Y un día como este, como hoy, llegará el momento de decirte que ya no tengo más nada que decir, que se me han agotado los ejemplos de cómo se pueden ordenar las palabras para confundir a la memoria que persigue al olvido como un perro sabueso. Ya no poseo aquel don, aquel instinto que me guió por los lugares ocupados únicamente por tu ausencia. Ya no.
Entonces, será una buena oportunidad para confesarte, a modo de post data, que jamás me volví a acordar de vos desde aquel día en que nos dijimos en silencio adiós. Nunca más pude recordar ni el color de tus ojos claros, ni la textura de tu piel suave, ni tu olor a orgasmo lanzado al espacio de los sueños cumplidos. Nunca más volví a acercarme a tu sombra desde este pasado extranjero de tu presente. Ni a tu sombra, ni a tus penas que jamás podrán ser las mías, ni a tus palabras que faltaron justo cuando ya no hubo nada que decir.
De lo que me acordé todo este tiempo mientras me olvidaba de vos (a quien ya no recordaba), fue de mí. De la piel de gallina que se erizaba en mis brazos cuando lograba dar un paso más hacia la puerta de salida de un cariño con pretensiones suficientemente dignas como para creerse un día amor. Y en esas pretensiones, que tampoco ya recuerdo, se me fueron unos cuantos días que todavía andan dando vuelta por los cajones en donde guardo miserablemente los retazos que me han dejado las musas inspiradoras para cuando llega ese momento en donde no tengo más nada que decir.
Así es, todo este tiempo, de quien me acordé fue de mí. Sí, de mí. Y con la más absoluta arrogancia me animé a hacer de vos una hoja en blanco para escribir memorias falsas sobre aquellos sucesos que ya no recordaba. Al fin y al cabo, sin vos a mi alcance, yo tenía la posibilidad de dibujarte a mi gusto, ya no con los colores de tu recuerdo, sino con los de mi olvido. Y en ese acordarme de cosas que jamás habían sucedido, en ese juego desigual entre tu recuerdo y mi memoria, apareció este desafío de escribir cartas para otros, palabras encargadas para unos sentimientos que no eran míos y que yo ya no recordaba a qué sabían pero de los que, por alguna razón misteriosa, conocía la fórmula. Y entonces, relaté cuentos e historias cargadas de situaciones y escenas en las que participaban personajes que sí todavía recordaba, pero que ahora no hacían más que deambular como extras por ferias y plazas y orillas que nunca habían pisado. Armé escenografías con pedazos tu casa ubicada estratégicamente lejos de cualquier intento de abrazarte. Armé camas con tus sábanas y dejé sueños ajenos sobre unas almohadas que alguna vez abrigaron los tuyos. Sin embargo, al momento de sellar el sobre con el nombre del destinatario, le tocaba el turno a tu recuerdo que aparecía insolente de la nada a querer apropiarse de ese lugar clave. Pero no hubo caso, ya no lo recordaba tampoco. Así que, sin pensar demasiado, agregaba cualquier nombre que se me ocurriese en ese momento y cantaba victoria sobre la cruel memoria que apelaba a las peores artimañas para imponer dictatorialmente tu recuerdo.
Tu recuerdo… Tal vez debería lamentarlo, no lo sé. Quizás lo lamente algún día igual a este, como el de hoy, en que ha llegado el momento de decirte que ya no tengo más nada que decir. Que vos ya no serás nunca un recuerdo. No, vos serás el olvido infinito encerrado en una botella, el cuento sin final, la carta perdida que nunca será enviada. Vos, querida amiga, serás el horizonte perpetuo que definirá la distancia entre lo posible y lo inalcanzable. Entre vos y yo.
RR
Foto y pintura: Claudia Tula
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