viernes, 4 de diciembre de 2015

HASTA QUE NOS VOLVAMOS A ENCONTRAR


    ¿Qué nos habrá hecho la vida que nos volvemos a encontrar acá? Y digo la vida por no decir la muerte, por no apelar al golpe bajo de comunicarte amablemente que, hagamos lo que hagamos, será lo único que tendremos para acreditar; al igual que nuestros aciertos y nuestros errores, nuestros injustificados argumentos y toda esa caterva de imbecilidades que hemos llevado a cabo mientras huíamos del otro. Vos de mí que no estuve a la altura de las circunstancias, y yo de vos que te perdí en quién sabe qué esquina del pasado a pesar de haber intentado chiflarte mientras caminabas por la vereda volviendo a tu casa o, tal vez, yendo a buscar consuelo en lo de un amigo que te abrazaría tomando aquello por lo que yo hubiese dado la vida, aquello que ya no tengo: tiempo.
    Nos hemos quedado sin tiempo y nada más nos quedan estos últimos renglones para decirnos adiós, para expresar cierta congoja, cierto desagrado por haber sido tan tontos y no darnos cuenta de que ahí estábamos los dos, agazapados esperando un ataque mortal que nunca llegó y que llega ahora, cuando se nos ha hecho tarde para mirarnos a los ojos o para bajar la mirada -al fin y al cabo, hubiese sido lo mismo-.
   ¿Qué diablos hemos hecho, querida, con nuestras esperanzas y, principalmente, con nuestros deseos, con esas ganas de tomarnos del cuello y enfrentarnos con los labios ansiosos y los perdones sangrantes? ¿Qué hemos hecho, querida, con todo aquello que decidimos nunca prometernos para dejar que la vida nos tomara de rehenes de algo de lo que nosotros no debimos desentendernos pues éramos plenamente responsables, completamente culpables?
    Y mientras vos estás ahí leyendo lo que debería haberte dicho cara a cara, cuerpo a cuerpo, yo estoy perdido en algún lugar del universo haciendo planes para olvidarte, para morirme sin esta puta sensación de ser una prescindencia, una hoja seca caída de un árbol sin dueño. Yo no debería estar acá y vos no deberías estar ahí. No, vos deberías estar acá y yo debería estar volviendo a las apuradas para evitar que te fueras, para salvar esta historia de este final atroz que me toca escribir a mí cuando ya no tengo nada que escribir acerca de lo que vos ya no tenés nada que decir. Sólo este adiós que me duele como quizás te duela a vos la noche que sé que nos ha estado esperando, pero que al final se ha ido.
    Pero no me importa, yo me voy también. Yo también me retiro hacia el único lugar donde la muerte no es lo peor que me podría pasar. Me voy definitivamente hacia el olvido de tu vientre agitado, de tus pechos trémulos, de tu abrazo sanador y tu ausencia que ha enfermado mis obsesiones convirtiéndolas en simples anécdotas, en pequeñas afecciones de un hombre perdido para siempre. Al menos, hasta que nos volvamos a encontrar.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 11 de noviembre de 2015

OTRA NOCHE, OTRA MAÑANA Y OTRO MOÑO


     La mañana no se presta como la noche. A decir verdad, la noche nunca se presta tampoco, la noche se regala, se entrega, se sacrifica a cambio de nada o de todo, de la vida o de la muerte, depende dónde uno esté parado esa noche o, en el mejor de los casos, dónde uno esté acostado.
     Y si le presto cada mañana mía es porque no me encuentro en condiciones de regalarle la noche -aunque lo haga cada noche, aunque cada una de mis noches quede ahí envuelta con un moño precioso, que de a poco me ha ido saliendo como esos que hacía mi madre para cuando me tocaba llevarle el regalo al del cumpleaños-. Tal vez sea por eso que me llevo bien conmigo durante la mañana -no tanto durante la noche-. Y tal vez por eso también me levanto a cualquier hora, incluso a estas horas en donde la mañana sólo tiene de mañana el nombre, porque en realidad todavía es noche (su noche) y está propiamente en su envoltorio y con su moño esperando a que ella la recoja. Entonces me levanto y voy hasta la puerta disimulando mi desnudez, caminando entre las sombras de la noche que nada tienen que ver con las sombras de la mañana, que son pura sombra y nada más. Durante la noche, en cambio, las sombras pueden ser canciones o mujeres desnudas volviendo de quién sabe dónde a florearse impávidas con pretensiones eróticas... Pero no nos vayamos para cualquier lado. Estábamos en que salía hasta la puerta bajo las sombras de la noche que ya dije lo que pueden ser. De ahí voy hasta la reja y miro por entre los barrotes y examino cada intersticio buscando una carta suya de aceptación de mi noche regalada a puro trago, a puro moño. Como nunca encuentro nada, me vuelvo y me miro de reojo en ese espejo de sombra interior que dejé abandonado en el sueño que traía de la cama, como buscando una mínima razón capaz de justificar tanta locura.Y a veces, si me dan ganas, agarro la guitarra o abro el primer libro que encuentro. Si no, lo de siempre: acepto el desafío, asumo mi responsabilidad y le escribo algo así:
                           "Querida (dos puntos):  tu noche ha quedado sobre la mesa. Te esperé hasta donde pude, pero como vi que te retrasabas decidí aprovechar este sueño inesperado para dormir. Al fin y al cabo, también me sirve dormir cuando finalmente llega el momento de asumir la mañana, cuando ya no puedo hacerme el distraído ni seguir postergando pensar en dónde cuerno acomodar esta otra noche que inevitablemente se me va a juntar con las demás. De todas maneras, ahí sobre la mesa me quedaron los restos pacíficos y muertos de un cuento que había empezado a escribir, hasta que descubrí que no era ni pacífico ni estaba muerto y lo dejé sin que me importasen las migas de tu recuerdo que quedaron en el piso (no fuera que terminara escribiendo una profecía o algo por el estilo). Yo voy a estar arriba, durmiendo, o algo así. Despertame, por favor, cuando llegues. Y si, por una de esas cosas de la vida no llegases a tiempo, no te preocupes, seguramente me despertaré por la mañana a terminar el cuento, ya sin posibilidades proféticas aunque seguramente con más gusto a vos que vos misma. No te olvides de cerrar con llave. Tuyo."

     Es que por más que sea de mañana y que se preste más que la noche, a mí ya no me queda otra que desenvolver el papel estampado, el moño -y toda la mar en coche- con este olor inapelable a ella que viene de la reja, que es una profecía auto cumplida, un acorde repetido que, a esta altura, ya suena hasta cansador. Y cuando digo a esta altura quizás debería, aunque más no sea por decoro, simular un mínimo de honestidad y valentía y admitir que mi altura es puro subsuelo, pura noche regalada, puro sacrificio. Un silencioso sacrificio que llevo adelante cada noche y que consiste únicamente en no vestirme para atravesar corriendo la reja con una carta escrita a las apuradas; o para llevársela hasta su casa que, para colmo, no sé ni siquiera dónde queda exactamente; que es un lugar incógnito y desconocido que me han dicho que está situado en algún lado cerca de otro lado que ya no es ni mi lado ni el suyo, que es un lado oscuro de la luna, de las sombras, de las incontables noches sin dormir, sin pegar un maldito ojo esperando que salga el sol y me preste una mañana en blanco para que, al final, termine siendo siempre de ella. De ella y de ese aroma inconfundible de su perfume de tilo florecido, de pubis inolvidable cubierto como un regalo con ropa interior lisa o estampada ajustada a su cintura con un moñito ahí, debajo de su ombligo pequeño y adusto, rodeado de su vientre terso que agita estos incontenibles deseos de encender un humilde fuegito de ramas y hojas secas para quemar todas estas malditas cartas inservibles antes de subir hacia sus costillas a contrarlas una por una hasta toparme con la curva donde nacen las sombras íntimas de sus pechos obsequiosos y desenvueltos, trepando con uñas y dientes para llegar a la cima a dejarle innumerables besos en forma de versos deslucidos sobre sus pezones que son como dos faros cuando me pierdo durante la noche...
     Hasta recuperar la cordura, la cordura de la mañana. Una cordura de papel mache que me permite seguir mi camino mientras voy buscando los rasgos de su cara que se van desvaneciendo sin querer en este olvido que parecía que nunca iba a llegar y que ahora me está golpeando la puerta, me está sacudiendo la reja, me está inundando el alma. Y la pierdo de vista y apenas logro reconocer su boca de pura risa, de diente rebelde; y su nariz arrugada y sus ojitos apuntando estrategicamente hacia mí que me he perdido otra vez en su noche con un moño en la mano. Nada más que por ella.
     Sin embargo, y a pesar de todo esto y de que ya no le quedan muchas sombras que la apañen, la mañana todavía se presta para escribirle algo. Sí, cualquier cosa que sirva para llegar a la noche -a la mía-. Para cuando llegue el  momento de caminar medio en cueros bajo la luz de la luna hasta la reja a recoger una vez más un silencio y un acorde infausto y repetido. Al menos hasta que sea capaz de admitir que lo que en verdad ha sucedido es que, como ocurre con todo, nos hemos ido dejando de a poco en el pasado; nos hemos abandonado mutuamente sin necesidad de frases grandilocuentes, ni de ridículas promesas. Así de simple. Como me fue abandonando a mí esa ridícula esperanza de vivir para contarlo. Y como, supongo, me abandonará un día esta estúpida pretensión de inmortalidad que fue creciendo al amparo de su sombra. Y que en algunas noches como esta se parece al amor.

RR


martes, 3 de noviembre de 2015

PARÁBOLA DEL HOMBRE VALIENTE


     Aprovechando que el tiempo pasaba y ella no volvía, se propuso dilapidar su vida, apostar todo a la última baraja que había quedado dada vuelta sobre la mesa. Y consintió en no volver a mirar atrás nunca más, en otorgarse un presente novedoso, una licencia sin goce de penas.
     Fue extraño verlo en esos tiempos, su saludo era cordial y su mirada conforme. No había una sombra capaz de aplacar su brillo que parecía un reflejo veraniego constante. Parecía como si hubiese encontrado la fórmula mágica para ser feliz. ¿Quién, por otra parte, se hubiese atrevido a discutir uno solo de sus argumentos? No, no había manera de cuestionar sus ideas pasadas ya que también habían vencido junto con ese tiempo que decidió dejar atrás. Entonces, el pasado: pisado.
      Tampoco nadie le escuchó formular plan alguno o ejercitar cálculos de probabilidades sobre acontecimientos inciertos. Entre otras cosas, llamaba la atención que, a pesar de que no usaba reloj, jamás preguntaba la hora. De igual manera ocurría con los días. Recuerdo que visité su casa una vez y me extrañó no ver en ningún lado un calendario o algo que pudiera indicar la fecha o el día de la semana: algún pequeño imán en la heladera; alguno de esos triángulos plásticos que regalan en los comercios para fin de año, nada. Sus días eran todos un día, sin nombre y sin connotaciones por su ubicación con respecto a sus actividades o las de los demás. Él hacía lo que quería cuando quería. Aprovechaba la luz del día para caminar de cara al mar y soltaba sus sueños por la noche. Y cuando digo que los soltaba no me refiero a soltarlos para observarlos, para plantearse imposibilidades u obstáculos que le sirvieran como excusas para no llevarlos a cabo. No, él literalmente los soltaba, los lanzaba al espacio en una cascada de luces en donde desaparecían dejando las cuentas en cero una vez más para recomenzar todo nuevamente, libre de condicionamientos.
      Sin embargo, como suele suceder casi siempre en estos casos, hubo una falla, un descuido, un error de cálculo. Todo aquello que había sido ignorado apareció un día -como es costumbre- bajo la forma de una mujer. Y esa mujer le demostró que, a pesar de la ausencia de los números y las agujas, las horas pasaban igual; que sin importar que no nombrara los días, estos se sucedían de a uno inexorablemente. Y así, al desestimar el pasado y la memoria y los recuerdos, creyendo que todos habían sido arrojados al océano del olvido, pecó de ingenuo y perdió de vista algo fundamental: la luna atrae la marea y siempre devuelve lo que le arrojan.
     Finalmente, en uno de esos días de novedades perpetuas, naufragó sobre su orilla una botella con un aroma nuevo que cabalgaba al lomo de un viento conocido. Casi todos conocemos ese viento y sabemos de esos aromas. Algunos incluso estamos al tanto de sus consecuencias y por eso renunciamos al olvido. Pues comprendemos que existe una continuidad inevitable, un espiral infinito, un surco en un disco sobre el que sólo es posible avanzar siguiéndolo, pues de otra manera, estaríamos en el mismo lugar eternamente cantando los mismos versos aburridos e incompletos.
      Y entonces volvió sin poder resistirse a los días de la semana, a esperar la hora en la que ella aparecía ante su mirada enamorada. No tuvo manera de seguir orbitando el mismo círculo y fue arrastrado por lo que él consideraba una nueva mujer. Sin embargo, eso no era exactamente así. Nunca quise decirle  la verdad, revelarle que ella no era una nueva mujer. Porque, a decir verdad, ella era la misma de siempre, la que se repetiría en la constancia de las horas y de los días, la que probablemente cambiara el color de la piel, del cabello y de los ojos pero que nunca podría cambiar las palabras que la nombraban en la oscuridad, el pulso acelerado que antecedía su llegada, las fantasías que vulneraban cualquier intento de mantener la falacia de una libertad carente de mérito, la libertad de los hombres cobardes.
     Porque ella era ella y a la vez era todas. Y con ella se rompía ese anhelo injustificado de libertad. Esa libertad solitaria e inútil que tarde o temprano termina perdiéndose en la amnesia del mundo para ser devorada livianamente por la muerte irremediable. La misma muerte irremediable que, con mucho más esfuerzo, hace lo imposible por tragarse esa otra clase de libertad, la del hombre valiente, la de quien decidió ser esclavo de los calendarios y de los relojes que marcan el día y la hora en que ella se fue para siempre de su vida.

RR


miércoles, 28 de octubre de 2015

OTRO FRACASO DE PRIMAVERA


       ¿A quién le importa que yo la quiera si afuera se están matando? ¿A quién le podría interesar que se me hace infinita la tarde cuando la noche se me escapa de los márgenes de esta hoja? Miro hacia afuera, escucho los rumores de la calle y me pregunto: ¿quién soy yo para oponerme a tantas oposiciones, a tantas falsas equivocaciones que ni siquiera aciertan en el error correcto? Entonces, y casi sin querer, me pongo a revolver papeles y libros para saber de ella y de mí que, sin ir más lejos, somos pura distancia. Camino hasta la cocina y de repente me doy cuenta de que estoy buscando alguna marca suya en un vaso que me permita recordar los detalles de sus labios. Y como queriendo evitar toda esta situación, me voy a caminar por lugares desconocidos y me descubro mirando vidrieras tratando de encontrar un sillón parecido al suyo, y me pongo a olfatear como un perro desde el vidrio buscando aquellos deseos incontenibles que quién sabe dónde estarán contenidos ahora. Y si voy o vengo tampoco es relevante. Como no sería relevante ahora confesarle que nos olvidamos de abandonarnos, de guardar silencio y evitarnos por cualquier medio. Vamos, se nos pasó el detalle de la indiferencia impiadosa, de ese borrón y cuenta nueva que nunca es tal cosa, que siempre deja una mancha que persiste con un olor apestoso. Lo que, desafortunadamente a veces, hace que uno termine confesando que no le importa abandonar todo, por algo que en realidad tiene gusto a poco. Tan poco que da miedo lo mucho que importa.
      Porque no era cuestión de abandonarnos así nomás, de agitarle la bandera blanca a los espacios vacíos y darnos por vencidos. ¿Vencidos? ¿Vencidos por quién? Acá ya no hay nada por lo que darse por vencido. Si seguramente jamás conquisté un centímetro de su corazón, si todo lo que pude hacer fue zambullirme de a ratos entre sus piernas soñando con entrar en su mente, con hacerme fuerte ahí donde no había carteles que pudieran guiar mis intentos por mantenerla cerca, por acallar los ruidos de sus huesos. No, yo vencido no estoy. Sólo acampo acá, al costado de aquel tiempo que pasó como un viento entre las ramas de los árboles que ya comienzan a poblarse otra vez de hojas. Debe ser que estamos cambiando de estación, eso debe ser. Debe ser que se me fue otro invierno y me quedaron de nuevo estos silencios del mar (al que, por otra parte, no veo hace rato). Sí, entonces debe ser eso. Debe ser que la he perdido para siempre. Y yo, que ya acusaba cierto grado de locura, me he desquiciado completamente y la veo por todos lados, y le hablo y le escribo y le cuento que deben haber anunciado tormenta o alguna catástrofe porque veo que todos corren de un lado a otro y vociferan insultos y pregonan plegarias y reclaman atenciones que yo... Bueno, ¿a quién le importa? Y está bien que no importe. Al fin y al cabo, ¿qué puede tener de interesante que se me haya secado la garganta cuando me dispuse a llamarla y me acobardé a tiempo? ¿Qué puede tener de significativo que me tiemblen ahora las manos cuando estoy a punto de firmar esta nueva hoja que, lo más probable, es que vaya a parar a la basura? ¿Qué necesidad hay de andar declarándole, a quienes no le importa,  que ella se ha quedado pegada a mis días como un suplicio, como un enjambre de voluntades que no responden a esas cosas que, según ellos dicen, son importantes? Pero bueno, como siempre, lo urgente no deja lugar a lo importante.
      Tal vez sea por eso que esta hoja no ha ido todavía a la basura. Porque, sin ni siquiera buscarla, se mostró en esta tarde gris como una plantita tímidamente coloreada ante este fracaso de primavera, como si ella me buscara a mí para cobijar los murmullos constantes de mi boca que no para de decir su nombre escondiéndolo entre palabras urgentes. Porque quizás es tiempo de admitir que a mí no me importa ya lo que todos hablan y gritan al mismo tiempo. Sino que lo que verdaderamente me importa es no dejar pasar ni un minuto más sin confesarle que la quiero y que hubiese sido más fácil olvidarla si no me importara tanto.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 21 de octubre de 2015

TEORÍA ACERCA DE LA VARIABILIDAD DEL TIEMPO EN EL AMOR


       Se ha establecido, casi como un hecho irrefutable, que el ser humano es un mamífero que, al igual que otras especies animales, y junto a otras innumerables vegetales -más insectos, bacterias y hongos- convive (si es posible llamarlo así) dentro de un sistema de dependencias y reciprocidades conocido como ecosistema. Así, cada uno de nosotros estamos atados de una u otra manera a otras especies y dependemos de ellas para vivir, al igual que ellas dependen de otras; incluso en algunos casos de nosotros (aunque esto último es la parte más polémica y discutible de esta proposición). Este ecosistema, a su vez, subsiste en un planeta llamado La Tierra. Una masa esférica que gira junto con otros planetas alrededor de una estrella, el Sol, en un sistema que, lógicamente, se conoce como solar. Este sistema solar forma parte de otro sistema mayor que contiene muchos sistemas solares: la galaxia. La nuestra, en la que se encuentra nuestro sistema solar, recibe el nombre de Vía Láctea. Como corolario de todo esto, existe un sistema aun mayor en donde todo está contenido: el Universo, un espacio según dicen, infinito. No es mi intención hacer aquí una descripción de los elementos que forman cada uno de los sistemas hasta aquí nombrados, ni hacer un análisis de las relaciones que los unen. Mucho menos atentaría a explicar los fenómenos físico químicos que mantienen a estos sistemas funcionando para que la vida perdure. Sólo diré que todo lo que acabo de enumerar puede ser observado y analizado, entre otras cosas, en términos de tiempo y espacio. Pues bien, eso mismo es lo que me propongo desmentir aquí.
      Porque si esto fuese así, ¿dónde es que sucede ese encuentro entre dos seres que, a partir de ese mismo momento, se sienten atraídos por una fuerza incontenible, por causas inexplicables, por razones incongruentes, por sentimientos incomparables? ¿Cuál es el lugar en donde sólo caben dos y en donde, tarde o temprano, termina habiendo sólo uno? ¿Cómo determinar los límites que encierran, al mismo tiempo y en una sola palabra, al cielo y al infierno? ¿En qué consiste el espacio aquel en el que sucumbimos de tristeza después de haber sobrepasado los márgenes de aquella locura de creernos indiscutiblemente invencibles? Y, por otra parte, ¿cómo medir el tiempo en el que la vida y la muerte desaparecen, o tal vez se unen en un mismo elemento sin masa, sin velocidad pero con una energía capaz de hacer orbitar a Dios y al diablo a su alrededor? Por otra parte, ¿adónde están las horas del día que nunca pasan cuando amanece la pena? ¿En qué calendario quedan agrupados los días aquellos cuando la felicidad parecía una anécdota graciosa, un hecho consumado y natural, una realidad indiscutible pero sin chance de ser observada, ni siquiera analizada, sino en los términos de la inmortalidad de los amantes?
      Pues bien, he aquí mi fórmula: existe indudablemente un tiempo y un espacio que trascienden el universo infinito. Un tiempo y un espacio que aquietan todo lo que a su alrededor debería moverse, que opacan los brillos de las estrellas y derriten los fuegos de los soles desconocidos. Hay un tiempo y un espacio capaces hasta de desmentir a Einstein sin ninguna ecuación, sin ninguna comprobación empírica, sin demasiado esfuerzo siquiera. Porque el tiempo y el espacio de los que aman no están atados a ninguna fuerza gravitacional, a ningún límite racional, a ningún cálculo matemático.
     Este tiempo es el que no transcurre cuando se han mezclado en una cama, o en un zaguán, o en la oscuridad de un silencio apretado por la música, los aromas que han logrado escaparle al viento del olvido para asentarse en la memoria. Es el tiempo que ha ganado su batalla contra los pasados horrendos que nunca parecían acabar y que ahora muestra orgulloso su conquista presente, aun sabiendo que el futuro acecha, que lo que hoy lo avala, mañana tal vez lo desacredite, que lo que hoy lo inspira, mañana quizás ya no lo reconozca. Ya que este tiempo puede ser también el tiempo sin fin de la desolación y el suicidio, de un supuesto mañana mejor navegando la línea inalcanzable del horizonte. Porque cuando el amor se acaba, el tiempo cambia como la luna y aparece casi instantáneamente su lado oscuro, desconocido, angustiante y voraz como un monstruo resentido que se devorará todas las horas que hagan falta para satisfacer su apego a las desdichas, a las desventuras. Ese es el tiempo que no pasará nunca. No es, como algunos piensan, que pareciera no pasar nunca. No, ese tiempo verdaderamente no pasará, quedará grabado en los más recónditos poros del alma, un fantasma diabólico que siempre tendrá unas gotas más de tinta para escribir los versos más tristes en una noche cualquiera.
      Y así como existe ese tiempo, existe también el espacio indefinido de los que aman. Ese submundo que lleva el nombre del otro, que se define sólo por el contorno de la figura de su cuerpo. Un cuerpo único que como ningún otro quema apenas con rozarlo; que derrite los glaciares solitarios de los abandonados apenas al verlo; que se extraña apenas se oculta de los ojos de quien lo contempla embelezado. Ese espacio no tiene camino de ida, ni puerta de entrada, ni un mapa que permita orientar a quienes pretendan llegar a él (y asimismo, no cuenta bajo ninguna circunstancia con una salida de emergencia). Contrariamente a eso, es el espacio donde habitan los que han decidido perderse para siempre, los que han arriesgado todo por nada, los que han apostado todas sus fichas a los sueños de un mendigo. En este espacio no hay nada que ganar y todo por perder. Por eso quienes llegan a él un día, se dan cuenta de que de nada sirve tomar precauciones y conservar los porotos ganados esperando una buena mano, que todo está para ser jugado, que cualquier carta en las manos de un valiente puede definir el partido. Ellos comprenden inmediatamente que al llevar adelante solamente la bíblica misión de ganarse la vida, no hacen más que ganarse la muerte, y que únicamente podrán ganársela de verdad cuando estén dispuestos a perderla por un amor. No obstante esta descripción poética de ese espacio, también habrá quienes lo denuncien y lo denuesten, quienes sostengan con razón o sin ellas que será mejor nunca atravesar sus límites, porque quien entra a este espacio de la perdición estará, justamente, perdido. Desafortunadamente, no es posible refutar del todo estos argumentos. Sin embargo, es preciso nunca olvidarse de algo: al final, la tierra se traga todo, hasta los cobardes.
      En conclusión, amigos míos, de nada sirve mirar el reloj cuando el amor ya no nos espera, cuando aquel lugar de aromas dulces y florales ha desaparecido en el horizonte; cuando el deseo debe ser consolado en unos brazos extranjeros, entre unas piernas que ayudan pero no hacen, en una boca con el sabor agrio de no ser aquella boca añorada con gusto a muerte, en una piel sin ese olor al azufre de aquel infierno que nos ardía en las manos cuando la tocábamos. No, de nada sirve marcar en el calendario el día exacto del primer beso ni arrancar la hoja del mes que fue testigo del último. De nada sirve el peregrinaje patético por los brujos y los oráculos buscando la fórmula mágica que convierta el tiempo del olvido nuevamente en aquel tiempo del amor. De nada sirve el consuelo de los amigos que se irán uno a uno deseándonos suerte, aunque dándonos por muerto. No, de nada sirve.
      Como de nada me sirve a mí seguir adelante con esta falsa teoría e intentar desarrollar una descabellada hipótesis acerca de la variabilidad del tiempo en el amor, sólo para sonsacarle conclusiones ridículas y mentirosas que desmientan este tiempo verdadero; este que se arremolina una vez más sobre su ausencia y se lleva  todo y no me deja nada. Es que lo único que puedo hacer yo con este tiempo que va y viene es aferrarme a la luz o a la oscuridad, según sople el viento. No puedo hacer más que esto, intentar soltarme de las agujas imparables y lanzarme al espacio blanco y finito de una hoja como esta que, como un fantasmam me llama casi sin aliento, sin demasiadas esperanzas de que no termine finalmente en un cajón, virgen y vacía.
     Sin embargo, cada vez que me toca elegir, vuelvo a apoyar la mirada en el horizonte y decido apostar todo una vez más al color de sus ojos. Y sin meditarlo demasiado, extiendo mis brazos hacia la muerte y le ofrezco un puñado de fichas. Sí, estas mismas que asoman en esta hoja. Las últimas que me van quedado.

RR


viernes, 2 de octubre de 2015

BORRADOR DE DOMINGO


     He decidido morir el domingo. Sí, he decidido darme el gusto de otorgarle a mi último suspiro la dignidad de una coherencia inútil, desenvolverlo de todas aquellas falsas promesas declaradas irresponsablemente y que, sin que nadie lo sospechara, he llevado a cabo secretamente. Sólo para no morirme sin una buena razón.
     He decidido morir el domingo para no llamar la atención de mis futuros biógrafos que podrán contentarse con la comprobación de sus hipótesis que indicaban que ya estaba muerto, que era un tipo perdido en los delirios de la imaginación y los sueños, levantando con escasos argumentos banderas de causas perdidas.
      Sí, he decidido morir el domingo, así de simple. Y lo he decidido luego de admitir que, finalmente, nada cambiará a partir de ese día. Que caminarán por las calles hombres y mujeres con los mismos anhelos de inmortalidad, con los mismos miedos recurrentes, con los mismos aires de grandeza y con miserias ostensibles; con dolores y penas, con los ojos alegres siempre mirando a futuros promisorios y siempre cargados de lágrimas contenidas. Y como única prueba de mi existencia quedarán en los cajones no más que los restos polvorientos de quien simulé ser: un amante novelesco con pretensiones de Quijote enamorado, homenajeando mujeres de bellezas incomparables y virtudes irreprochables que aguardaban ansiosas mi llegada. Nada quedará de aquellos párrafos que aspiraban a ser sólo penosos relatos de mis constantes derrotas amorosas y que, finalmente, nunca lograron ser más que los lamentables intentos fallidos de un pusilánime de olvidar aunque sea sus nombres.
     El domingo será el día. Quizás porque siempre estuve muerto los domingos. Porque mientras otros morían los lunes o los jueves, yo moría siempre en domingo, a la hora en que las esperanzas de sobrevivir a la muerte también morían. Y con el fracaso contundente de aquellas esperanzas, yo  preparaba el mate para reconciliarme con esa muerte que nunca conviene olvidar que camina a la par de la vida, ofreciéndose para algunos como remedio o promoviendo en otros epopeyas y actos heroicos para beneplácito de los poetas. Así, saboreando ese amargo silencio que nace con el ocaso, armaba confesiones inconsecuentes y arriesgaba pronósticos improbables, mientras ordenaba por colores los ojos de las mujeres perdidas en papeles inundados de palabras amorosas que hasta ese momento tenían destinos concretos y definidos pero que, a medida que el rojo infernal del cielo cambiaba hacia el oscuro de la noche, se volvían inciertos e imposibles.
     Por eso el domingo es un buen día para morirse. Porque nada se parece más a la muerte que un domingo por la tarde, cuando al final de este fatídico día se persignan quienes reconocen que el final es inevitable, que la resurrección es pura fábula, que los arrepentimientos no devuelven a los amores ni unen las partes rotas del alma. Y probablemente también haya quienes elijan hacer como si nada pasara, como si la muerte no los hubiese alcanzado ya, como si no fuesen fantasmas inconscientes de una profecía ya cumplida sin su consentimiento. Y entre ellos estarán probablemente esos otros, esos que se esconden detrás de unas justificaciones del deber ser y de ser lo que se debe, sin arriesgar nunca la vida para no cargar con el peso de una vida que no vale nada sin la muerte.
     Ahora ya es tiempo. El domingo ha llegado nuevamente. Después de muerto, seguramente vendrá a mí una vez más el recuerdo de las promesas del sábado, de esas inquebrantables ilusiones de despertar a su lado, alimentadas por un coraje y una valentía sólo comparables a estas que comienzan a brotar ahora que se me cierran los ojos pensando en que aun me quedan algunos minutos antes de que me capture la muerte, antes de que me entregue pacíficamente al coma de la noche que me sumergirá una vez más en un sueño que no para de soñarla de lunes a viernes, alimentando unas estúpidas esperanzas sabatinas que, afortunadamente, ahora morirán conmigo en este borrador. Un nuevo borrador que quedará abandonado en las sombras encima de todos los otros. Por lo menos hasta el próximo domingo.

RR


Foto: Hugo Grassi


martes, 29 de septiembre de 2015

GLOSARIO DE PRIMAVERA


para ella...

     Y ahora que ha regresado la primavera, permítaseme una confesión.
     Aquel día tuve miedo.

MIEDO: no sé muy bien miedo a qué, sólo miedo. Ese miedo a perder lo que no se puede ganar para siempre, ese miedo del que emergen un coraje y una valentía que, a aquellos que nunca lo han sentido, les será otorgado en forma de cobardía. Miedo a dejarla en un lugar adonde siempre podría volver y, de esa manera, enfrentarme a la posibilidad de la puerta cerrada, del cambio de domicilio, del adiós silencioso que no deja ni un nudo en la garganta. Pero ella no podía saber -y yo tampoco lo sabía- que yo volvería, que jamás la abandonaría, y menos en esas condiciones.


     Unas horas antes, mientras preparaba el bolso, se había paseado por la casa mirándome de reojo como apesadumbrada, tal vez un poco angustiada. Puede ver en sus ojos el brillo de la tristeza escondido en el reflejo de una mirada que buscaba esconder la despedida detrás del mechón de pelo que caía por su frente. Yo me daba cuenta de que se escondía para no llorar, para poder desearme buen viaje con una sonrisa en la boca.

SONRISA: ella es capaz de inventar sonrisas de la nada. Yo, en cambio, soy incapaz de hacer eso. Ella es una verdadera artista dibujándose una boca arqueada hacia arriba mostrando dientes, redondeando y colorando cachetes, agitando sonidos, perpetrando un asalto a la tristeza de los pobres tipos como yo que necesitamos sí o sí de gente como ella para sentirnos felices.

     Sentí un poco de culpa, pero no podía postergar o suspender la vuelta, sabía que si lo hacía los dos íbamos a salir perjudicados. Nuestra relación se basaba no sólo en el deseo

DESEO: la deseo como se desea algo que no puede ser descripto o relacionado a ninguna cosa. La deseo con una especie de histeria injustificable. Como deseo el invierno cuando estoy en verano. Como deseaba esta primavera cuando la añoraba en otoño viendo las hojas en el piso que habían abandonado sus momentos de esplendor en el árbol que las sostenía. Un árbol desnudo que las observaba desde la altura mientras morían sus deseos imposibles de convertirse en flores teniendo que asumir sus destinos de hojarascas. Y entonces, yo la deseo con la misma imposibilidad de ser otro, de ser una flor de colores adustos y no este que la desea irremediablemente cuando se me vienen encima los colores y  silencios que nacen con los días escasos de luz, y se me caen las hojas al piso de tanto desearla. Y la deseo ahora que en su árbol brotan otra vez mis locas esperanzas de abrazarme a su verano.

sino también en la conveniencia, la misma que nos había juntado una noche de esas en donde no hay nada mejor que hacer que probar otros abrazos, aunque no sean los indicados, los prescriptos por los sabedores de todo (hay que tener cuidado con las prescripciones de esos señores: lo que funciona a veces para algunos, no funciona para otros).
     En mi recuerdo está la noche en que finalmente nos encontramos porque, al menos para nosotros, funcionó. Ella fue al principio un tanto más reticente, tomó sus precauciones. Bien por ella. Yo no sirvo para las precauciones, no sirvo para seguir premoniciones de futuras catástrofes. Lo que no quiere decir que no las sienta, que no mire por las dudas hacia los botes salvavidas. Que no sepa que siempre es mejor tener un plan b. No, no es eso, es sólo que me cuesta hacer caso a mis ya conocidas premoniciones infalibles, darme por vencido sin pelearle a un destino que fue escrito sin mi consentimiento y que siempre terminará enrostrándome vilmente mi derrota.
     Pero supongo que ninguno de los dos esperaba que nos despidiéramos de esa manera cuando llegara el momento de saludarnos a la orilla del andén. Ninguno de los dos fue capaz de planear ese momento para que no fuera una especie de tragedia, para que pudiéramos afrontarlo con la fría dignidad de dos personas suficientemente grandes como para saber la diferencia entre una despedida y una tragedia, para asumir que no estábamos enamorados porque, en realidad, estábamos recién a punto de estarlo, guardándonos como dos adolescentes para ese momento en donde nos lo confesaríamos con el beso de despedida.
     Y así, sin más nada que agregar, nos besamos los labios.

LABIOS: podríamos habernos besado hurgando con la lengua en los resquicios que abre la boca invitando al erotismo. Podríamos habernos soltado las manos por los interiores de las ropas escandalizando a la concurrencia que hubiese tenido que asistir al duro espectáculo de dos amantes rompiendo en mil pedazos el marco social de las buenas costumbres. Pero no, no hacía falta nada de eso. Sólo queríamos, necesitábamos, besarnos los labios. Porque es desde los labios, desde esa fina porción del húmedo e íntimo infinito, desde donde saltan las palabras que se sacrifican a cambio del corazón.

     Solté su cara, di media vuelta y la dejé parada mirando el fantasma de los días que pasamos juntos. Un fantasma con aires promiscuos y delirios de grandeza que se iba de nuestro lado con una sonrisa socarrona en la boca.
     Apenas hice media cuadra no sabía si iba a poder seguir adelante, me moría de ganas de volver, de abrazarla y consolar sus lágrimas que imaginaba pequeñas saltando como suicidas desde sus mejillas hacia el calor del piso que inevitablemente las convertiría en vapor y sal. Si ella hubiese sabido cuánto había disfrutado de ver esas mejillas cada noche apoyadas en su almohada, tiñéndose con los colores de sus sueños a los que deseaba pertenecer y por los que velaba con mi propio desvelo. ¿Para qué? Quién sabe. Uno no se plantea siempre los por qué, las razones y las circunstancias de todo lo que quiere. Uno no se plantea todo, porque de hacerlo corre el peligro de entrar en pánico y dejar de querer algo que quiere de veras pero que no le encuentra mérito alguno, que es pura fantasía, puro cuento de hadas, con alas nacidas para desmentir esa incuestionable realidad que nos demuestra una y otra vez que no podemos volar.
     Yo quería volar con ella,

VOLAR: volar es volar y no hay nada que yo pueda decir al respecto. Ni yo ni nadie. Ni siquiera los pájaros pues los pájaros no hablan. Como no hay nada que se pueda decir acerca del amor. El amor sólo cobra sentido al amar, el resto es pura literatura, hermosa o desagradable, compleja o simple, dulce o agria. Volar y amar son la misma cosa y, por eso, nadie puede saber qué significan en realidad. Mejor será siempre llenarnos el pecho de palabras y melodías amorosas y montarnos al galope de algún caballito de carrusel con pretensiones de corcel indomable para jugarnos la vida por una sortija. Encaramados a la locura de la posibilidad de lo imposible. Pararnos sobre su lomo de madera y saltar al vacío con un poco de coraje y un poco de inconsciencia. Que, en última instancia, es todo lo que hace falta para ambas prácticas.

realmente quería quedarme a su lado, cuidarla desde donde pudiera, desde la distancia que nunca es suficiente cuando lo que está en juego no puede ser evaluado más que en los términos del corazón. Nadie quiere a alguien porque le queda cerca. Querer es todo lo contrario. Es ir al lugar más lejano y menos seguro al que uno puede ir: sin casa, sin dinero, sin, amigos, sin comida, sin agua, sin amparo, sin razones, sin…
     Por eso nadie puede encontrarme ahora, sólo ella. Porque me he ido de aquellos días en los que me moría, en que la vida debía ser una inversión, una cuenta en un banco, un sueldo fijo a fin de mes, un título que certificara mi futuro. Me he ido para siempre de aquel tenebroso lugar lleno de gentes sin alma, lleno de administradores de penas y glorias, de contadores  de costos y beneficios. Sí, me he ido de allí para venir a quererla sin razón. He dejado de lado las imposibilidades de la distancia y me he aferrado a los imponderables, a esos sucesos afortunados que de vez en cuando aparecen de la nada a romper con los insufribles cálculos matemáticos de una vida de comodidades premeditadas y organizadas bajo una lógica indiscutible.
     Y acá es en donde ella y yo vivimos desde aquél beso. Acá inventé para ella esta casa y esta cama con esta almohada, con estas sábanas que ahora la cubren mientras duerme aferrada a un cuaderno sucio y desprolijo que oculta su nombre. Que tal vez no sirva para pagar las cuentas de la despensa, eso ya lo sabemos. Pero para nosotros es el antídoto que cura las soledades que vienen como polizontes con esas compañías que no logran nunca acompañarnos. Acá nos juntamos en horas inciertas a mirarnos desde el doblez que recorta el vértice de una hoja elegida por un azar

AZAR: el azar te busca hasta que te encuentra escondido bajo el cielorraso construido de temores y falsas seguridades. El azar está a la vuelta de la esquina, acechante en los ojos asesinos del destino, impredecible, cruel y desalmado como el sol que vuelve a salir después de la más trágica de las muertes. Cuidado: no existe el azar cuando uno apuesta, eso es mentira. La suerte está echada apenas el niño llora luego de abandonar el vientre de la madre que deberá convencerlo de que la eternidad es sólo para los muertos y los amantes.

que no llegaremos a comprender nunca. Acá me espera ella a que yo la busque noche a noche y la llame a leer estas cartas que escribo sólo para ella. Párrafos y versos que mantienen con vida mis esperanzas de encontrarla luego de un tiempo boyando en ese silencio que exigen ciertos libros. Libros que leo nada más que para estar a su lado y que a mí me gusta pensar que es ese mismo lado en el que reposan los cuerpos de los amores imposibles de escritores con casas parecidas a esta, con camas habitadas por mujeres probablemente iguales a ella. Mujeres que buscan llenar un vacío perpetuo. Mujeres que se encargan de cubrir el desconsuelo que se pierde al final de una borrachera en sus nombres, de unas palabras asesinas que nos abandonan con los dedos de las manos cansados de bailar sobre sus acordes. Mujeres que nos cubren cuando nos quedamos dormidos pensando ellas sólo para encontrarlas en nuestros sueños -aunque a veces se parezcan más a pesadillas-. Mujeres que se parecen entre sí en sus espaldas yéndose a lo lejos; que dejan volar sus faldas; que ventilan sus senos orgullosas; que atesoran nuestras palabras que parecen escritas para todas pero que, en realidad, son escritas sólo para una.
     Y acá, en este espacio sin tiempo ni masa al cuadrado, ella da vuelta las hojas. Va y viene entre las oraciones que sirven de senderos para dejarnos mensajes que únicamente ella y yo podemos leer. Y ella sabe bien que yo disfruto de pasar el tiempo escribiendo en cuentos fantásticos de personajes reales los hechos ficticios que disimulan nuestros dolores verdaderos.
     Hay sólo una cosa que ella no sabe ni sabrá nunca. Que en estas hojas arrugadas no figurará jamás la más fatigosa de mis imposibilidades: la de no poder escribir para nadie más que para ella, la de no poder hilar ni una sola oración en la que ella no esté. De una u otra manera. En el fondo o en la superficie. En la luz o en las sombras. En mi mente o en mis manos. Ella no debe saber que siempre es ella. Incluso en este momento,

MOMENTO: los momentos se pierden irremediablemente pero los nuestros van a guardarse en las fotos sin revelar que esconden las promesas que nadie se encargará nunca de corroborar si se han cumplido o no. Porque yo dejaré algunas promesas sin cumplir para tener siempre una excusa para volver a buscarla, para aprovechar esos destellos de confusión que a veces me enceguecen y que, al final, no son otra cosa que la luz verdadera, la luz de la manzana, el coraje escondido de la culpa de querer vivir como me plazca y sortear los deberes del buen ciudadano para correr atrás de un amor que grita “¡vamos, levántate y anda!”.

al amparo de los ruidos de la calle que disimulan los sonidos de mi estómago tratando de digerir su ausencia. Al resguardo del calor de esa otra mujer que duerme a mi lado en aquel lugar del que ya me he ido y que seguramente nunca soltará como ella ni un mísero suspiro en mi nombre. Esa otra mujer que jamás se enterará de que al quererla como la quiero, no hago más que quererla a esta. A ella.
     Ella que duerme acá mismo donde estoy ahora, donde vengo cuando el tiempo me lo permite, cuando ya me es imposible controlar el deseo de volar por sus momentos, de tentar al azar de encontrarla casualmente desnuda con una sonrisa en sus labios, de abrazarla con palabras que no conocen el miedo. Palabras que, ya es tiempo de que confiese, son sólo para ella. Palabras que construyen este pasadizo secreto en donde ella y yo vamos y venimos del cielo al infierno y del amor al olvido. Palabras escritas para romper las reglas de un juego que nadie podrá obligarme a jugar y que, entre otras cosas, dicen que nada es para siempre.

RR




martes, 22 de septiembre de 2015

USTED Y YO (#3)


       Todo esto es una gran equivocación y usted lo sabe. Porque ni yo he sido en su vida quien hubiese querido, ni usted es en la mía quien quisiera que fuese. Pero por más que usted nunca revele sus verdades ocultas y yo disimule mis ostensibles miserias, no habrá manera, querida, de escaparle a la casualidad irremediable del encuentro. Aunque sea para decirnos adiós.
      Y si por casualidad no nos encontráramos en ninguno de esos oscuros lugares en donde nos ocultamos de nosotros mismos, no tenga dudas de que lo haremos a la vista de todos, al resguardo de nuestras ineficaces intenciones de bajar la mirada o desviarla hacia un futuro más promisorio. No tenga dudas de que usted y yo nos seguiremos buscando en las alegrías que compartiremos con otras gentes, sólo para consolarnos de haber hecho de nuestras equivocaciones nuestro destino; de haber aceptado a la cobardía como una razón suficiente para no tenernos cerca en ese momento.
      Créame que, a pesar de eso, usted y yo nos seguiremos encontrando como tantas otras veces en una hoja como esta. Usted y yo. Yo y usted y el burro por delante para que no se espante. Usted que me busca sin que yo se lo pida y yo que le pido que no me busque, que no juegue a las escondidas con mis sueños de olvidarla un día; que no se interponga insolentemente entre mí y esa angustia que me provocan a veces los intríngulis de la vida y la muerte, que se parecen tanto a esta sensación espantosa de no saber nada de usted.
      Y si me animo a pedirle esto es porque, cuando no sé nada de usted, mis manos se transforman y se arrojan sangrantes sobre su recuerdo a aullar en su nombre, a contarle a las apuradas -como ahora- ciertas infidencias que jamás deberían salir de estas cuatro paredes marginales, pero que siempre logran escaparse arrastrándose entre palabras atormentadas que hablan, sin mi debida autorización, de mis deseos de ir a dejarle mi corazón en los albores de sus intimidades, en la húmeda orilla que corre entre sus piernas y sube por sus pechos hasta su boca.
      No, querida, usted no debería buscarme a esas horas cuando, después de abandonarla en el fragor de la lucha por sobrevivirla, yo decido escribir antes de que nos den las doce una nueva carta de renuncia a seguir buscándola. Y así poder emborracharme solitario por el resto de mi vida justificando mi tristeza con el cuestionable argumento de que, usted y yo, estábamos equivocados.
      Sí, así como me lee. Usted y yo. Los dos que en estos lamentables relatos vestimos y calzamos las ropas y los zapatos de otras personas para no asumir nuestras verdaderas identidades. Para no tener que bajar la guardia y ondear una bandera blanca que nos anime a confesarnos de una vez por todas que estamos perfectamente equivocados al creer que, al besar unos sapos que nunca podrán saltar a este charco que nosotros compartimos, podremos mantenernos a salvo de las lluvias que empapan nuestras soledades cuando el sol intenta calentar los funestos domingos. Porque usted sabe tan bien como yo que esos sapos nunca podrán croar nuestras esperanzas, ni cantarán aquellas viejas canciones que hablan de todo esto que usted y yo nos empeñamos en solicitarnos con silencios; que usted y yo rogamos desde camas separadas a dioses inexistentes; que usted y yo sometemos con orgullo para que no se note que vivimos y viviremos equivocados mientras sigamos persiguiéndonos por los versos de otros poetas, espiándonos temerosos en estas hojas, en esos sueños, en esos secretos que, usted y yo, sabemos que seguirán gozando de buena salud. Por lo menos hasta que la muerte nos separe.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 17 de septiembre de 2015

ENCUENTRO CERCANO CON LOS ENGAÑOSOS BRILLOS DEL ALMA


      Esto ocurrió hace sólo unos minutos, mientras observaba los vapores de esos mismos minutos elevarse al espacio inalcanzable del pasado.
      Justo antes de comenzar a escribir me dí cuenta de que, en realidad, no tenía nada que decir, nada que pudiese justificar ni una mísera coma colocada a la fuerza para dividir una nada de otra nada; un espacio vacío, del vacío total que tenía enfrente mío. Entonces, para hacer tiempo, se me ocurrió mirarla a los ojos. Sólo eso, nada más. Nada de recordar, ni de planificar, ni de analizar aquello que ponía frente a mí en forma de un objeto inanimado. Ni un gesto, ni una palabra, ni una mísera expresión facial que comprometiera mi observación. Nada de nada. Mirarla como a un cuadro colgado distante en la pared al que uno se detiene a mirar por primera vez después de haberlo visto cientos de veces.
      Mientras la miraba, veía su tez pálida que dejaba sus cejas expuestas y su boca como un aljibe de donde yo, tranquilamente y sin esfuerzo, hubiese podido recoger toda el agua que quisiese y hacerme un festín de malogrados adjetivos. Pero no, no lo hice, me negué y la seguí observando.
      Y miré el centro de sus pupilas dilatadas en la oscuridad que la circunda permanentemente. Como en esos días y esas noches cuando, sin que ella se enterase, la vestí de mujer de mi vida nada más que para escribirle. Pero esta vez no. No le escribí ni una sola palabra. Sólo la miré, la busqué en el blanco que me enfrentaba desafiante ante mi negación de mover ni un dedo para apretar una de estas teclas que ahora percuten como un tambor anunciando una nueva batalla contra esa distancia suya que me enamora y que me ha ido transformando en esto que soy.
      Así, mientras la observaba, fui desechando las lógicas y necesarias razones que se imponen casi siempre para justificar el querer a alguien y no entregarse al simple hedonismo de querer porque sí, por gusto y piacere. De la misma manera fui renunciando a la supuesta obligación moral de declarar algo a mi favor como si estuviese ante un jurado; a probar que no la quería en vano, que ella realmente necesitaba que yo la quisiera. Y que, al quererla así, yo me convertía para ella en una sombra inmediata y fresca para apaciguar sus soles de veranos citadinos; una sombra sencilla y austera pero una sombra al fin. Una sombra siguiendo sus ardores íntimos y sus deseos de ser tocada en las intimidades. Le acercaba a su historia personal pedazos de tardes que fueron y que ya no son, llenas de leves roces mutuos en las yemas de los dedos buscando la reconciliación de su mirada celeste con la mía siempre oscura y pesimista. Delicados roces de su mano buscando la mía que trata de ocultar la tormenta de nuestros desafortunados desencuentros que insinuaban que esa misma noche sería la última.
      Sin embargo, mientras la miraba pensaba en lo lindo (lindo, qué palabra desprestigiada, ¡por favor! Con lo linda que es...) que seguía siendo para mí, a pesar de todo, escribirle.
      Volví a ella, me quedé mirándola, buscando dentro de sus orejas los suaves mordiscos de todas aquellas palabras que le había escrito mil veces y que nunca oyó de mi boca, que sólo las ha leído haciéndose la distraída, renunciando piadosamente a exigirme que la deje en paz, que no pierda más tiempo consolando fantasmas, tratando de recuperar del fondo del mar un barco hundido con fotos viejas y buenos deseos en clave de poemas.
      Pero, sin embargo, no hallé nada de lo que buscaba -si es que realmente buscaba algo-. No había nada en sus oídos y las marcas de mis dientes ya se habían borrado de sus lóbulos. Tampoco había nada en sus manos delgadas. Ni siquiera me fue posible encontrar aunque sea restos de nuestras pasiones en el sacro imperio de su pubis inundado de pornografía compartida telefónicamente.
      Y ahora que lo pienso, si hubiese podido elegir donde encontrar, creo que mis pretensiones hubiesen sido mucho más recatadas. Porque probablemente me hubiese gustado que fuera en el lugar común del más ordinario de los boleros, en su lengua abrazada a algún beso de esos que se vinieron conmigo por no querer afrontar la sequedad de un final sin moraleja. Sí, ese hubiese sido un buen lugar para encontrar algo, aunque sea la punta de su lengua patinando sobre los labios, recogiendo los restos de aquello con gusto a ya ni recuerdo qué, pero que ahora, sin permiso de nadie, decido adjudicarle un poder capaz de hacerme tiritar el alma…
      ¡Eso es, el alma! Me quedé mirándole el alma. Por más que ahora ya no pueda relatar qué era lo que veía, en qué consistía aquello que brillaba y me hacía abandonar la mirada llana y terrenal de un observador neutral, abduciéndome del mundo y depositándome en un espacio cálido y silencioso. Aquello tenía que ser el alma. La suya o la mía, quién sabe.
      Por un momento me sentí contrariado y hasta un tanto desilusionado de mí mismo. Supongo que no soy capaz de reconocer sin ofuscarme que cuando la miro, tarde o temprano, termina siendo de esa manera, con el alma. La miro y recojo de ese espacio indefinible lo que necesito en esos momentos cuando ya no soporto mirarla sin sentir que nos hemos perdido para siempre, y que eso no es un hecho extraordinario, sino todo lo contrario, que es lo más normal del mundo. Tan normal como esas cosas que le suceden a otros que se parapetan a defender miradas que el alma ilumina como un faro en las tempestades del ocaso, en el límite peligroso y fatal que a veces desaparece entre creerse inmortal y serlo. Ese mismo límite que uno debe trazar desorientado y confundido entre el suicidio y la inmortalidad que, a estas horas, con este vino, con esta luna, incita a creer que se puede, impunemente y sin más, despertar el amor, ir en busca del olvido o hacer realidad ciertas fantasías.
      Hace sólo unos minutos hice algo fuera de lo normal y por una vez la miré sin que me importase un demonio saber por qué la estaba mirando; sin por una vez preguntarme por qué todavía la dejaba dormir acá, en este lugar adonde en realidad vengo a olvidarla, donde me hago cargo del personaje y hago lo que me plazca: cambiarle el nombre y el color de los ojos; adornarla con pedacitos de mi vida y morderle los lóbulos de las orejas con palabras pasadas de moda; desvestirla y recostarme junto a ella como si fuese una mujer cualquiera que nunca pondría en riesgo ni mi alma ni la suya, que me permitiría continuar con estas pretensiones de escritor coyuntural transitando la senda de un olvido que, hasta ahora, no me ha podido demostrar los indiscutibles beneficios que falazmente le otorgan los cobardes.
      Esto sucedió hace apenas unos minutos. Y sólo hace unos segundos pude escapar de aquellos engañosos brillos del alma que aparecieron cuando la miré, para volver a la realidad.
      Ahora ya pasó, es tiempo de sentarme una vez más a escribir desde la oscuridad del olvido y hacer lo de siempre: hacer fantasía mis realidades. Veremos qué sale.

RR


Foto: Florencia Merlo

miércoles, 9 de septiembre de 2015

LABERINTO


(Advertencia: quien decida arriesgarse a emprender la lectura laberíntica de este texto, deberá hacerlo a sabiendas de que, en él, perderá para siempre un tiempo irrecuperable.)

     Hago lo que hago porque no hay en realidad ninguna razón para hacerlo. Porque hacer lo que hay que hacer, lo hace cualquiera. Y hacer lo que se debe hay también algunos que lo hacen. Pero hacer por hacer, eso lo hacen muy pocos. Y así nos va... Mirá vos qué contrariedad: me pasé la vida haciendo todo lo que me pedían… Bah, no todo, tampoco es cuestión de colgarse laureles que uno no merece. Digamos que trataba de complacer dentro de mis posibilidades a quien podía.
     Y siempre estaba en consideración si lo que estaba haciendo era lo debido o no, si quería hacerlo o no, si podía o no. Pero nunca me planteaba lo más importante de todo: ¿había razones para hacer lo que iba a hacer? Y casi siempre las había, buenas o malas, convenientes o inconvenientes, justas o injustas. No importaba cuáles, siempre había alguna razón para adjudicarle a aquello que hacía. Incluso hubo hasta razones falsas, mentiras inventadas y esgrimidas apuradamente para callar la verdad (que nunca pasa de ser una sola).
     Y así, siempre terminaba haciendo. Con razones ostensibles o si no, aparentes. Razones que, llegado el caso, simularían una cadena de causas y consecuencias perfectamente eslabonadas que, si no dejarían contento a todo el mundo, al menos dejarían contento a una parte. Pero a veces sucedía que, en esa parte, no me encontraba ni yo ni quien debía ser el favorecido o el perjudicado por mi acción. Es decir: a quienes debía importarle lo que hacía, no podían disfrutar o lamentar lo hecho.
     Pero un día, sin saber cómo ni cuándo, todo terminó y los hechos dejaron de obedecer a las razones que, como verás, han dejado de ser un hecho. Y el hecho, querida mía, ahora lo ocupa todo. Ese hecho al que nunca servirá de nada juzgar por las intenciones pretéritas sino por el hecho mismo (hasta me animaría a decir que ni siquiera se lo podrá juzgar por sus consecuencias). El hecho, sí, el hecho.
     El hecho será siempre la madre de todos los arrepentimientos (siempre posteriores, siempre inservibles); el viento que sopla las horas por esos cielos angustiantes pintados con decisiones tomadas con los ojos obnubilados por alguna pasión, por alguna felicidad tan momentánea y pasajera como la tristeza.
     Pues bien, ya no me interesa hacer nada con ese cielo. Ha llegado el tiempo de los hechos y estos son los míos. Estos que ves acá ahora formando palabras que hacen lo que ellas pretenden hacer cada vez que se habla de vos y de tus hechos ausentados con aviso. Porque tu ausencia es tu hecho íntimo al que todos mis hechos le declaran con palabras su amor incondicional. Y ese no hacer tan tuyo, tan incuestionable, es el más claro de todos los hechos, como el silencio es el más imprescindible de todos los sonidos, la nota inicial que desata todas las sinfonías y la que clausura todas las expectativas. Tu silencio es el hecho al que me aferro sin necesidad de razones.
     Y habrá quien dirá que la he perdido, que he perdido la razón, que ya no sé lo que hago. Pero no. Sé perfectamente lo que estoy haciendo y por eso ya no busco en las razones ajenas una razón propia para hacer esto que no es ni más ni menos que lo único que soy capaz de hacer. Y cuando deje de hacer esto, pasaré a hacer lo que se hacen siempre los poetas vencidos después de haber hecho algo. Haré silencio y emprenderé el camino solitario de la pena y la alegría unidas por las mismas lágrimas, servidas con la dignidad de quien ha hecho sin haber necesitado razones para hacer (eso sería un hecho descalificador para el poeta que pretende hacer mucho más de lo que se ha hecho hasta ese momento).
     Y cuando ya no haga esto que estoy haciendo será porque habré hecho todo lo posible y, entonces, me dedicaré a hacer el resto mientras transito el oscuro camino de las imposibilidades. Me sentaré acá mismo junto a las penumbras de mis soledades y haré que las palabras digan otras cosas, las protegeré de los hechos que puedan provocarles iras injustificadas o, lo que sería aun peor,  deseos de intrometerse miserablemente en los hechos ajenos. Haré caso omiso a las habladurías y a los astrólogos del saber hacer. Porque ni ellas ni yo indagamos oráculos para hacer lo que hacemos, ni jamás nos entregamos inocentemente a la pereza mental de los dichos populares acerca de qué es lo que debe hacer cada uno en diferentes circunstancias.
     No, de ninguna manera me prestaría a ese juego de tontos para intentar que tus hechos aceptaran hacer algo con los míos. Ni siquiera tentaría a la suerte tratando de acertarle al centro de tus necesidades para alardear de habilidades que me proveyeran de unos méritos innecesarios que, de ninguna manera, harían de mí más de lo que soy. No me hace falta eso, pues yo no soy más que un hecho entre tantos, entre todos los que se han llevado a cabo y los que han quedado truncos; entre los que están sucediendo ahora mismo sin que nadie pueda evitarlo; entre aquellos que sucederán mañana cuando la vida renazca de la muerte del ocaso de hoy. Soy un hecho que vive de los tuyos. Soy un hecho con aroma a destierro, un hecho sin nombre. Un hecho con sabor a olvido. Un hecho con vista al mar y al espacio infinito que separa mis hechos de cualquier razón que pueda ser un día tallada en mi epitafio.
     Entonces, y para que te quedes tranquila, no pierdas tu tiempo tratando de encontrarle una razón a todo esto que he hecho por hacer. Esto que quizás acaricie tu espalda una noche de estas cuando el brillo de tu desnudez se apague en los brazos de otro que habrá hecho lo que yo no habré podido hacer a tiempo; cuando del rumor de la calle brote una melodía compuesta como un hecho irrefutable en nombre de quien finalmente habrá hecho silencio. No busques razones, querida, donde no las hay ni las habrá nunca. No hay justicia posible cuando los hechos han dejado de ser planes de futuro para ser pasado irrenunciable, hechos muertos y enterrados que no admiten reclamo alguno. Porque ya no hay nada en mí, amor mío, que no sea este hecho último y fatal.
     Un hecho que irá a buscarte y buscará morderte como muerde este hastío hastiado de las estúpidas justificaciones de los estúpidos y de los cobardes que se acobardan ante sus propios hechos, negándose -tal vez sabiamente- a hacer lo que estos injustificables hechos míos, escondidos ahora en la oscuridad de tu memoria, han intentado hacer inútilmente sin importarles que vos fueras sólo una ilusión en este trágico laberinto donde me he perdido buscando sin encontrar las razones que pudieran justificar el hecho de quererte como te quiero. Un laberinto de palabras secas de donde sólo se puede salir diciendo adiós. 

RR






viernes, 4 de septiembre de 2015

USTED Y YO (#2)


     Usted y yo tenemos algo más en común que esta tormenta que nos atormenta, que estas banderas que nos unen, que estas heridas que nos mortifican.
      Usted y yo nos proponemos nada menos que el universo y nada más que la vida; cueste lo que cueste, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte caiga muerta.
      Usted y yo sabemos que nos costará la eternidad separarnos y por eso elegimos dibujarnos sonrisas de a ratos y mezclar las lágrimas en una canción para beberlas de un sorbo, para afrontar nuestras cobardías con la valentía de los héroes que tienen más miedos que los cobardes pero que, igual que nosotros, los luchan, los vuelven, los viven y los matan para volver a resucitar de entre los muertos de miedo.
      Usted y yo no le esquivamos al silencio y bailamos bajo su cielo estrellado, bajo su luna nueva llena de noche negra abrazados a una copa y confesándonos todas nuestras mentiras hasta que se mueren de verdades.
      Usted y yo preferimos el beso subversivo que espera al atardecer en la ventana para bajar desde la mejilla y arrimarse hecho un bollito pequeño a la comisura de los labios a desnudar los sabores que brotan cuando la sangre bulle pidiendo a gritos lo que usted y yo sabemos que será inevitable apenas oscurezca.
      Pero es una lástima. Porque usted y yo, si me permite la confesión, no somos más que un invento de mis ganas de escribirle. Unas ganas que la desean por donde usted anda y por donde usted huye. Unas ganas que siguen sin querer enterarse de que yo ya no la persigo.

RR



miércoles, 2 de septiembre de 2015

SEPTIEMBRE (Introducción al olvido)


     No me olvides, me dijo una vez una flor, e inmediatamente después se cerró para siempre.
    Pudo haberse ido, pudo haberse dado vuelta mostrándome esa verdad inconfesable de quienes ya saben que jamás volverán. Pero no, ella eligió cerrar sus pétalos como quien termina un libro y lo guarda en la biblioteca sabiendo que ya no volverá a leerlo. Ella optó por apartarse de las horas y guardarse del viento inevitable y desgraciado del adiós.
     No me olvides, me dijo, y acomodó sus ojos entre los míos para dejarme su visión de aquel mundo compartido.
     Y yo cada tanto me arrimo a aquella mirada de continente lejano que asoma seguro al borde del horizonte para encontrarme con sus selvas y sus estepas, con sus arroyos y sus sauces, con sus calles y sus patios que todavía aceptan visitas inesperadas como las mías; que no se ocultan tras las cortinas de la indiferencia, de los desconocidos de siempre que olvidan pero jamás perdonan y claman venganza con la piedra en la mano.
     Me dijo: "no me olvides cuando te crezcan las ausencias que tapan las esperanzas de sobrevivir a ellas". Sin meditarlo demasiado yo le hice caso. Edifiqué poco a poco con palabras y música una fortaleza para resguardarme del ocaso y los silencios inesperados, de las carencias y las imposibilidades. Decidí festejar de vez en cuando los sabores y los aromas de aquellos que ya se han ido. Y en cada festejo, brindo en las tinieblas por la luz que resiste heroicamente a mis oscuridades. Y aunque a veces es imperceptible y otras veces no me alcanza para no morirme, todavía acepto el milagro de la resurrección cuando me llega.
     No, no la olvidé. No pude hacerlo ni siquiera cuando perdí alguna batalla contra la desesperación de su recuerdo. No pude montarme a los falsos pronósticos de bienestar de los miserables profetas del olvido. No pude ni quise ausentarme del llanto que me ocasionaba el duro empedrado de su ausencia porque, si lo hacía, si aceptaba participar de esa trampa, nunca podría disfrutar de la risa que crece en el verde cesped junto a todas las otras flores.
     No me olvides, me dijo aquella flor. Y no lo hice. Debe ser por eso que vine otra vez hasta acá a arrimar un ladrillo más a mi fortaleza. Porque creo ver algo de luz esta tarde como para salir al jardín a mirar otras flores, a resucitar de su recuerdo y confesarle que, aunque las oscuridades me cubran de a ratos, jamás la olvidaré.

RR


Foto: Pablo Silicz

sábado, 29 de agosto de 2015

DICHO Y HECHO


     Por lo menos, cuando me llegue la hora, que no sea abrazado a las palabras que dije, que sea a aquellas que hicieron. Porque me he pasado la vida escribiendo palabras que hicieran. ¿A quién le importa lo que las palabras dicen? Importante sólo son las palabras hacen.
     Palabras que pueden hacer reír. Palabras que pueden hacer sufrir. Palabras que abrigan. Palabras que cantan. Palabras que pueden hacer pensar y abandonar la idea de hablar por hablar. Palabras que pueden enojar o servir de refugio para los enojos, para cuando otras palabras nos someten a sus caprichos y nos llevan a lugares que ya no queremos ir. Esos lugares donde las palabras sólo dicen sin poder hacer nada.
      Por eso prefiero las palabras que hacen. Las que hacen que salte de mi refugio seguro construido de silencios premeditados, para escarbar entre aquellas promesas que hice sabiendo que un día debería responder por ellas. Y para eso vienen siempre a mí las palabras, a salvarme del ocaso de una valentía esgrimida a pura borrachera. Entonces, desenvaino unas palabras y trato de hacerte llegar algunos latidos acompasados a tus pasos que se fueron hace ya un tiempo.
      Porque para aquellos que vivimos de palabras, es conveniente y hasta imprescindible estar preparados para perseguir los silencios ajenos y combatir los propios, que son orgullosos como algunas palabras. Palabras que me sostienen con coraje, el coraje que me falta cuando debería decir te quiero sin dar demasiadas vueltas, sin andar componiendo ridículas metáforas para decir lo que sólo se puede decir con dos palabras. Palabras que hacen miel del agrio gusto del desamparo. Palabras que me atan al abismo, que son la más arriesgada de las apuestas, la dulce muerte de aquellos que vivimos de palabras.
      Palabras... Si no fuera por las palabras ya no tendría nada a qué aferrarme, me habría dejado llevar como Alfonsina, me habría perdido en la inmensidad del mar que entre sus tesoros guarda siempre palabras para cuando ya no me queda ninguna que logre hacer nada por mí. Sí, palabras, sólo palabras.
      Pero existe una diferencia entre estas palabras para vos, querida, y otras que andan por ahí diciendo que dicen que las palabras se las lleva el viento, que no valen lo que valen. En mi caso, no me sale ni una palabra que no haga o al menos que no intente hacer. Algo, cualquier cosa. Un pequeño e imperceptible aleteo que te impulse a volar sobre mis dichos pasados que, tal vez recuerdes, estaban hechos de palabras que buscaban hacer algo más con vos, y que hoy se conformarían con hacer un pozo en la arena junto al mar para que puedas enterrar los pedazos de aquel que era cuando te escribía aquellas palabras que buscaban hacerme un lugar en tu cama. Palabras que todavía intentan aromar tus noches con ese olor a buenas noches. Palabras que, si vos cerrás los ojos en medio de la ciudad, te tomarán de la mano para cruzar la calle, para caminar a tu lado por la sombra de las veredas con destino incierto. Palabras que aun intentan denodadamente construir puentes para cruzar a tus sueños ahora mismo, cuando ya va quedando poco que soñar. Justo antes de despertarte sobresaltada con la sensación de haber escuchado algo, lejanos sonidos de unas palabras que, como un pobre escritor caído en desgracia, he guardado en la manga para hacerte sonrojar, para hacerte perder la compostura e incitarte a desvestirte con el único propósito de hacer del sonido de tu pecho agitado mis últimas palabras.

RR


Foto: Guillermina Raggio

miércoles, 26 de agosto de 2015

FLORES SECAS DE LOS BUENOS TIEMPOS


a J.

     Usted bien sabe qué hacemos aquí, en esta hoja sucia con el hollín negro de un pasado consumido en reflexiones íntimas y caminatas de vueltas arrepentidas. Ambos conocemos el peregrinaje eterno de quien a veces se pierde y no sabe hacia dónde va. Entonces, era de esperar que nos encontráramos mirando este espejo de quienes fuimos en otra época, este banquete abandonado con los restos y las sobras de aquellas promesas incumplidas pero absolutamente honestas. Y si nos animamos a venir hasta aquí es porque, al fin y al cabo, no hay nada de excepcional en ello. ¿Quién no ha vuelto alguna vez a escondidas a la puerta de un viejo amor? ¿Quién no ha regresado a tratar de encontrar a aquel niño sentado en la vereda contando figuritas y soñando con ser grande un día?
      Sí, los dos sabemos que hemos venido a decirnos adiós, a mirarnos a los ojos con benevolencia y compasión, en silencio, viendo cómo vuelan las cenizas de aquel fuego que todavía hoy nos reúne en este último reflejo que se irá para siempre.
      Y al separarnos, seguramente cada uno irá hacia el olvido del otro con una mueca adusta, la misma que le mostramos a la muerte cuando se lleva uno más de los tesoros de nuestra vida. Esa vida que espera también su turno para irse con ella.
      Yo, por lo pronto, ya tengo cita con otra hoja igual a esta que está esperándome desde hace mucho. Sin embargo, no será una despedida emotiva ni nada que se le parezca, sólo un simple y subjetivo relato de recuerdos improbables; uno más entre miles, entre millones que se perderán en la nada. Y si yo me atreveré a escribirlo, será porque desde hace tiempo he dejado de lamentarme amargamente por lo perdido y he preferido concurrir a este espacio alejado donde me reúno a tomar una copa con mis escasas victorias y mis innumerables fracasos, a dar testimonio de esas mujeres que ya ni me recuerdan y que, al igual que usted, no dejaron testimonio alguno de mi paso por sus vidas.
      Porque usted, querida mía, no necesitará decir una sola palabra. Su testimonio quedará grabado en un lugar mágico y secreto al que sólo llegan las mujeres de la vida, esas hadas de carne y hueso con sonrisas arrojadas desde bocas verdaderas y con ese gusto dulce a perdición indeclinable que se debe degustar en los arrabales de sus sexos.
      Ese es el mágico lugar por donde andan silbando bajito personajes misteriosos recogiendo las flores secas que quedan a los pies de una puerta desvencijada, cerrada para los débiles de espíritu y los viles mercaderes del placer. Una especie de refugio donde han sido guardados los archivos íntimos de las mujeres que, como usted, son los faros brillantes e inclaudicables adonde recurrir cuando azotan los vendavales de la angustia y la desesperación. Sí, es ese mismo lugar adonde algunos oscuros y malogrados artesanos del olvido como yo vamos de vez en cuando en búsqueda de cualquier cosa que nos sirva para exorcizar demonios propios tratando de acercarnos a unos paraísos de los cuales ya fuimos expulsados.
      En mi caso, cuando pase por allí luego de esta despedida, me conformaré con encontrar algunas palabras en desuso que me permitan dibujar en esa última hoja los pasos finales de aquella danza que usted y yo protagonizamos durante un tiempo por las estrellas, y en la que usted fue siempre la luz que iluminaba mis oscuridades mientras yo la seguía fiel por las sombras con esos versos amorosos que nacen y mueren al calor de las mujeres únicas, de las enormes penas y las pequeñas alegrías confesadas en sencillos rituales de apareamiento en donde cada uno entrega eso que no se vende ni se compra. Sí, eso de lo que muchos se burlan intentando poner en duda su existencia para justificar sus propias cobardías. Claro, hasta que llega el impostergable momento de arrodillarse pidiendo perdón y misericordia por haber vivido sin pasiones verdaderas, sin sangre derramada por causas perdidas. Vamos, sin alma.
      Adiós entonces, querida. Ha sido un gusto bailar contigo rozando de a ratos los bordes de la inmortalidad. Será un placer para mí dejar este reflejo aquí, en este espejo que hemos compartido alguna vez entre risas y lágrimas injustificadas -que son las mejores- y que ya pertenece a un pasado que será armado erráticamente y sin pretensiones históricas, sólo con el aroma de una felicidad que siempre será efímera y pasajera.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 21 de agosto de 2015

UN DÍA COMO HOY


     Y un día como este, como hoy, llegará el momento de decirte que ya no tengo más nada que decir, que se me han agotado los ejemplos de cómo se pueden ordenar las palabras para confundir a la memoria que persigue al olvido como un perro sabueso. Ya no poseo aquel don, aquel instinto que me guió por los lugares ocupados únicamente por tu ausencia. Ya no.
     Entonces, será una buena oportunidad para confesarte, a modo de post data, que jamás me volví a acordar de vos desde aquel día en que nos dijimos en silencio adiós. Nunca más pude recordar ni el color de tus ojos claros, ni la textura de tu piel suave, ni tu olor a orgasmo lanzado al espacio de los sueños cumplidos. Nunca más volví a acercarme a tu sombra desde este pasado extranjero de tu presente. Ni a tu sombra, ni a tus penas que jamás podrán ser las mías, ni a tus palabras que faltaron justo cuando ya no hubo nada que decir.
     De lo que me acordé todo este tiempo mientras me olvidaba de vos (a quien ya no recordaba), fue de mí. De la piel de gallina que se erizaba en mis brazos cuando lograba dar un paso más hacia la puerta de salida de un cariño con pretensiones suficientemente dignas como para creerse un día amor. Y en esas pretensiones, que tampoco ya recuerdo, se me fueron unos cuantos días que todavía andan dando vuelta por los cajones en donde guardo miserablemente los retazos que me han dejado las musas inspiradoras para cuando llega ese momento en donde no tengo más nada que decir.
     Así es, todo este tiempo, de quien me acordé fue de mí. Sí, de mí. Y con la más absoluta arrogancia me animé a hacer de vos una hoja en blanco para escribir memorias falsas sobre aquellos sucesos que ya no recordaba. Al fin y al cabo, sin vos a mi alcance, yo tenía la posibilidad de dibujarte a mi gusto, ya no con los colores de tu recuerdo, sino con los de mi olvido. Y en ese acordarme de cosas que jamás habían sucedido, en ese juego desigual entre tu recuerdo y mi memoria, apareció este desafío de escribir cartas para otros, palabras encargadas para unos sentimientos que no eran míos y que yo ya no recordaba a qué sabían pero de los que, por alguna razón misteriosa, conocía la fórmula. Y entonces, relaté cuentos e historias cargadas de situaciones y escenas en las que participaban personajes que sí todavía recordaba, pero que ahora no hacían más que deambular como extras por ferias y plazas y orillas que nunca habían pisado. Armé escenografías con pedazos tu casa ubicada estratégicamente lejos de cualquier intento de abrazarte. Armé camas con tus sábanas y dejé sueños ajenos sobre unas almohadas que alguna vez abrigaron los tuyos. Sin embargo, al momento de sellar el sobre con el nombre del destinatario, le tocaba el turno a tu recuerdo que aparecía insolente de la nada a querer apropiarse de ese lugar clave. Pero no hubo caso, ya no lo recordaba tampoco. Así que, sin pensar demasiado, agregaba cualquier nombre que se me ocurriese en ese momento y cantaba victoria sobre la cruel memoria que apelaba a las peores artimañas para imponer dictatorialmente tu recuerdo.
     Tu recuerdo… Tal vez debería lamentarlo, no lo sé. Quizás lo lamente algún día igual a este, como el de hoy, en que ha llegado el momento de decirte que ya no tengo más nada que decir. Que vos ya no serás nunca un recuerdo. No, vos serás el olvido infinito encerrado en una botella, el cuento sin final, la carta perdida que nunca será enviada. Vos, querida amiga, serás el horizonte perpetuo que definirá la distancia entre lo posible y lo inalcanzable. Entre vos y yo.

RR




Foto y pintura: Claudia Tula

miércoles, 19 de agosto de 2015

RUBÉN Y TERESA


     Rubén y Teresa se amaban sin saberlo. No es que se amaran y no lo supieran, que no estuvieran al tanto de esa sensación de inutilidad que tiene el aire cuando ahoga la distancia; no es que no llegaran a divisar el fracaso de cualquier tentativa a dominar sus impulsos y sus deseos mutuos. No, Rubén y Teresa se amaban sin saber que ellos eran Rubén y Teresa. Y cuando fracasé en mi intento por dominarlos ya no tuve el coraje de hacérselos saber.
     Cada mañana me levantaba con la intención de citarlos en algún bar del centro y confesarles mi pecado. Pero apenas salía a la calle me acobardaba. Tampoco tenía claro la razón de esa cobardía, cuáles podrían ser las consecuencias si lograba vencer mi temor y explicarles la situación. Había llegado incluso a manejar la posibilidad de enviarles cartas anónimas que les comunicase a ambos la noticia. Tampoco pude llevar adelante esa acción.
      Rubén y Teresa nacieron una noche de febrero luego del fracaso de una cita que había conseguido arrancarle a una mujer inalcanzable a fuerza de inventarle posibilidades improbables de satisfacciones duraderas. Al llegar a casa, encendí la computadora, y ubicando el vaso a un costado esperé a que se decidiera a hablarme. Sin tratar de hacerlo hablar a la fuerza me quedé a su lado aguardando que llegase a la temperatura justa como para ver si eso hacía que se decidiera a darme una opinión de lo sucedido. No esperaba una sentencia, ni un cuadro de situación, ni un análisis pormenorizado. Sólo quería escuchar una voz que acompañara todo aquello que me había quedado sin decir y que lo transformara en algo. Ese algo sería a la postre Rubén y Teresa.
     Teresa se topó con Rubén a la salida del cine. Una de esas típicas escenas de dos personajes solitarios saliendo de la oscuridad de sus soledades, esquivándole a los abrazos y a las caricias de otras parejas que al salir al igual que ellos de la sala encuentran una mirada familiar respondiendo a la propia. Y tal vez ellos hayan buscado aquella tarde en alguna película un argumento eficaz para justificar sus suertes, o tal vez juntar las fuerzas necesarias para decir adiós (fuerzas que, por otra parte, nunca alcanzan). Sin embargo ahí, en ese hall lleno de críticos y comentaristas, sin saber por qué, se inició una tímida conversación que concluyó en poco más que nada. Y cuando las cosas terminan en poco más que nada, todo el mundo sabe que eso significa que hay algo.
      Pero yo, que sostenía incólume la bandera de la huida ante los fracasos innecesarios, les propuse distanciarse un poco, hacer de cuenta de que nada había llamado la atención del otro, de que estaban bien así, solos y sin demasiadas urgencias para cambiar esa condición. Les dí algunas miserables razones para justificar mi propuesta. Ellos las aceptaron fingiendo que estaban de acuerdo. Pero a pesar de que intentaron disimular, alcancé a observar lo que se había formado en sus miradas. Un cruce fugaz por el cielo de las complicidades que se produce a veces cuando los párpados bajan y la cabeza se agacha dejando en evidencia la prueba irrefutable que demuestra que del otro lado existe una fuerza que es capaz de debilitar el sostenimiento de la mirada propia. Esa mirada cínica de quien se siente inútilmente seguro. Los vi y comencé a dudar de mis posibilidades de guardarlos en un cajón a esperar tiempos mejores (para mí, no para ellos) y así volver a la tranquilidad y al amparo de escritor de mis propias imposibilidades.
      Cada uno salió por su lado y con eso recuperé cierta confianza. No esperaba que se volvieran a encontrar en la parada del colectivo. No había necesidad de que eso sucediera, de que sus casas se encontraran a sólo unos minutos de distancia.
      Rubén bajaría primero quedándose por un momento mirando la parte trasera del ómnibus que se llevaba a Teresa, quien comenzaría a sentir un leve cosquilleo a la altura del bajo vientre acusándola de timorata: vamos, Rubén, no te quedes ahí parado, corré otra vez hasta esta ventanilla y saludame desde abajo, dejame aunque sea un rastro de tu mano dibujando un arco iris para mis esperanzas ocultas. Mientras tanto Rubén: vamos, Teresa, asomá tu mirada por la ventana, prometeme que nos vamos a volver a ver en el próximo viaje, en la próxima salida que hagamos a buscarnos desesperadamente por las carteleras y las paradas que indican hacia donde vamos, para confesarnos hacia donde queremos ir.
      Aquello había comenzado a irse de mis manos. Traté de corregir sus direcciones, busqué mudarlos de barrio, complicarles el encuentro. Pero no hubo caso, ellos ya se habían propuesto una cita a mis espaldas. Yo lo tomé como un acto desafiante y desconsiderado. Parecía que se habían olvidado de que si no hubiese sido por mí, no habría ni Teresa ni Rubén. Los dejé solos para que hiciesen lo que les placiera. Al fin y al cabo, yo tenía mis propios problemas, mis íntimos roces con lo desconocido, mi propia parada en la que estaba detenido hacía mucho esperando a que aquella mujer de febrero pasara nuevamente y me dirigiera una mirada de bienvenida a subirme otra vez a su bondi. Si ellos se sentían tan seguros para escribir sus propias vidas, pues que lo hicieran. Bajé a la cocina, guardé la botella de vino que quedó a la zaga y me fui a la cama. Estaba claro que iba a ser otra noche larga.
       Una semana después, ya un poco más tranquilo, los encontré en una plaza compartiendo el sol de la tarde y un chocolate. Supe inmediatamente que ya no sería posible retomar nunca aquel propósito de distanciamiento, que aquello que había comenzado como un pasatiempo nocturno era ahora una historia que tenía su dinámica propia, que elegía sus lugares y sus horas, que seleccionaba sus palabras desde el corazón de sus protagonistas sin prestarle casi ninguna atención a la gramática o a cualquier otra regla literaria. Rubén y Teresa habían decidido escribir su propia historia y yo debía asumir la realidad y actuar en consecuencia.
     Los observé a una distancia prudencial. Vi el movimiento de sus cuerpos, los mensajes de sus miradas que ya no se ocultaban, que lanzaban fuegos artificiales sobres sus oscuridades iluminando sus secretos ocultos; que desplegaban carteles arrastrados por unas avionetas publicitando la fortuna del encuentro con promesas imposibles que, como tales, arrojaban al vacío en ese mismo instante el peso de la responsabilidad de ser cumplidas. No fue sencillo para mí volver a involucrarme en la historia. Aquel era un espectáculo olvidado ya por mí. El espectáculo de la conquista, de la batalla eterna del amor que nunca terminará por más que todos los augurios indiquen una derrota inevitable. Rubén era lo inevitable para Teresa y Teresa era lo inevitable para Rubén. Yo, quien sabe por qué, había tratado de desconocer ese hecho que comprendía bien lo que significaba: que cuando nada es estrictamente necesario o imprescindible, cuando ya no importa romper con aquello que está perfectamente establecido y ordenado, cuando lo fácilmente evitable se vuelve inevitable, pues bien amigos, he ahí el destino.
      Después de meditar unos minutos una decisión ya tomada, decidí abandonar mi parada para ocuparme entonces de Teresa y Rubén. Finalmente, ellos tenían mucho más para ofrecerme que esas estúpidas cartas a las que ya les había dedicado demasiado tiempo, demasiadas energías, demasiada saliva para unos sobres que terminaban siempre muriendo frente a unas puertas que jamás se abrirían nuevamente, por las que nada más tenía para apostar unas esperanzas elaboradas caprichosamente bajo los efectos perniciosos del insomnio.
      Ahí estaban Rubén y Teresa esgrimiendo orgullosa y valientemente todas las dudas de las que yo carecía por haber pasado tanto tiempo confeccionando certezas cobardes, inútiles y, peor aun, falsas. Ellos, en cambio, eran puro presente abrazándose a cualquier viento, sin brújula ni mapas para encontrarse, desafiando los cruces y las diagonales, los desvíos y las modificaciones sorpresivas de recorrido.
     Ellos tenían todo lo necesario para estar ahí. Tenían el sol y tenían el chocolate y ese banco de plaza escrito con los nombres de otros amantes que habían dejado testimonio de que el amor se reproduce incesantemente sin importar la constante repetición de los dolores y las desesperanzas y las tragedias. Y acaso, eso sea porque el amor avanza empujado por su peor enemigo: el olvido. Porque olvidar un viejo amor es abdicar para que comience el reinado de uno nuevo. Y a rey muerto, rey puesto. Y quien golpee las puertas del olvido voluntariamente será quien finalmente mande al destierro a los viejos recuerdos que atormentan cuando los engaños inventados para sobrevivir ya no funcionan.
      Sí, ahí estaban Teresa y Rubén probándose las coronas, proponiéndose la proscripción de un pasado ya sin chance, corriendo el telón para que comenzara una nueva película. Y ahí estaba yo asumiendo de una vez por todas que debía ir hacia la única puerta que podría salvar mi reino: la de mi propio olvido.
      Aquel día subí con ellos al colectivo y los acompañe en su vuelta. Rubén siguió de largo y no se bajó en su esquina. Yo sí. Creí que estaba bien hasta ahí, que mi presencia ya no era necesaria, que el sólo hecho de no intentar convencerlos de la ficción en la que los había metido alcanzaba como para que el resto se escribiese solo.
      Caminé hasta mi casa en silencio. Veía pasar los colectivos y buscaba detrás de los vidrios de las ventanas lo que ya no esperaría más en mi parada habitual. Observé aquellas personas resguardadas detrás de las ventanas de los coches, inmunes a cualquier influencia de mi parte. Caras desconocidas a quienes traté en otros tiempos de darles una personalidad ficticia basada en mis propias elucubraciones. Entonces, volví a recuperar el control de mis ojos concluyendo en que, en realidad, no sabía qué estaba buscando. Luego, con la misma naturalidad, dejé de mirar para el costado y me enfoqué hacia el frente. Delante mío aparecían los colores novedosos de las veredas de casas desconocidas, con jardines y parques y árboles otoñales que esperaban su primavera. Puertas descascaradas que guardaban secretos de familias que habían atravesado sus marcos entrando y saliendo hasta mudarse a otras direcciones con historias tan parecidas y tan distintas entre sí. Miraba esos umbrales e imaginaba los amores que se habrían dicho adiós para siempre desde sus bordes. Por un momento me detuve en una de esas puertas tratando de reconocer alguna marca, alguna seña particular que pudiese indicarme si es que por ahí alguna vez se había arrimado un cartero con una carta como aquellas que yo ya no escribiría. Porque desde que dejé de ver a Rubén y Teresa ya no me ocupé más de aquella imagen de un pasado que se fue definitivamente con una mujer en un colectivo que jamás volvió a pasar cerca de mis esperanzas. Ya no.
      Y así llegué hasta este ahora, donde lo que me ocupa es caminar estas calles nuevas buscando paradas donde haya otras Teresas y otros Rubén encontrándose a pesar del mundo, a pesar de las despedidas y los olvidos, de las amenazas de los destinos inciertos. Un destino como ese que me hizo abdicar un día a las cartas anónimas a favor de los nombres propios del amor invencible.

RR

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...