A veces es necesario ir solo
hacia la desesperación, enfrentarse voluntariamente a esa última mirada
antes de la despedida final de aquel amor que llenó todas las horas y
que ahora es un vacío que llena todos los estantes y oscurece todos los
rincones y aturde todos los silencios. Entonces, todo se transforma en
un adiós infinito que parece que no va a terminar jamás, un horizonte
inalcanzable al que se va con los pies cansados y los ojos marchitos
hasta encontrar aquello que determina que ya ha sido suficiente y que
hay que pegar la vuelta hablando sobre las flores de los cardos y los
dolores necesarios (como si fuera necesario el dolor, como si para vivir
fuese estrictamente necesario el golpe en el corazón muerto).
Y en
esta tarde me toca volver, hacer del gris un violeta y del viento helado
una brisa compañera. Y busco en la vuelta razones para olvidarla y no
las encuentro, como no encuentro ningún camino delante mío que me
conduzca a la salida del laberinto del olvido, al alivio de creer que
podré olvidarla como he olvidado al personaje que murió en el último
beso bajo el último cielo que cubrió aquel nosotros guardado para
siempre en un destino que ha llegado a su ocaso. Sí, debo decirlo una y
otra vez: este es el final. Y como todo final, es también un comienzo,
el desalojo de los restos secos y agotados y esa sensación mágica de
estar frente a una hoja en blanco, a un lienzo virgen asumiendo
amargamente que ya no es pertinente contarle de mí, de los días que
giran bajo este cielo apagado, de la ternura que aún lleva su nombre. Ya
no hace falta escribirle cartas cargadas de atrevimiento y falsa
valentía, contándole de su nombre aún grabado en las paredes de esta
cueva donde me he refugiado de los vientos helados y los mares
turbulentos. ¿Para qué? Es inútil seguir persiguiéndola en mi memoria
tratando de desenterrar la carne podrida de lo muerto para refrescar los
buenos momentos y los malos, para acomodar algunas sonrisas y regar
algunas lágrimas que se han ido por los caminos que hemos dejado atrás
alejándonos de aquello que alguna vez creímos ser.
Mejor sentarse en el medio de la casa e imaginar el color de unos ojos nuevos y la tonalidad de una voz novedosa inaugurando el aire que algún día olerá a otra, a una ropa impregnada por los aromas de las calles que la conducirán hasta esta nueva esperanza, hasta este milagro de resurrección. Entonces, será cuestión de tomar la decisión más difícil: saltar del refugio seguro del pasado para caer de un golpe sobre el desierto oscuro del presente donde todo debe ser hecho de nuevo, donde las fantasías deben necesariamente ser pisoteadas por las realidades, donde hay que beberse de un trago el veneno de la derrota para preservar del olvido y la amargura los sabores próximos de la primavera. Sí, así debe ser. Debo tirar su recuerdo por la ventana junto con todos esos poemas nefastos y las cartas de amor con ese gusto agrio que en algún momento creí un recuerdo dulce. Debo ir hacia el único lugar que ella guarda para mí: el olvido. Allí donde se acomodan los fracasados como yo, los que no pudieron convencer ni a los pobres de que ser pobre no es bienaventurado, de que la justicia divina no existe y de que la vida no es una rueda donde siempre todo vuelve y, donde en cambio, a veces el crimen sí paga; de que los malos ganan casi siempre y de que madrugar no sirve para nada excepto para comprobar que los días continúan amaneciendo injustificadamente después de las muertes diarias.
Mejor sentarse en el medio de la casa e imaginar el color de unos ojos nuevos y la tonalidad de una voz novedosa inaugurando el aire que algún día olerá a otra, a una ropa impregnada por los aromas de las calles que la conducirán hasta esta nueva esperanza, hasta este milagro de resurrección. Entonces, será cuestión de tomar la decisión más difícil: saltar del refugio seguro del pasado para caer de un golpe sobre el desierto oscuro del presente donde todo debe ser hecho de nuevo, donde las fantasías deben necesariamente ser pisoteadas por las realidades, donde hay que beberse de un trago el veneno de la derrota para preservar del olvido y la amargura los sabores próximos de la primavera. Sí, así debe ser. Debo tirar su recuerdo por la ventana junto con todos esos poemas nefastos y las cartas de amor con ese gusto agrio que en algún momento creí un recuerdo dulce. Debo ir hacia el único lugar que ella guarda para mí: el olvido. Allí donde se acomodan los fracasados como yo, los que no pudieron convencer ni a los pobres de que ser pobre no es bienaventurado, de que la justicia divina no existe y de que la vida no es una rueda donde siempre todo vuelve y, donde en cambio, a veces el crimen sí paga; de que los malos ganan casi siempre y de que madrugar no sirve para nada excepto para comprobar que los días continúan amaneciendo injustificadamente después de las muertes diarias.
Y, hablando de pagar, creo que
yo ya he pagado lo mío, que te he querido más de la cuenta y que nunca
tuve más que las esperanzas vanas del derrotado que se ve a sí mismo en
el cielo rodeado de unos laureles innecesarios; de quién no acepta ni la
venda en los ojos ni el indulto misericordioso porque sabe que el amor
es una causa perdida que tiene el precio justo de los días y las noches, de la
vida y de la muerte.
RR
Foto: Hugo Grassi
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