Me gustaría creer que la vida en potencial sería maravillosa. Que yo podría quererte desprejuiciadamente antes que andar pensando en si te animarías a besarme un día de estos sin que hubiese ninguna otra razón más que la probabilidad de que tal vez nos gustara y, de ahí en más y de ser posible, buscáramos repetirlo.
Quién sabe, tal vez sólo me alcanzaría con ir ahora hasta tu casa sin avisarte, tocaría el timbre y vos sentirías un latido diferente, como si tu corazón supiera de antemano que, quien fuera el que había presionado el botoncito, no podría ser cualquiera, ya que no quedan muchos por ahí que salgan a tocar timbres en una tarde de domingo olvidada, sólo los enamorados, los arrepentidos o los desesperados, que son capaces de caerle a cualquier hora a la gente.
Por lo tanto, del otro lado de la puerta estaría yo, esperando por esa posibilidad que todos dicen que es imposible pero que -admitámoslo- está en las cuarenta del mazo igual que las otras treinta y nueve. Y esa posibilidad sería que vos me abrieras la puerta un poco sorprendida, un poco sonrojada, tratando de esconder la alegría de verme, que se burlaría de la evidente carencia de la compostura pertinente para este tipo de ocasiones. Yo, mientras tanto, sentiría seguramente ese cosquilleo que esos mismos todos asegurarían que es amor pero que yo preferiría mantener en suspenso.
Y claro, haría falta calentar un poco de agua para el mate e intercambiar algunos comentarios acerca del clima (que últimamente vos viste como está). Mientras tanto, iríamos armando nuestro puente, ladrillo sobre ladrillo, adhiriéndolos con los deseos mutuos que habría que controlar a duras penas para que no saltasen desde las orillas para ejercer sus derechos a encontrarse libremente. Aunque, si me das a elegir, elegiría abrazarte ahí mismo, tomarte desprevenida justo cuando vos te quedaras cuidando que no se hirviera el agua ni se te escapase ninguno de esos desobedientes deseos. Pero mejor no, acordate del suspenso.
Vos te pondrías a simular ridículas maniobras y movimientos posicionales de objetos desconocidos que ni hubieses sospechado que tenías, tratando de simular que estabas haciendo algo antes de que yo llegase, quehaceres que inventarías sobre la marcha para reprimir a esos cachetes colorados que se amotinarían ante cada una de mis miradas que tratarían de atrapar a la tuya fugitiva. Al mismo tiempo, comenzarías a pensar en eso que nunca hubieses creído que te podría llegar a pasar y que ahora te estaría pasando.
A vos, sí, justo a vos que te reirías a carcajadas si pudieras para soltar esas ganas de ser feliz en ese mismo instante sin tener que buscar el refugio de las burbujitas en el agua que ya habría llegado a la temperatura justa para, entonces, pegarte a la cocina a poner el agua en el termo mirando hacia atrás, de reojo, en caso de que yo me atreviese a abrazarte (desprevenida) y cortara tu último intento por defenderte del puente que ya casi estaría terminado y listo para ser cruzado impunemente: una invitación a acompañarte a tu cuarto para cebarte unos amargos chamuyando de pavadas mientras vos cambiarías las sábanas.
Pero eso no se hace, querida, no se invita a un tipo como yo a tu cuarto a tomar mate. No se invade la Unión Soviética en invierno, no señor. Eso te lo podrían decir también todos. Porque yo no podría mantenerme al margen de tu cama por más tiempo. Me la pasaría escudriñando los rincones, viéndote remontar esas sábanas como si fuesen velas invitándome a abordar tu cubierta. Y comenzaría a planear la contraofensiva para ir a la conquista de tus temores muertos de miedo y de tus ansias esperando ser liberadas; de los cajones que ocultarían tu ropa interior esperando alguna noche compartida y esas cartas de amor que guardarías con recelo y la íntima esperanza de que quizás alguien se acercaría un día hasta tu cama a proponerte una hoja en blanco para tus propias palabras o, al menos, no hiciera ninguna promesa estúpida que garantizara el naufragio constante. Y entonces, ya llegados hasta ahí, daría la orden de liberar los irrefrenables deseos de mis instintos rojos como tus mejillas y tus labios que ya no podrían sostener la retaguardia y claudicarían incondicionalmente ante ese abrazo premeditado y pleno de alevosía.
Pero no haría falta cambiar las sábanas u ocultar los rastros de tus noches pasadas, de tus angustias y de tus soledades; ni siquiera de aquellos amores que tal vez aguardarían pacientemente en el futuro. Porque no me hubiese arrimado nunca hasta tu cama para proponerte matrimonio o para atarte a mi vida. Me hubiese conformado con llevarme de tu almohada un rastro de tu sueño que trazaría una sonrisa en mi cara cuando te recordara al partir por la mañana, justo cuando me diera cuenta de que aquello había sido todo, de que el zapato que cargaba de noche en noche, de vida en vida, no calzaría en la tuya. De que lamentablemente no sería yo quien reflotara tus ilusiones que permanecerían encalladas hasta que hubiese alguien que lograra convertir tus domingos por la tarde en viernes por la noche.
Pero eso sí, ya nada podría impedirme a partir de ese día, que en las tardes subsiguientes, a la hora de las desesperaciones que se avecinarían siempre implacables, yo me sentase frente a tu recuerdo como ahora para escribir presuntuosamente sobre barcos hundidos y el viento helado de aquella memorable batalla que atravesaría mi memoria de vez en cuando, trayendo de regreso pequeñas muestras de ternura que nos habrían quedado como consuelo para no irnos de este mundo sólo con el gusto amargo del mate en la boca.
Y yo lo haría, creéme que lo haría.
Foto: Guillermina Raggio
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