viernes, 14 de noviembre de 2014

LAURELES PARA UNA CAUSA PERDIDA


     A veces es necesario ir solo hacia la desesperación, enfrentarse voluntariamente a esa última mirada antes de la despedida final de aquel amor que llenó todas las horas y que ahora es un vacío que llena todos los estantes y oscurece todos los rincones y aturde todos los silencios. Entonces, todo se transforma en un adiós infinito que parece que no va a terminar jamás, un horizonte inalcanzable al que se va con los pies cansados y los ojos marchitos hasta encontrar aquello que determina que ya ha sido suficiente y que hay que pegar la vuelta hablando sobre las flores de los cardos y los dolores necesarios (como si fuera necesario el dolor, como si para vivir fuese estrictamente necesario el golpe en el corazón muerto).
      Y en esta tarde me toca volver, hacer del gris un violeta y del viento helado una brisa compañera. Y busco en la vuelta razones para olvidarla y no las encuentro, como no encuentro ningún camino delante mío que me conduzca a la salida del laberinto del olvido, al alivio de creer que podré olvidarla como he olvidado al personaje que murió en el último beso bajo el último cielo que cubrió aquel nosotros guardado para siempre en un destino que ha llegado a su ocaso. Sí, debo decirlo una y otra vez: este es el final. Y como todo final, es también un comienzo, el desalojo de los restos secos y agotados y esa sensación mágica de estar frente a una hoja en blanco, a un lienzo virgen asumiendo amargamente que ya no es pertinente contarle de mí, de los días que giran bajo este cielo apagado, de la ternura que aún lleva su nombre. Ya no hace falta escribirle cartas cargadas de atrevimiento y falsa valentía, contándole de su nombre aún grabado en las paredes de esta cueva donde me he refugiado de los vientos helados y los mares turbulentos. ¿Para qué? Es inútil seguir persiguiéndola en mi memoria tratando de desenterrar la carne podrida de lo muerto para refrescar los buenos momentos y los malos, para acomodar algunas sonrisas y regar algunas lágrimas que se han ido por los caminos que hemos dejado atrás alejándonos de aquello que alguna vez creímos ser.
      Mejor sentarse en el medio de la casa e imaginar el color de unos ojos nuevos y la tonalidad de una voz novedosa inaugurando el aire que algún día olerá a otra, a una ropa impregnada por los aromas de las calles que la conducirán hasta esta nueva esperanza, hasta este milagro de resurrección. Entonces, será cuestión de tomar la decisión más difícil: saltar del refugio seguro del pasado para caer de un golpe sobre el desierto oscuro del presente donde todo debe ser hecho de nuevo, donde las fantasías deben necesariamente ser pisoteadas por las realidades, donde hay que beberse de un trago el veneno de la derrota para preservar del olvido y la amargura los sabores próximos de la primavera. Sí, así debe ser. Debo tirar su recuerdo por la ventana junto con todos esos poemas nefastos y las cartas de amor con ese gusto agrio que en algún momento creí un recuerdo dulce. Debo ir hacia el único lugar que ella guarda para mí: el olvido. Allí donde se acomodan los fracasados como yo, los que no pudieron convencer ni a los pobres de que ser pobre no es bienaventurado, de que la justicia divina no existe y de que la vida no es una rueda donde siempre todo vuelve y, donde en cambio, a veces el crimen sí paga; de que los malos ganan casi siempre y de que madrugar no sirve para nada excepto para comprobar que los días continúan amaneciendo injustificadamente después de las muertes diarias.

     Y, hablando de pagar, creo que yo ya he pagado lo mío, que te he querido más de la cuenta y que nunca tuve más que las esperanzas vanas del derrotado que se ve a sí mismo en el cielo rodeado de unos laureles innecesarios; de quién no acepta ni la venda en los ojos ni el indulto misericordioso porque sabe que el amor es una causa perdida que tiene el precio justo de los días y las noches, de la vida y de la muerte.

RR


Foto: Hugo Grassi

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