Jueves 4:15 de la mañana, no puedo dormir. El miércoles dejó de latir y los gorros, banderas y vinchas reposan a un costado de
las calles de la ciudad junto a los vacíos testimonios de un festejo muy
esperado. Mi mente se ha separado de mi corazón y se entrega a la
búsqueda de las razones de tanta euforia y tantas esperanzas puestas en
una pelota de fútbol. Desde los
anaqueles de la memoria viene a mi encuentro una historia jamás contada,
una confesión mantenida a salvo del manoseo habitual de los rumores y
que ha descansado en las sombras por esta habitual necesidad de no generar envidias y rencores en
quienes buscan alumbrar sus oscuros desencantos futbolísticos con el
destino luminoso, mágico y misterioso de algunos jugadores. Sin embargo,
he decidido abrir esta caja de Pandora y dejar volar ciertas verdades
que deben ser conocidas para evitarnos un triunfalismo inocuo y, así,
poder sumergirnos orgullosamente en la realidad incontestable que nos muestra cuán bendecidos hemos sido al poder disfrutar del mayor talento
que haya acariciado un balón.
Esta no es una historia de las tantas
que circulan por ahí, no es un mito ni una leyenda. Porque si bien no
hay documentos ni pruebas disponibles, puedo asegurarles que, una vez que
la conozcan, no podrán dudar de su veracidad. Quien me ha contado lo
que voy aquí a relatar fue testigo directo de lo sucedido. Estos son los
hechos.
En 1985 Botamanga Varela era apenas un niño. Hijo menor de
un millonario empresario del carbón (conocido en la jerga del ambiente
como “vendedor de humo“) y una actriz italiana, había sido acostumbrado a
una vida de comodidades pero sin ostentación. Por ser el menor de los
hijos de esta familia, Botamanga había disfrutado de cierta indulgencia
en los juicios que sobre sus comportamientos se hacían. Mechi, su hermana mayor, en cambio, había sido exigida en mayor medida, y si bien esto no había provocado
ningún recelo en ella, se sentía en la obligación de velar en cierta
manera por su hermano menor. Por eso fue ella la encargada de ponerse en
contacto con médicos italianos en pos de resolver ciertas cuestiones de
crecimiento que afectaban al pequeño Botamanga y que empezaban a
preocupar a sus padres.
Botamanga contaba, con apenas diez años, de
un manejo excepcional y un control total del balón. Su pie derecho
dibujaba en las veredas del barrio los bocetos de lo que en el futuro se
conocerían como obras maestras dentro de un campo de juego. Pero un
exceso en el crecimiento de su cráneo ponía en riesgo el balance
ajustado de su cuerpo a la hora de quebrar su holgada cintura y esquivar
a los rivales en esas tardes de baby fútbol junto a sus infantes
compañeros de equipo. El tamaño desmedido de la cabeza de Varela y la
imposibilidad de encontrar ninguna respuesta a los interrogantes que
surgían sobre el origen y las consecuencias de dicha afección, había
llevado a Mechi a buscar ayuda en su pareja de
aquellos años. Reynaldo Camino era un representante de estrellas del
fútbol mundial que brillaban en Europa (una en particular nos va a
ocupar en esta historia). Mechi, influida por demás por su madre y su
relación con el arte, se había entregado (por completo) a la práctica de
la danza moderna con la consiguiente añadidura de la vida nocturna a la
que todo artista, tarde o temprano, es arrastrado inevitablemente.
Reynaldo la había conocido de esa manera, en una de esas noches, en uno
de esos finos ámbitos de la cultura popular. El flechazo había sido
inmediato. Después de aquel acontecimiento, tan lleno de un romanticismo
propio de un cuento de hadas que unió a esto dos apóstoles del amor,
aquel reconocido escenario nocturno perdería a la postre a su máxima
estrella, que dejaría un caño vacío que jamás podría ser reutilizado
luego de la partida de Mechi. El “Tanga Club” cerraría sus puertas poco
tiempo después ante la mirada absorta de los concejales del pueblo que
verían disminuidos considerablemente sus ingresos con tan desgraciado y
triste acontecimiento.
Reynaldo, un atento sabueso a la hora de
detectar talentos futbolísticos, tenía la esperanza de hacer de
Botamanga una de sus figuras y a la vez conquistar definitivamente el
corazón de Mechi ayudando a su hermanito a resolver el conflictivo
problema que el desmedido tamaño de la sesera de Varela causaba en su
juego. Botamanga viajó a Italia. Apenas llegado a Nápoles se sometió a
una serie de estudios exhaustivos que derivaron en un tratamiento de
aplicaciones de suero de queso que ayudarían a detener el crecimiento de
su cabeza. Aquel no fue un año cualquiera para aquella región sureña de
la bota europea. El equipo celeste peleaba por la gloria en todos los
frentes como nunca lo había hecho. Todo bajo la capitanía del máximo astro del
fútbol mundial que, por uno de esos designios del destino, era uno de
los representados de Reynaldo Camino. Como ustedes se darán cuenta, esta
situación afortunada fue determinante en la vida de Botamanga que,
repentinamente, se encontró en contacto con el representante divino del
balonpié. Algo que marcaría a fuego su vida transformándolo en este
personaje de leyenda que todos conocemos.
Con el tiempo, la pierna
derecha de Botamanga pareció contagiarse de aquella zurda mágica. Las
inyecciones de suero habían empezado a cumplir su cometido y la cabeza
del pequeño Varela había detenido su crecimiento que, aunque ya sería
definitivamente desproporcionado por el resto de su vida, al menos, le
permitiría desarrollar su majestuoso juego e, incluso, convertirse una
de sus más mortales armas a la hora de esperar el centro pasado en el
área.
El suero inyectado cada día en la sangre de Botamanga, sin
embargo, había generado un efecto colateral que desgraciadamente sería
el precio a pagar por la cura de su mal y la posibilidad, para el resto
nosotros, simples y mediocres observadores, de disfrutar de su magnánimo
juego. Su adicción al consumo de muzzarella fue algo de lo que
Botamanga nunca pudo escapar. Y aunque algunos creyeron ver en eso la
razón de su renuncia a formar parte de la gloriosa escuadra del Nápoli,
yo me inclino más por la versión de Mechi quien me cuenta que Botamanga
creía ver una porción de pizza en todos lados y eso le provocaba una
angustia oral que lo llevaba a recorrer las humildes calles de los
arrabales napolitanos en búsqueda de satisfacer sus irracionales
necesidades del característico manjar. Un hecho en particular llama la
atención relacionado con esto. Aquel diez de la zurda divina fue una de
las primeras víctimas de las alucinaciones de Botamanga, quién decía
reconocer sobre la rulienta cabellera del astro del Nápoli un triángulo
luminoso que para él no era otra cosa que una tentadora porción de
calabresa imposible de resistir y que lo puso en reiteradas ocasiones en
franca carrera de persecución detrás del diez en búsqueda de saciar su
apetito voraz (un año más tarde, luego de un gol sospechado
maliciosamente de ilegítimo e ilegal de aquel mítico jugador del Nápoli en el
mundial de México contra el “team” inglés, el triángulo luminoso que
Botamanga había divisado flotando como un OVNI coronado de cantimpalo,
sería estudiado por algunos expertos de los fenómenos paranormales que
creían sospechar un origen verdaderamente celestial en este fenómeno
absolutamente intrigante).
Luego de un desafortunado incidente entre
Reynaldo y Mechi, que involucraba al diez de la escuadra napolitana, como así también a algunos otros jugadores
de aquel afamado equipo y que fue la comidilla de la prensa amarilla
europea de aquellos años, Botamanga volvió a casa ya sin chance de
brillar en Europa pero con su cuerpo y su espíritu plenamente
desarrollados. Su pierna derecha componía las más bellas rimas entre
pases; su cintura era capaz de quebrase para desprenderse en corridas
memorables; su abdomen era redondo y firme y guardaba los más emocionantes
recuerdos de las pizzerías napolitanas; su pecho se había inflado como el de
aquel Cucciuffo del ‘86; sus brazos habían quedado tatuados con las direcciones y los
teléfonos de cada establecimiento gastronómico del sur de Italia; y su
cabeza albergaba en su generoso tamaño los mapas de las jugadas más
intrincadas y exquisitas que sólo su talento inigualable podría llevar a
cabo.
Nadie nunca osó en reprocharle nada al crack pues esta
historia nunca fue conocida. La consideración que se tenía de él no
hacía sospechar de ninguna manera una relación tan directa entre aquel
diez de la zurda divina y Botamanga, el Ducce de la pierna derecha. Hoy,
repasando aquellos eventos, puedo relacionarlos mejor y darme cuenta de
que si hubo un Dios del fútbol con un diez en la espalda, Botamanga
Varela no fue otra cosa que el mesías por él enviado. No sería de
extrañar que algún día esta historia salga a la luz y comiencen a
aparecer en cada espacio lúdico futbolístico pequeños altares con
imágenes de Botamanga donde los afectos a este maravilloso deporte
puedan acercarse a rendir tributo al hijo del Hombre acercando porciones
de napolitanas, calabresas o simples muzzarellas. La vasta admiración
que ya hoy se le profesa a nuestro héroe hace pensar que esas muestras
de halago y admiración que se le ofrecen cada jueves en las canchas de
la ciudad disimulados en quejas, insultos y desleales patadas serían nada más que un aperitivo al banquete de culto que recibiría Varela si se
supiera que fue él, y solo él, quien recibió el cetro sagrado del
panteón que ocupan sólo los elegidos.
Hoy Botamanga Varela derrocha
talento, derrocha capacidad, derrocha magia. Lo único que no derrocha es
dinero, pues la ayuda económica que recibe cada mes de su hermana no le
permite una vida lujosa. Pero así como Mechi cumple la inconmensurable
tarea de mantener los cuerpos masculinos en estado pristino en su
departamento privado de masajes en la zona de la terminal de ómnibus,
Botamanga Varela defiende el difícil arte del fútbol cada semana contra
los opresores tácticos y los rudos y mediocres defensores incapacitados
de sobrellevar con hidalguía y humildad su inferioridad técnica,
miserables esbirros del juego violento y la dictadura del golpe vil.
Botamanga lleva adelante la dura tarea de socializar su arte
entre quienes quieran contagiarse arrimándose al menos al aura
celestial de su juego para comprobar con sus propios ojos cómo es capaz de digerir dos porciones de
pizza entre pique y pique.
Sé que mi relato nunca podrá hacerle
honor al Gran Botamanga, mi ídolo, acepto mi completa incapacidad
gramatical y sintáctica para poner a tamaño personaje (tamaño XXXXL) en
el lugar que se merece, que se ha ganado y desde el cual nos bendice a
todos y todas. Por eso, sólo puedo decir gracias, Botamanga, por tanto; perdón por tan poco.
RR