a J.
Usted bien sabe
qué hacemos aquí, en esta hoja sucia con el hollín negro de un pasado
consumido en reflexiones íntimas y caminatas de vueltas arrepentidas.
Ambos conocemos el peregrinaje eterno de quien a veces se pierde y no
sabe hacia dónde va. Entonces, era de esperar que nos encontráramos
mirando este espejo de quienes fuimos en otra época, este banquete
abandonado con los restos y las sobras de aquellas promesas incumplidas
pero absolutamente honestas. Y si nos animamos a venir hasta aquí es
porque, al fin y al cabo, no hay nada de excepcional en ello. ¿Quién no
ha vuelto alguna vez a escondidas a la puerta de un viejo amor? ¿Quién
no ha regresado a tratar de encontrar a aquel niño sentado en la vereda
contando figuritas y soñando con ser grande un día?
Sí, los dos sabemos que hemos venido a decirnos adiós, a mirarnos a los ojos con benevolencia y compasión, en silencio, viendo cómo vuelan las cenizas de aquel fuego que todavía hoy nos reúne en este último reflejo que se irá para siempre.
Y al separarnos, seguramente cada uno irá hacia el olvido del otro con una mueca adusta, la misma que le mostramos a la muerte cuando se lleva uno más de los tesoros de nuestra vida. Esa vida que espera también su turno para irse con ella.
Yo, por lo pronto, ya tengo cita con otra hoja igual a esta que está esperándome desde hace mucho. Sin embargo, no será una despedida emotiva ni nada que se le parezca, sólo un simple y subjetivo relato de recuerdos improbables; uno más entre miles, entre millones que se perderán en la nada. Y si yo me atreveré a escribirlo, será porque desde hace tiempo he dejado de lamentarme amargamente por lo perdido y he preferido concurrir a este espacio alejado donde me reúno a tomar una copa con mis escasas victorias y mis innumerables fracasos, a dar testimonio de esas mujeres que ya ni me recuerdan y que, al igual que usted, no dejaron testimonio alguno de mi paso por sus vidas.
Porque usted, querida mía, no necesitará decir una sola palabra. Su testimonio quedará grabado en un lugar mágico y secreto al que sólo llegan las mujeres de la vida, esas hadas de carne y hueso con sonrisas arrojadas desde bocas verdaderas y con ese gusto dulce a perdición indeclinable que se debe degustar en los arrabales de sus sexos.
Ese es el mágico lugar por donde andan silbando bajito personajes misteriosos recogiendo las flores secas que quedan a los pies de una puerta desvencijada, cerrada para los débiles de espíritu y los viles mercaderes del placer. Una especie de refugio donde han sido guardados los archivos íntimos de las mujeres que, como usted, son los faros brillantes e inclaudicables adonde recurrir cuando azotan los vendavales de la angustia y la desesperación. Sí, es ese mismo lugar adonde algunos oscuros y malogrados artesanos del olvido como yo vamos de vez en cuando en búsqueda de cualquier cosa que nos sirva para exorcizar demonios propios tratando de acercarnos a unos paraísos de los cuales ya fuimos expulsados.
En mi caso, cuando pase por allí luego de esta despedida, me conformaré con encontrar algunas palabras en desuso que me permitan dibujar en esa última hoja los pasos finales de aquella danza que usted y yo protagonizamos durante un tiempo por las estrellas, y en la que usted fue siempre la luz que iluminaba mis oscuridades mientras yo la seguía fiel por las sombras con esos versos amorosos que nacen y mueren al calor de las mujeres únicas, de las enormes penas y las pequeñas alegrías confesadas en sencillos rituales de apareamiento en donde cada uno entrega eso que no se vende ni se compra. Sí, eso de lo que muchos se burlan intentando poner en duda su existencia para justificar sus propias cobardías. Claro, hasta que llega el impostergable momento de arrodillarse pidiendo perdón y misericordia por haber vivido sin pasiones verdaderas, sin sangre derramada por causas perdidas. Vamos, sin alma.
Adiós entonces, querida. Ha sido un gusto bailar contigo rozando de a ratos los bordes de la inmortalidad. Será un placer para mí dejar este reflejo aquí, en este espejo que hemos compartido alguna vez entre risas y lágrimas injustificadas -que son las mejores- y que ya pertenece a un pasado que será armado erráticamente y sin pretensiones históricas, sólo con el aroma de una felicidad que siempre será efímera y pasajera.
Sí, los dos sabemos que hemos venido a decirnos adiós, a mirarnos a los ojos con benevolencia y compasión, en silencio, viendo cómo vuelan las cenizas de aquel fuego que todavía hoy nos reúne en este último reflejo que se irá para siempre.
Y al separarnos, seguramente cada uno irá hacia el olvido del otro con una mueca adusta, la misma que le mostramos a la muerte cuando se lleva uno más de los tesoros de nuestra vida. Esa vida que espera también su turno para irse con ella.
Yo, por lo pronto, ya tengo cita con otra hoja igual a esta que está esperándome desde hace mucho. Sin embargo, no será una despedida emotiva ni nada que se le parezca, sólo un simple y subjetivo relato de recuerdos improbables; uno más entre miles, entre millones que se perderán en la nada. Y si yo me atreveré a escribirlo, será porque desde hace tiempo he dejado de lamentarme amargamente por lo perdido y he preferido concurrir a este espacio alejado donde me reúno a tomar una copa con mis escasas victorias y mis innumerables fracasos, a dar testimonio de esas mujeres que ya ni me recuerdan y que, al igual que usted, no dejaron testimonio alguno de mi paso por sus vidas.
Porque usted, querida mía, no necesitará decir una sola palabra. Su testimonio quedará grabado en un lugar mágico y secreto al que sólo llegan las mujeres de la vida, esas hadas de carne y hueso con sonrisas arrojadas desde bocas verdaderas y con ese gusto dulce a perdición indeclinable que se debe degustar en los arrabales de sus sexos.
Ese es el mágico lugar por donde andan silbando bajito personajes misteriosos recogiendo las flores secas que quedan a los pies de una puerta desvencijada, cerrada para los débiles de espíritu y los viles mercaderes del placer. Una especie de refugio donde han sido guardados los archivos íntimos de las mujeres que, como usted, son los faros brillantes e inclaudicables adonde recurrir cuando azotan los vendavales de la angustia y la desesperación. Sí, es ese mismo lugar adonde algunos oscuros y malogrados artesanos del olvido como yo vamos de vez en cuando en búsqueda de cualquier cosa que nos sirva para exorcizar demonios propios tratando de acercarnos a unos paraísos de los cuales ya fuimos expulsados.
En mi caso, cuando pase por allí luego de esta despedida, me conformaré con encontrar algunas palabras en desuso que me permitan dibujar en esa última hoja los pasos finales de aquella danza que usted y yo protagonizamos durante un tiempo por las estrellas, y en la que usted fue siempre la luz que iluminaba mis oscuridades mientras yo la seguía fiel por las sombras con esos versos amorosos que nacen y mueren al calor de las mujeres únicas, de las enormes penas y las pequeñas alegrías confesadas en sencillos rituales de apareamiento en donde cada uno entrega eso que no se vende ni se compra. Sí, eso de lo que muchos se burlan intentando poner en duda su existencia para justificar sus propias cobardías. Claro, hasta que llega el impostergable momento de arrodillarse pidiendo perdón y misericordia por haber vivido sin pasiones verdaderas, sin sangre derramada por causas perdidas. Vamos, sin alma.
Adiós entonces, querida. Ha sido un gusto bailar contigo rozando de a ratos los bordes de la inmortalidad. Será un placer para mí dejar este reflejo aquí, en este espejo que hemos compartido alguna vez entre risas y lágrimas injustificadas -que son las mejores- y que ya pertenece a un pasado que será armado erráticamente y sin pretensiones históricas, sólo con el aroma de una felicidad que siempre será efímera y pasajera.
RR
Foto: Pablo Silicz
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