martes, 8 de octubre de 2019

UN TARDÍO PÁRRAFO INVERNAL (devenido en augurio de primavera)


     En un rinconcito, al costado de la ventana, hay una maceta, una macetita, una pequeña vasija marrón devenida en bóveda, en amparo, en refugio, en umbral. Debajo de ese umbral de esperanzas durmientes, se refugian los sueños de un personaje solitario, un poco introvertido, un tanto reservado. Él ha reservado los mejores días para sus peores momentos, para los malos augurios, para los resultados desfavorables, para esas tormentas que vienen para quedarse. Y se ha quedado ahí, al costado de su maceta, bajo la sombra del umbral, día tras día, lluvia tras lluvia. Y cuando llueve él siente que la vida se prepara para brotar algo de la tierra, para zanjar las distancias, para cancelar las deudas, para encontrar lo perdido. Pero él no es un hombre perdido, es más bien un militante de su propia dignidad, un luchador incansable de causas perdidas, un poeta del dolor que sigue al abandono del amor. Y si el amor lo encuentra un día nuevamente no será muy lejos de su maceta, sino al amparo de esos días que se fueron juntando en las hojas que cayeron en otoño y se pudrieron durante el invierno, cuando una lluvia denodada inundó el espacio vacío que se había llenado de silencio. Permanecer en silencio es uno de sus pasatiempos preferidos y se divierte tratando de cifrar las notas de unas melodías compuestas a medida que las piensa. Y cuando las piensa, piensa en ella, en ella y en su maceta devenida en bóveda de sus palabras que nunca escaparon más allá de su umbral, ni en los mejores días, ni en los malos momentos. Esos momentos cuando no lograba encontrar lo perdido entre las palabras. Porque esas mismas palabras saben que le corresponden a ella y a sus ojos marrones que riegan los tímidos adjetivos y los solitarios verbos. Unos verbos que él ubica pacientemente hundiendo una cucharita en la tierra donde se pudren esas hojas que caen cuando afuera truena y llueve y arrecia el viento y él no tiene más refugio que unas esperanzas durmientes y unos augurios que, si fuera por él, preferiría no tenerlos. Pero los tiene y tiene los ojos marrones de ella que llueven sobre su pequeña vasija devenida en custodia de sus mejores días, de sus peores momentos, de la distancia que lo abruma cuando sale de debajo del umbral y todo le resulta desconocido e imposible, como si se hubiese perdido en las palabras por buscarla a ella que ha devenido en la tierra fértil que todavía lo anima a sembrar hojas otoñales para que se pudran silenciosamente durante el invierno. Sin embargo, el invierno pasó y sin darse cuenta brotó la primavera mientras él estaba ahí, custodiando su maceta, su macetita, su umbral, su refugio devenido en vasija de palabras que le pertenecen pero que no le corresponden, porque le corresponden a esos ojos marrones que le llueven a veces y lo atormentan de a ratos y le soplan graciosamente las hojas y lo inundan de un silencio que ahora se pierde en una melodía esperanzada con mejores augurios para estos nuevos tiempos que vienen. Tal vez porque los que vienen sean tiempos de lluvias remanentes de tormentas pasadas que, al fin y al cabo, son los mejores momentos para escribir. Para escribir cartas para ella, claro, y para sus ojos marrones devenidos en causa perdida.

RR


domingo, 6 de octubre de 2019

SUBJUNTIVO


     ¿Adónde van los que no van a ninguna parte? ¿Adónde quedan los sueños ya soñados, los deseos ya cumplidos, los amores olvidados? ¿Dónde están los besos que me diste y que yo juré guardar para siempre? ¿Quién fue el desgraciado que un día nos dijo "siempre" y después tuvimos que aprender a vivir con todos estos "nunca" dándole cuerda a un reloj detenido, con un sinnúmero de contratiempos e imposibilidades que llueven a mares los domingos por la tarde cuando sólo quedan dando vueltas por ahí los suicidas y los sobrevivientes?
     Nos han engañado, querida. Nos han mentido una y otra vez. Mirá afuera, llueve a mares y no hay nadie que nos diga dónde cuernos estamos ahora, qué tan lejos está tu recuerdo de mi memoria, qué tan cerca está tu olvido de esta vida mía que se muere incuestionable. Afuera sólo llueve y estos pobres "siempre" se me empapan al igual que todos esos "nunca" que me dejás un verano tras otro en la memoria. 
     Pero no te confundas, no es esto tristeza y mucho menos un reproche de amante despechado. Esto no es más que lo poco que va quedando para vivir hasta que ya no quede más nada. Y una vez que eso suceda, no habrá ya nada que nos traiga de vuelta, nos habremos ido. Y ahí sí, ahí será para siempre. Para siempre siempre. Por primera vez aparecerá el único siempre verdadero, el de la muerte, el del hasta nunca, el que se lleva las mil palabras junto a esa única imagen que alguna vez pudo salvarlas.
     Qué idiota que he sido. Al menos dejame que te confiese eso. Horas y más horas escribiendo sobre tu ausencia cuando yo mismo me estaba convertido en una. Y así, como sin querer, cada palabra escrita fue un pedazo de sombra que se añadió a mi presente. Y ahora ya no soy más que una sombra, ya no queda de mí más que este presente imperfecto, sombrío y permanente que ocupa todos mis tiempos y que habla de todas las personas que he sido tratando de encontrarte: yo, tu, él; un nosotros inexistente, un vosotros desconocido... y allá ellos. Eso sí, al menos no habrá pasado del cual arrepentirse -y mucho menos enorgullecerse-. Y si hablamos de futuro... Bueno, eso pura metafísica, tema para los oráculos y las pitonisas, para el tarot y el horóscopo. Para las sombras como yo, querida, el futuro es apenas una triste entelequia de quien intentó tontamente huir del olvido. Pobre idiota... Nadie escapará jamás del olvido. Nadie podrá nunca ocupar un siempre permanente y real. 
     Sin embargo, y a pesar de la lluvia y del olvido eterno, a veces parece como si quedara una esperanza, una maldita esperanza, una resolana escondida detrás del cielo plomizo esperando su momento. ¿Será que la memoria luchará eternamente contra su propia extinción? No sé la tuya pero la mía es obstinada y rebelde cuando se trata de vos, cuando ya no hay margen de error ni "por dioses" en un bolsillo que quizás me permitieran al menos una borrachera sin esa resaca trágica que, en realidad, no viene de los vapores del alcohol, sino de los aromas de tu cuerpo que aún permanecen atados a mi olfato. Un viento huracanado con olores y sabores perfumados que me llevan directamente y sin escalas desde tu vulva a tu olvido, dejándome en la lona sin siquiera chance de tirar la toalla.
     Ya está, la lluvia ha cesado. Más tarde saldrá el sol o se vendrá la noche. Como sea, esto ha sido todo por hoy y todo se ha convertido en un ayer inapelable. ¿Mañana? Mañana no existe en ninguna parte. Como yo. 
     Hasta siempre. Hasta nunca.

RR


sábado, 14 de septiembre de 2019

SER HUMANO


Todo lo que tenía para dar se terminó cien veces ya.
Se terminaron los amores y el vino para olvidarlos.
Se terminaron las esperanzas y los recuerdos.
Se terminaron las fiestas y los desfiles
y los entierros de gente que ni siquiera conocí.
Se me terminaron las ganas de que amanezca
y se me terminó la suerte del desgraciado.
He barrido con mi cuerpo las penas del alma,
he matado uno a uno los sueños y las risas.
He dejado de llamar a la única persona que me atendía el teléfono.
He soltado todos los globos y todas las palomas
y todos los suspiros.
He atado una soga a un tirante y me he muerto de miedo.
He bajado las escaleras al infierno y vuelto a subirlas
por no encontrar refugio para mis demonios.
He cruzado los siete mares y he vuelto siempre al mismo pozo.
He renunciado al querer y al deber y al poder y al hacer.
He dejado que todo muera y renazca cuando tenga que renacer.
Me he trepado a los árboles buscando una mirada.
He saltado al vacío sin romperme un solo hueso,
sin agrietar una sola de mis intenciones
y he logrado salir pavorosamente vivo.
He fortalecido mis debilidades y he contado hasta diez.
He encontrado a la mujer de mi vida y me he ido sin despedirme.
He negado lo innegable
y no he logrado acallar los gritos que nacen adentro.
He callado mi nombre y el de mis padres.
He saludado a los desconocidos
buscando sentir calor en las manos.
He tirado al mar una botella con una hoja en blanco.
He escrito cartas para mujeres de otros hombres
y he abdicado en sus nombres.
He soltado una carcajada en cada universidad
y en cada templo.
He profanado la fe y los misterios, la magia y los saberes.
He vuelto a mi casa a escondidas y he llorado en la puerta.
He prometido siempre y nunca he hecho nada.
He salvado las distancias y he hecho las paces,
pero he roto las promesas y deshonrado mis palabras.
He querido más de la cuenta,
más de lo necesario y más de lo deseado.
He visto morirse a mi perro y al niño que se fue con él.
He llegado hasta acá sin saber cómo ni cómo he de seguir…

Pero he decidido quedarme y ser humano y equivocarme e intentar besarte aunque que me des vuelta la cara, aunque me grites que me vaya para siempre y jamás lo haga, y sentarme y escribir mi nombre al lado del tuyo en cada papel que encuentre, en cada pared de cada calle, en cada noche de cada vida que me quede. He venido a desafiar al destino y a las cartas que marcaron mi suerte, a bajarme del caballo y caminar descalzo detrás de tus huellas, a cortar la manzana del árbol y alimentar la serpiente y renunciar al paraíso de las camas quietas y heladas buscando arder en tu sexo hasta consumir la vida.
Sólo decime que no he llegado tarde.

RR


martes, 27 de agosto de 2019

RETAZOS SECOS DE UNA HISTORIA DE AMOR IMPOSIBLE


     ¿Yo? Yo no soy nadie, mi querida. Yo soy pasto seco, aljibe vacío, verso perdido. Yo soy un ignorante y un ignorado, una nube sin cielo, el espeso lugar para las interpretaciones ajenas. Yo, amiga mía, no soy más que lo que se ve, un espacio sin nombre al final de la lista de los redimidos. Yo soy un imperdonable, un ave de rapiña, un predador depredado. Soy una especie extinta que jamás debió haber existido; un sombrero en la cabeza equivocada, un amante echado de la cama, un paria en el corazón de la mujer de la vida de otro. Yo, ya que preguntás, ni siquiera he sufrido la desgracia de haber nacido para, aunque sea, morir contento batiendo al enemigo.

     Pero mejor así, mejor el desengaño anticipado a las expectativas, mejor la completa conciencia de la imposibilidad de encontrar un oasis en el desierto o una forma humana en mis huesos. Mejor disfrutar de una muerte segura que atarse a falsas expectativas de vida, a amores imposibles que solo son el inútil intento de perdurar en un corazón cerrado por demolición. Mejor prescindir de lo imprescindible, dejarse tragar por la tierra y soltar las palabras camino al infierno y que la historia la cuente otro. No, no ha valido la pena ni nunca la valdrá. La pena nunca valdrá la pena. Mejor aceptar que lo peor todavía ni siquiera llegó. Mejor creer que puedo maniobrar entre mis propias palabras sin sentido antes que atarme a la desgracia de someterme a las ajenas. Mejor así.

     Sin embargo, es una pena darle el gusto a los chismosos, darle una importancia que no tienen, una supuesta sabiduría que no poseen. Es una verdadera pena restringir las palabras para remediar el escaso tino de quienes se ven imposibilitados de acertarle al centro de sus propias cuestiones y disparan opiniones impunemente. Una pena, diría yo, no aprovechar en este mismo momento la impermeabilidad de los sentimientos para dejarse llevar y caminar contentos bajo la lluvia sin temor a empaparse, a rescatar caracoles del asfalto y devolverlos al pasto. Una pena, che, una pena... De todas maneras, gracias.

     Pero, ¿por qué miedo? No, miedo no. Porque nunca busqué ser ni siquiera un recuerdo: ni una ausencia en la vida solitaria de nadie, ni la presencia incómoda en una foto ajena. Jamás me comprometí a saldar las deudas que va dejando el tiempo, ni a llenar los agujeros que dejan los corazones cuando estallan en mil pedazos. Solo intenté satisfacer mi egoísmo y mis vanidades sin invitar a nadie a montarse en esta locura de querer ser yo quien escriba en documentos apócrifos un pasado mentiroso de alguien que, a decir verdad, nunca existió. 

      Así que no me malinterpretes, no existe valentía alguna en todo esto. Lo único que hago es escaparme hacia la cobardía de los pusilánimes, de los vencedores tramposos que se cuelgan medallas de lata compradas en un bazar y se venden al mejor postor. Porque no puedo cargar ni siquiera con el peso de la derrota, porque el mundo condena a los vencidos despojándolos de toda virtud para enlistarlos en las filas de la vergüenza. Entonces, no queda otra opción que ser este impostor que arroja la piedra y esconde la mano, que abre la boca y maldice los amores y alaba los desengaños. Y jura con gloria morir.

     Esta es la búsqueda del silencio, de las voces acalladas por la muerte, del adiós al amor que ya no volverá, de la mirada del niño aquel que fui y que no pudo acompañarme. Es la búsqueda de los próceres desterrados, de los autores anónimos exiliados voluntariamente en los diarios íntimos de los narcisistas, de los amantes clandestinos enamorados de lo imposible. ¿Qué busco? Lo que nadie quiere: convertirme en una sombra y desaparecer de esta tormenta de frases hipócritas y falaces para correr sin que nadie me vea a abrazarme a tu olvido.

     Y si hasta el sol tiene sus puntos oscuros. Si hasta el cielo más celeste en algún momento se cubre de grises y nos permite disimular las lágrimas debajo de las gotas que transpiran las ausencias y las angustias. ¿Qué esperás de mí? Si ni siquiera logro arrodillarme ante Dios para suplicar misericordia, si ya he perdido las ganas de suplicar y solo creo en tomar aquello que la tierra me ofrece, que tus ojos me brindan, que mis propias oscuridades me ocultan. ¿Quién podrá mantener los sueños a flote cuando el mar arrase con la arrogancia y el narcisismo de creerse indispensable? No, indispensables son los locos que nos hacen creer que estamos cuerdos; indispensables son la música y los soles y las oscuridades y los amores que jamás volverán. Aparte de eso, indispensable no hay nada.

     Y qué bueno que seamos solo algunos los que nos hundamos en este naufragio silencioso en la mediocridad, que haya aunque sea unos pocos que puedan nadar entre los restos mal olientes de las desgracias y sobrevivan y alcancen con su talento las costas de alguna isla perdida donde entierren sus tesoros. Qué bueno será cuando un día la marea desentierre los cofres y salgan a la luz aquellas emociones retratadas en una foto o en una pintura, anotadas en papeles o en canciones: las angustias y los fracasos, las soledades y los amores, la distancia que a veces hiere el tiempo y las alegrías inexplicables que nos ilusionan con una muerte sin dolor. Que bueno, amiga, que no te des por vencida ni aún vencida, ni aún en la más pavorosa de las derrotas que nos aguarda paciente, que nos acecha oscura de un lado y, quién sabe tal vez, luminosa del otro. En serio, qué bueno...

     Y así, sobre los silencios y las penas, se ha envuelto una alegría pasajera que se irá mañana o pasado o en un rato nomás, cuando acabe esta canción y tus ojos se cierren una vez más en mi corazón que los guarda junto al recuerdo del aroma de tu cama emplazada en medio de los cien barrios porteños que bailan entre tus dolores y mi lejanía que no es tal, que es solo una parte de esta historia.

     Entonces, vas a tener que esperar; por las lágrimas y por el enojo, por la risa y por el cielo rosa que anuncia los vientos que despejan. Vas a tener que meter los pies en el barro y rescatar el alma que se pudre al calor de la desesperación y el olvido. Sí, vas a dejar todo: los amigos, el trabajo, los maravillosos soles y los tormentosos atardeceres. Vas a dejar tu vida y tu muerte. Vas a dejar tu lengua llena de palabras sin destino y vas a escribir los poemas más tremendos y vas a escuchar las más tremendas armonías. Pero tranquila, va a aparecer. Un día va a dejarte una carta por debajo de la puerta en medio de la noche o va a soltar una palabra en el cielo celeste para que la veas, una palabra que solo vos podrás entender. Una sola.

     A la vez también entiendo (después de mucho tiempo de deambular por el desconcierto) que todo no es todo aunque sea algo, que el resto también importa aunque solo sea el resto, que los dires y diretes del día a día también pesan en la balanza donde todavía sigue pesando el recuerdo de aquella noche en tus sueños. Entiendo también que por más que glorifiquemos los besos y las bocas, las noches y los sexos, las manos y el alma, de vez en cuando hay nubes y ventarrones y tormentas que pueden desatar lluvias desgraciadas de tristeza. 

     Y todo finalmente terminó en silencio, entre el canto de los pájaros que agradecían la tormenta y proclamaban el final del amor. Todo fue jugado sin guardar nada, sin pensar en el futuro ni en las consecuencias de algo que aún ni siquiera existía. Y como toda flor debería marchitarse en la tierra, todos los amores deberían poder encontrarse antes del fin, antes de que el corazón profeta decida morirse dejándonos todos los adioses atragantados en la piel.

RR


jueves, 22 de agosto de 2019

SEGUNDOS ANTES


Que cuando la muerte llegue me dé al menos unos segundos para mirarme al espejo por última vez. Sólo unos pocos segundos, unos granitos más de arena que caigan de regalo para poder mirarme a los ojos y brindar por quienes ya no volveré a ver nunca, para poder dejarles en la puerta del túnel a cada uno lo suyo:

un apretón de mano en silencio a la vida, sin reproches, ni rencores, ni llantos porque, al fin y al cabo, cada uno hizo lo que pudo;

un abrazo a esos amigos póstumos que deberán inventarse algunas historias si pretenden declarar que me conocieron, que saben quién fui, qué cobardías me acobardaron y qué extraños placeres me llevaron a la ruina de encontrarme ahí, al filo del olvido;

una última sonrisa para mis padres que ya deberán haberse ido antes que yo, antes de que hubiese sido posible romperles el corazón violando esa ley natural que dice que los padres deben irse antes que los hijos; porque si existe la vida después de la muerte, no queda mucho más que la muerte cuando los hijos se van antes que los padres;

un cariño imperecedero a los perros y los gatos que circundaron mis tristezas a la hora de las soledades desprevenidas; una última caricia de niño a sus miradas que dijeron todo lo que hizo falta en el momento justo;

y por último, un último párrafo, escrito como este desde las sombras, para los amores que me mantuvieron con vida mientras moría por ellos, que sostuvieron el vilo de la fortuna del encuentro hamacando mis alegrías en el columpio de sus intimidades; intimidades a las que pude acceder alguna vez aunque sea por un rato y que ahora recuerdo como esos días felices que me uno se lleva a cambio de saldar finalmente la deuda con la muerte inexorable.

Y quien sabe, tal vez mi muerte finalmente llegue ahora mismo o en unos segundos, apenas caigan estos últimos granos de arena que, ahora que lo pienso, no recuerdo haber visto antes de comenzar a escribir...

RR


martes, 6 de agosto de 2019

¿SERÁ POSIBLE?


     Usted no sabe de mí porque yo soy quien nunca ha sido y quien probablemente nunca sea. Yo soy ese que permanece hundido en temores, en arrepentimientos de último minuto, en miedos importados de sentimientos ajenos. Por eso usted no sabe de mí. Pero, créame, yo existo.
     Detrás del silencio de quien la añora y le escribe desde una distancia y un tiempo infinitos, estoy yo, abrumado por la soledad que me ha sido impuesta por un hombre que piensa que usted podría sentirse invadida, quizás también abrumada por saber de mi existencia. Pero yo existo. Y aunque sólo exista por usted, es justo y menester que le confiese que si no fuese usted, probablemente sería otra. Pero eso es harina de otro costal. De este costal son mi existencia y la suya, y son todas esas cosas que me gustaría hacerle saber, hacerle llegar, adjuntarle con un abrazo que arme a nuestro alrededor un corral donde liberar mis sueños acorralados, mis decires sometidos, mis cuentas irresueltas.
     Discúlpeme, tal vez esté siendo un tanto atolondrado al expresarme. Es que me ha sorprendido la negligencia de mi carcelero que se ha descuidado e inesperadamente me ha dejado librado a mi suerte -y claro, a la suya-. Por eso debo aprovechar este momento para contarle quien soy.
     Yo soy ese que vive en la oscuridad de este señor que la admira y la desea sin jamás solicitarle un favor o una gracia. Este buen hombre que anda ahora por ahí perdido por las calles, sin animarse a abandonar ese falso desconcierto para ir hasta su domicilio a golpear su puerta esta misma noche. Un hombre armado nada más que con el coraje ficticio que nace de la locura de creer que sólo sería un posible candidato a meterse en su cama por una distracción del destino. No lo juzgue mal, no es un pelele cobarde y deslucido, ni lo hace de mala fe. Es que él sostiene con vano orgullo la bandera del amor como un encuentro mágico y no como un tesoro que debe ser buscado con mapas apócrifos entre señales inexistentes. Es por eso que él nunca se animaría a presentarse intencionalmente un día cualquiera en alguna de esas encrucijadas que usted transita de vez en cuando. Nunca sería capaz de acercarse hasta sus surcos para caminar a su lado con la sola excusa de cobijarse del desconcierto general que provocan los años que pasan, las horas que se suceden y que van dejando recuerdos como hongos plagados en la memoria.
     Sí, así es, yo soy uno de esos hongos. Una mancha de humedad que se ha esparcido hasta los límites del decoro de este tipo que, déjeme que le diga, la quiere. Sí, la quiere. No es que sólo la desea y anhela llevar a buen término ese deseo para satisfacer su ego o los instintos que lo poseen cada vez que piensa en usted. No, él la quiere y suspira su deseo en silencio ocultándolo en su sombra hasta que el sol se pone y, entonces, aúlla su nombre en la oscuridad de la noche desprovisto de cualquier forma humana, para atravesar finalmente el duro proceso de transformación que lo convertirá nuevamente en un tipo común y corriente, sin una sola marca en su piel que permita sospechar del río de lava que corre por sus venas y lo consume cuando una mujer con esos rasgos suyos tan particulares se cruza en su camino.
     Porque su peor castigo consiste en la fantasía de ver en todas el talle de su cintura, el color de sus ojos, el plano que corre desde su frente hasta la punta de su nariz. Él cree percibir en todas las mujeres que caminan a lo lejos, su indiferencia y su despreocupada libertad. Esa libertad que usted expone en sus pasos, que seducen su mundo de probabilidades negadas y que logran, aunque sea por un momento, sacarlo de su escondite y lanzarlo a la conquista inútil de hojas y más hojas que de nada sirven, que sólo lo retrasan y le impiden acudir al remedio infalible del olvido. Un remedio que, por otra parte, terminaría definitivamente conmigo.
     ¿Me entiende ahora? ¿Entiende este apuro que me ha empujado esta vez a mí sobre esta hoja que ha caído no casualmente en sus manos? Porque, así como todo esto no es una casualidad -ya sé que usted no cree en ellas-, no es tampoco el destino, ni es un designio misterioso. Nada de eso. Todo esto no es ni más ni menos que el producto de mi intencionalidad declarada, de la mismísima realidad abriéndose paso entre los guardianes que custodian el muro que aquel pobre hombre jamás atravesará. Y si yo he llegado hasta usted es para que sepa que el tiempo se me acaba, que las muertes se suceden llevándose las horas que parecían interminables y que me mantuvieron escondido entre líneas, en esos espacios donde él esconde su nombre.
     Y usted quizás piense que él es un cobarde, que si verdaderamente la quisiera como dice quererla, no le importaría lanzarse a un naufragio seguro, ni nada le impediría nadar hasta la orilla de su isla desierta para internarse en su valle encantado. Y puede ser que usted tenga razón. Pero eso ya no me corresponde juzgarlo a mí. Porque yo no creo como él en el milagro del amor ni en los encuentros casuales. Ni siquiera creo en este mapa que traigo en mis manos y que yo mismo he dibujado con determinación y pretensiones verdaderas.
     Porque yo, querida, sospecho que usted tampoco es quien dice ser. Dígame, por favor, si es posible esto. ¿Es posible que usted sea también un personaje de una historia como la mía, un títere movido por los hilos de otra persona igual a este hombre de quien le he venido contando? ¿Es posible que, al igual que yo, haya estado usted esperando un momento de distracción para huir de ella? Por favor, déme una respuesta. ¿Es posible que haya soñado usted con el día en que yo llegase como he llegado ahora finalmente hasta su puerta para librarla de unas cadenas que la mantienen cautiva en un silencio que todos creen que es olvido? ¿Será posible que seamos nosotros los verdaderos escritores y ellos sólo los personajes de una historia mal contada?
     Vamos, aprovechemos, volemos al cielo que nos espera afuera de esta jaula hecha de papeles y palabras estériles, huyamos del fastidio de ser ellos y seamos de una vez por todas nosotros, tal vez no tengamos otra oportunidad.
     Tome mi mano, agárrese fuerte. Nos vamos para siempre.

RR


martes, 23 de julio de 2019

CUANDO LLEGUE EL DÍA


Mirá mis manos encalladas, cuarteada la piel, con sus líneas que ya no conducen sino a la muerte. 
Mirá mis uñas astilladas, mis nudillos sangrados. 
Mirá mi cara envejecida, arrugada y mugrienta. 
Mirá mis ojos achinados, ciegos, vacíos. 
Mirá mi pecho hundido y mis brazos entumecidos. 
Mirá mi sexo agotado, mis piernas flacas y mis rodillas trabadas, mis pies heridos y ya sin pasos. 
Mirame, mirame bien. 
Esto es todo lo que le dejo al mundo, esto es todo lo que tengo para alimentar la tierra: un cuerpo listo para pudrirse en el olvido de la gente, para alimentar las plantas y los gusanos, para consumirse en el fuego o para ser descuartizado por la ciencia o por los perros, da igual. 
Mirame y date cuenta de lo que el tiempo le hace a la carne y a los huesos, cómo corroe las esperanzas y los deseos, cómo apacigua las pasiones y las furias. 

Vamos, mirá todo lo que quieras mirar. 
Revolvé mis cajones y mis papeles. 
Arrimate a mi guitarra que siempre tiene algo que decir. 
Buscá entre los libros las notas de un pasado que esperaba un futuro. 
Escuchá mis discos con las rayas de las horas en mis canciones favoritas. 
Releé mis cartas entre líneas. 
Abrí los cuadernos que contienen borradores humedecidos y sin correcciones. 
Subite a mi viejo auto y manejalo a cualquier lugar para recuperar una de las formas que tenía mi felicidad a veces. 

Una vez que hayas hecho todo esto, habrá sido todo, querida. Porque no hay nada más que eso y todo aquello que nos hemos dicho, que nos hemos besado, que nos hemos derramado con las piernas entrelazadas y la mente en blanco.
No hay más nada que todo eso que nos dolió en el alma, que nos rompió el llanto, que nos dibujó una sonrisa y nos parió cada día. 
No hay más nada que lo que vivimos, lo otro fueron sólo planes, suposiciones, sospechas, presunciones, pronósticos, esperanzas, expectativas… Nada. 

Es necesario entender que no seremos nunca, más de lo que fuimos. 
No seremos un espíritu santo ni un mesías crucificado. 
No seremos ni almas en pena ni ángeles milagrosos. 
No seremos héroes ni mártires. 
Y para nosotros, sólo para nosotros, seremos nada más que un amor pretérito imperfecto conjugado de momentos buenos y malos, de triunfos y derrotas. 
Seremos nuestro mundo, combatido, luchado y conquistado en el barro. 
Seremos un reflejo más de un sol terco que vuelve a salir a pesar de la noche y la luna, de vos y de mí, de la vida y de la muerte. 
Así es, seremos todo eso que negamos hasta último momento, hasta el suspiro final. 

Y entonces, cuando todo eso también deje de ser, seremos finalmente el silencio que nace en este mismo instante. 

RR


martes, 16 de julio de 2019

ENTRE GALLOS Y MEDIANOCHE


     Adiós, me estoy yendo de este mundo. Así, de a poco, diciéndole hasta siempre a los amigos entrañables, dándole la mano a aquellos que intentaron sostenerme y a los que me empujaron disimuladamente. Así, contando estos últimos minutos que pasan y las últimas palabras que escribo para los besos denodados que guardo en un viejo frasco de mermelada y que dejaré a la salida en una alacena al cuidado de las sombras de los tiempos infinitos que pertenece a los amores verdaderos. Así, sin titubeos ni dudas ni nombres falsos, sin ir a la pesca con treinta y tres, sin intentar ocultarme por esta vez en las andanzas de un hombre valiente. Así, celebrando la dicha de haber vaciado el alma en los destinos inalcanzables de las mujeres que he visto partir de mi lado con rumbo a la lejanía, sosteniendo para ellas en mi lengua adioses innecesarios, guardando en renglones infinitos los adjetivos que salieron orgullosos hacia sus ojos y sus pechos que cobijaron mis noches de angustia, cada trazo de esta tinta enloquecida que nunca alcanzó para explicar lo que ni yo mismo podía entender. Y ya no busco entendimiento, no más, ni mío, ni vuestro, ni de nadie. Porque, al final, solo queda ir siempre recogiendo lo que hay en el camino, lo que sea, piedras o flores, lágrimas o risas. 
     Y llegaré a la muerte como llegan todos, entre gallos y medianoche, después de beber el último sorbo de vida. Moriré de frente a esa nada inexplicable. Llegaré a esos páramos y quizás alguien me reciba con un gesto de bienvenida, porque, al fin y al cabo, la muerte no discrimina y recibe a todos: ricos y pobres, felices y desgraciados, creyentes y ateos; incluso a tipos como yo que se han pasado la vida muriéndose de ganas, restringiendo los lugares de paso para no cruzar las miradas de los amores que se han alejado implacablemente, soportando el peso de la ausencia (la peor de las cruces, el peor de los destinos). Y en ese momento, seguramente la recordaré a ella como las recuerdo a todas y caeré en la trampa de creer que la quise más de la cuenta cuando, en realidad, solo se puede querer así, sin factores ni resultados, sin estadísticas ni análisis de riesgo. La habré querido como pude y ella habrá evitado sabiamente perecer en ese juego mortal que es el amor cuando se acaba, cuando el corazón se para en seco irrefutablemente y debemos recurrir al rencor y a la excusa, a anotarnos del lado de las víctimas de un fracaso que no es de nadie más que nuestro y, entonces, emprender un viaje hacia el silencio igual a este. 
     Así es, yo me senté a quererla en silencio, a luchar inútilmente cada minuto de cada hora de cada día contra la memoria venenosa que se fagocita el presente llevándonos a vivir entre los besos amortajados y fantasmales que nos persiguen por donde sea que tratamos de huir. Y fui un tonto al tratar de huir de ella, de perderla en las copas de vino, de abandonarla en los poemas a otras mujeres inexistentes. Fui un tonto al tratar de esconderme en los laberintos de palabras que armaba para olvidarla. Inútiles fueron las despedidas y los reclamos piadosos; inútiles fueron las vueltas que dí por los cajones y los armarios de otras mujeres buscando empaparme de un aroma que no fuera aquel suyo tan mío. Inútil fue todo. Porque cuanto más intentaba olvidarla más cerca la tenía, cuanto más buscaba perderla, más la encontraba, sonriente y hermosa como la había dejado. 
     Pero ahora ya está, es tiempo de abandonar los baúles pesados e inservibles del pasado y marchar hacia el único futuro común a todos. Si es que eso es posible, si no es que, en realidad, estamos siempre girando en círculo y nunca nos vamos a ninguna parte; si no es que siempre estamos viniendo hacia este último suspiro eterno que algunos llaman muerte y que se parece tanto a ese rayo que ilumina todas las oscuridades desgraciadas cuando unos ojos, como los de ella, rompen eléctricos las nubes grises de las soledades más tormentosas y despejan los días venideros transformándolos en celestiales. Tal vez, quién sabe. Para mí ya no importa, porque finalmente, un día como hoy, todo se acaba.

RR


martes, 18 de junio de 2019

LA NUBE


     En serio, conozco personas que jamás salen a la calle sin un paraguas en un día de lluvia. Ellos parecen reconocerse entre sí, se amuchan bajo los aleros y los balcones, como si intentaran resguardar sus paraguas del ocaso de la lluvia, de esas gotas que caen renuentes y premeditadas, que rebotan sobre el nylon y saltan sobre esos otros transeúntes que los miran como invocando piedad antes su carencia de resguardo, ante el desamparo de verse ahí, sin paraguas, sin alero, sin balcón que les evite empaparse mientras caminan hacia la parada del bondi o hacia un bar a encontrar consuelo después de que ese amor para toda la vida se revelara como lo que verdaderamente era: una promesa, una apuesta perdida de antemano, una exageración inconsulta y desproporcionada. Vamos, como lo que el amor es en realidad.
     A mí, en cambio, no me preocupan los paraguas, ni los aleros, ni los balcones. Porque yo salgo siempre con tu nube a cuestas. Donde sea que vaya tu nube va conmigo. Y sí, vos sabés bien que cuando hablo de tu nube enseguida se me da por escribir sobre tus gotas y tus gemidos y tus truenos y los rayos indómitos de tus ojos. Sobre tu apocalipsis de media tarde que me derriba y me manda derechito a la cama o a colgarme de una soga de versos que sólo riman con tu nombre, con cualquier sílaba que contenga alguna de las tuyas, con cualquier acento que caiga como una maza sobre tu recuerdo de amasijos hechos de cuerdas y tendones, y que me pone en ridículo ante todo el barrio que me escucha una vez más suplicarle un silencio imposible a mi guitarra. Porque eso es tu nube: una tormenta implacable e impiadosa que nunca va a oír mis súplicas, que va a hacer oídos sordos ante este interminable temporal que se agita sobre mi costa y mis aguas internacionales, sobre ese ínfimo espacio que ocupó tu vida en la mía pero que, sin embargo, fue capaz de fundar una república independiente y soberana de mis deseos. 
     Sí, tu nube, tu lluvia: mi tormento. Tu dictadura proletaria que ha conquistado mi poder y ha hecho suyos mis medios de producción condenándome a escribir siempre en tu nombre. En tu nombre y en el de tu nube que me llueve desaforada, que me somete a la dialéctica de una historia que no tiene fin, que nace y muere y vuelve a nacer y vuelve a morir y vuelve a nacer...
     Hay gente que no puede enfrentar la lluvia sin un paraguas. También existe gente que atraviesa cada tormenta bajo una lluvia torrencial resignándose a caminar fuera del alcance de los aleros y los balcones. Están también -¿por qué no colocarlos en esta nómina?- quienes caminan felices al amparo de un abrazo, contando cada gota como si fuese una bendición, como si cada una de ellas diera testimonio de vida, como si cada chapoteo de sus pies en los extensos charcos que se forman en las bocacalles fuese un alegato a favor del amor. Un amor por el que -es necesario aclarar- ellos mismos deciden saltar al vacío, sin necesidad de ninguna otra razón más que el agua que cae y los moja y los empapa y los empuja hacia la casa de alguno de ellos (otra vez ellos) a secarse los cuerpos para volverlos a humedecer sobre una cama con la boca y los ojos y las ganas de mantenerse para siempre así, húmedos, expectantes, alertas, tormentosos, fugaces.
     Ya vez lo que puede hacer tu nube perdida entre todas estas que ahora ocupan un cielo que parece que se va a caer sobre mí. Por eso nunca trato de escapar de ella, porque sé que es inútil e inconducente. Porque si hubiese podido huir de ella, lo hubiese hecho hace ya mucho tiempo atrás, cuando todavía sostenía la bandera del olvido posible como un cruzado; cuando murmuraba tu nombre mientras observaba la lluvia caer pensando "siempre que llovió, paró". Cuando todavía creía que, en alguna parte, existía un paraguas, un alero o un balcón capaces de protegerme de esta tormenta, de tus gotas amorosas cayendo, constantes y mortales, sobre mi mente atormentada.

RR


jueves, 13 de junio de 2019

STILL


maybe is time to you to know
because you must know how difficult still is to write about you
and you must know how even more difficult is not to write about you
write this kind of things that could never been even close to your space

and you also should know how much I miss you
how much I miss that space
that beautiful space that surround you while I miss you
while I'm here, out of any space
writing about you

you
who I still miss everytime that I write about anything
for you or for the other ones that I named after you
I remember one day I decided not to name you anymore
I started to call you just Darling
but it was unuseful 
and I finally lost my own memories fighting you
I couldn`t never lose you
I just lost my self

and now
with no memories in my pockets
I still remember you
your name
just yours
always yours
your space..

but don`t worry
I`m far, far away from you
I`m in a far away blues
in a far away crossroad`
where the lonely ones comes to find the devil
and die later with eyes closed
a poem
and a broken bleeding heart

and here is where I'll stay forever
or maybe not
who knows
maybe I`m just a poor guy who lost his mind
or maybe is just that I still in love with you
still
maybe
who knows...

RR


martes, 11 de junio de 2019

MI ROMANCE CON PATRICIA (Un amor entre infortunios y desgracias)


     De todos los amores que he tenido (y que tampoco han sido tantos), hay uno que siempre recuerdo particularmente y del cual nunca he hablado. Mi romance con Patricia fue un romance de infortunios y desgracias. Y no es que ella me haya producido infortunios o desgracias, es sólo que parecía que nos encontrábamos únicamente en ocasiones de ese tipo. A veces era en algún hospital por causa de un accidente -propio o de alguien conocido-. Otras veces podía ser en alguna reunión de amigos en donde, por alguna razón misteriosa, siempre se desataba algún conflicto que llevaba al caos y al total desentendimiento entre todos los asistentes; menos entre nosotros. 
     Nosotros parecíamos llevarnos mejor que nunca cuando el desorden y la confusión copaban la atmósfera que nos rodeaba. Parecía como si cada uno buscara refugio en el otro para resguardarse de los acontecimientos. Pero el lugar donde el amor nos poseía irresistiblemente era en los velorios; ahí sí ardíamos de pasión y terminábamos escapándonos apenas se renovaba el llanto de alguno de los familiares del finado que arrastraba irremediablemente a casi toda la concurrencia. Nunca sentimos ningún remordimiento por abandonar al muerto y a sus deudos. De todas maneras, a ninguno parecía importarle demasiado nuestra presencia (sobre todo al primero). Para nosotros, no era algo que pudiésemos negociar, cuando llegaba el momento, estábamos en las manos de cupido y sus inoportunas flechas. Tampoco nos planteábamos las razones y los por qué de nuestra relación. Una relación que se movía al ritmo de las páginas de policiales y obituarios. Había algo en nosotros que nos ponía en alerta apenas se desataba alguna pequeña o gran catástrofe y nos hacía correr al encuentro; era como una especie de alarma de bomberos que cuando sonaba, nos lanzaba por un tubo directo a esa mirada que incendiaba todo cuanto estaba a nuestro alrededor.

*

     Nos habíamos conocido sin querer. Los dos éramos profesos practicantes del silencio. Asistíamos a reuniones de amigos en común y opinábamos sobre todo con las mismas displicentes miradas. Ese tipo de complicidades de quienes se buscan en el aire para motivar la gracia de algo que, estando solos, no la tendría. Pues bien, nosotros compartíamos esos invisibles resquicios de ignorancia que rara vez dejaban aquellos sabios participantes que hacían gala de su enorme capacidad de abarcar todos los temas. 
     Patricia tenía por costumbre ocultar sus ojos bajo el flequillo de su pelo enrulado y observar mi cabeza que se zambullía al fondo del vaso con la intención de ahogar la obligación de sentenciar una respuesta que, si hubiese sido pronunciada, sólo me hubiera depositado en una batalla naval perdida de antemano. Entonces, mientras yo flotaba como un corcho (como alguna vez expresó Jaques Cousteau cuando le preguntaron acerca de la desgraciada muerte de su hijo Philippe) en esas atmósferas de conferencias de sabiondos y doctores honoris causa en prejuicios, Patricia se acercaba a mí disimuladamente. Tan disimuladamente que ni siquiera nos dábamos cuenta de que ya no estábamos ahí, que estábamos caminando calle abajo acercándonos a los bordes de un compromiso como militantes de la esperanza.
     Una noche, en una de esas reuniones, todo terminó con llantos femeninos, trompadas masculinas y puteadas generales que nunca supimos hasta dónde finalmente llegaron. Afortunadamente, nosotros desaparecimos de la contienda entre dos ejércitos que lucharon hasta el final a capa y espada por conquistar la cima de la estupidez y plantar su orgullosa bandera. Nos escurrimos de aquel lugar sin decir nada. Durante dos o tres cuadras caminamos en silencio mirando las baldosas, elucubrando tontas teorías acerca de las diferentes disposiciones de los trazos y las divisiones que separaban los límites entre las casas del barrio. No podíamos aceptar el hecho de que nadie hubiese escrito hasta ahora un ensayo acerca de lo que a nosotros nos resultaba tan evidente. Esto es, que los propietarios de las casas buscan dejar bien en claro dónde empieza y dónde termina su propiedad apelando a diferenciar claramente su vereda de la del vecino, una especie de división política primaria que deriva de -o quizás da comienzo a- otras de mayor difusión, como aquellas que tantas veces debimos calcar de los manuales de la escuela para aprender los límites de los territorios nacionales, de las zonas climáticas y hasta de las desventuras de los pueblos originarios. 
     Caminando de la mano, justo antes de llegar a la frontera del adiós, nos topamos con un amontonamiento de gente desconocida que nos atraía como un campo magnético. Nos miramos y nos zambullimos así como estábamos en ese oasis de desdicha ajena, con los dedos de las manos entrelazados como si caminásemos hacia el altar. No nos dijimos ni una palabra. Entramos, hicimos algunos ademanes con la cabeza, ella para un lado y yo para el otro, expresamos nuestras condolencias a quienes suponíamos por el caudal de llanto que eran los familiares del agasajado, y nos dirigimos hacia un rincón alejado, un tanto oscuro por la sombra que proporcionaban las flores ordenadas muy prolijamente y con gran sentido estético capaz de conjugar armoniosamente la belleza de la naturaleza y el dolor de la irremediable pérdida.
     Apenas sentimos el aroma de las flores mezclado en ese frío espacio con el del formol, sentimos el reverdecer de nuestra primavera, la marcha nupcial que unía los latidos de nuestros corazones llenos de gozo y esperanza. Patricia se abrazó a mi cuello y comenzó a besarme mientras yo hundía una mano en su pelo y la otra se colaba por debajo de su camisa blanca buscando el tibio tesoro de sus pechos. Algún desprevenido que buscaba el camino hacia el baño nos observó durante unos segundos y, creyendo que estábamos poseídos por la angustia, se abrazó a nosotros balbuceando algunas palabras que no llegamos a comprender. Cuando nos soltó y se alejó, decidimos que era tiempo de marcharnos. Como hacíamos casi siempre, caminamos por un costado ocultando la sonrisa que se nos había grabado en la boca, como queriendo imitar una mueca de pesar que, si bien podría decirse que era una estrategia de defensa de nuestra amorosa situación, en el fondo, también expresaba cierta compasión hacia el helado y duro destino de ese cuerpo recostado sobre gasas blancas descomponiéndose a la vista de todos.

*

     Patricia era una mujer hermosa. Y no hablo de esa belleza de moda promocionada y defendida desde los centros de poder capitalista que nada tiene que ver con lo que la belleza inspira, es decir, el amor. Pues bien, Patricia era la representante absoluta de la belleza que inspira amor. Amor en forma de poesía y música; amor como estandarte de quien persigue su destino; amor como un sueño que debe (sí, debe) ser soñado. Por eso yo soñaba con Patricia. La veía en las puertas de las clínicas o cuando una ambulancia pasaba raudamente por la calle agitando sus luces y su sirena. La veía también en las esquinas donde, cual ring de boxeo, se podían observar a los contendientes del último asalto de una lucha descarnada por la prioridad de paso sangrando cada uno en un rincón mientras los restos de la moto y el automóvil emitían sus últimos suspiros de vida, y la gente se arremolinaba en los alrededores a declarar a la policía los detalles de aquel encuentro inesperado y violento que había regado una vez más la calle de restos de plásticos y vidrios mientras que a mí me había dejado soñando con Patricia, con los rasgos inolvidables de su rostro, con el contorno de sus márgenes dibujados en mis manos, con la cadencia de sus pasos sincronizados con los míos. 
     Sí, Patricia me inspiraba amor y yo sé que era un amor correspondido. Porque cuando no nos encontrábamos por algún tiempo ocurría fortuitamente algo en nuestro círculo social o geográfico que nos juntaba, que de alguna manera unía nuestros planes para ese día, convocándonos misteriosamente en algún lugar en donde seguramente, tarde o temprano, cierta fatalidad nos haría levantar la cabeza de nuestras trincheras de silencio para observarnos, para desnudarnos de unos uniformes que no eran verdaderamente los nuestros. Porque nosotros pertenecíamos al ejército de los que se encuentran sin buscarse, y que son capaces de corroborar que el quid de la cuestión no es la casualidad, ni la cercanía, ni el destino. No, el quid de la cuestión para nosotros era mucho más simple y concreto: el amor y el deseo. Nada más. Nada menos. 

*

     Sin embargo, algo aun más trágico que lo que nos juntaba sucedió un día. Una tarde de marzo, calurosa y húmeda, nos propusimos dejar de depender de los malos entendidos o las disputas ajenas o el último suspiro en el ciclo de la vida de algún mortal. Decidimos proponer nosotros la fecha y la hora y el lugar. Nos prometimos fidelidad para no depender más de los designios misteriosos. Le soltamos la mano a esa profecía que nos reunía al amparo de las sombras y nos tomamos de las nuestras abandonando aquella práctica de buscarnos en las reuniones de amigos y familiares, en los hospitales y, sobre todo, en las funerarias. 
     Alquilamos un pequeño departamento en las afueras de la ciudad que sirviera para juntar nuestros despertares sin necesidad de recurrir a la búsqueda detectivesca por las calles en donde alguna nube negra se posara sobre las cabezas de los desafortunados transeúntes para oscurecerles el día. Así quedaríamos cubiertos de los imponderables y los contratiempos. Así entonces, nos veríamos de día y de noche, nos toparíamos en la cocina y en el baño, nos rozaríamos la piel en la cama, queriendo y sin querer. Comenzamos a comer juntos, a bañarnos juntos, a leer juntos. 
     Y así, juntos, nos fuimos separando.

*
     Nunca volví a encontrarme con Patricia. A veces, sin darme siquiera cuenta, me encuentro buscándola desde el fondo de bares como este. Observo por sus ventanas tratando de identificar su mirada entre la de la gente que pasa mientras la sirena de alguna ambulancia suena a lo lejos y me provoca esta absurda sensación de extrañarla. Extrañarla, sí. Extrañarla a ella que era pura belleza, que se colaba por esas grietas rebeldes que siempre dejan algunas seguridades. Y cada vez que en la pantalla de un televisor como el que cuelga de la pared enfrente mío, aparece un titular exagerado en rojo, promocionando la última calamidad de la naturaleza, o celebrando el talento de los que con el diario del lunes son capaces de profetizar hechos irreversibles, yo me pierdo en mis propias diatribas y me quedo inmóvil, imaginando a Patricia que aparece desde atrás del cronista buscándome con sus ojos angustiados por esta misma soledad que ahora desearía compartir con ella. No lo puedo evitar: la extraño tanto... Como cuando me entero del fallecimiento de algún pariente desconocido o algún terrible accidente ferroviario en otra ciudad y la imagino dando vueltas por el andén armando una telaraña con su mirada para intentar capturar otra vez al destino.
     Es que sin Patricia siento que me he quedado desgraciadamente solo, que sin ella los velorios son la muerte; que el choque entre un auto y una moto es sólo otro cruce peligroso advertido y desestimado que deja un reguero de plásticos y vidrios y hasta algún amputado quejándose sobre el pavimento. Sin Patricia discuto sobre cualquier cosa y con cualquier necio hasta cansarme. Voy a esas reuniones de amigos desconocidos a dar como un imbécil razones sobre por qué no me parece efectivo jugar con un doble cinco; o desarrollo toda una hipótesis sin pies ni cabeza sobre cuál es el sujeto histórico de esta democracia arreglada de antemano. Me enredo solo en argumentos de poca monta, nada más que para buscar algún conflicto que enfrente a todos los participantes de la tertulia, que enfurezca tanto a alguno como para que se lance sobre mí y se arme una de esas bataholas tan oportunas que nos dejaban cara a cara a Patricia y a mí. Cara a cara con el amor.
     Y ya no sé que hacer para encontrarla. He ido a todas las salas de guardia de todos los hospitales. He paseado por los pasillos de unas clínicas privadas muy coquetas en donde, mientras unos deudos riegan con sus lágrimas el fino porcelanato del piso, otros firman recibos por el costo que deberán pagar por haber intentado hacer zafar de la parca al pobre abuelo de noventa y pico de años que ya estaba harto de vivir (y, sobre todo, harto de los deudos y sus deudas).
     He esperado en las oficinas de ciertos abogados encargados de crear conflictos donde no los hay, de meter púa y complicar las cosas para que nada se resuelva (excepto, claro, su propio futuro económico). Y mirando desde lejos los empujones entre los herederos de alguna fortuna venida a menos he soñado con verla aparecer a Patricia justo antes de que uno de los protagonistas más enfurecido tomara un pedazo de caño galvanizado de tres cuartos para romperle la cabeza al hermano en plena vereda.

*

     Pero Patricia no apareció nunca. Es extraño. ¿Será que ella misma fue víctima de algún infortunio, de alguna desgracia que puso a otros a mirarse hasta atraerse como dos imanes entre la multitud angustiada? Ojalá que esto no sea así. Ojalá que no sea ella esta mujer que acaba de ser arrollada en la calle por un camión descontrolado que ha terminado contra la pared de este bar que todavía tiembla haciendo que se desprenda la mampostería y se caiga el cielorraso sobre las mesas y la gente; que las copas también caigan de sus estanterías llenando el piso de vidrio para que las pobres personas que están intentando huir a los gritos se resbalen y se corten algunos las piernas y otros las manos y uno hasta la yugular, (pobre tipo...). Ojalá que tampoco sea Patricia esa otra mujer que grita desesperada desde abajo de los cajones de cerveza que traía el camión y que han caído como una avalancha sobre su cuerpo y el de otros que ya no gritan, que se arrastran como pueden entre la cerveza derramada y las botellas hechas pedazos que van dejando jirones de sus ropas en el camino sin que nadie levante sus nombres porque todo se ha convertido en un caos televisado, titulado en rojo, desentramado por los comentarios del presentador que no tiene la más puta idea de lo que está pasando acá. Que no podría nunca saber que el camión se estroló de tal manera que el tanque de combustible se prendió fuego contagiando las llamas a la cabina desde donde el chofer carbonizado larga un espantoso olor a carne quemada mientras el pobre tipo de la yugular cortada ya no se mueve y la mujer que quedó debajo de los cajones de cerveza tampoco y los rescatistas y los bomberos y las ambulancias van y vienen y todos gritan y putean al gobierno y yo, refugiado debajo de la mesa, no sé si lograré terminar de escribir este cuento que esperaba me sirviera para llevar adelante con cierta dignidad la ausencia de Patricia a la que extraño ahora más que nunca. 

*

     Patricia, mi amor... Que si no fuera por el humo y el polvo que me tapa la visión, podría asegurar que me está mirando detrás de esa ventana destrozada de lo que queda de este bar ensangrentado y en llamas. Porque, la verdad es que se parece bastante a Patricia. Tiene sus mismos ojos, sus mismas mejillas, su mismo flequillo de pelo enrulado cayéndole por la frente; y hasta sus mismas manos haciendo aquel ademán cómplice que marcaba la dirección hacia donde debíamos escapar cuando éramos algo así como felices. Tal vez si pudiera traspasar los escombros y los cuerpos que quedaron apilados sobre el umbral de la puerta cuando el poste de alta tensión cayó dando latigazos con sus respectivos cables de trescientos ochenta voltios sobre los que intentaban huir despavorido, tal vez así podría yo confirmar que esta mujer de la que acabo de enamorarme perdidamente otra vez es ella, es Patricia. 
     Quizás si ella sigue acercándose hacia mí como lo está haciendo ahora yo pueda hacer el intento de tomar su mano y abrazarme a su cintura dejando correr mis dedos por debajo de su blusa blanca hasta la tibia curvatura de sus pechos. Si ella es Patricia, acaso todo finalmente vuelva a cobrar sentido y yo ya no necesite venir a este bar (que seguramente será demolido cuando puedan contener la inundación que se está produciendo por la rotura del caño maestro de la zona) a hacerme pasar por un escritor anónimo, a escribir como consuelo la historia de este amor indestructible entre Patricia y yo que ha podido sobrevivir a la calamidad de la distancia y a la desdicha del olvido. 
     Ahora, mejor guardo estos papeles manchados de hollín, vino, cerveza y sangre, dejo la propina y me acerco a ella. Seguramente, si es Patricia, encontraremos la manera de retirarnos sin tener que dar ninguna explicación, ni a la policía que ha comenzado a recoger los cadáveres en bolsas negras, ni a los periodistas que calculan como expertos las pérdidas materiales mientras especulan la condena que le cabe a los responsables políticos que, evidentemente, no cumplen con su deber de controlar el estado de los vehículos, de los edificios, de los postes del alumbrado, de las cañerías de agua y hasta de los conductores de camiones con cerveza.
     Pido disculpas por este final abrupto. Debo dejar este cuento acá y retirarme caminando por encima de los escombros para ir al encuentro de esa mujer que, Dios quiera, sea Patricia. 
     Algo me dice que ya no me hará falta volver a este bar.

RR


miércoles, 5 de junio de 2019

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO


     El problema es que me creí esta tontera de escribirle como si a ella le importara. Y me creí un amante por el solo hecho de quererla. Y sostuve (y aun sostengo) que la quise y que no me importaba si ella me quería. Y me comió el verso del Dante buscando a Beatriz (y alguna vez hasta tuve un Virgilio que me acompañó). Y me hablé a mí mismo una y mil veces porque así me podía dar la razón y evitar esta contradicción de hoy de todavía quererla con obstinación, casi con bronca, rebelado ante las voces que aun tratan de meterme en el corral y calmar mis ansiedades con cosas que no laten, que no gimen, que no me miran y me rechazan como ella y sus ojos y sus pasos que caminan siempre para el lado contrario al de los míos.
     Pero no logro aceptar eso de no deber quererla. No deber quererla... ¡¿Qué carajo es eso?! ¿Cómo que no debo quererla? ¿Cómo es eso de que porque ella se escondió en la indiferencia yo tengo que entender y querer a otra? ¡No señor! Yo tengo querer a quien quiero y esa es ella, aunque me pese, aunque me duela, aunque ya esté afónico de decírselo en silencio; aunque la quiera sin quererlo. 
     Y en esto no hay posibilidad de estar equivocado; porque no se quiere a la mujer equivocada, eso no existe. Si la quiero es porque es la mujer correcta, mi mayor acierto, aunque se me pase la vida entre cartas y versos trágicos, aunque le suelte la mano y me vaya finalmente un día a vivir al cuerpo de una mujer que me quiera y acepte que yo también la quiera a ella. Sin embargo, eso no le dará ningún derecho a nadie de someterme al juicio de la moral burguesa que le pone instrucciones y normas al amor. Si la quiero equivocado, entonces será así, equivocado, enterrado hasta el pescuezo en mi error, lleno de pasos en falso y noches solitarias escribiendo en un rincón de una casa vacía. Si es así, pues será así. 
     Pero equivocado no estoy. Porque no se equivocan mis ganas de abrazarla en la mañana ni se equivoca mi instinto por la noche cuando mis deseos sólo apuntan a su sexo que se florea alrededor de mi líbido que posee todavía sus rasgos, su santo y su seña. Tampoco se equivocan estas palabras que sólo brotan en su nombre y a su paso, en la luz que produce sus sombras y en su recuerdo que las salva y las protege. 
     Tal vez me haya equivocado cuando acepté su juego de ir y venir, de tirar y aflojar, de decir no pero sí, de decir sí pero no. Quizás me equivoqué cuando quise tener razón a pesar de que la tenía sin que hiciese falta tenerla. Estoy seguro de que me equivoqué cuando traté de entender todo sin que hubiese nada que entender. Pero no me equivoqué cuando dejé de preguntarme si ella tenía lo que hacía falta para que yo la quisiera. No me equivoque cuando dejé todo de lado y la fui a buscar, a decirle: "¿sabés qué?, te quiero". Y se lo dije así, simple, sin planteos, sin planes, sin chaleco salvavidas, sin nada que me acreditara, con errores y aciertos, con esa vergüenza de niño enamorado, con esos nervios del soldado que es lanzado al desembarco en una playa minada con la muerte que lo sobrevuela y lo burla y lo somete a veces y otras lo levanta y lo empuja a seguir, a buscar lo que fue a buscar, a plantar la bandera y abrazarse al mástil y esperar el tiro final que lo mate y lo deje ahí tirado, mutilado y desangrado, aturdido y confundido. 
     Por eso, ya en el final de esta historia, y llegado el momento de la moraleja,  no hay ni para mí, y mucho menos para ella, ni infierno ni paraíso, no hay aciertos ni errores, sólo están los hechos que nos condenan o nos absuelven. Y que yo no sea en este limbo de cada noche el hombre correcto no significa que ella sea la mujer equivocada.

RR




martes, 21 de mayo de 2019

EL ÚLTIMO PÉTALO


     No te enamores de mí. No lo hagas. No caigas en la trampa. Uno de los dos debe quedar inmune al fin de la noche y a las cartas de despedida, de las razones que no se razonan y de las justificaciones inservibles. Uno de los dos debe mantener la cordura y desconfiar de esos momentos donde la vida se pierde en un beso y se libera un espíritu desconocido y se dispara una mirada que no tiene vuelta atrás. Uno de los dos debe ser capaz de dar un paso al costado y seguir adelante, olvidar y sobrevivir. Uno de los dos deberá tratar de entender y así no sentirse un tonto por querer sin presentir, por sostener con la punta de los dedos una caricia y tratar de encontrar ese lugarcito en la piel donde los que están dispuestos a morir, tarde o temprano, escriben un te quiero. 
     Y cuando te vayas y te diga que no lo hagas, no me creas. Porque, como te quiero, podría hacerte pensar que en realidad busco retenerte, porque ese brillo en los ojos que sé que se produce en mí apenas cruzas la puerta, apenas amanecen tus pechos en mi cama, apenas escucho tu voz chiquita en el teléfono, tal vez te dé la falsa impresión de estar frente a un mendigo. Pero no es así, te lo aseguro. Te quiero y con eso no te pido que me quieras, te pido que te vayas apenas sientas que mis brazos ya no sirven para sostenerte en la derrota. Quiero decir, si eso pasara, andate, mejor así. Yo me me voy a quedar aquí a quererte en silencio cargado de la imposibilidad de retirarme y ponerme a salvo de perderte. Así, te querré con la convicción de quien por un momento tuvo todo y lo dejó todo en tus manos.
     Tenés que ser vos, hermosa, quien salve este pedacito de mundo que se ha creado a nuestro alrededor y lo convierta en un grato recuerdo. Salvate, huí de la sangre que brotará amargamente de mis manos cuando todo se termine y me encierre en los nichos de la desgracia a recrear tus formas en versos execrables y penosos. 
     Y cuando te busque, no confíes en mí porque yo me habré entregado a la locura y a la libertad de quererte sin motivos, libre del tiempo y los prejuicios, ausente de una sociedad que me señalará a cada paso, en cada una de esas ocasiones en donde te nombre. Pero yo me habré vuelto indiferente a los comentarios de quienes tratan de justificar sus soledades de amores sustitutos y no buscaré justificar nada, aceptaré tu ausencia y asumiré la responsabilidad de llevar adelante el combate mortal al ego despechado, al amor propio agonizante. Hasta que logre quererte sin necesitarte.
     Yo no podré salir vivo de tu ausencia, creeme no podré. Yo tendré que morirme, abandonar ese camino seguro lleno de tus huellas y saltar al fondo del pozo y escarbar hasta dar con el maldito infierno buscando como un sabueso un epitafio digno para una historia muerta y enterrada. Yo seré la noche y el alcohol y los versos; los amaneceres sin sentido, la desesperanza del náufrago, la resignación del condenado, el malo de la película. Yo seré esa imagen perdida en tu recuerdo, una anécdota nimia y superflua en alguna noche de amigos en donde la burla me lleve a pararme delante de todos. Y vos me mirarás a los ojos y me dirás que estaba loco, que había perdido la razón y yo no podré negarlo. Bajaré la mirada y me callaré y me tragaré orgulloso ese grito que se anuda en la garganta. Y vos te irás a salvo por donde viniste y yo volveré con mis demonios a esos blues rotos y desafinados de las noches muertas y confesaré que sí, que mi vida es una gran farsa, una gran mentira porque en realidad lo que yo quiero es imposible. 
     Pero, así y todo, me aferraré a eso, a quererte despiadadamente, a arrancar todas las flores del jardín y deshojarlas una tras otra hasta que no haya ni mucho ni poco ni nada. 

RR


lunes, 13 de mayo de 2019

ANTES DEL PRESENTE


     Aunque sé que no debería, todavía hay muchas cosas que me gustan de vos. 

     Me gusta acariciarte mientras bailás en la distancia, mientras te escondés tras los árboles mostrando tu media sonrisa que alcanza para rellenar los desconsuelos antes de que se vacíen por completo de estrellas sin dueño.

     Me gusta hacer una pausa en la escritura y cebarte un mate y tomarlo con tus labios que murmuran palabras que deberé descifrar antes de que vuelvan a ese lugar misterioso de donde vienen. Así, mientras vos murmurás, yo te miro y copio tu contorno y tu aura y me deslizo como un pecado de intenciones eróticas debajo de tu blusa. Voy y vengo con este tira y afloje, con este sube y baja, con la vida y la muerte. Vos en tu vereda y yo en la mía, cada uno en su mundo, cada mundo en una mano.

     Me gusta ser yo quien te escriba denodadamente exagerando tus virtudes, quien te proponga una eutanasia a tus soledades, para que puedas descansar aunque sea por un rato del injusto combate con los desencuentros. Porque de este juego en donde yo soy quien acecha con el filo de una palabra dispuesta a morir por vos, no se han escrito aun las reglas. Entonces, acepto estúpidamente orgulloso lo que nadie quiere aceptar. A saber, que el amor es un juego mortal.

     También me gusta ofrecer a modo de obsequio mis servicios de falso poeta, para vos y para las otras. Aunque, para ser justo con todas, debo confesar sobre este punto que cada vez que unas formas de mujer puedan ser reconocidas en mis versos, serán las tuyas, las de una guitarra con ese olor que se ha ido impregnando por las noches, por los años, por las lágrimas.

     Me gusta excusarme con los amigos y faltar a mi promesa de no escribirte nunca más, de no buscarte en los lugares vacíos, en los ojos y en las miradas perdidas que viajan por el espacio buscando un reflejo. Mis amigos están convencidos de lo que debo y lo que puedo. Sin embargo, ellos no saben lo que verdaderamente quiero, lo que realmente deseo cuando me proponen el remedio de la libertad de elección, lo que imagino cuando me hablan, lo que me cuesta no colgarme de tus faldas cuando ellos no están y miro por la ventana y te sé ahí, al alcance de una palabra, tibia y expectante, sembrando las semillas de las flores que voy a robar por la noche de tu jardín para deshojarlas una a una mientras me abrazo a tu pecho y caigo inevitablemente entre tus piernas.

     Me gusta pensar en que quizás un día lograré por fin ser un estorbo para tu olvido, un bandido aguándote la mansa calma, un pedazo de vida calentándote los sueños, una piedra en tu zapatos gastados. Y ahí, abandonado en un camino perdido entre eucaliptos y sauces y tilos y palmeras y un viento necio que no pare de soplarte esos arrepentimientos inútiles nacidos de cálculos erróneos y absurdos pronósticos, yo dedicaré el resto de mi muerte a ordenar las hojas que dejaste escritas con mi letra cuando te fuiste para siempre siguiendo un camino de polvo y piedra.

     Así es, me gusta todo de vos, todo esto y todo aquello. Todo lo que ya no tengo y lo que nunca tuve. Todo lo que permanece oculto y lo que deslumbra. Todo lo que me cura y todo lo que me mata. Me gusta tu sol y tu luna; tus tontas seguridades y tu humano desconcierto; tu habilidad para irte y tu torpeza para volver; tus ridículas excusas y tus extrañas razones; tu pretendida sabiduría y tu sensual ignorancia; tu interés por la izquierda y tu histeria de derecha.

     Me gusta imaginarte y jugar a que todavía te quiero; y armar una pira de ramitas y papeles y alumbrar mis oscuridades y tal vez las tuyas que están a millones de horas de estas que se sientan alrededor del fuego junto a mí cada día a la misma hora; cada hora de cada día.

     Sólo hay una cosa que no me gusta de vos: que todavía sigas siendo vos.

RR


sábado, 4 de mayo de 2019

ADVERTENCIA PARA LA LECTURA DE LOS CUADERNOS DE LAS FÚTILES ESPERANZAS


     Hay que tener en cuenta a la hora de comenzar con la lectura del contenido de los cuadernos de las fútiles esperanzas que el horario que corresponde a cada uno de los testimonios que allí se guardan es casi siempre inverosímil.
     Cuando uno comienza a leer alguno de estos relatos, llama rápidamente la atención que lo que unos nombran como noche, otros quizás lo hagan como madrugada; que lo que para algunos fue el ayer para otros quizás sea el mañana. Hasta es posible también hallar casos de mediodías a media tarde o atardeceres que se prolongan durante horas (existen casos en donde ha habido atardeceres que se han extendido durante días).
     ¿Cómo saber entonces el tiempo aproximado durante el cual transcurren los eventos que en estos cuadernos se archivan? Pues bien, esto no es posible en los términos del hombre común, de los relojes y los calendarios de aquellos que no están sometidos a la eternidad del tiempo de los amantes. 
     Porque los que aman son capaces de habitar el mismo minuto por siempre, aferrarse a una eternidad que, desafortunadamente para ellos, tarde o temprano se escurrirá de sus manos como agua. Ellos creen poseer el beneficio -o el maleficio, según se lo mire- de la inmortalidad que se esconde en la oscuridad protegida y sellada por las bocas pegadas por sus labios. Ellos son capaces de caer en un trance alucinatorio sintiendo anidar en un beso la cura de todos los males de este mundo para enfrentar la indefectibilidad de la muerte.
     Al escudriñar un poco en las hojas de estos cuadernos, es posible hallar gran cantidad de relatos en donde un amante o una amante han sucumbido en el laberinto de las agujas de un reloj detenido. Agujas estas que no giran, que van y vienen de acuerdo a sus propios augurios. A veces parecen avanzar pero, en realidad, retroceden. Y cuando esto sucede, las esperanzas fútiles son, además, mortales.
     Estos amantes encuentran en el pasado señales falsas y posibilidades que ya fueron descartadas en su momento pero que ahora aparecen acreditando probabilidades claramente adulteradas. Expectativas que se muestran como engañosos antídotos contra el veneno infalible del olvido. No hay amante más desdichado que aquel que intenta poner en práctica esperanzas del pasado. Y aunque la justicia jamás intervendrá en las cuestiones amorosas, es preciso abogar por la inocencia de estos desventurados personajes y decir que nadie podrá ser condenado por ese afán de permanecer en la órbita de un amor. Un amor que lo atrae con una fuerza gravitacional irresistible: la fuerza de las fútiles esperanzas.
Quienes lamentablemente no logren sortear este embuste y caigan en la trampa de las esperanzas del pasado, estarán condenados a una estafa irreparable, al sosiego de la falacia y el auto engaño. Pobre ellos, los amantes que creen poder usufructuar de esperanzas que no sólo se demuestran fútiles, sino también vencidas, corroídas por las sales del tiempo.
     Es necesario siempre recordar que, además de fútiles, las esperanzas en el amor sólo pueden ser puestas en ejercicio una sola vez. Después de eso, deben ser descartadas para siempre. No obstante, existen en estos cuadernos innumerables testimonios de amores desesperados que al encontrarse irremediablemente perdidos en el tiempo inmóvil del amante olvidado, han recurrido a esta desastrosa estrategia de aferrarse a esperanzas pasadas (con las esperables trágicas consecuencias que esto supone).
     Así, los cuadernos de las fútiles esperanzas están plagados de historias desgraciadas, de añoranzas infaustas. De hombres y mujeres que se han perdido en estratagemas sin chance, en acertijos indescifrables. Amores mendigos, sin techo y sin una dirección donde refugiarse de las permanentes reminiscencias, de las melodías que alguna vez acompañaron los abrazos y las caricias eróticas del encuentro y que ahora son la marcha fúnebre de un ocaso silencioso y atroz.
     Tal vez usted, al leerlos, sienta curiosidad por saber los nombres de quienes han guardado en ellos los ajados retazos de sus interminables horas. Tal vez usted crea que quizás estos cuadernos guardan hechos y lugares relacionados con su propia vida. Pues bien, es muy probable que esto sea así. Por eso, es mi deber advertirle sobre los riesgos de abrirlos, de merodear los alrededores de sus pasillos oscuros, ya que por ellos han desfilado unos y otros, temerosos y valientes, felices y desgraciados, vencedores y vencidos.
     Sí, por sus corredores han transitado todos ellos, hemos andado todos nosotros. Todos los que alguna vez abrazamos una esperanza amorosa. Todos los que en alguna ocasión caímos en el engaño de posibles revanchas, de creer que se puede capturar así nomás el mágico poder divino para torcer la espada acerada del destino clavada en el pecho. Todos los que alguna vez apostamos nuestra fe a un milagro que nunca es más que el producto de los delirios de la imaginación cuando se nos viene la noche encima y se abraza a nuestra soledad con recuerdos espantosos de aquellas otras noches en su cama. Cuando no nos queda otra cosa por hacer que descorchar otra botella para animar una fiesta triste y asumir esta nueva realidad de haber sido, despidiendo a empujones a la fantasía imposible de volver a ser. 
     Y ahí, empapados por una lluvia agria que cae desde las nubes que se forman con imágenes de un pasado dulce, la música se vuelve una invitación a asumir nuestra derrota con una sonrisa cínica, prometiéndonos que jamás volveremos a buscarla, a caminar su vereda persiguiendo sus pasos perdidos que se dirigen irremediablemente a otros brazos. Miramos al cielo con desdén en medio de ese aroma rancio que deja el alcohol mezclado con las lágrimas que saltan al suicidio del vaso vacío. Nos juramos una y otra vez borrarla de las manos, de los dedos que todavía mantienen la forma del contorno de su cuerpo. Prometemos vanamente no volver a pensar en ella, no volver a nombrarla nunca, para no perdernos irremediablemente en la oscuridad del recuerdo de nuestras bocas selladas en un beso. Para evitar por todos los medios caer en la desgracia de quedar detenidos en un tiempo que únicamente vive como una quimera en penosas cartas y en malogrados versos. Papeles y más papeles amarillentos y sucios archivados sin que nadie sepa para qué en el desorden de la desesperación, propio de los cuadernos de las fútiles esperanzas.

RR


viernes, 26 de abril de 2019

UN DÍA JUAN


     Un día le pregunté:
     -Juan, ¿cómo es eso que dicen por ahí, que sos capaz de capturar personas debajo de tus párpados?
     -Pues sí -respondió tranquilamente él-. Si presiento que hay algo en alguien que me conmueva de alguna manera, puedo guardarla por un tiempo debajo de mis párpados. 
     Lo observé, un poco incrédulo, y busqué indagar un poco más sobre aquel asunto del que había escuchado hablar varias veces, casi siempre en horas de la noche, cuando la madrugada acechante y los vapores del alcohol cobijan las almas.
     -Sin embargo -continué-, desde que te conocí, tenés los ojos cerrados y ocultos detrás de unos anteojos negros...
     Yo, en mi estúpida vanidad intelectual, creía que emitiendo aquella sentencia iba a poner a Juan en apuros, y entonces él acabaría por confesar que todo había sido un fraude para darse fama o para crear un aura de misterio que acaso atrajera a alguna dama interesada o hasta a quizás algún amor perdido. 
     Pero Juan ni se inmutó ante mi pretenciosa observación. Como si buscara asegurarse de algo, metió la mano en el bolsillo derecho de donde sacó un papel doblado meticulosamente. No pude ver qué era lo que estaba escrito en ese papel. Lo único que llegué a leer fue la palabra "Adiós". Pasó el papel de una mano a la otra y lo guardó en el bolsillo izquierdo. Luego me dijo:
     -Bueno, no ha sido siempre así. Quiero decir, no he tenido los ojos cerrados toda la vida.
     -Perdoname, no lo sabía -contesté yo con un tono apocado, como intentando disculparme por haber sido un tanto cruel.
     -Está bien -prosiguió-, no tenés por qué saberlo. No hace tanto que nos conocemos.
     Eso era cierto. Conocía a Juan desde no hace mucho, un par de años quizás. Nos habíamos encontrado por primera vez en una esquina mientras él aguardaba para cruzar la avenida y yo pasaba con mi auto pensando en eso que pienso cada vez que ando por la calle perdido en la nebulosa de mi mente. A saber, ¿por qué seguimos aceptando estar tan mal? Aquel día caminamos apenas una cuadra juntos, pero de alguna manera quedamos conectados. A partir de ese momento nos encontramos seguido. Él en alguna esquina y yo pasando y pensando.
     -Lo de mis ojos cerrados tampoco fue hace tanto -continuó contándome Juan-. Ocurrió hace poco más de dos años: dos años tres meses y ocho días, para ser exactos.
     -Pero, ¿qué te pasó? ¿Tuviste un accidente?
     -No... Bueno, algunos podrán decir que sí, que fue un accidente. Habrá seguramente otros que dirán que no. Pero, ¿quién sabe?
     La conversación se detuvo. Nos quedamos unos segundos en silencio hasta que empezamos a hablar de otra cosa. Sin embargo, este nuevo tema resultaba tan insignificante luego de la charla anterior que enseguida también terminó.
     Dos días después volví a encontrarme con Juan en la misma esquina que aquella primera vez. Cruzamos la avenida pero esta vez caminamos más de una cuadra. Ese día supe que Juan no estaba ciego y comprendí finalmente qué había pasado con sus párpados.
     -Entonces, Juan -dije cuando ya estábamos caminando por la tercera cuadra-, ¿alguna vez te enamoraste?
     Juan comenzó a bajar la cabeza, volvió a sacar aquel mismo papel del bolsillo, lo apretó fuerte en el puño y casi como un reflejo la levantó inmediatamente. Hizo un breve silencio, respiró profundo y como si pudiera verme me respondió:
     -Sí, hace dos años, tres meses y diez días. 
     Guardó el papel nuevamente en el bolsillo izquierdo y se fue.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...