Hay una línea imaginaria que arranca a la altura del dedo gordo de tu pie derecho, es casi imperceptible, pero ahí está. Una vez que sube por el empeine da una vuelta por el tobillo y sube orgullosa por tu pantorrilla. En la parte trasera de la rodilla se detiene, busca su curso y sigue subiendo por tu muslo. Pude darme cuenta fácilmente que si bien encaró para el frente, decidió lógicamente volver a girar y retomar el camino que conduce por la parte posterior. Se nota que disfruta el camino porque, mientras lo recorre, dibuja suavemente mariposas coloreando el trayecto. La entiendo, yo también hago lo mismo cuando te observo: miro hacia adelante y le sonrío gustoso al horizonte anaranjado.
Al trepar por tus nalgas la pobre se sonroja un poco. Sin embargo, no es porque lo sienta como tabú o una la vergüenza, sólo se siente afortunada de más, como quien recibe algo sin merecerlo (aunque no existe un dilema de merecimientos válido en este caso). Una vez que cree que debe seguir su camino, da unos pequeños saltos como para llevarse esa sensación de alegría simple de niño. Luego, parte hacia la espalda.
Ahí decide armar una especie de circuito de carreras donde recorrer el espacio metódicamente, con curvas hacia la derecha y hacia la izquierda, subiendo hasta los omóplatos y volviendo a bajar, a veces por un lado y a veces por otro, hasta regresar a la cintura donde el sentido contrario a las agujas del reloj le parece el más indicado para pegar la vuelta hasta encontrarse con tu pubis, silencioso y expectante, una estrella humilde que no necesita halagos, sólo una caricia verbal que lo abrace en su soledad, que lo cobije de la sequías desafortunadas y que resguarde las humedades que nacen de las pasiones menos pensadas.
Ya tomando el camino que lleva a tu vientre, aparece tu ombligo pequeño, una especie de mojón que indica el lugar en el mundo en donde hacer base para la segunda parte de este viaje. Tu vientre es un valle encantado donde se escuchan ruidos y se agitan a veces banderas, es un campo fértil para los sueños y las fantasías de quienes se animen a intentar sucumbir por la más justa de las causas.
Al comenzar el recorrido por tus pechos es menester aminorar la marcha, tomarse el tiempo para no perder detalles gustosos. Es menester transitarlos como arrastrando un pincel, dibujando placeres y congojas que los agiten y los mezan. Existe entre tus pezones una asociación ilícita culpable de los peores crímenes, de convertir santos en demonios, de provocar el abandono de los amigos en sus reuniones de viernes por la noche. Y es que entre ellos hasta se produce a veces un pequeño remolino que parece que puede hacer fracasar el recorrido, pero, sea como sea, hay que seguir.
Al llegar a tu cuello parece desconcertada, como si hubiera perdido su razón inicial. Probablemente no sea así sino que aun queda por develar que todo está por ser ganado. Entonces, de ahí sigue hacia tu oreja (cualquiera, ya no importa preferir un lado, ahora vale todo). A partir de ese momento acelera el paso y corre por tu pelo y baja por tu frente usando tu nariz como un tobogán que la conduce a tu boca que es donde finalmente acepto mi condena. Sí, tu boca que me urge y me salva de dar explicaciones acerca de esta sucesión de puntos trazando el recorrido exacto en un mapa que me lleva a un tesoro escondido. Un tesoro que persigo con cada palabra que tiro en estas hojas sin demasiada fe pero con una enorme convicción. Y mientras camino sobre esta línea cuento cada uno de estos besos envueltos que guardo como caramelos esperando por esos días de lluvia en los que parece que todo puede pasar.
Así es, esa línea es todo lo que hay debajo de estas palabras. Esa línea es todo mi argumento, mi hilo conductor, eso sobre lo que algunos fantasean cuando leen que hay alguien más oculto entre las sombras de las oraciones que casi siempre nacen tarde y desconsideradas. Y hay quienes arriesgan nombres y direcciones posibles hacia donde creen que se me han volado los patos cuando me ven portando impune una sonrisa que nace de tu imagen secreta que se cuela por mi mente provocando un escalofrío que me recorre los huesos. Pues bien, nadie lo sabe ni lo sabrá nunca, pero esa línea es la única explicación que existe sobre las causas que me han llevado a perderme para siempre.
RR
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