martes, 30 de septiembre de 2014

TESTAMENTO DE UN HOMBRE VIVO


     Mírenme, he sido condenado a la peor de las desgracias: la muerte me ha abandonado y me ha quedado nada más que la vida, ni una cosa más que esta maldita sensación de vivir para siempre hamacándome colgado de su rama o esperando bajo su sombra que caiga seca una de sus hojas; esperando inmóvil sólo para verla pasar, para verla sucumbir en mi horizonte sin poder alcanzarla jamás. Y, sin proponérmelo, he logrado deshacer los nudos de la camisa de fuerza que me sujetaba y ahora me encuentro cara a cara con la peor de las libertades, la de ser yo mismo, la de quererla sin importar qué pase, sin que nadie pueda ponerle precio a mi tiempo. Ya no habrá tierra que me reciba, vagaré por su universo siguiendo el halo de su estrella, el brillo perpetuo que se escondía en los versos acallados que ahora salen a devastar todas las seguridades y aquellos estúpidos planes de una vida plena. Mírenme ahora, no me queda más que ir tras ella. Ya no necesito desentenderme de las razones y los motivos pues me han abandonado, ya no puedo hacer oídos sordos a la diana que me subleva buscando reconstruir un corazón que únicamente latía de a ratos entre sus piernas y sus pasos.
     Entonces, me aferro a la mano del diablo y le escribo alguna cosa que me deje completamente expuesto, salto de la trinchera sin armas y sin discursos con la urgente necesidad de convertirme en la única baja pudriéndose a la vista de los buitres hambrientos. Pero sólo logro ser una equis inexistente que pudiera ser despejada y así resolver una ecuación irresoluble. Una ecuación maldita que hacia el final de la noche termina siempre convirtiéndose en la más penosa literatura del silencio, en la música infernal del insomnio. Y yo suelto espantado palabras muertas de miedo y con sus ojos la miro de frente y le confieso que la quiero, que odio verla constantemente como una ausencia, que preferiría quedarme tirado en la calle como un paria feliz, sin casa y sin dueño y así poder morirme en paz. Admito avergonzado ante su desprecio que sé perfectamente que no está bien que la suba a este barrilete alucinado con un esmero no solicitado, sabiendo que nunca nos podría sostener a los dos porque sólo puede aguantar el peso de mi imaginación que no es más que una larga estela de humo dibujando una fantasía hecha de puras exageraciones a medida que me alejo de su cielo.
     Es que todo lo que tengo para ella es este humo. Y disfruto como un asceta durante el camino de vuelta a casa imaginándolo en su cielo, abonando un presente eterno e imposible. Y en cada vuelta voy pisando el barro de la derrota escudado en la dulzura de su recuerdo, en el sabor imperturbable de su boca con gusto a fruta prohibida, inalcanzable, inaccesible incluso a cualquier posibilidad de despedida.  Y yo… Qué más puedo hacer yo que trepar como un pájaro furtivo de a ratos a sus ramas; o presentarme como ahora bajo su sombra y, desenvainando una sonrisa inexplicable, tallarle un corazón más en su tronco.

RR


Foto: Pablo Silicz

lunes, 29 de septiembre de 2014

BOTAMANGA Y EL TRIÁNGULO LÁCTEO


       Jueves 4:15 de la mañana, no puedo dormir. El miércoles dejó de latir y los gorros, banderas y vinchas reposan a un costado de las calles de la ciudad junto a los vacíos testimonios de un festejo muy esperado. Mi mente se ha separado de mi corazón y se entrega a la búsqueda de las razones de tanta euforia y tantas esperanzas puestas en una pelota de fútbol. Desde los anaqueles de la memoria viene a mi encuentro una historia jamás contada, una confesión mantenida a salvo del manoseo habitual de los rumores y que ha descansado en las sombras por esta habitual necesidad de no generar envidias y rencores en quienes buscan alumbrar sus oscuros desencantos futbolísticos con el destino luminoso, mágico y misterioso de algunos jugadores. Sin embargo, he decidido abrir esta caja de Pandora y dejar volar ciertas verdades que deben ser conocidas para evitarnos un triunfalismo inocuo y, así, poder sumergirnos orgullosamente en la realidad incontestable que nos muestra cuán bendecidos  hemos sido al poder disfrutar del mayor talento que haya acariciado un balón.
      Esta no es una historia de las tantas que circulan por ahí, no es un mito ni una leyenda. Porque si bien no hay documentos ni pruebas disponibles, puedo asegurarles que, una vez que la conozcan, no podrán dudar de su veracidad. Quien me ha contado lo que voy aquí a relatar fue testigo directo de lo sucedido. Estos son los hechos.
      En 1985 Botamanga Varela era apenas un niño. Hijo menor de un millonario empresario del carbón (conocido en la jerga del ambiente como “vendedor de humo“) y una actriz italiana, había sido acostumbrado a una vida de comodidades pero sin ostentación. Por ser el menor de los hijos de esta familia, Botamanga había disfrutado de cierta indulgencia en los juicios que sobre sus comportamientos se hacían. Mechi, su hermana mayor, en cambio,  había sido exigida en mayor medida, y si bien esto no había provocado ningún recelo en ella, se sentía en la obligación de velar en cierta manera por su hermano menor. Por eso fue ella la encargada de ponerse en contacto con médicos italianos en pos de resolver ciertas cuestiones de crecimiento que afectaban al pequeño Botamanga y que empezaban a preocupar a sus padres. 
     Botamanga contaba, con apenas diez años, de un manejo excepcional y un control total del balón. Su pie derecho dibujaba en las veredas del barrio los bocetos de lo que en el futuro se conocerían como obras maestras dentro de un campo de juego. Pero un exceso en el crecimiento de su cráneo ponía en riesgo el balance ajustado de su cuerpo a la hora de quebrar su holgada cintura y esquivar a los rivales en esas tardes de baby fútbol junto a sus infantes compañeros de equipo. El tamaño desmedido de la cabeza de Varela y la imposibilidad de encontrar ninguna respuesta a los interrogantes que surgían sobre el origen y las consecuencias de dicha afección, había llevado a Mechi a buscar ayuda en su pareja de aquellos años. Reynaldo Camino era un representante de estrellas del fútbol mundial que brillaban en Europa (una en particular nos va a ocupar en esta historia). Mechi, influida por demás por su madre y su relación con el arte, se había entregado (por completo) a la práctica de la danza moderna con la consiguiente añadidura de la vida nocturna a la que todo artista, tarde o temprano, es arrastrado inevitablemente. Reynaldo la había conocido de esa manera, en una de esas noches, en uno de esos finos ámbitos de la cultura popular. El flechazo había sido inmediato. Después de aquel acontecimiento, tan lleno de un romanticismo propio de un cuento de hadas que unió a esto dos apóstoles del amor, aquel reconocido escenario nocturno perdería a la postre a su máxima estrella, que dejaría un caño vacío que jamás podría ser reutilizado luego de la partida de Mechi. El “Tanga Club” cerraría sus puertas poco tiempo después ante la mirada absorta de los concejales del pueblo que verían disminuidos considerablemente sus ingresos con tan desgraciado y triste acontecimiento.
     Reynaldo, un atento sabueso a la hora de detectar talentos futbolísticos, tenía la esperanza de hacer de Botamanga una de sus figuras y a la vez conquistar definitivamente el corazón de Mechi ayudando a su hermanito a resolver el conflictivo problema que el desmedido tamaño de la sesera de Varela causaba en su juego. Botamanga viajó a Italia. Apenas llegado a Nápoles se sometió a una serie de estudios exhaustivos que derivaron en un tratamiento de aplicaciones de suero de queso que ayudarían a detener el crecimiento de su cabeza. Aquel no fue un año cualquiera para aquella región sureña de la bota europea. El equipo celeste peleaba por la gloria en todos los frentes como nunca lo había hecho. Todo bajo la capitanía del máximo astro del fútbol mundial que, por uno de esos designios del destino, era uno de los representados de Reynaldo Camino. Como ustedes se darán cuenta, esta situación afortunada fue determinante en la vida de Botamanga que, repentinamente, se encontró en contacto con el representante divino del balonpié. Algo que marcaría a fuego su vida transformándolo en este personaje de leyenda que todos conocemos.
      Con el tiempo, la pierna derecha de Botamanga pareció contagiarse de aquella zurda mágica. Las inyecciones de suero habían empezado a cumplir su cometido y la cabeza del pequeño Varela había detenido su crecimiento que, aunque ya sería definitivamente desproporcionado por el resto de su vida, al menos, le permitiría desarrollar su majestuoso juego e, incluso, convertirse una de sus más mortales armas a la hora de esperar el centro pasado en el área.
      El suero inyectado cada día en la sangre de Botamanga, sin embargo, había generado un efecto colateral que desgraciadamente sería el precio a pagar por la cura de su mal y la posibilidad, para el resto nosotros, simples y mediocres observadores, de disfrutar de su magnánimo juego. Su adicción al consumo de muzzarella fue algo de lo que Botamanga nunca pudo escapar. Y aunque algunos creyeron ver en eso la razón de su renuncia a formar parte de la gloriosa escuadra del Nápoli, yo me inclino más por la versión de Mechi quien me cuenta que Botamanga creía ver una porción de pizza en todos lados y eso le provocaba una angustia oral que lo llevaba a recorrer las humildes calles de los arrabales napolitanos en búsqueda de satisfacer sus irracionales necesidades del característico manjar. Un hecho en particular llama la atención relacionado con esto. Aquel diez de la zurda divina fue una de las primeras víctimas de las alucinaciones de Botamanga, quién decía reconocer sobre la rulienta cabellera del astro del Nápoli un triángulo luminoso que para él no era otra cosa que una tentadora porción de calabresa imposible de resistir y que lo puso en reiteradas ocasiones en franca carrera de persecución detrás del diez en búsqueda de saciar su apetito voraz (un año más tarde, luego de un gol sospechado maliciosamente de ilegítimo e ilegal de aquel mítico jugador del Nápoli en el mundial de México contra el “team” inglés, el triángulo luminoso que Botamanga había divisado flotando como un OVNI coronado de cantimpalo, sería estudiado por algunos expertos de los fenómenos paranormales que creían sospechar un origen verdaderamente celestial en este fenómeno absolutamente intrigante).
      Luego de un desafortunado incidente entre Reynaldo y Mechi, que involucraba al diez de la escuadra napolitana, como así también a algunos otros jugadores de aquel afamado equipo y que fue la comidilla de la prensa amarilla europea de aquellos años, Botamanga volvió a casa ya sin chance de brillar en Europa pero con su cuerpo y su espíritu plenamente desarrollados. Su pierna derecha componía las más bellas rimas entre pases; su cintura era capaz de quebrase para desprenderse en corridas memorables; su abdomen era redondo y firme y guardaba los más emocionantes recuerdos de las pizzerías napolitanas; su pecho se había inflado como el de aquel Cucciuffo del ‘86; sus brazos habían quedado tatuados con las direcciones y los teléfonos de cada establecimiento gastronómico del sur de Italia; y su cabeza albergaba en su generoso tamaño los mapas de las jugadas más intrincadas y exquisitas que sólo su talento inigualable podría llevar a cabo.
      Nadie nunca osó en reprocharle nada al crack pues esta historia nunca fue conocida. La consideración que se tenía de él no hacía sospechar de ninguna manera una relación tan directa entre aquel diez de la zurda divina y Botamanga, el Ducce de la pierna derecha. Hoy, repasando aquellos eventos, puedo relacionarlos mejor y darme cuenta de que si hubo un Dios del fútbol con un diez en la espalda, Botamanga Varela no fue otra cosa que el mesías por él enviado. No sería de extrañar que algún día esta historia salga a la luz y comiencen a aparecer en cada espacio lúdico futbolístico pequeños altares con imágenes de Botamanga donde los afectos a este maravilloso deporte puedan acercarse a rendir tributo al hijo del Hombre acercando porciones de napolitanas, calabresas o simples muzzarellas. La vasta admiración que ya hoy se le profesa a nuestro héroe hace pensar que esas muestras de halago y admiración que se le ofrecen cada jueves en las canchas de la ciudad disimulados en quejas, insultos y desleales patadas serían nada más que un aperitivo al banquete de culto que recibiría Varela si se supiera que fue él, y solo él, quien recibió el cetro sagrado del panteón que ocupan sólo los elegidos.
      Hoy Botamanga Varela derrocha talento, derrocha capacidad, derrocha magia. Lo único que no derrocha es dinero, pues la ayuda económica que recibe cada mes de su hermana no le permite una vida lujosa. Pero así como Mechi cumple la inconmensurable tarea de mantener los cuerpos masculinos en estado pristino en su departamento privado de masajes en la zona de la terminal de ómnibus, Botamanga Varela defiende el difícil arte del fútbol cada semana contra los opresores tácticos y los rudos y mediocres defensores incapacitados de sobrellevar con hidalguía y humildad su inferioridad técnica, miserables esbirros del juego violento y la dictadura del golpe vil. Botamanga lleva adelante la dura tarea de socializar su arte entre quienes quieran contagiarse arrimándose al menos al aura celestial de su juego para comprobar con sus propios ojos cómo es capaz de digerir dos porciones de pizza entre pique y pique.
      Sé que mi relato nunca podrá hacerle honor al Gran Botamanga, mi ídolo, acepto mi completa incapacidad gramatical y sintáctica para poner a tamaño personaje (tamaño XXXXL) en el lugar que se merece, que se ha ganado y desde el cual nos bendice a todos y todas. Por eso, sólo puedo decir gracias, Botamanga, por tanto; perdón por tan poco.

RR


viernes, 26 de septiembre de 2014

REQUIEM PARA UNA TRISTEZA


Si vos supieras cómo es despertarse a la madrugada y camino al baño ser abrazado por un recuerdo y volver a la cama sólo para sentir la ausencia de tus pechos en mi espalda.

Ay, si vos supieras...


Si vos supieras que no hay manera de cerrar las compuertas de la memoria que trae los fracasos como una manifestación revolucionaria que me reclama que te busque una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez.
Ay, si vos supieras...


Si vos supieras que esas alegrías espontáneas e injustificadas que me abordan a veces y me llevan hasta tu puerta no son producto de un momento cualquiera sino que se justifican irremediablemente en aquel amparo de tu boca cobijando el cascabeleo de los dientes chocándose en el beso.
Ay, si vos supieras...


Si vos supieras que entre todas las desgracias que me han hecho y deshecho existe una costura con el hilo de tu respiración en el teléfono luego del adiós final.
Ay, si vos supieras...


Si vos supieras que ya no te quiero como te quería, que ya no te extraño como te extrañaba, que ya no te siento como te sentía. Que nada más siento que te quiero porque te extraño.
Ay, si vos supieras...


Si vos supieras que te he escrito una canción y un poema y mil cartas que se pudren en un cajón con tu nombre adornado por una sonrisa para salvar tu recuerdo de la amargura del olvido impuntual e inoportuno.
Ay, si vos supieras...


Si vos supieras, querida, que de aquel pasado de fraseos amorosos en una cama a tu lado y este presente de viento helado, sólo han sobrevivido palabras que bailan con tu recuerdo desnudo alrededor de la tumba de la tristeza y que han renunciado para siempre a la posibilidad de encontrarte y no reconocerte.
Ay, si vos supieras...

RR


Foto: Walter Colantonio

martes, 23 de septiembre de 2014

USTED Y YO


     Yo vería con buenos ojos que usted se acercara a esta hoja esta noche y dejara las marcas de sus dedos alrededor de mis palabras.
   Yo aceptaría de muy buen grado sus enojos o sus sonrisas por la impertinencia que demuestro en cada acento, en cada coma; por la irresistible tentación de apostar a enamorarla bailándole alrededor de su mirada.
    Yo entendería, sin necesidad de explicaciones, que usted tuviera que retirarse antes de la hora en que mis ganas venzan, antes de que ya haya sido suficiente el recorrido de mis fantasías por sus realidades y el deseo se duerma hasta el próximo encuentro. 
     Yo sostendría incólume la bandera y los ideales que la persiguen por los márgenes y las cotas, por las utopías y los desenfrenos, que hacen de usted la vanguardia y el sujeto que revoluciona mis ansias.
      Yo emprendería la batalla por el dominio del reino que usted reina, de los campos que usted cabalga, de los sueños que usted me despierta. 

     Yo le propondría las preguntas que usted guste hacer para armar con ellas las respuestas que necesite sobre mi persona, sobre lo poco y nada que me importa la opinión ajena, los chismosos y sus chismes, los odiosos y sus odios y todo lo que dicen que es esta locura de quererla así.      
     Yo entablaría una conversación amable con usted que me permitiese encontrar el pasillo de su mente que me lleve a las habitaciones de su sexo y, quizás, hurgar en los cajones los secretos de su alma. 
     Yo quisiera quererla mientras usted quiera; y, más que ninguna otra cosa, yo quisiera olvidarla cuando ya no.
      Yo preferiría la simpleza de un sí o un no, de un beso que despejara todas las dudas y todos los miedos aunque la muerte nos persiguiera con el cronómetro en la mano y Dios siguiera sin aparecer en la foto.
      Yo saltaría todos los charcos y todas las sogas, trataría de hamacar sus ilusiones que, a veces, no logran despegar de la tierra y arrojaría la piedra para acompañarla al cielo. 

     Yo desenterraría el tesoro oculto de los sabios y lo tiraría al fuego para no saber nada y lanzarme a conocerla por completo, a hundir las manos en el fangal de sus dolores, a suscribirme a sus fracasos, a derribar la veleta y aprovechar cualquier viento. 
     Yo, querida mía, le escribiría un poema constante y ocultaría mi nombre y negaría sus versos para no develar la sospecha, para no interrumpir su soledad resguardada en el silencio, para no levantar las perdices de los recuerdos. Para que usted no sepa nunca que quien aún la quiere detrás del vidrio opaco del olvido, soy yo.

RR


Foto: Andrea Alegre

viernes, 19 de septiembre de 2014

LA MESITA DEL FONDO


          Cada tanto me gusta sentarme acá, en la mesita del fondo, en la penumbra donde se cancelan las órdenes del olvido, donde se sirven los tragos más amargos que terminan siendo los más dulces. Acá, en el último pasillo que conecta la noche con el infinito, con la voz de Billie Holiday como un cielo estrellado que acalla los gritos de un pasado funesto. Acá, donde vienen a acariciarse las piernas los amantes, donde humedecen sus deseos y saltan a la vista sus silencios. En este lugar, apartado de los coches que desfilan delante de la puerta cazando hembras que huyen del llanto de mujer soltera o abandonada, del reloj biológico, de la cama fría y el amanecer solitario. En este pedacito de universo donde los agujeros negros dominan el espacio, donde los hombres se calzan sus trajes de machos recios, de malevos que mienten bravuras imposibles de sostener cuando unos ojos celestes como el cielo se adueñan de esa obra que ellos mismos montan para no morirse de vergüenza ante semejante declaración de belleza.
      Más allá hay una mujer, siempre con una sonrisa pintada en la cara por encima de los dolores. Camina batiendo el aire, orgullosa del vestido que le marca la cadera y deja ver sus medias de red armando detrás suyo una fila de pretendientes que no tienen más que ofrecer que su vida y todas las riquezas copiadas de novelas repetidas en televisión al final de la tarde.
      Ella sabe de su olor que cela las miradas, sabe que a su paso las barreras se levantan para que pase como la farolera, tropezando con las copas que se le ofrecen en tributo a su imagen prohibida y que buscan sobornar su ternura para tomar posesión de su cuerpo y dejarla desnuda en alguna cama que la abrigue aunque sea por una noche.
      Pero yo prefiero quedarme acá, en este rincón ausente, lejos de los flashes y las anécdotas, sobrecogido por la cascada fresca de una cerveza en la garganta que suelta los breteles de las palabras y les deja caer las faldas a esperar que algún día ella se siente a mi mesa, se saque sus zapatos y apoye sus pies fríos sobre mis rodillas. Mientras tanto, me saludan los mozos al pasar y me sugieren versos y rimas para mi destino penitente. Alguno viene a sentarse siempre al final de la noche y se toma un trago a mi lado y me cuenta del amor que lo espera en casa, de la felicidad de verlo personificado en una mujer dormida bajo la luz que asoma por los postigos destartalados, con ese calor que se apoya en su pecho cuando, sin abrir un ojo, ella lo abraza y quema todos los poemas de amor hechos de lunas y mieles, sin posibilidad de argumentar nada para salvarlos. Y yo lo escucho y le sonrío y lo envidio por ser capaz de querer sin pretensiones de grandeza, sin necesidad de una vida basada en una película real.
      Ya todos se han ido, las sillas arman pirámides sobre las mesas y en medio del último brillo de la noche veo que se acercan unas piernas de mujer trayendo la luz del alba en su sexo. No dice nada, sólo aparta la silla de enfrente y ordena una botella de Malbec que dispara su corcho y abre las hostilidades. Sin despegar los ojos de los papeles desordenados, sonríe. Por debajo de la mesa siento sus pies que juguetean primero sobre mis tobillos, luego sobre mis rodillas y, siguiendo su curso, dejan un mensaje claro y conciso, sin eufemismos y sin dobles intenciones. Su mano toma la lapicera que duerme sobre la mesa y que dejó hace rato de escribir, y anota algo poniéndolo frente a mis ojos que siguieron atentos como los de un gato el recorrido de su letra prodigiosa. Luego de brindar a mi salud, se va dejando un haz magnético e irrenunciable. Cuando ya cruzó la puerta, leo el papel lacrado con dos gotas de vino al final, saludo a todos y salgo a la calle. Quizás, todavía estemos a tiempo.
 

RR


Foto: Guillermina Raggio

miércoles, 17 de septiembre de 2014

NOCHES DE BRILLOS Y DUENDES


     Yo sé que ella guarda entre sus pertenencias algunos días apartados de los otros. Lo sé porque, al fin y al cabo, todo el mundo guarda algunos días sueltos por ahí, algunas horas de regocijo con el amor de la vida que ya no está. Hasta los mendigos poseen en sus bolsas de míseras pertenencias algunos minutos de disfrute frente a un plato de sopa caliente o a una mano estrechada a tiempo al borde de un puente.
      Ella guarda para sí unos días de un brillo particular imposible de esconder, por más que a veces trate. (Es inútil escarbar la tierra buscando ver la flor en la semilla, pero la flor está, los pétalos duermen y el perfume espera su momento de destruir cualquier intento de agriar los recuerdos.)
      Yo sé que en una caja escondida entre ropa fuera de uso y libros caídos en desgracia hay un sobre brillante. Sé que de noche, mientras ella duerme, el brillo se cuela por las hendijas de su subconsciente y aparece entre sus sueños. Al levantarse por la mañana, el brillo desaparece sin dejar rastros, sin que ella recuerde nada de lo sucedido durante la noche, de los duendes pasando a través de la reja de la ventana transportando en sus bolsas rojas abrazos y besos, acomodando silenciosamente unos papeles escritos a las apuradas, con manchas de ron y desesperación, enderezando las puntas dobladas, las arrugas que se formaron en cada uno de esos intentos suyos de hacer un bollo con el pasado y arrojarlo a la basura. Eso que ella hace cada noche antes de dormir sin poder evitar que aparezca finalmente un arrepentimiento malvado e inoportuno y la haga correr desesperada, empapada en sudor, hacia la calle a abrir la bolsa para rescatar de entre los restos de la cena esas palabras que, a pesar de que le lastiman el orgullo, le iluminan los sueños.
      Y ustedes quizás se pregunten cómo puedo estar tan seguro de esta historia tan poco creíble. Pues bien, yo lo sé porque convivo con esos duendes. Soy yo quien los alberga entre mis propios sueños fabricando brillos para ella, alimentando sobres y más sobres para sus noches más oscuras. Y así, de a poco, me he ido convirtiendo en el jardinero que cuida las semillas y abona la tierra esperando el perfume impacientemente. Soy yo también quien se para a charlar de cualquier cosa con el conductor del camión que recoge la basura para retrasar su llegada la puerta de su casa evitando que ella llegue tarde al rescate.
     Ya no hay ron por las noches, ya no hace falta. Porque en mi casa también existen algunos días apartados -y una pequeña botella de whisky con una mano amiga tendida por si se me ocurre montarme a la baranda de un puente-. Hay sobre una de las paredes de mi cuarto el retrato de un mendigo que me saluda desde su secreta felicidad. Una felicidad a veces inexplicable para nosotros que necesitamos de tantas cosas innecesarias. Hasta sigue habiendo en esta casa un juego de sábanas que aún posee las arrugas de sus noches y un montón de papeles acomodados cronológicamente en mi cabeza que, como las hojas de un calendario ancestral, marcan el tiempo que no transcurre, el que no aparece ni en el reloj ni en ese otro calendario al que ya no le presto atención. Es este un tiempo paralelo que no tiene que ver con lo que ha sido ni con lo que será, sino con el es, con un presente que se mueve únicamente a su alrededor mientras ella duerme y los duendes la visitan dejándole mensajes, coordenadas y mapas por si algún día trastabilla con la piedra de la arrogancia que hace nos hace creer que somos eternos; sencillas direcciones para cuando los amores ocasionales finalmente la abandonen y lo único que se vea desde su ventana sean trampolines suicidas, puentes sobre ríos torrentosos que arrastran los cuerpos de quienes justificadamente dejaron de creer en estos pequeños personajes y se arrojaron a la eternidad del pasado.
      Ahora es tiempo de cerrar el sobre y oscurecer su habitación. Ella lo sabe, créanme, ella sabe perfectamente de este brillo que aun permanece, de la semilla que duerme en la tierra, de la primavera que ya casi arriba y despierta los aromas.
      ¿Yo? Yo sólo le escribo desde la sombra fresca del mendigo feliz, desde el borde de este puente al que le he perdido el miedo porque ya he saltado mil veces y me he dejado llevar por la corriente y he naufragado en orillas llenas de cosas que no sirven para nada; volviendo nuevamente y sin remordimientos al agua a rescatar los deseos y las esperanzas de quienes no han tenido mi suerte y han quedado sumergidos en el fondo tenebroso del olvido.
      Justamente en eso estaba ahora, plagiando algunas penas y algunas alegrías ajenas. Párrafos sueltos que van y y vienen entre los pálidos desencuentros de algunos a quienes sólo les interesa mantenerse a flote y otros que se han animado a sentir la mágica sensación de hundirse en los ojos de alguna mujer hermosa. Como ella.

 

RR


Foto: Flor del Irupé

martes, 16 de septiembre de 2014

AÑO 3001


     Vivo agazapado como un gato, esperando el momento de atacar algún resto de la ternura que pudo haber quedado expuesta en tu superficie, desplegando las uñas afiladas noche a noche con la piedra esmeril de tu recuerdo. No confíes en mí, no creas que porque cierro levemente los ojos te pierdo de vista. Tal vez desaparezcas de mi mirada pero los gatos tenemos otros sentidos. Debe ser también por eso que aún sigo dando vueltas por tu puerta, por ese sentido de pertenencia al medio, al lugar que me ampara de mí mismo y de las vidas de esos otros que me rodean y buscan acariciarme sin que realmente me interese. Todos me resultan prescindibles, menos vos, claro. Todos tratan de acercarme a sus regazos con llamados y seseos, pero yo ya no puedo explicarle a cada uno que solo bajo tu falda encuentro lo que quiero, que solo sobre tus rodillas surge un ronroneo espontáneo e inevitable.
      Y acá estoy otra vez, rondando las oscuridades y los misterios que no son tales. No hay misterios para vos y vos lo sabés. Tal vez por eso no me has cerrado la puerta de tu casa del todo y siempre queda alguna hendija por donde colarme imperceptiblemente solo para verte dormir, para caminar al costado de tu silueta que levanta las sábanas y marca el contorno del mapa de mis noches.
      De día soy uno más, uno de esos que nadie ve, un personaje indefinible sin nada para contar que merezca ser contado. De día duermo entre las palabras ajenas que hablan de los temas cotidianos, de la vida en otros tiempos y de la muerte en estos. De día soy el más cobarde de los hombres que camina por la calle mirando al suelo, temiendo levantar la vista y darme cuenta de que no podría sobrevivir a tu encuentro, que, si por una de esas maldiciones que persiguen a los miserables como yo, me topara con el vuelo de tu cabello en una mañana ventosa de primavera, no saldría con vida, sería arrasado por el vendaval, me deshojaría como unos de esos plumerillos que sueltan sus esperanzas hacia tierras desconocidas al primer soplido de un niño. Así quedaría yo, arrasado, desnudo y sin otra posibilidad que morirme apenas tus ojos se posaran sobre mi tallo quebrado.
      Pero de noche soy este que soy ahora, este vampiro que se alimenta de tu sangre, este despreciable esclavo de tus movimientos nocturnos. Soy un escritor sin chance de escribirte, soy un viajero detenido al margen de una ruta que podría llevarme al infinito pero que no logra vencer el infortunio de seguir esperando en vano. Mis noches van siempre a contramano de las tuyas. Mis noches son oscuras a pesar de la luna o del brillo de las luces de la calle. Mis noches duran lo que ellas quieren y pueden surgir a plena luz del día, sin importar qué hora sea. De noche soy ese gato en celo aullándole a los demonios, el representante de los hombres sin dueño que han elegido libremente en qué consumir cada una de sus vidas, contando los latidos uno a uno, vaciando cada copa con un brindis a la salud de una perdición, cantando canciones viejas que en cada acorde alimenten el fuego del infierno de los irredimibles.
      Y si no fuera por todo esto, yo podría ser un hombre más, un tipo común y corriente que ya te olvidó como tantos otros, uno más que se dedicó a robarle los besos a las bocas de otras mujeres, un ser con nombre propio y número de documento y unas ganas de maullar en cualquier regazo, de tomar el primer ómnibus que pase para recorrer cualquier camino, de soltar mis simientes en cualquier terreno. Pero hay algo, querida, que no me lo permite. Debe ser que, para algunos de nosotros, existe algo en este sur que nos condena al tango, a la poesía de Horacio Ferrer, a los fraseos de Piazzolla, que nos hace creer estúpidamente que solo hay una boca para soplarnos, solo un aliento capaz de desnudarnos, solo una sangre capaz de alimentar nuestras ansias. A decir verdad, no sé qué será, pero hay algo que no me permite terminar con tus noches por donde paseo invisible, algo que me obliga a custodiar esta última vida que me queda, a camuflarla entre palabras e imágenes de posibilidades imposibles para renacer cada día después de morir cada noche.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 12 de septiembre de 2014

SEGUNDO PÁRRAFO INVERNAL


      He vuelto al silencio, al eterno refugio de los que pierden todo y ya no buscan más nada. Luego de caminar delante de las miradas inquisidoras y los comentarios apresurados, decidí doblar a la izquierda y soltarle las riendas al caballo. Que me lleve adonde sea, lejos de acá, lejos de las voces que prometen lo que saben que jamás cumplirán. Y no hablo del amor porque el amor debe prometerse siempre. Y si después no se puede, bueno, no se puede y listo. Pero, ¿cómo negarle la promesa de amor a una mujer que se acurruca al costado de las horas y detiene los relojes? Yo aceptaría su promesa aunque ella me abandonara al día siguiente, aceptándola con la certeza de que jamás la cumplirá. Y si se fuera, me iría detrás de ella y su promesa, siguiendo el rastro de la verdad dolorosa, de su llegada inesperada y su abandono prematuro. Me iría detrás de ella como un beduino en medio del desierto buscando el oasis que me salvara. Me iría detrás de ella sin saber siquiera dónde está, en qué dirección se fue. Y puede ser que cuando la encuentre ya no sea la misma, que tenga otro nombre y otras manos, que sueñe otros sueños y que llore otros llantos. Pero esa sería la única manera que tendría de convalidar mi promesa,
la de quererla por siempre en su cuerpo o en el de otra. Esa promesa que esgrimí cobardemente una noche de verano por no perderla y vivir atormentado por su ausencia. Porque aunque ella nunca lo sepa, siempre será ella, en la cama de un hotel barato o en un párrafo como este sin remitente y sin destino, sin palabras falsas ni juramentos inoportunos. Y si hoy finalmente la perdiera en los atardeceres del olvido, todo se hundiría en la precariedad de un tiempo vencido. Solo quedaría lo único que siempre queda: el silencio.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 11 de septiembre de 2014

UN SECRETO A BESOS


      Una bufanda de colores rodeaba su cabeza y la protegía de la noche, de la oscuridad en la soledad de la azotea desde donde ella observaba el mundo, los disparos de todos quienes buscábamos pegarle el tiro certero que la conmoviera. Yo disparé el mío. Al principio creí haber acertado porque ella pareció tambalearse, hizo movimientos que buscaban ponerla en equilibrio, fue hacia atrás y hacia adelante, giró primero hacia la izquierda y más tarde hacia la derecha. Llegó incluso a caer desprevenidamente en mis brazos. Yo la sostuve sorprendido, la atajé orgulloso antes de que cayese al piso como una bolsa de papas, lo que hubiese provocado un desparramo muy conveniente (visto ahora, a la distancia, ¿cómo hubiese podido saberlo en ese momento?). Me hizo algunos gestos como si se sintiese aliviada de haber sido atajada por mí, como si hasta ella se viese sorprendida de sentir ese alivio. Y yo me confié (pobre idiota…), empecé a andar despreocupadamente por su vida, a pasearme por sus horas y su cuerpo y aunque casi siempre terminaba dándome de boca contra la suya y brotaba la sangre y los insultos y los demonios, siempre creía que podría encontrar un salvavidas en el mar enfurecido. Pero no, me volvía nadando hasta la orilla mientras ella me castigaba con su tsunami. Ya en la playa esperaba que se secaran los pocos bagayos que había podido recuperar del naufragio y armaba otra vez la balsa, cada vez con menos entusiasmo, cada vez con menos esperanzas.

      Ella acredita una irreprochable libertad que yo admiro. Esa libertad que le permite vivir sin prestarle atención a las consecuencias, sin darle importancia a las bajas que se van produciendo en el camino. Ella tiene la noche de su lado (la noche y esa bufanda). Achina los ojos y busca su víctima, espera agazapada entre las sábanas que alguien caiga en su trampa de licenciada en prejuicios. Siempre va a haber alguien que va a cambiarse de ropa para tratar de quitarle la suya, nunca falta entre nosotros alguien que solicite un cambio de destino por buscar el suyo, aunque más no sea por una noche. Ella lo sabe y no le importa.
      Yo no tengo nada para ofrecerle, algunos libros que me ayudan a jugar al falso intelectual, algunos discos ordenados alfabéticamente para poder encontrar más rápidamente la banda sonora de alguna borrachera ocasional y esta manía de quererla sin saber por qué, ayudado por la pesadilla del recuerdo de su sexo dulce, de su llanto escondido, de sus sueños desafortunadamente confesados. Yo no tengo nada para ofrecerle porque ella no necesita ni de nada ni de nadie y menos de mí que no tengo nada que ofrecerle. Si al menos lograra sacar los pies del barro, encontrar un refugio para las palabras que mueren cada día frente a sus ojos. Eso es lo que me molesta, andar como un globo suelto por cielos ajenos buscando que el hilo le roce la cara, que aunque sea la moleste y la perturbe y me de un manotazo que me asesine, que me reviente y me saque este aire contaminado de su olor a destino irrenunciable. No me han servido de nada los días, los meses, los años. No sirve de nada esperar que el tiempo pase cuando uno está muerto en la eternidad.

      Ella va a actuar de acuerdo a lo pactado, va a soltar un breve suspiro imperceptible para todos menos para mí. Y yo voy a hacer como que ya no me importa, mirando desentendido para abajo como si estuviese ocupado en otras cosas, arreglando los detalles de alguna fiesta celebrada en honor del hombre nuevo. Buscaré en el placard algún disfraz que me permita cubrir las llagas del alma, esa epidermis brotada de futuros conjugados en su nombre. Vendrán algunos amigos y otros que serán atraídos solo por la bebida y la ocasión de recrear el morbo de su ausencia. Una vez dentro del traje de tipo recuperado, de tiempo que todo lo cura, de herida cicatrizada, saldré a hablar de pavadas con la muchedumbre, a reírme de los mismos cuentos, a evocar las mismas anécdotas. Y arriba estará ella dando vueltas, buscando alguna manera de meterse en mi vida, sabiendo que le pertenece, que si decido rechazarla no va a ser para seguir viviendo tranquilo, va a ser para seguir muerto como hasta ahora, para seguir jugando a las escondidas con sus ojos, porque si me encuentran, estaría perdido. Seguramente yo suba, me niegue y baje arrastrando los dolores debajo del disfraz que ya se habrá manchado de ganas infectadas y que tendré que necesariamente cambiar sin dejar antes de secar las heridas con una hoja como esta que ya está toda manchada y que no va a aguantar mucho más antes de romperse en mil pedazos. Yo la voy a negar, ¡claro que sí! Pero eso no importa, ya será tarde, ya ella habrá entrado en mi cama para revelarme que ella es ella y ninguna otra, que el sol es el sol sin importar si es invierno o verano, si el viento es helado y corta la cara o es una brisa a la orilla del mar. Ella va a dejar su ropa a un costado y va a curar mis heridas y yo trataré de curar las suyas. Y si valió la pena nadie lo sabe ni lo sabrá nunca. Y si se nos pasaron los días es porque los días pasan, y ellos no entienden de calendarios mayas o cristianos, solo pasan, de a uno, sin importar cuanto hagamos por detenerlos a la medianoche con promesas de amor eterno, sin que ningún hombre haya podido jamás pararse delante del tiempo sin ser arrasado en su carne y en su espíritu y enviado a una tumba fría. Sin embargo, también existe la posibilidad de que algo cambie después de todo, a pesar de los días y de la muerte, quizás sean sus besos los que guardan el secreto de la resurrección.

RR


Foto: Andrea Alegre

lunes, 8 de septiembre de 2014

BOTAMANGA, GRAN CONDUCTOR


       La verdad es que, 
en realidad, nadie sabía cuándo era el cumpleaños de Botamanga Varela. Cada año, cuando comenzaba la primavera, se hablaba de cumpleaños, de los posibles festejos e, incluso, se planeaban partidos homenajes y fiestas sorpresa que finalmente nunca se llevaban a cabo. Botamanga jamás hizo referencia a su natalicio, él sabía ejercer la discreción y el recato como nadie, tanto dentro como fuera del campo de juego. Pero en una ocasión, alguien soltó el rumor de que ese día tan reservado por nuestro ilustre personaje era el 17 de octubre. Quizás haya sido ese cariño y ese respeto de conductor de las canchas, de líder carismático de los desposeídos de talento, de jefe y paladín de los derechos de los sacrificados trabajadores de la táctica y la estrategia que le era profesado lo que hizo relacionar esa fecha soleada de cada año con el aniversario del nacimiento del crack.
      Todo comenzó como un simple rumor a mitad de semana, pero para el viernes ya casi todos los detalles estaban organizados. No fueron sus  compañeros de equipo quienes llevaron adelante el agasajo sino los jugadores de los diferentes equipos rivales. Se comentaba que quienes más aprecio tenían por Botamanga era estos últimos, tal vez por el peso y la calidad eximia del juego que Botamanga Varela desplegaba en las canchas y que dejaba a los rivales ante la obligación moral de reconocer la superioridad magnánima de tan enorme poeta del balón, o quizás haya sido que aquellos querían devolverle con creces tantas gentilezas de marcas aguerridas que Botamanga aplicaba desentendido en las piernas de esos nobles contrarios cada jueves por la noche.
      Botamanga no debía enterarse de nada, él seguiría su rutina diaria de degustaciones pasteleras y análisis de la última fecha en cada uno de los reductos donde mostraba un conocimiento cabal, no sólo de los hechos meramente futbolísticos, sino de todos aquellos detalles que se desarrollaban en la periferia del juego. Nadie quería quedar afuera, todos deseaban colaborar para hacer de aquel día un momento extraordinario, una fecha memorable que quedara grabada en la retina de quienes presenciaran tan esperados festejos. Los compañeros de Botamanga se ocuparon concienzudamente de la cuestión culinaria pues conocían los gustos delicados de aquel archiduque de la gastronomía que era Botamanga. Sabían de la amplia capacidad de ingestión de Varela y, por eso, les pareció conveniente no demorarse en las modestas góndolas de las cadenas cárnicas y fueron directamente al grano, a tomar el toro por las astas (en este caso en particular, no fue un toro sino un precioso ejemplar de novillo, convencido a los empujones de dejar su manso pastoreo nocturno en un campo desconocido de Tamangueyú para subirse con cierto desgano al vehículo que lo trasladaría a su morada final donde el calor de las brasas lo dejaría a punto para nutrir a aquellos acérrimos enemigos del veganismo). Pero quienes más interés demostraban en los detalles eran sus camaradas rivales. Fueron ellos los encargados de llevar adelante las tareas de adornos conmemorativos, selección de la bebida y, sobre todo, los preparativos del verde cesped que albergaría la gesta futbolística posterior a la ingesta celebratoria. Todo eso sumando a la procuración de traumatólogos y ambulancias para lo que se planeaba como noventa minutos de intercambios amables de recuerdos imborrables.
      Aquel sábado de octubre todo estaba listo. Para lograr que Botamanga fuera voluntariamente al sitio del festejo sin sospechar, uno de los cómplices de aquella tierna sorpresa le envió a Varela un mensaje telefónico que lo anunciaba como ganador de medio kilo de bizcochitos de grasa en una panadería cercana al sitio programado. Botamanga apenas pudo contener la emoción de semejante noticia y entre lágrimas empujó su Dodge 1500 verde calle abajo hasta lograr que la primera carrera de compresión de la planta impulsora de su “american classic” explotara y diera marcha a ese ejemplar único de la ingeniería automotriz. Varela estuvo a punto de perder el control del vehículo cuando se detuvo a recoger un billete de dos pesos que surgió por debajo del mismo a su paso. Pero no,  nada podría detener a Botamanga de la consecución de un objetivo tan altruista como la gratuidad de medio kilo de bizcochitos de grasa. El Dodge derrapaba por los caminos de tierra en una alocada carrera bajo la diestra conducción de Varela que, en uno de esos instantes en donde sabía cómo demostrar su enorme coraje, llegó a sobrepasar sus propios límites cambiando a tercera velocidad y dejando en ridículo a un pobre y disminuido can de sólo dos patas que ladraba enardecido a su paso.
      ¡Qué gran momento se vivió cuando el augusto automóvil de Botamanga asomó gallardo por la entrada adornada con los colores del equipo de sus amores! Nadie podrá olvidar nunca aquel día, la emoción de Botamanga, las bellas palabras que se dijeron en su honor y la camaradería, amabilidad y buen compañerismo que todos demostraron cuando hubo que ayudar a la reparación del Dodge 1500 luego de que tan extremo esfuerzo húbole provocado la pérdida momentánea del puente trasero justo cuando llegaba a destino. Todo fue perfecto, las ensaladas frescas, los finos y delicados vinos que aromaron las copas y alegraron hasta el éxtasis a los presentes y el novillo tierno que se sacrificó en pos de un festejo memorable que no logró ser nublado ni interrumpido por nada, ni siquiera por la visita de la división de cuatrerismo y robo de ganado de la policía que, amablemente, tuvo la delicadeza de tomar la recaudación de la colecta que se organizó espontáneamente in situ para homenajearlos, retirándose agradecida con deliciosos emparedados de chorizo y algunas botellas bajativas.
      El final de la tarde trajo el epílogo de la fiesta y todos se retiraron felices y en paz, contentos y satisfechos de haber podido devolver a nuestro héroe tantas amabilidades, tantas muestras de solidaridad, tanto buen gusto. Porque Botamanga Varela había cosechado aquel día todo lo que había sembrado durante años en los encuentros futbolísticos que lo tenían como el principal protagonista. Por eso nadie había querido perderse la ocasión para devolverle los favores. Según consta en la planilla que se cerró al final del partido, fue un triunfo ajustado del equipo de los rivales, que contó, para esta ocasión, no sólo con los jugadores que acostumbraban participar del lado contrario al de Botamanga sino que también sus propios compañeros se turnaron para jugar en su contra y aprovechar para demostrarle todo el aprecio que en palabras nunca alcanza. Dicha planilla (conservada hoy entre los tesoros más apreciados del archivo de la vida de Botamanga, en su estado original y con las manchas de sangre y grasa vacuna de aquel día) hace sospechar acerca de cierta brusquedad de juego que habría colaborado en el presuroso final del partido antes de los treinta minutos del primer tiempo, luego de algunos insignificantes incidentes entre Varela y dos miembros del equipo rival, tres del propio, uno de los asadores del susodicho novillo, dos hermosas mujeres de procedencia desconocida y un policía que habría vuelto en busca de chimichurri.
      Botamanga descansó todo el resto de octubre aprovechando a recuperarse de la emoción del festejo, de la indigestión provocada por el cuarto de res que denodadamente se ocupó de degustar, y de dos fisuras de tibia y peroné que sufrió durante los hechos acaecidos durante el partido.
     Sí, señoras y señores, descansó el héroe pero no el mito; se acallaron las celebraciones pero no la leyenda; se silenciaron los insultos pero nada podrá empequeñecer la historia de Botamanga Varela: mi ídolo.

RR


viernes, 5 de septiembre de 2014

JUDAS


      Y entonces, se paró y dijo:

      “Déjenme decirles que si han venido hasta aquí a escuchar la confesión de un arrepentido, se han equivocado de lugar pues no me voy a arrepentir de nada ante ustedes. Lo que sí van a escuchar es todo lo que queda afuera de la ley y de las presunciones, de los cuentos y de los chismes. Yo soy lo que ustedes no quieren ver, lo que buscan ocultar, lo que prefieren negar. Yo soy un hombre jugado y perdido, soy el que apuesta a salvarse con el dedo en el gatillo, el caño en la sien y el tambor completo. No me voy a esconder en palabras tiernas de mi niñez ni voy a buscar excusas en las trampas del destino. He hecho todo para ser quien soy. Yo, soy un hombre malo, el peor de todos, el desobediente, el asesino del Cristo y del Buda, el vengador de las muertes justas. Yo soy lo que ha quedado apartado por inservible, la manzana podrida del cajón. Y a ustedes no les importa mis crímenes, a ustedes les duelen sus heridas, los asusta mi presencia. Pero ustedes me necesitan para justificar sus bondades falsas y sus hipocresías. Me necesitan para aplacar sus propias ganas de matar y matarse, de escupirle la sopa a quien los ofende con verdades innecesarias, de blanquear los amores adúlteros. Ustedes se esconden de mí porque lo que en realidad los aterroriza es que tranquilamente podría hacerme pasar por uno de ustedes pues no tengo marcas particulares ni soy un extraterrestre. No pueden ponerme una estrella amarilla pegada en el pecho o una letra escarlata en una falda, no existen categorías diferentes para condenarme ni pecados fuera de los suyos. Lo único que lograrán con su condena es darme la razón, una razón que no necesito, como no necesito ni de sus dioses ni de historia, ni de sus perdones ni de sus sacramentos. No necesito de la aprobación de un jurado o de la compasión del prójimo. Yo me he hecho a mí mismo, bien, mal, como sea, pero lo he hecho yo. Yo he construido este muro a mi alrededor para salvarme de las sanguijuelas y los parásitos que viven de los sueños ajenos; yo los he hecho realidad antes de que alguno de ustedes intentara matarlos, juzgarlos como imposibles o colocarlos en una vidriera para entregarlos al mejor postor, para ponerles la etiqueta de alguna marca y venderlos como objetos pintorescos.
      Pero, sin embargo, hay algo más: ustedes están haciendo lo correcto. Ustedes no deben permitir que mi voz se escuche en los salones públicos donde se decide lo privado. Ustedes no pueden ni deben permitir que cambie las comas de lugar, que agregue anotaciones entre líneas y les arruine su final feliz. Ustedes deben prevenirse de tipos como yo. Deben seguir pegándole a una bolsa colgada antes que salir a enfrentar a los verdaderos monstruos cara a cara. Ustedes deben evitar que la máquina pare por falta de combustible, es necesario que la nueva sangre, que la carne joven, siga saltando a la caldera para mantener el fuego que quema todas las rebeldías. Ustedes no pueden permitir que el amor se les escape de los poemas y se traslade a las manos de hombres y mujeres que morirían por él. Porque si fuera así, todo estaría perdido para ustedes.
      Sí, yo he dejado todo, pero lo he dejado por ella. Yo he dejado la dignidad y el orgullo, pero no he perdido el coraje de animarme a buscarla. He dejado el amor propio sólo para evitar a los imbéciles, pero no he perdido la valentía de enfrentar sus ojos cuando ya no podía seguir desviando la mirada. He abandonado las comodidades y las seguridades, pero he recuperado la sensación de dolor verdadero ante lo que amo y no consigo, ante la que quiero y no me quiere, ante el jardín florecido de mi mente de quien ella se ha vuelto su lluvia y su abono, su sol y su primavera. Es ella quién ha decidido mis acciones, quién ha cortado las cadenas que me ataban a la desgracia de esta vida que ustedes proponen. Ella es el alegato más contundente que ustedes
jamás podrán escuchar. ¡Ella es mi condena, no la de ustedes!”

      Nunca más se supo de él.

RR


Foto: Ronén Grinstein

miércoles, 3 de septiembre de 2014

JUEVES


       ¿Adónde habrá ido a parar todo lo que dejamos aquella noche en aquel banco de cara a un mar oscuro? Si nada se gana ni nada se pierde y todo se transforma, ¿en qué se habrá transformado el calor de mis manos que se morían de ganas de, aunque sea, rozar un dedo que asomaba de las mangas de tu campera negra? ¿A qué poema habrán ido a parar mis ansias incontenibles de abrazarte y que vos muy segura sometiste? ¿Dónde estarán sepultadas las pisadas de los merodeos nocturnos de mis cartas?
      Y no es que me interese ir a edificarle un altar al pasado, mejor dejarlo donde está. Es sólo que ahora que te he olvidado, el olvido se ha llevado un pedazo de mí, una ingenuidad defendida a puro corcel, a capa y espada, golpe a golpe, verso a verso (aquella estúpida defensa que ejercía desafiante de quien no necesitaba ni quería ser defendido, solo dejado en paz). Debe ser esta sensación de desamparo que me produce ver tu pedestal vacío lo que me lleva a escribirte una vez más, a buscar un cambio de domicilio que me recuerde el día que ya no pude encontrarte, aquel cuando la puerta se abrió y lo único que pude hacer fue pedirle perdón por la molestia a la anciana que estaba delante mío sin ninguna información sobre tu paradero. Sin embargo, pude ver tu nombre aún en el botón del timbre y eso alcanzó para traerte de vuelta a estas hojas que hoy ya han perdido la memoria, que me preguntan sin cesar a quién le escribo porque ya no te reconocen, porque ya no ven aquel brillo tan especial en mis ojos cuando asoman en mi recuerdo tus piernas encerrando la suavidad de tu vulva pequeña, sosteniendo tu vientre y tus pechos como dos tulipanes, tu cuello y tus ojitos misteriosos llenos de aquel fulgor salvaje que hoy es para ellas nada más que una leyenda de mi imaginación.
      Y me pregunto si no será que te estaré escribiendo de nuevo por las dudas, por si te caíste en el pozo del tiempo, por si la capucha voló de tu cabeza y todos tus sueños se mojaron de golpe con la lluvia, tornándose ilegibles como un diario mojado. Me pregunto si no será que me gustaría saber que estás bien, que has encontrado refugio para tus broncas, para la furia que se agolpaba impune en tus labios y me ponía contra las cuerdas. Y entonces, me detengo en cada mate a pensar una oración que te pueda servir de consuelo -si es que lo necesitás, claro-. Pero, a la vez, también quisiera acercarte una copa para brindar por la felicidad que hoy quizás te abraza en una cama o a la salida del trabajo. Y no logro encontrarte, no logro recuperar aquellos pasos, aquellas ansias, aquel calor que se ha muerto de frío. Todo se ha hecho borroso y perecedero, me he vuelto un cínico, un sarcasmo de mí mismo. Ya ni siquiera salgo a tratar de no encontrarte. Sólo me ha quedado la costumbre de ir por las tardes a charlar con Doña Cata, la anciana que gentilmente me recibe cada jueves y que me cuenta de su juventud y de sus amores, de un hombre que la quiso sin que ella lo supiera. Y entre recuerdos y anécdotas de sus años pasados yo recupero de las paredes los rastros de tus olores, el sonido de tu risa que aún permanece escondido en las bisagras que se burlan de esa ingenuidad que únicamente aparece los jueves con Doña Cata, apenas toco el timbre de la memoria y todo se hace pregunta: ¿dónde estarás?, ¿dónde bailan ahora tus aires de muñeca brava?, ¿dónde habrán ido a parar los legajos de tus juicios sumarios a quienes dejaron de importarte? Preguntas y más preguntas.
      Ahora mejor guardar cada cosa en su lugar, no quisiera ya perder más nada, aunque sé que es inevitable, que así como los vientos bajan las hojas muertas de los árboles y las arrastran hacia el mar, el tiempo se lleva las horas y nunca las devuelve. Este hoy ya casi se ha ido y de a poco se va transformando en ayer. Mañana será otro día y podré mirar por la ventana los tilos que empiezan a brotar nuevamente, los días que se alargan haciéndonos creer falsamente que tenemos más tiempo disponible del que realmente tenemos. Hay que aprovechar, nunca se sabe cuál será el último verano para ventilar las habitaciones.
      Ya casi es jueves, y por la tarde vivo el mejor momento de la semana, ese donde voy hasta ese timbre y visito a esa mujer que no sabe que hay un hombre que aún la quiere.

RR


Foto: Pablo Silicz

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...