales sobre la maltratada esfera de cuero sintético que saltaba de un lado a otro cuando no era acariciada por la luz divina de su derecha. Botamanga era un ser único, el habitante humilde de un olimpo dorado reservado a los diferentes, Obi Wan Kenobi y la Fuerza reunidos en el talle prominente de un ser bondadoso, generoso e insaciable.
      He tenido que soportar estoicamente en reiteradas ocasiones que todas estas magnánimas características fueran sintetizadas en un perezoso epíteto del calibre de “gordo boludo”. Ay amigos… si ustedes supieran cuánto tuve que contenerme en reiteradas ocasiones para no entrar al campo de juego y ajusticiar con mis propias manos y un pedazo de caño de gas de tres cuartos a quienes propinaban tamaña ofensa a mi ídolo. Pero Botamanga se encargaba personalmente de ellos, esa era una característica común del crack: jamás respondía a los insultos y a las provocaciones, Botamanga era un hombre de paz incapaz (valga esta cacofonía y redundancia inexistente) de aplicar la violencia y el agravio en contra de un rival. Botamanga Varela era un distinto, un jugador suelto y colorido entre las varillas de un metegol oxidado que hacía de los restantes jugadores muñecos de metal guiados por la mediocridad y la falta de vuelo técnico y táctico. Botamanga Varela estaba llamado a ser el artífice de una revolución que se venía gestando entre aquellos que declaraban el derecho inclaudicable de retomar el sendero glorioso de jugadores de la talla de Corbata, Bocha Maschio, Rubén Paz y Juán Ramón Fleita de las Toscas, sólo por nombrar algunos. Su alimento era la alegría de los espectadores y su combustible los cinco choripanes que se clavaba antes de cada gesta y que ayudaban a mantener esos inolvidables muslos en condiciones de arrollar con cualquier intento de detenerlo una vez que su dribbling pesado y caótico tomaba forma.
      Existen entre los archivos que poseo de la vida de Botamanga Varela diversos testimonios que acreditan cada una de mis palabras. Sin embargo, su lectura debe ser llevada a cabo con la más absoluta objetividad y la más completa ausencia de prejuicios que permitan hacer de cada frase una excepción, aquella que confirma la regla. Porque en cada una de las reiteradas ocasiones donde se puede llegar a leer citas como “¡Qué gordo hijo de puta, cada vez que le sacaba la pelota me cagaba a patadas desde atrás”, o también, “El gordo puto ese que tiene menos cintura que un jarrón chino, si no te pasaba, te aplastaba, y si no se tiraba al piso como si le hubiesen clavado una bayoneta en Stalingrado, gordo sátrapa y teatrero”, uno debe entender que el cariño y el respeto no es algo común en las canchas de fútbol y que quienes se arriman a estos sagrados terrenos lúdicos quizás no poseen la facilidad de expresar sus verdaderos sentimientos cuando la emoción de un despliegue como el de Varela los embarga. Este tipo de sentencias, que como dije antes, se repiten constantemente a lo largo de las incontables hojas mecanografiadas en la vieja Olivetti de su hermana Mechi y que tengo la fortuna de resguardar en mi domicilio, no expresan sino la ternura y el afecto incondicional que le era profesado a nuestro héroe, no sólo dentro de las canchas sino también fuera de ellas. Así como también en las largas corridas a las que era sometido Varela en algunas ocasiones luego de amables intercambios de opinión en los vestuarios con sus compañeros de equipo que siempre lograban que Botamanga saliera apuradamente en su Dodge 1500 o, simplemente, corriendo medio desnudo por la calle mostrando su habilidad innata para esquivar botellazos.
      No quisiera hacer de este relato una expedición por los recónditos rincones donde descansa la personalidad austera del gran Botamanga, estoy seguro de que sólo lograría avergonzarlo injustificadamente puesto que él jamás habló de sí mismo, dejó que esa simple pelota escribiera, por la obra de sus caricias, su biografía sin igual que alumbrará los destinos quijotescos de todos quienes lleguen a comprender el mensaje que nos dejaba cada jueves por la noche este arcángel del balonpié, Botamanga Varela, mi ídolo.

RR


Foto: Walter Colantonio

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