miércoles, 19 de agosto de 2015

RUBÉN Y TERESA


     Rubén y Teresa se amaban sin saberlo. No es que se amaran y no lo supieran, que no estuvieran al tanto de esa sensación de inutilidad que tiene el aire cuando ahoga la distancia; no es que no llegaran a divisar el fracaso de cualquier tentativa a dominar sus impulsos y sus deseos mutuos. No, Rubén y Teresa se amaban sin saber que ellos eran Rubén y Teresa. Y cuando fracasé en mi intento por dominarlos ya no tuve el coraje de hacérselos saber.
     Cada mañana me levantaba con la intención de citarlos en algún bar del centro y confesarles mi pecado. Pero apenas salía a la calle me acobardaba. Tampoco tenía claro la razón de esa cobardía, cuáles podrían ser las consecuencias si lograba vencer mi temor y explicarles la situación. Había llegado incluso a manejar la posibilidad de enviarles cartas anónimas que les comunicase a ambos la noticia. Tampoco pude llevar adelante esa acción.
      Rubén y Teresa nacieron una noche de febrero luego del fracaso de una cita que había conseguido arrancarle a una mujer inalcanzable a fuerza de inventarle posibilidades improbables de satisfacciones duraderas. Al llegar a casa, encendí la computadora, y ubicando el vaso a un costado esperé a que se decidiera a hablarme. Sin tratar de hacerlo hablar a la fuerza me quedé a su lado aguardando que llegase a la temperatura justa como para ver si eso hacía que se decidiera a darme una opinión de lo sucedido. No esperaba una sentencia, ni un cuadro de situación, ni un análisis pormenorizado. Sólo quería escuchar una voz que acompañara todo aquello que me había quedado sin decir y que lo transformara en algo. Ese algo sería a la postre Rubén y Teresa.
     Teresa se topó con Rubén a la salida del cine. Una de esas típicas escenas de dos personajes solitarios saliendo de la oscuridad de sus soledades, esquivándole a los abrazos y a las caricias de otras parejas que al salir al igual que ellos de la sala encuentran una mirada familiar respondiendo a la propia. Y tal vez ellos hayan buscado aquella tarde en alguna película un argumento eficaz para justificar sus suertes, o tal vez juntar las fuerzas necesarias para decir adiós (fuerzas que, por otra parte, nunca alcanzan). Sin embargo ahí, en ese hall lleno de críticos y comentaristas, sin saber por qué, se inició una tímida conversación que concluyó en poco más que nada. Y cuando las cosas terminan en poco más que nada, todo el mundo sabe que eso significa que hay algo.
      Pero yo, que sostenía incólume la bandera de la huida ante los fracasos innecesarios, les propuse distanciarse un poco, hacer de cuenta de que nada había llamado la atención del otro, de que estaban bien así, solos y sin demasiadas urgencias para cambiar esa condición. Les dí algunas miserables razones para justificar mi propuesta. Ellos las aceptaron fingiendo que estaban de acuerdo. Pero a pesar de que intentaron disimular, alcancé a observar lo que se había formado en sus miradas. Un cruce fugaz por el cielo de las complicidades que se produce a veces cuando los párpados bajan y la cabeza se agacha dejando en evidencia la prueba irrefutable que demuestra que del otro lado existe una fuerza que es capaz de debilitar el sostenimiento de la mirada propia. Esa mirada cínica de quien se siente inútilmente seguro. Los vi y comencé a dudar de mis posibilidades de guardarlos en un cajón a esperar tiempos mejores (para mí, no para ellos) y así volver a la tranquilidad y al amparo de escritor de mis propias imposibilidades.
      Cada uno salió por su lado y con eso recuperé cierta confianza. No esperaba que se volvieran a encontrar en la parada del colectivo. No había necesidad de que eso sucediera, de que sus casas se encontraran a sólo unos minutos de distancia.
      Rubén bajaría primero quedándose por un momento mirando la parte trasera del ómnibus que se llevaba a Teresa, quien comenzaría a sentir un leve cosquilleo a la altura del bajo vientre acusándola de timorata: vamos, Rubén, no te quedes ahí parado, corré otra vez hasta esta ventanilla y saludame desde abajo, dejame aunque sea un rastro de tu mano dibujando un arco iris para mis esperanzas ocultas. Mientras tanto Rubén: vamos, Teresa, asomá tu mirada por la ventana, prometeme que nos vamos a volver a ver en el próximo viaje, en la próxima salida que hagamos a buscarnos desesperadamente por las carteleras y las paradas que indican hacia donde vamos, para confesarnos hacia donde queremos ir.
      Aquello había comenzado a irse de mis manos. Traté de corregir sus direcciones, busqué mudarlos de barrio, complicarles el encuentro. Pero no hubo caso, ellos ya se habían propuesto una cita a mis espaldas. Yo lo tomé como un acto desafiante y desconsiderado. Parecía que se habían olvidado de que si no hubiese sido por mí, no habría ni Teresa ni Rubén. Los dejé solos para que hiciesen lo que les placiera. Al fin y al cabo, yo tenía mis propios problemas, mis íntimos roces con lo desconocido, mi propia parada en la que estaba detenido hacía mucho esperando a que aquella mujer de febrero pasara nuevamente y me dirigiera una mirada de bienvenida a subirme otra vez a su bondi. Si ellos se sentían tan seguros para escribir sus propias vidas, pues que lo hicieran. Bajé a la cocina, guardé la botella de vino que quedó a la zaga y me fui a la cama. Estaba claro que iba a ser otra noche larga.
       Una semana después, ya un poco más tranquilo, los encontré en una plaza compartiendo el sol de la tarde y un chocolate. Supe inmediatamente que ya no sería posible retomar nunca aquel propósito de distanciamiento, que aquello que había comenzado como un pasatiempo nocturno era ahora una historia que tenía su dinámica propia, que elegía sus lugares y sus horas, que seleccionaba sus palabras desde el corazón de sus protagonistas sin prestarle casi ninguna atención a la gramática o a cualquier otra regla literaria. Rubén y Teresa habían decidido escribir su propia historia y yo debía asumir la realidad y actuar en consecuencia.
     Los observé a una distancia prudencial. Vi el movimiento de sus cuerpos, los mensajes de sus miradas que ya no se ocultaban, que lanzaban fuegos artificiales sobres sus oscuridades iluminando sus secretos ocultos; que desplegaban carteles arrastrados por unas avionetas publicitando la fortuna del encuentro con promesas imposibles que, como tales, arrojaban al vacío en ese mismo instante el peso de la responsabilidad de ser cumplidas. No fue sencillo para mí volver a involucrarme en la historia. Aquel era un espectáculo olvidado ya por mí. El espectáculo de la conquista, de la batalla eterna del amor que nunca terminará por más que todos los augurios indiquen una derrota inevitable. Rubén era lo inevitable para Teresa y Teresa era lo inevitable para Rubén. Yo, quien sabe por qué, había tratado de desconocer ese hecho que comprendía bien lo que significaba: que cuando nada es estrictamente necesario o imprescindible, cuando ya no importa romper con aquello que está perfectamente establecido y ordenado, cuando lo fácilmente evitable se vuelve inevitable, pues bien amigos, he ahí el destino.
      Después de meditar unos minutos una decisión ya tomada, decidí abandonar mi parada para ocuparme entonces de Teresa y Rubén. Finalmente, ellos tenían mucho más para ofrecerme que esas estúpidas cartas a las que ya les había dedicado demasiado tiempo, demasiadas energías, demasiada saliva para unos sobres que terminaban siempre muriendo frente a unas puertas que jamás se abrirían nuevamente, por las que nada más tenía para apostar unas esperanzas elaboradas caprichosamente bajo los efectos perniciosos del insomnio.
      Ahí estaban Rubén y Teresa esgrimiendo orgullosa y valientemente todas las dudas de las que yo carecía por haber pasado tanto tiempo confeccionando certezas cobardes, inútiles y, peor aun, falsas. Ellos, en cambio, eran puro presente abrazándose a cualquier viento, sin brújula ni mapas para encontrarse, desafiando los cruces y las diagonales, los desvíos y las modificaciones sorpresivas de recorrido.
     Ellos tenían todo lo necesario para estar ahí. Tenían el sol y tenían el chocolate y ese banco de plaza escrito con los nombres de otros amantes que habían dejado testimonio de que el amor se reproduce incesantemente sin importar la constante repetición de los dolores y las desesperanzas y las tragedias. Y acaso, eso sea porque el amor avanza empujado por su peor enemigo: el olvido. Porque olvidar un viejo amor es abdicar para que comience el reinado de uno nuevo. Y a rey muerto, rey puesto. Y quien golpee las puertas del olvido voluntariamente será quien finalmente mande al destierro a los viejos recuerdos que atormentan cuando los engaños inventados para sobrevivir ya no funcionan.
      Sí, ahí estaban Teresa y Rubén probándose las coronas, proponiéndose la proscripción de un pasado ya sin chance, corriendo el telón para que comenzara una nueva película. Y ahí estaba yo asumiendo de una vez por todas que debía ir hacia la única puerta que podría salvar mi reino: la de mi propio olvido.
      Aquel día subí con ellos al colectivo y los acompañe en su vuelta. Rubén siguió de largo y no se bajó en su esquina. Yo sí. Creí que estaba bien hasta ahí, que mi presencia ya no era necesaria, que el sólo hecho de no intentar convencerlos de la ficción en la que los había metido alcanzaba como para que el resto se escribiese solo.
      Caminé hasta mi casa en silencio. Veía pasar los colectivos y buscaba detrás de los vidrios de las ventanas lo que ya no esperaría más en mi parada habitual. Observé aquellas personas resguardadas detrás de las ventanas de los coches, inmunes a cualquier influencia de mi parte. Caras desconocidas a quienes traté en otros tiempos de darles una personalidad ficticia basada en mis propias elucubraciones. Entonces, volví a recuperar el control de mis ojos concluyendo en que, en realidad, no sabía qué estaba buscando. Luego, con la misma naturalidad, dejé de mirar para el costado y me enfoqué hacia el frente. Delante mío aparecían los colores novedosos de las veredas de casas desconocidas, con jardines y parques y árboles otoñales que esperaban su primavera. Puertas descascaradas que guardaban secretos de familias que habían atravesado sus marcos entrando y saliendo hasta mudarse a otras direcciones con historias tan parecidas y tan distintas entre sí. Miraba esos umbrales e imaginaba los amores que se habrían dicho adiós para siempre desde sus bordes. Por un momento me detuve en una de esas puertas tratando de reconocer alguna marca, alguna seña particular que pudiese indicarme si es que por ahí alguna vez se había arrimado un cartero con una carta como aquellas que yo ya no escribiría. Porque desde que dejé de ver a Rubén y Teresa ya no me ocupé más de aquella imagen de un pasado que se fue definitivamente con una mujer en un colectivo que jamás volvió a pasar cerca de mis esperanzas. Ya no.
      Y así llegué hasta este ahora, donde lo que me ocupa es caminar estas calles nuevas buscando paradas donde haya otras Teresas y otros Rubén encontrándose a pesar del mundo, a pesar de las despedidas y los olvidos, de las amenazas de los destinos inciertos. Un destino como ese que me hizo abdicar un día a las cartas anónimas a favor de los nombres propios del amor invencible.

RR

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