sábado, 29 de agosto de 2015

DICHO Y HECHO


     Por lo menos, cuando me llegue la hora, que no sea abrazado a las palabras que dije, que sea a aquellas que hicieron. Porque me he pasado la vida escribiendo palabras que hicieran. ¿A quién le importa lo que las palabras dicen? Importante sólo son las palabras hacen.
     Palabras que pueden hacer reír. Palabras que pueden hacer sufrir. Palabras que abrigan. Palabras que cantan. Palabras que pueden hacer pensar y abandonar la idea de hablar por hablar. Palabras que pueden enojar o servir de refugio para los enojos, para cuando otras palabras nos someten a sus caprichos y nos llevan a lugares que ya no queremos ir. Esos lugares donde las palabras sólo dicen sin poder hacer nada.
      Por eso prefiero las palabras que hacen. Las que hacen que salte de mi refugio seguro construido de silencios premeditados, para escarbar entre aquellas promesas que hice sabiendo que un día debería responder por ellas. Y para eso vienen siempre a mí las palabras, a salvarme del ocaso de una valentía esgrimida a pura borrachera. Entonces, desenvaino unas palabras y trato de hacerte llegar algunos latidos acompasados a tus pasos que se fueron hace ya un tiempo.
      Porque para aquellos que vivimos de palabras, es conveniente y hasta imprescindible estar preparados para perseguir los silencios ajenos y combatir los propios, que son orgullosos como algunas palabras. Palabras que me sostienen con coraje, el coraje que me falta cuando debería decir te quiero sin dar demasiadas vueltas, sin andar componiendo ridículas metáforas para decir lo que sólo se puede decir con dos palabras. Palabras que hacen miel del agrio gusto del desamparo. Palabras que me atan al abismo, que son la más arriesgada de las apuestas, la dulce muerte de aquellos que vivimos de palabras.
      Palabras... Si no fuera por las palabras ya no tendría nada a qué aferrarme, me habría dejado llevar como Alfonsina, me habría perdido en la inmensidad del mar que entre sus tesoros guarda siempre palabras para cuando ya no me queda ninguna que logre hacer nada por mí. Sí, palabras, sólo palabras.
      Pero existe una diferencia entre estas palabras para vos, querida, y otras que andan por ahí diciendo que dicen que las palabras se las lleva el viento, que no valen lo que valen. En mi caso, no me sale ni una palabra que no haga o al menos que no intente hacer. Algo, cualquier cosa. Un pequeño e imperceptible aleteo que te impulse a volar sobre mis dichos pasados que, tal vez recuerdes, estaban hechos de palabras que buscaban hacer algo más con vos, y que hoy se conformarían con hacer un pozo en la arena junto al mar para que puedas enterrar los pedazos de aquel que era cuando te escribía aquellas palabras que buscaban hacerme un lugar en tu cama. Palabras que todavía intentan aromar tus noches con ese olor a buenas noches. Palabras que, si vos cerrás los ojos en medio de la ciudad, te tomarán de la mano para cruzar la calle, para caminar a tu lado por la sombra de las veredas con destino incierto. Palabras que aun intentan denodadamente construir puentes para cruzar a tus sueños ahora mismo, cuando ya va quedando poco que soñar. Justo antes de despertarte sobresaltada con la sensación de haber escuchado algo, lejanos sonidos de unas palabras que, como un pobre escritor caído en desgracia, he guardado en la manga para hacerte sonrojar, para hacerte perder la compostura e incitarte a desvestirte con el único propósito de hacer del sonido de tu pecho agitado mis últimas palabras.

RR


Foto: Guillermina Raggio

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