Rubén y Teresa se amaban sin saberlo. No es que se amaran y
no lo supieran, que no estuvieran al tanto de esa sensación de
inutilidad que tiene el aire cuando ahoga la distancia; no es que no llegaran a divisar el fracaso de cualquier tentativa a dominar sus impulsos y sus
deseos mutuos. No, Rubén y Teresa se amaban sin saber que ellos eran
Rubén y Teresa. Y cuando fracasé en mi intento por dominarlos ya no tuve
el coraje de hacérselos saber.
Cada mañana me levantaba con la
intención de citarlos en algún bar del centro y confesarles mi pecado.
Pero apenas salía a la calle me acobardaba. Tampoco tenía claro la razón de esa cobardía, cuáles podrían ser las consecuencias si lograba vencer mi temor y
explicarles la situación. Había llegado incluso a manejar la posibilidad
de enviarles cartas anónimas que les comunicase a ambos la noticia. Tampoco
pude llevar adelante esa acción.
Rubén y Teresa nacieron una noche
de febrero luego del fracaso de una cita que había conseguido arrancarle a
una mujer inalcanzable a fuerza de inventarle posibilidades improbables
de satisfacciones duraderas. Al llegar a casa, encendí la computadora, y
ubicando el vaso a un costado esperé a que se decidiera a hablarme. Sin
tratar de hacerlo hablar a la fuerza me quedé a su lado aguardando que
llegase a la temperatura justa como para ver si eso hacía que se
decidiera a darme una opinión de lo sucedido. No esperaba una sentencia,
ni un cuadro de situación, ni un análisis pormenorizado. Sólo quería
escuchar una voz que acompañara todo aquello que me había quedado sin
decir y que lo transformara en algo. Ese algo sería a la postre Rubén y
Teresa.
Teresa se topó con Rubén a la salida del cine. Una de esas
típicas escenas de dos personajes solitarios saliendo de la oscuridad de
sus soledades, esquivándole a los abrazos y a las caricias de otras parejas que al salir al igual que ellos de la sala encuentran una
mirada familiar respondiendo a la propia. Y tal vez ellos hayan buscado
aquella tarde en alguna película un argumento eficaz para justificar sus
suertes, o tal vez juntar las fuerzas necesarias para decir adiós
(fuerzas que, por otra parte, nunca alcanzan). Sin embargo ahí, en ese
hall lleno de críticos y comentaristas, sin saber por qué, se inició una
tímida conversación que concluyó en poco más que nada. Y cuando las
cosas terminan en poco más que nada, todo el mundo sabe que eso significa que hay algo.
Pero yo, que sostenía incólume la bandera de la huida ante los fracasos
innecesarios, les propuse distanciarse un poco, hacer de cuenta de que
nada había llamado la atención del otro, de que estaban bien así, solos y
sin demasiadas urgencias para cambiar esa condición. Les dí algunas
miserables razones para justificar mi propuesta. Ellos las aceptaron
fingiendo que estaban de acuerdo. Pero a pesar de que intentaron disimular, alcancé a observar lo que se había formado en sus miradas. Un cruce fugaz
por el cielo de las complicidades que se produce a veces cuando los
párpados bajan y la cabeza se agacha dejando en evidencia la prueba
irrefutable que demuestra que del otro lado existe una fuerza que es
capaz de debilitar el sostenimiento de la mirada propia. Esa mirada
cínica de quien se siente inútilmente seguro. Los vi y comencé a dudar
de mis posibilidades de guardarlos en un cajón a esperar tiempos mejores
(para mí, no para ellos) y así volver a la tranquilidad y al amparo de
escritor de mis propias imposibilidades.
Cada uno salió por su lado y
con eso recuperé cierta confianza. No esperaba que se volvieran a
encontrar en la parada del colectivo. No había necesidad de que eso
sucediera, de que sus casas se encontraran a sólo unos minutos de
distancia.
Rubén bajaría primero quedándose por un momento mirando
la parte trasera del ómnibus que se llevaba a Teresa, quien comenzaría a
sentir un leve cosquilleo a la altura del bajo vientre acusándola de
timorata: vamos, Rubén, no te quedes ahí parado, corré otra vez hasta
esta ventanilla y saludame desde abajo, dejame aunque sea un rastro de
tu mano dibujando un arco iris para mis esperanzas ocultas. Mientras
tanto Rubén: vamos, Teresa, asomá tu mirada por la ventana, prometeme
que nos vamos a volver a ver en el próximo viaje, en la próxima salida
que hagamos a buscarnos desesperadamente por las carteleras y las
paradas que indican hacia donde vamos, para confesarnos hacia donde
queremos ir.
Aquello había comenzado a irse de mis manos. Traté de
corregir sus direcciones, busqué mudarlos de barrio, complicarles el
encuentro. Pero no hubo caso, ellos ya se habían propuesto una cita a
mis espaldas. Yo lo tomé como un acto desafiante y desconsiderado.
Parecía que se habían olvidado de que si no hubiese sido por mí, no
habría ni Teresa ni Rubén. Los dejé solos para que hiciesen lo que les
placiera. Al fin y al cabo, yo tenía mis propios problemas, mis íntimos
roces con lo desconocido, mi propia parada en la que estaba detenido
hacía mucho esperando a que aquella mujer de febrero pasara nuevamente y
me dirigiera una mirada de bienvenida a subirme otra vez a su bondi. Si
ellos se sentían tan seguros para escribir sus propias vidas, pues que
lo hicieran. Bajé a la cocina, guardé la botella de vino que quedó a la
zaga y me fui a la cama. Estaba claro que iba a ser otra noche larga.
Una semana después, ya un poco más tranquilo, los encontré en una plaza
compartiendo el sol de la tarde y un chocolate. Supe inmediatamente que
ya no sería posible retomar nunca aquel propósito de distanciamiento, que aquello que había comenzado como un pasatiempo nocturno era ahora
una historia que tenía su dinámica propia, que elegía sus lugares y sus
horas, que seleccionaba sus palabras desde el corazón de sus
protagonistas sin prestarle casi ninguna atención a la gramática o a
cualquier otra regla literaria. Rubén y Teresa habían decidido escribir
su propia historia y yo debía asumir la realidad y actuar en
consecuencia.
Los observé a una distancia prudencial. Vi el
movimiento de sus cuerpos, los mensajes de sus miradas que ya no se
ocultaban, que lanzaban fuegos artificiales sobres sus oscuridades iluminando sus
secretos ocultos; que desplegaban carteles arrastrados por unas
avionetas publicitando la fortuna del encuentro con promesas imposibles
que, como tales, arrojaban al vacío en ese mismo instante el peso de la
responsabilidad de ser cumplidas. No fue sencillo para mí volver a
involucrarme en la historia. Aquel era un espectáculo olvidado ya por
mí. El espectáculo de la conquista, de la batalla eterna del amor que
nunca terminará por más que todos los augurios indiquen una derrota
inevitable. Rubén era lo inevitable para Teresa y Teresa era lo
inevitable para Rubén. Yo, quien sabe por qué, había tratado de
desconocer ese hecho que comprendía bien lo que significaba: que cuando nada
es estrictamente necesario o imprescindible, cuando ya no importa romper
con aquello que está perfectamente establecido y ordenado, cuando lo
fácilmente evitable se vuelve inevitable, pues bien amigos, he ahí el
destino.
Después de meditar unos minutos una decisión ya tomada, decidí abandonar mi parada para
ocuparme entonces de Teresa y Rubén. Finalmente, ellos tenían mucho más
para ofrecerme que esas estúpidas cartas a las que ya les había
dedicado demasiado tiempo, demasiadas energías, demasiada saliva para
unos sobres que terminaban siempre muriendo frente a unas puertas que jamás se
abrirían nuevamente, por las que nada más tenía para apostar unas esperanzas
elaboradas caprichosamente bajo los efectos perniciosos del insomnio.
Ahí estaban Rubén y Teresa esgrimiendo orgullosa y valientemente todas
las dudas de las que yo carecía por haber pasado tanto tiempo confeccionando
certezas cobardes, inútiles y, peor aun, falsas. Ellos, en cambio, eran puro
presente abrazándose a cualquier viento, sin brújula ni mapas para
encontrarse, desafiando los cruces y las diagonales, los desvíos y las modificaciones sorpresivas de recorrido.
Ellos tenían todo lo necesario
para estar ahí. Tenían el sol y tenían el chocolate y ese banco de
plaza escrito con los nombres de otros amantes que habían
dejado testimonio de que el amor se reproduce incesantemente sin
importar la constante repetición de los dolores y las desesperanzas y
las tragedias. Y acaso, eso sea porque el amor avanza empujado por su
peor enemigo: el olvido. Porque olvidar un viejo amor es abdicar para
que comience el reinado de uno nuevo. Y a rey muerto, rey puesto. Y
quien golpee las puertas del olvido voluntariamente será quien
finalmente mande al destierro a los viejos recuerdos que atormentan
cuando los engaños inventados para sobrevivir ya no funcionan.
Sí,
ahí estaban Teresa y Rubén probándose las coronas, proponiéndose la proscripción de un pasado ya sin chance, corriendo el telón para que comenzara
una nueva película. Y ahí estaba yo asumiendo de una vez por todas que
debía ir hacia la única puerta que podría salvar mi reino: la de mi
propio olvido.
Aquel día subí con ellos al colectivo y los acompañe
en su vuelta. Rubén siguió de largo y no se bajó en su esquina. Yo
sí. Creí que estaba bien hasta ahí, que mi presencia ya no era
necesaria, que el sólo hecho de no intentar convencerlos de la ficción
en la que los había metido alcanzaba como para que el resto se
escribiese solo.
Caminé hasta mi casa en silencio. Veía pasar los
colectivos y buscaba detrás de los vidrios de las ventanas lo que ya no
esperaría más en mi parada habitual. Observé aquellas personas
resguardadas detrás de las ventanas de los coches, inmunes a cualquier
influencia de mi parte. Caras desconocidas a quienes traté en otros
tiempos de darles una personalidad ficticia basada en mis propias
elucubraciones. Entonces, volví a recuperar el control de mis ojos
concluyendo en que, en realidad, no sabía qué estaba buscando. Luego,
con la misma naturalidad, dejé de mirar para el costado y me enfoqué
hacia el frente. Delante mío aparecían los colores novedosos de las veredas de casas
desconocidas, con jardines y parques y árboles otoñales que esperaban su
primavera. Puertas descascaradas que guardaban secretos de familias que
habían atravesado sus marcos entrando y saliendo hasta mudarse a otras
direcciones con historias tan parecidas y tan distintas entre sí. Miraba
esos umbrales e imaginaba los amores que se habrían dicho adiós para
siempre desde sus bordes. Por un momento me detuve en una de esas
puertas tratando de reconocer alguna marca, alguna seña particular que
pudiese indicarme si es que por ahí alguna vez se había arrimado un
cartero con una carta como aquellas que yo ya no escribiría. Porque
desde que dejé de ver a Rubén y Teresa ya no me ocupé más de aquella
imagen de un pasado que se fue definitivamente con una mujer en un colectivo que
jamás volvió a pasar cerca de mis esperanzas. Ya no.
Y así llegué
hasta este ahora, donde lo que me ocupa es caminar estas calles nuevas
buscando paradas donde haya otras Teresas y otros Rubén encontrándose a
pesar del mundo, a pesar de las despedidas y los olvidos, de las
amenazas de los destinos inciertos. Un destino como ese que me hizo abdicar un
día a las cartas anónimas a favor de los nombres propios del amor
invencible.
RR