Aunque
si vas a mirar llover, tal vez deberías estar preparada para la
tormenta y las inundaciones, para los charcos que se arriman a los
cordones de tu calle que corre paralela a la mía aunque -afortunadamente
para vos- a una distancia prudencial, sin chance de que se nos mezclen
las aguas. Es que por mi calle mugrienta y plagada de pozos
bajan siempre corrientes turbias arrastrando hojas empapadas de pecados
inconfesables y restos de pasiones olvidadas tardíamente. Pasan
historias sin moraleja ni finales esclarecedores, que no dejan más que
una insatisfacción permanente. Y esto vos lo sabés bien, nada es más
perverso y amenazante que una historia sin final que puede aparecer de
la nada en cualquier momento a cobrarse su deuda, a arrimar pruebas que
ya no tienen vigencia: el aroma amable de recuerdos falsos construidos
de reencuentros improbables; recuerdos basados en esperanzas que, sin el
necesario gusto a trasnoche de cerveza fresca y promesas irresponsables
ocultas bajo la ceguera del orgasmo compartido en una cama, son la nada
misma.
En mi caso tampoco confío demasiado en esos rayos de sol que puedan asomar tímidos cuando, en medio de una tensa calma momentánea, parece que finalmente va a limpiar. Porque cuando creo que lo peor ya ha pasado y que todo aquello ha ido a depositarse el fondo del mar justiciero, el ciclo de la lluvia vuelve a empezar. Y las nubes cierran otra vez el cielo y el viento arranca otra vez las hojas y tu calle sigue tan lejana como siempre y se me vuelven a juntar los charcos en los agujeros que van dejando las horas sin llenar, los versos sin terminar y, lo peor de todo, esta manía de pararme como un perro abandonado en mitad de la calle a interpretar este diluvio universal, a intentar torcer el tiempo despiadado de la memoria hacia otro menos oscuro, hacia alguna pequeña galaxia perdida que me muestre otras estrellas que no indiquen siempre tu norte, que no dibujen permanentemente las constelaciones funestas de tu figura recortada en mi carta natal como un destino inevitable.
Por eso, tené en cuenta que maldecir la lluvia no servirá para evitar nuestro inquebrantable desencuentro porque, queramos o no, la lluvia siempre nos terminará juntando aunque sea en una hoja. Como pasa ahora mientras veo en la ventana las gotas pegadas al vidrio como diminutas lupas que amplifican esta pequeña soledad que me ha dejado tu enorme silencio, que como un desleal aliado tuyo me levanta cada tanto de la silla a mirar como, por el cordón de la calle, corre torrentosa el agua que sospechosamente aminora su velocidad en cada esquina. Y a mi me gusta imaginar que tal vez lo haga para preguntar por la tuya, por esa calle distante a esta tempestad que se agita sobre mí cada vez que vos volvés a ocupar arbitrariamente mi cielo como una nube negra, cargando mis pensamientos de rayos impiadosos que después de cada relámpago luminoso truenan tu nombre y hacen temblar la estantería donde guardo todas mis pobres intenciones de olvidarte. Y yo, como un tonto, me dejo llevar y me pongo a pensar en que, en una de esas y a pesar de este aguacero que no cesa, todavía existe la posibilidad de que llegue un día en que esa corriente que baja junto al cordón de la vereda se haga cada vez más y más lenta hasta detenerse completamente frente a tus pies parados en algún lugar desconocido. Entonces, por esas cosas raras de la naturaleza y del clima, este viejo charco se seque y sobre el borde de tu calle quede expuesta una hoja seca parecida a esta contándote acerca de lo que hoy todavía parece un final imposible.
En mi caso tampoco confío demasiado en esos rayos de sol que puedan asomar tímidos cuando, en medio de una tensa calma momentánea, parece que finalmente va a limpiar. Porque cuando creo que lo peor ya ha pasado y que todo aquello ha ido a depositarse el fondo del mar justiciero, el ciclo de la lluvia vuelve a empezar. Y las nubes cierran otra vez el cielo y el viento arranca otra vez las hojas y tu calle sigue tan lejana como siempre y se me vuelven a juntar los charcos en los agujeros que van dejando las horas sin llenar, los versos sin terminar y, lo peor de todo, esta manía de pararme como un perro abandonado en mitad de la calle a interpretar este diluvio universal, a intentar torcer el tiempo despiadado de la memoria hacia otro menos oscuro, hacia alguna pequeña galaxia perdida que me muestre otras estrellas que no indiquen siempre tu norte, que no dibujen permanentemente las constelaciones funestas de tu figura recortada en mi carta natal como un destino inevitable.
Por eso, tené en cuenta que maldecir la lluvia no servirá para evitar nuestro inquebrantable desencuentro porque, queramos o no, la lluvia siempre nos terminará juntando aunque sea en una hoja. Como pasa ahora mientras veo en la ventana las gotas pegadas al vidrio como diminutas lupas que amplifican esta pequeña soledad que me ha dejado tu enorme silencio, que como un desleal aliado tuyo me levanta cada tanto de la silla a mirar como, por el cordón de la calle, corre torrentosa el agua que sospechosamente aminora su velocidad en cada esquina. Y a mi me gusta imaginar que tal vez lo haga para preguntar por la tuya, por esa calle distante a esta tempestad que se agita sobre mí cada vez que vos volvés a ocupar arbitrariamente mi cielo como una nube negra, cargando mis pensamientos de rayos impiadosos que después de cada relámpago luminoso truenan tu nombre y hacen temblar la estantería donde guardo todas mis pobres intenciones de olvidarte. Y yo, como un tonto, me dejo llevar y me pongo a pensar en que, en una de esas y a pesar de este aguacero que no cesa, todavía existe la posibilidad de que llegue un día en que esa corriente que baja junto al cordón de la vereda se haga cada vez más y más lenta hasta detenerse completamente frente a tus pies parados en algún lugar desconocido. Entonces, por esas cosas raras de la naturaleza y del clima, este viejo charco se seque y sobre el borde de tu calle quede expuesta una hoja seca parecida a esta contándote acerca de lo que hoy todavía parece un final imposible.
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