sábado, 29 de agosto de 2015

DICHO Y HECHO


     Por lo menos, cuando me llegue la hora, que no sea abrazado a las palabras que dije, que sea a aquellas que hicieron. Porque me he pasado la vida escribiendo palabras que hicieran. ¿A quién le importa lo que las palabras dicen? Importante sólo son las palabras hacen.
     Palabras que pueden hacer reír. Palabras que pueden hacer sufrir. Palabras que abrigan. Palabras que cantan. Palabras que pueden hacer pensar y abandonar la idea de hablar por hablar. Palabras que pueden enojar o servir de refugio para los enojos, para cuando otras palabras nos someten a sus caprichos y nos llevan a lugares que ya no queremos ir. Esos lugares donde las palabras sólo dicen sin poder hacer nada.
      Por eso prefiero las palabras que hacen. Las que hacen que salte de mi refugio seguro construido de silencios premeditados, para escarbar entre aquellas promesas que hice sabiendo que un día debería responder por ellas. Y para eso vienen siempre a mí las palabras, a salvarme del ocaso de una valentía esgrimida a pura borrachera. Entonces, desenvaino unas palabras y trato de hacerte llegar algunos latidos acompasados a tus pasos que se fueron hace ya un tiempo.
      Porque para aquellos que vivimos de palabras, es conveniente y hasta imprescindible estar preparados para perseguir los silencios ajenos y combatir los propios, que son orgullosos como algunas palabras. Palabras que me sostienen con coraje, el coraje que me falta cuando debería decir te quiero sin dar demasiadas vueltas, sin andar componiendo ridículas metáforas para decir lo que sólo se puede decir con dos palabras. Palabras que hacen miel del agrio gusto del desamparo. Palabras que me atan al abismo, que son la más arriesgada de las apuestas, la dulce muerte de aquellos que vivimos de palabras.
      Palabras... Si no fuera por las palabras ya no tendría nada a qué aferrarme, me habría dejado llevar como Alfonsina, me habría perdido en la inmensidad del mar que entre sus tesoros guarda siempre palabras para cuando ya no me queda ninguna que logre hacer nada por mí. Sí, palabras, sólo palabras.
      Pero existe una diferencia entre estas palabras para vos, querida, y otras que andan por ahí diciendo que dicen que las palabras se las lleva el viento, que no valen lo que valen. En mi caso, no me sale ni una palabra que no haga o al menos que no intente hacer. Algo, cualquier cosa. Un pequeño e imperceptible aleteo que te impulse a volar sobre mis dichos pasados que, tal vez recuerdes, estaban hechos de palabras que buscaban hacer algo más con vos, y que hoy se conformarían con hacer un pozo en la arena junto al mar para que puedas enterrar los pedazos de aquel que era cuando te escribía aquellas palabras que buscaban hacerme un lugar en tu cama. Palabras que todavía intentan aromar tus noches con ese olor a buenas noches. Palabras que, si vos cerrás los ojos en medio de la ciudad, te tomarán de la mano para cruzar la calle, para caminar a tu lado por la sombra de las veredas con destino incierto. Palabras que aun intentan denodadamente construir puentes para cruzar a tus sueños ahora mismo, cuando ya va quedando poco que soñar. Justo antes de despertarte sobresaltada con la sensación de haber escuchado algo, lejanos sonidos de unas palabras que, como un pobre escritor caído en desgracia, he guardado en la manga para hacerte sonrojar, para hacerte perder la compostura e incitarte a desvestirte con el único propósito de hacer del sonido de tu pecho agitado mis últimas palabras.

RR


Foto: Guillermina Raggio

miércoles, 26 de agosto de 2015

FLORES SECAS DE LOS BUENOS TIEMPOS


a J.

     Usted bien sabe qué hacemos aquí, en esta hoja sucia con el hollín negro de un pasado consumido en reflexiones íntimas y caminatas de vueltas arrepentidas. Ambos conocemos el peregrinaje eterno de quien a veces se pierde y no sabe hacia dónde va. Entonces, era de esperar que nos encontráramos mirando este espejo de quienes fuimos en otra época, este banquete abandonado con los restos y las sobras de aquellas promesas incumplidas pero absolutamente honestas. Y si nos animamos a venir hasta aquí es porque, al fin y al cabo, no hay nada de excepcional en ello. ¿Quién no ha vuelto alguna vez a escondidas a la puerta de un viejo amor? ¿Quién no ha regresado a tratar de encontrar a aquel niño sentado en la vereda contando figuritas y soñando con ser grande un día?
      Sí, los dos sabemos que hemos venido a decirnos adiós, a mirarnos a los ojos con benevolencia y compasión, en silencio, viendo cómo vuelan las cenizas de aquel fuego que todavía hoy nos reúne en este último reflejo que se irá para siempre.
      Y al separarnos, seguramente cada uno irá hacia el olvido del otro con una mueca adusta, la misma que le mostramos a la muerte cuando se lleva uno más de los tesoros de nuestra vida. Esa vida que espera también su turno para irse con ella.
      Yo, por lo pronto, ya tengo cita con otra hoja igual a esta que está esperándome desde hace mucho. Sin embargo, no será una despedida emotiva ni nada que se le parezca, sólo un simple y subjetivo relato de recuerdos improbables; uno más entre miles, entre millones que se perderán en la nada. Y si yo me atreveré a escribirlo, será porque desde hace tiempo he dejado de lamentarme amargamente por lo perdido y he preferido concurrir a este espacio alejado donde me reúno a tomar una copa con mis escasas victorias y mis innumerables fracasos, a dar testimonio de esas mujeres que ya ni me recuerdan y que, al igual que usted, no dejaron testimonio alguno de mi paso por sus vidas.
      Porque usted, querida mía, no necesitará decir una sola palabra. Su testimonio quedará grabado en un lugar mágico y secreto al que sólo llegan las mujeres de la vida, esas hadas de carne y hueso con sonrisas arrojadas desde bocas verdaderas y con ese gusto dulce a perdición indeclinable que se debe degustar en los arrabales de sus sexos.
      Ese es el mágico lugar por donde andan silbando bajito personajes misteriosos recogiendo las flores secas que quedan a los pies de una puerta desvencijada, cerrada para los débiles de espíritu y los viles mercaderes del placer. Una especie de refugio donde han sido guardados los archivos íntimos de las mujeres que, como usted, son los faros brillantes e inclaudicables adonde recurrir cuando azotan los vendavales de la angustia y la desesperación. Sí, es ese mismo lugar adonde algunos oscuros y malogrados artesanos del olvido como yo vamos de vez en cuando en búsqueda de cualquier cosa que nos sirva para exorcizar demonios propios tratando de acercarnos a unos paraísos de los cuales ya fuimos expulsados.
      En mi caso, cuando pase por allí luego de esta despedida, me conformaré con encontrar algunas palabras en desuso que me permitan dibujar en esa última hoja los pasos finales de aquella danza que usted y yo protagonizamos durante un tiempo por las estrellas, y en la que usted fue siempre la luz que iluminaba mis oscuridades mientras yo la seguía fiel por las sombras con esos versos amorosos que nacen y mueren al calor de las mujeres únicas, de las enormes penas y las pequeñas alegrías confesadas en sencillos rituales de apareamiento en donde cada uno entrega eso que no se vende ni se compra. Sí, eso de lo que muchos se burlan intentando poner en duda su existencia para justificar sus propias cobardías. Claro, hasta que llega el impostergable momento de arrodillarse pidiendo perdón y misericordia por haber vivido sin pasiones verdaderas, sin sangre derramada por causas perdidas. Vamos, sin alma.
      Adiós entonces, querida. Ha sido un gusto bailar contigo rozando de a ratos los bordes de la inmortalidad. Será un placer para mí dejar este reflejo aquí, en este espejo que hemos compartido alguna vez entre risas y lágrimas injustificadas -que son las mejores- y que ya pertenece a un pasado que será armado erráticamente y sin pretensiones históricas, sólo con el aroma de una felicidad que siempre será efímera y pasajera.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 21 de agosto de 2015

UN DÍA COMO HOY


     Y un día como este, como hoy, llegará el momento de decirte que ya no tengo más nada que decir, que se me han agotado los ejemplos de cómo se pueden ordenar las palabras para confundir a la memoria que persigue al olvido como un perro sabueso. Ya no poseo aquel don, aquel instinto que me guió por los lugares ocupados únicamente por tu ausencia. Ya no.
     Entonces, será una buena oportunidad para confesarte, a modo de post data, que jamás me volví a acordar de vos desde aquel día en que nos dijimos en silencio adiós. Nunca más pude recordar ni el color de tus ojos claros, ni la textura de tu piel suave, ni tu olor a orgasmo lanzado al espacio de los sueños cumplidos. Nunca más volví a acercarme a tu sombra desde este pasado extranjero de tu presente. Ni a tu sombra, ni a tus penas que jamás podrán ser las mías, ni a tus palabras que faltaron justo cuando ya no hubo nada que decir.
     De lo que me acordé todo este tiempo mientras me olvidaba de vos (a quien ya no recordaba), fue de mí. De la piel de gallina que se erizaba en mis brazos cuando lograba dar un paso más hacia la puerta de salida de un cariño con pretensiones suficientemente dignas como para creerse un día amor. Y en esas pretensiones, que tampoco ya recuerdo, se me fueron unos cuantos días que todavía andan dando vuelta por los cajones en donde guardo miserablemente los retazos que me han dejado las musas inspiradoras para cuando llega ese momento en donde no tengo más nada que decir.
     Así es, todo este tiempo, de quien me acordé fue de mí. Sí, de mí. Y con la más absoluta arrogancia me animé a hacer de vos una hoja en blanco para escribir memorias falsas sobre aquellos sucesos que ya no recordaba. Al fin y al cabo, sin vos a mi alcance, yo tenía la posibilidad de dibujarte a mi gusto, ya no con los colores de tu recuerdo, sino con los de mi olvido. Y en ese acordarme de cosas que jamás habían sucedido, en ese juego desigual entre tu recuerdo y mi memoria, apareció este desafío de escribir cartas para otros, palabras encargadas para unos sentimientos que no eran míos y que yo ya no recordaba a qué sabían pero de los que, por alguna razón misteriosa, conocía la fórmula. Y entonces, relaté cuentos e historias cargadas de situaciones y escenas en las que participaban personajes que sí todavía recordaba, pero que ahora no hacían más que deambular como extras por ferias y plazas y orillas que nunca habían pisado. Armé escenografías con pedazos tu casa ubicada estratégicamente lejos de cualquier intento de abrazarte. Armé camas con tus sábanas y dejé sueños ajenos sobre unas almohadas que alguna vez abrigaron los tuyos. Sin embargo, al momento de sellar el sobre con el nombre del destinatario, le tocaba el turno a tu recuerdo que aparecía insolente de la nada a querer apropiarse de ese lugar clave. Pero no hubo caso, ya no lo recordaba tampoco. Así que, sin pensar demasiado, agregaba cualquier nombre que se me ocurriese en ese momento y cantaba victoria sobre la cruel memoria que apelaba a las peores artimañas para imponer dictatorialmente tu recuerdo.
     Tu recuerdo… Tal vez debería lamentarlo, no lo sé. Quizás lo lamente algún día igual a este, como el de hoy, en que ha llegado el momento de decirte que ya no tengo más nada que decir. Que vos ya no serás nunca un recuerdo. No, vos serás el olvido infinito encerrado en una botella, el cuento sin final, la carta perdida que nunca será enviada. Vos, querida amiga, serás el horizonte perpetuo que definirá la distancia entre lo posible y lo inalcanzable. Entre vos y yo.

RR




Foto y pintura: Claudia Tula

miércoles, 19 de agosto de 2015

RUBÉN Y TERESA


     Rubén y Teresa se amaban sin saberlo. No es que se amaran y no lo supieran, que no estuvieran al tanto de esa sensación de inutilidad que tiene el aire cuando ahoga la distancia; no es que no llegaran a divisar el fracaso de cualquier tentativa a dominar sus impulsos y sus deseos mutuos. No, Rubén y Teresa se amaban sin saber que ellos eran Rubén y Teresa. Y cuando fracasé en mi intento por dominarlos ya no tuve el coraje de hacérselos saber.
     Cada mañana me levantaba con la intención de citarlos en algún bar del centro y confesarles mi pecado. Pero apenas salía a la calle me acobardaba. Tampoco tenía claro la razón de esa cobardía, cuáles podrían ser las consecuencias si lograba vencer mi temor y explicarles la situación. Había llegado incluso a manejar la posibilidad de enviarles cartas anónimas que les comunicase a ambos la noticia. Tampoco pude llevar adelante esa acción.
      Rubén y Teresa nacieron una noche de febrero luego del fracaso de una cita que había conseguido arrancarle a una mujer inalcanzable a fuerza de inventarle posibilidades improbables de satisfacciones duraderas. Al llegar a casa, encendí la computadora, y ubicando el vaso a un costado esperé a que se decidiera a hablarme. Sin tratar de hacerlo hablar a la fuerza me quedé a su lado aguardando que llegase a la temperatura justa como para ver si eso hacía que se decidiera a darme una opinión de lo sucedido. No esperaba una sentencia, ni un cuadro de situación, ni un análisis pormenorizado. Sólo quería escuchar una voz que acompañara todo aquello que me había quedado sin decir y que lo transformara en algo. Ese algo sería a la postre Rubén y Teresa.
     Teresa se topó con Rubén a la salida del cine. Una de esas típicas escenas de dos personajes solitarios saliendo de la oscuridad de sus soledades, esquivándole a los abrazos y a las caricias de otras parejas que al salir al igual que ellos de la sala encuentran una mirada familiar respondiendo a la propia. Y tal vez ellos hayan buscado aquella tarde en alguna película un argumento eficaz para justificar sus suertes, o tal vez juntar las fuerzas necesarias para decir adiós (fuerzas que, por otra parte, nunca alcanzan). Sin embargo ahí, en ese hall lleno de críticos y comentaristas, sin saber por qué, se inició una tímida conversación que concluyó en poco más que nada. Y cuando las cosas terminan en poco más que nada, todo el mundo sabe que eso significa que hay algo.
      Pero yo, que sostenía incólume la bandera de la huida ante los fracasos innecesarios, les propuse distanciarse un poco, hacer de cuenta de que nada había llamado la atención del otro, de que estaban bien así, solos y sin demasiadas urgencias para cambiar esa condición. Les dí algunas miserables razones para justificar mi propuesta. Ellos las aceptaron fingiendo que estaban de acuerdo. Pero a pesar de que intentaron disimular, alcancé a observar lo que se había formado en sus miradas. Un cruce fugaz por el cielo de las complicidades que se produce a veces cuando los párpados bajan y la cabeza se agacha dejando en evidencia la prueba irrefutable que demuestra que del otro lado existe una fuerza que es capaz de debilitar el sostenimiento de la mirada propia. Esa mirada cínica de quien se siente inútilmente seguro. Los vi y comencé a dudar de mis posibilidades de guardarlos en un cajón a esperar tiempos mejores (para mí, no para ellos) y así volver a la tranquilidad y al amparo de escritor de mis propias imposibilidades.
      Cada uno salió por su lado y con eso recuperé cierta confianza. No esperaba que se volvieran a encontrar en la parada del colectivo. No había necesidad de que eso sucediera, de que sus casas se encontraran a sólo unos minutos de distancia.
      Rubén bajaría primero quedándose por un momento mirando la parte trasera del ómnibus que se llevaba a Teresa, quien comenzaría a sentir un leve cosquilleo a la altura del bajo vientre acusándola de timorata: vamos, Rubén, no te quedes ahí parado, corré otra vez hasta esta ventanilla y saludame desde abajo, dejame aunque sea un rastro de tu mano dibujando un arco iris para mis esperanzas ocultas. Mientras tanto Rubén: vamos, Teresa, asomá tu mirada por la ventana, prometeme que nos vamos a volver a ver en el próximo viaje, en la próxima salida que hagamos a buscarnos desesperadamente por las carteleras y las paradas que indican hacia donde vamos, para confesarnos hacia donde queremos ir.
      Aquello había comenzado a irse de mis manos. Traté de corregir sus direcciones, busqué mudarlos de barrio, complicarles el encuentro. Pero no hubo caso, ellos ya se habían propuesto una cita a mis espaldas. Yo lo tomé como un acto desafiante y desconsiderado. Parecía que se habían olvidado de que si no hubiese sido por mí, no habría ni Teresa ni Rubén. Los dejé solos para que hiciesen lo que les placiera. Al fin y al cabo, yo tenía mis propios problemas, mis íntimos roces con lo desconocido, mi propia parada en la que estaba detenido hacía mucho esperando a que aquella mujer de febrero pasara nuevamente y me dirigiera una mirada de bienvenida a subirme otra vez a su bondi. Si ellos se sentían tan seguros para escribir sus propias vidas, pues que lo hicieran. Bajé a la cocina, guardé la botella de vino que quedó a la zaga y me fui a la cama. Estaba claro que iba a ser otra noche larga.
       Una semana después, ya un poco más tranquilo, los encontré en una plaza compartiendo el sol de la tarde y un chocolate. Supe inmediatamente que ya no sería posible retomar nunca aquel propósito de distanciamiento, que aquello que había comenzado como un pasatiempo nocturno era ahora una historia que tenía su dinámica propia, que elegía sus lugares y sus horas, que seleccionaba sus palabras desde el corazón de sus protagonistas sin prestarle casi ninguna atención a la gramática o a cualquier otra regla literaria. Rubén y Teresa habían decidido escribir su propia historia y yo debía asumir la realidad y actuar en consecuencia.
     Los observé a una distancia prudencial. Vi el movimiento de sus cuerpos, los mensajes de sus miradas que ya no se ocultaban, que lanzaban fuegos artificiales sobres sus oscuridades iluminando sus secretos ocultos; que desplegaban carteles arrastrados por unas avionetas publicitando la fortuna del encuentro con promesas imposibles que, como tales, arrojaban al vacío en ese mismo instante el peso de la responsabilidad de ser cumplidas. No fue sencillo para mí volver a involucrarme en la historia. Aquel era un espectáculo olvidado ya por mí. El espectáculo de la conquista, de la batalla eterna del amor que nunca terminará por más que todos los augurios indiquen una derrota inevitable. Rubén era lo inevitable para Teresa y Teresa era lo inevitable para Rubén. Yo, quien sabe por qué, había tratado de desconocer ese hecho que comprendía bien lo que significaba: que cuando nada es estrictamente necesario o imprescindible, cuando ya no importa romper con aquello que está perfectamente establecido y ordenado, cuando lo fácilmente evitable se vuelve inevitable, pues bien amigos, he ahí el destino.
      Después de meditar unos minutos una decisión ya tomada, decidí abandonar mi parada para ocuparme entonces de Teresa y Rubén. Finalmente, ellos tenían mucho más para ofrecerme que esas estúpidas cartas a las que ya les había dedicado demasiado tiempo, demasiadas energías, demasiada saliva para unos sobres que terminaban siempre muriendo frente a unas puertas que jamás se abrirían nuevamente, por las que nada más tenía para apostar unas esperanzas elaboradas caprichosamente bajo los efectos perniciosos del insomnio.
      Ahí estaban Rubén y Teresa esgrimiendo orgullosa y valientemente todas las dudas de las que yo carecía por haber pasado tanto tiempo confeccionando certezas cobardes, inútiles y, peor aun, falsas. Ellos, en cambio, eran puro presente abrazándose a cualquier viento, sin brújula ni mapas para encontrarse, desafiando los cruces y las diagonales, los desvíos y las modificaciones sorpresivas de recorrido.
     Ellos tenían todo lo necesario para estar ahí. Tenían el sol y tenían el chocolate y ese banco de plaza escrito con los nombres de otros amantes que habían dejado testimonio de que el amor se reproduce incesantemente sin importar la constante repetición de los dolores y las desesperanzas y las tragedias. Y acaso, eso sea porque el amor avanza empujado por su peor enemigo: el olvido. Porque olvidar un viejo amor es abdicar para que comience el reinado de uno nuevo. Y a rey muerto, rey puesto. Y quien golpee las puertas del olvido voluntariamente será quien finalmente mande al destierro a los viejos recuerdos que atormentan cuando los engaños inventados para sobrevivir ya no funcionan.
      Sí, ahí estaban Teresa y Rubén probándose las coronas, proponiéndose la proscripción de un pasado ya sin chance, corriendo el telón para que comenzara una nueva película. Y ahí estaba yo asumiendo de una vez por todas que debía ir hacia la única puerta que podría salvar mi reino: la de mi propio olvido.
      Aquel día subí con ellos al colectivo y los acompañe en su vuelta. Rubén siguió de largo y no se bajó en su esquina. Yo sí. Creí que estaba bien hasta ahí, que mi presencia ya no era necesaria, que el sólo hecho de no intentar convencerlos de la ficción en la que los había metido alcanzaba como para que el resto se escribiese solo.
      Caminé hasta mi casa en silencio. Veía pasar los colectivos y buscaba detrás de los vidrios de las ventanas lo que ya no esperaría más en mi parada habitual. Observé aquellas personas resguardadas detrás de las ventanas de los coches, inmunes a cualquier influencia de mi parte. Caras desconocidas a quienes traté en otros tiempos de darles una personalidad ficticia basada en mis propias elucubraciones. Entonces, volví a recuperar el control de mis ojos concluyendo en que, en realidad, no sabía qué estaba buscando. Luego, con la misma naturalidad, dejé de mirar para el costado y me enfoqué hacia el frente. Delante mío aparecían los colores novedosos de las veredas de casas desconocidas, con jardines y parques y árboles otoñales que esperaban su primavera. Puertas descascaradas que guardaban secretos de familias que habían atravesado sus marcos entrando y saliendo hasta mudarse a otras direcciones con historias tan parecidas y tan distintas entre sí. Miraba esos umbrales e imaginaba los amores que se habrían dicho adiós para siempre desde sus bordes. Por un momento me detuve en una de esas puertas tratando de reconocer alguna marca, alguna seña particular que pudiese indicarme si es que por ahí alguna vez se había arrimado un cartero con una carta como aquellas que yo ya no escribiría. Porque desde que dejé de ver a Rubén y Teresa ya no me ocupé más de aquella imagen de un pasado que se fue definitivamente con una mujer en un colectivo que jamás volvió a pasar cerca de mis esperanzas. Ya no.
      Y así llegué hasta este ahora, donde lo que me ocupa es caminar estas calles nuevas buscando paradas donde haya otras Teresas y otros Rubén encontrándose a pesar del mundo, a pesar de las despedidas y los olvidos, de las amenazas de los destinos inciertos. Un destino como ese que me hizo abdicar un día a las cartas anónimas a favor de los nombres propios del amor invencible.

RR

jueves, 13 de agosto de 2015

HURGANDO EN EL COFRE DE LOS FALSOS ALICIENTES


     Ahí nomás, siempre al alcance de la mano, reposa el cofre de los falsos alicientes. Como si fuese el último recurso para un caso de emergencia, se encuentra al amparo de las verdades y las revelaciones. Todos los enamorados han recurrido a él en alguna ocasión por lo que su estado es el de un elemento de uso casi cotidiano. Mostrando claros signos de desgaste, sus bisagras rechinan y su cerradura dejó de funcionar hace mucho tiempo (una cerradura que probablemente ni siquiera haya sido fabricada con la intención de mantenerlo cerrado y asegurado sino, más bien, como un adorno que provocara una sensación de estar accediendo un salvoconducto secreto y real).
      Dentro de este cofre están guardados un poco desordenados falsos recuerdos y experiencias ejemplificadoras y positivas que dicen haberle sucedido a otros, aunque es de público conocimiento que no son reales ni posibles. Quienes se dirigen a él han atravesado el pasillo de la desolación y los umbrales de la angustia. Al momento de levantar su tapa, una sonrisa parece emerger desde sus gargantas resecas y sus ojos de pupilas dilatadas brillan deslumbrados por una luz de dudosa procedencia. Para ellos, el cofre contiene pequeñas dosis de efímeros despertares a unas probabilidades que, a pesar de que han leído la advertencia clara que se anuncia a su lado, creen poder ejecutar.
      Entre los objetos más buscados en su interior se encuentran relatos apócrifos de arrepentimientos y nuevos comienzos. Claro, cuando alguien decide abrir el cofre, lo primero que espera encontrar es el talonario de los borrones y las cuentas nuevas que, lamentablemente, ya ha perdido todas sus hojas. Algunos hasta han intentado reutilizar unos ejemplares usados que dicen haber encontrado abollados en los cestos de basura que rodean los lugares oscuros e inhóspitos adonde se han acercado alguna vez a invocar a los espíritus reconciliadores, que sólo aparecen para burlarse maliciosamente de sus intentos de reconquista amorosa condenados al estrepitoso fracaso.
      Uno de los alicientes más requeridos por los que han quedado atados a un desengaño es un viejo libro que describe, con una perversa simplificación, los pasos a seguir para superar ese estado de descrédito y carencia de autoestima a que han arribado. Así, estos penitentes enamorados de las imposibilidades se sumergen en la búsqueda desesperada de unas virtudes capaces de cambiar el irrefutable reflejo de los espejos. Porque, como todo el mundo sabe, los espejos son insobornables y siempre muestran las crueles realidades, dejando al sujeto parado delante de ellos desmoralizado como un triste cuatro de copas sin siquiera la habilidad de mentir por un poroto. Esta tarea superadora, dice el prólogo de este libro, es imprescindible para intentar cruzar el hondo foso que custodia a los corazones impenetrables. Y, concluyendo, afirma que el espacio y el tiempo, muy a pesar de Einstein, serán infalibles para resucitar los sentimientos vivos de los amores muertos (dejando incluso abierta la posibilidad de revivir a algunos muertos ya sin sentimientos). Este antiguo manual de comportamientos inútiles hace pensar a quien lo lee que ciertas estrategias y comportamientos impostados podrán provocar vientos revisionistas en sus contrapartes: parejas y compañías nocturnas que han decidido alejarse del círculo aquel que hasta hace unos días, tal vez sólo unas horas, constituía el anillo sobre el que orbitaba una inmortalidad asegurada.
      Yo, que ya he sido engañado más de una vez con las falsedades y los engaños apilados en este cofre, sigo viendo cómo todavía es frecuentado incesantemente por los protagonistas insistentes de unas historias concluidas y archivadas para siempre. Personajes semejantes a los payasos, que sostienen con una mano un ramo de margaritas deshojadas a las que sólo les ha quedado su centro amarillo; sus caras muestran unas sonrisas rojas dibujadas con una pintura hecha a base de auto engaño y borrachera desesperada. Una pintura que inevitablemente resbalará por sus mejillas hacia el mar cuando la tormenta del desengaño se desate finalmente sobre sus cabezas, a pesar de los infructuosos intentos por mantenerse fuera de su alcance siguiendo ciegamente las estúpidas recomendaciones que se hallan en el cofre. Y cuando esto suceda, cuando ya haya corrido toda el agua bajo el puente, se producirá en el ahora desnudo amante desahuciado un revelado inverso al de una fotografía, que dejará como la imagen definitiva al negativo velado con la cruda realidad que desmiente todos los alicientes de este cofre engañoso.
      Pobre ellos, los que recurren al cofre pensando que existe un dios misericordioso para los que creen merecer amores predestinados en profecías salidas de quien sabe donde. Pobre ellos que deberán caminar necesariamente los senderos espinosos de la desilusión bajo el sol abrasador de la indiferencia hasta el refugio lamentable de la aceptación. Sí, pobre ellos que no recibirán recompensa alguna por su esfuerzo en inventarse méritos y bondades que nunca servirán para nada, ni para enamorar destinos, ni para ajusticiar al olvido.
      Tengan cuidado, yo sé por qué se los digo. No soy quien para recomendarles que no vayan hasta este cofre pues yo también he ido, yo también he abierto su tapa liviana en búsqueda de virtudes que apaciguaran mis desgracias para volver a la lucha. Pero, hágame caso: una vez que hayan rodado por la dolorosa pendiente que da al acantilado adonde van a parar los vencidos descorazonados, salten. Abrácense sin temores a cualquier esperanza fútil de sobrevivir a la caída, de levantarse en medio de una oscuridad que asusta. Porque les aseguro que, al igual que al final del túnel, existe la ilusión de que esa luz ficticia finalmente un día se apagará.

RR

lunes, 10 de agosto de 2015

SALUD


     Si debiera ser justo con vos tendría que levantar mi vaso ahora a tu salud y terminar este culito de botella que ha permanecido intacto durante tantos días, tantos meses, tantos... Tantos que ¿para qué acordarse? Qué importa, ¿para qué llevar las cuentas de una perdición? Me alcanza con la noche y Edith Piaf que aroma el aire canturreando lo suyo, amalgamando la oscuridad que baja después del temporal. Pero tranquila, ya no es el tuyo, este es mucho más ameno y siempre con probabilidades de mejoramientos temporarios.
     Brindemos entonces por lo que nos queda aun, por el mar y por los vientos que nos llevaron de paseo una tarde de verano y que todavía perduran para otros como nosotros que esperarán el momento justo para besarse.
     Brindemos por lo indescifrable del amor, por que las cuentas sigan misteriosas e irresolubles para que nadie invente un día la fórmula para fabricar amores, para capturar las miradas que huyen dejando cuencas vacías y esteros de lágrimas, sin las cuales no existirían los poetas y los trovadores que nos gustan. Como ella, como esta sirena francesa que canta ahora desde su cielo que, al igual que este desde el que te escribo, nos pertenece a todos: a los pobres y los ricos, a los afortunados que miran al amor a los ojos y a los desahuciados que juran con gloria morir por lo que aman. Bienaventurados ellos, los que mueren antes que los encuentre la muerte admitiendo que la vida no vale nada cuando hay que elegir entre el amor y el olvido.
     Brindemos por los que se abrazan a un brindis como el nuestro y bailan y cantan a viva voz una canción para su amor que ya no está. Y estoy seguro de que a su alrededor bailarán Marco Antonio y Cleopatra, Napoleón y Josefina. Bailaremos nosotros cuando fuimos lo que fuimos y no esto que no es nada más que lo que ya no somos.
    Brindemos porque, al fin y al cabo, no hacen falta razones para hacerlo, porque el silencio podría haber sido suficiente y, sin embargo, se han amontonado impertinentes un montón de palabras entre tus días y los míos, entre esta loca borrachera del recuerdo y la triste sobriedad del olvido.
     Y, quién sabe, hasta tal vez haya un fantasma que se te una en el brindis, un pedacito de memoria rebelde e invasivo que te corteje en esta noche en mi nombre, cuando te atrape una soledad que ha llegado para importunarte, para aguarte la fiesta y clavarte el puñal del tango amurado en lo mejor tu vida.
     Vamos, brindemos por vos y por mí, por esta intimidad creada a partir de la indiferencia, en esos espacios en blanco que a veces quedan al final de algunos capítulos, en el surco abierto entre el final de una canción que termina y otra que comienza.
     Sí, brindemos por los comienzos que no serían posibles sin los finales trágicos como este que está a punto de acontecer apenas levante el vaso a tu salud y te diga: hasta siempre, amor mío.

RR



jueves, 6 de agosto de 2015

FINAL IMPOSIBLE (Séptima recomendación para un día de lluvia)


     Aunque si vas a mirar llover, tal vez deberías estar preparada para la tormenta y las inundaciones, para los charcos que se arriman a los cordones de tu calle que corre paralela a la mía aunque -afortunadamente para vos- a una distancia prudencial, sin chance de que se nos mezclen las aguas. Es que por mi calle mugrienta y plagada de pozos bajan siempre corrientes turbias arrastrando hojas empapadas de pecados inconfesables y restos de pasiones olvidadas tardíamente. Pasan historias sin moraleja ni finales esclarecedores, que no dejan más que una insatisfacción permanente. Y esto vos lo sabés bien, nada es más perverso y amenazante que una historia sin final que puede aparecer de la nada en cualquier momento a cobrarse su deuda, a arrimar pruebas que ya no tienen vigencia: el aroma amable de recuerdos falsos construidos de reencuentros improbables; recuerdos basados en esperanzas que, sin el necesario gusto a trasnoche de cerveza fresca y promesas irresponsables ocultas bajo la ceguera del orgasmo compartido en una cama, son la nada misma. 
     En mi caso tampoco confío demasiado en esos rayos de sol que puedan asomar tímidos cuando, en medio de una tensa calma momentánea, parece que finalmente va a limpiar. Porque cuando creo que lo peor ya ha pasado y que todo aquello ha ido a depositarse el fondo del mar justiciero, el ciclo de la lluvia vuelve a empezar. Y las nubes cierran otra vez el cielo y el viento arranca otra vez las hojas y tu calle sigue tan lejana como siempre y se me vuelven a juntar los charcos en los agujeros que van dejando las horas sin llenar, los versos sin terminar y, lo peor de todo, esta manía de pararme como un perro abandonado en mitad de la calle a interpretar este diluvio universal, a intentar torcer el tiempo despiadado de la memoria hacia otro menos oscuro, hacia alguna pequeña galaxia perdida que me muestre otras estrellas que no indiquen siempre tu norte, que no dibujen permanentemente las constelaciones funestas de tu figura recortada en mi carta natal como un destino inevitable. 
     Por eso, tené en cuenta que maldecir la lluvia no servirá para evitar nuestro inquebrantable desencuentro porque, queramos o no, la lluvia siempre nos terminará juntando aunque sea en una hoja. Como pasa ahora mientras veo en la ventana las gotas pegadas al vidrio como diminutas lupas que amplifican esta pequeña soledad que me ha dejado tu enorme silencio, que como un desleal aliado tuyo me levanta cada tanto de la silla a mirar como, por el cordón de la calle, corre torrentosa el agua que sospechosamente aminora su velocidad en cada esquina. Y a mi me gusta imaginar que tal vez lo haga para preguntar por la tuya, por esa calle distante a esta tempestad que se agita sobre mí cada vez que vos volvés a ocupar arbitrariamente mi cielo como una nube negra, cargando mis pensamientos de rayos impiadosos que después de cada relámpago luminoso truenan tu nombre y hacen temblar la estantería donde guardo todas mis pobres intenciones de olvidarte. Y yo, como un tonto, me dejo llevar y me pongo a pensar en que, en una de esas y a pesar de este aguacero que no cesa, todavía existe la posibilidad de que llegue un día en que esa corriente que baja junto al cordón de la vereda se haga cada vez más y más lenta hasta detenerse completamente frente a tus pies parados en algún lugar desconocido. Entonces, por esas cosas raras de la naturaleza y del clima, este viejo charco se seque y sobre el borde de tu calle quede expuesta una hoja seca parecida a esta contándote acerca de lo que hoy todavía parece un final imposible.

RR

martes, 4 de agosto de 2015

LO QUE ES Y LO QUE NUNCA SERÁ


     Me gustaría creer que la vida en potencial sería maravillosa. Que yo podría quererte desprejuiciadamente antes que andar pensando en si te animarías a besarme un día de estos sin que hubiese ninguna otra razón más que la probabilidad de que tal vez nos gustara y, de ahí en más y de ser posible, buscáramos repetirlo.
     Quién sabe, tal vez sólo me alcanzaría con ir ahora hasta tu casa sin avisarte, tocaría el timbre y vos sentirías un latido diferente, como si tu corazón supiera de antemano que, quien fuera el que había presionado el botoncito, no podría ser cualquiera, ya que no quedan muchos por ahí que salgan a tocar timbres en una tarde de domingo olvidada, sólo los enamorados, los arrepentidos o los desesperados, que son capaces de caerle a cualquier hora a la gente.
     Por lo tanto, del otro lado de la puerta estaría yo, esperando por esa posibilidad que todos dicen que es imposible pero que -admitámoslo- está en las cuarenta del mazo igual que las otras treinta y nueve. Y esa posibilidad sería que vos me abrieras la puerta un poco sorprendida, un poco sonrojada, tratando de esconder la alegría de verme, que se burlaría de la evidente carencia de la compostura pertinente para este tipo de ocasiones. Yo, mientras tanto, sentiría seguramente ese cosquilleo que esos mismos todos asegurarían que es amor pero que yo preferiría mantener en suspenso.
     Y claro, haría falta calentar un poco de agua para el mate e intercambiar algunos comentarios acerca del clima (que últimamente vos viste como está). Mientras tanto, iríamos armando nuestro puente, ladrillo sobre ladrillo, adhiriéndolos con los deseos mutuos que habría que controlar a duras penas para que no saltasen desde las orillas para ejercer sus derechos a encontrarse libremente. Aunque, si me das a elegir, elegiría abrazarte ahí mismo, tomarte desprevenida justo cuando vos te quedaras cuidando que no se hirviera el agua ni se te escapase ninguno de esos desobedientes deseos. Pero mejor no, acordate del suspenso.
     Vos te pondrías a simular ridículas maniobras y movimientos posicionales de objetos desconocidos que ni hubieses sospechado que tenías, tratando de simular que estabas haciendo algo antes de que yo llegase, quehaceres que inventarías sobre la marcha para reprimir a esos cachetes colorados que se amotinarían ante cada una de mis miradas que tratarían de atrapar a la tuya fugitiva. Al mismo tiempo, comenzarías a pensar en eso que nunca hubieses creído que te podría llegar a pasar y que ahora te estaría pasando.
     A vos, sí, justo a vos que te reirías a carcajadas si pudieras para soltar esas ganas de ser feliz en ese mismo instante sin tener que buscar el refugio de las burbujitas en el agua que ya habría llegado a la temperatura justa para, entonces, pegarte a la cocina a poner el agua en el termo mirando hacia atrás, de reojo, en caso de que yo me atreviese a abrazarte (desprevenida) y cortara tu último intento por defenderte del puente que ya casi estaría terminado y listo para ser cruzado impunemente: una invitación a acompañarte a tu cuarto para cebarte unos amargos chamuyando de pavadas mientras vos cambiarías las sábanas.
     Pero eso no se hace, querida, no se invita a un tipo como yo a tu cuarto a tomar mate. No se invade la Unión Soviética en invierno, no señor. Eso te lo podrían decir también todos. Porque yo no podría mantenerme al margen de tu cama por más tiempo. Me la pasaría escudriñando los rincones, viéndote remontar esas sábanas como si fuesen velas invitándome a abordar tu cubierta. Y comenzaría a planear la contraofensiva para ir a la conquista de tus temores muertos de miedo y de tus ansias esperando ser liberadas; de los cajones que ocultarían tu ropa interior esperando alguna noche compartida y esas cartas de amor que guardarías con recelo y la íntima esperanza de que quizás alguien se acercaría un día hasta tu cama a proponerte una hoja en blanco para tus propias palabras o, al menos, no hiciera ninguna promesa estúpida que garantizara el naufragio constante. Y entonces, ya llegados hasta ahí, daría la orden de liberar los irrefrenables deseos de mis instintos rojos como tus mejillas y tus labios que ya no podrían sostener la retaguardia y claudicarían incondicionalmente ante ese abrazo premeditado y pleno de alevosía.
     Pero no haría falta cambiar las sábanas u ocultar los rastros de tus noches pasadas, de tus angustias y de tus soledades; ni siquiera de aquellos amores que tal vez aguardarían pacientemente en el futuro. Porque no me hubiese arrimado nunca hasta tu cama para proponerte matrimonio o para atarte a mi vida. Me hubiese conformado con llevarme de tu almohada un rastro de tu sueño que trazaría una sonrisa en mi cara cuando te recordara al partir por la mañana, justo cuando me diera cuenta de que aquello había sido todo, de que el zapato que cargaba de noche en noche, de vida en vida, no calzaría en la tuya. De que lamentablemente no sería yo quien reflotara tus ilusiones que permanecerían encalladas hasta que hubiese alguien que lograra convertir tus domingos por la tarde en viernes por la noche.
     Pero eso sí, ya nada podría impedirme a partir de ese día, que en las tardes subsiguientes, a la hora de las desesperaciones que se avecinarían siempre implacables, yo me sentase frente a tu recuerdo como ahora para escribir presuntuosamente sobre barcos hundidos y el viento helado de aquella memorable batalla que atravesaría mi memoria de vez en cuando, trayendo de regreso pequeñas muestras de ternura que nos habrían quedado como consuelo para no irnos de este mundo sólo con el gusto amargo del mate en la boca.
     Y yo lo haría, creéme que lo haría. 
RR


Foto: Guillermina Raggio

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...