miércoles, 20 de diciembre de 2017

LOS DESPOSEÍDOS



"Los desposeídos tienen un mundo que ganar"  
KARL MARX
                                                                       
 "Las leyes son siempre útiles para los que tienen bienes y dañinas para los desposeídos"  
JEAN-JAQUES ROUSSEAU


     En estos últimos días he descubierto -sin demasiada sorpresa, debo confesarlo- que se han agregado otros grupos a la ya renombrada y casi desconocida "lucha de clases". De a poco han ido apareciendo y colándose entre los explotados y los explotadores, entre el proletariado, los campesinos, los asalariados y los poseedores de los medios de producción, un sinnúmero de pequeños -y no tan pequeños a esta altura- grupos de defensores de las veredas, protestantes pacifistas, pacifistas protestantes, reformistas de la lucha a cara descubierta y sin palos ni piedras, impulsores del diálogo y la reconciliación entre matones represores y sus rebeldes reprimidos, ciudadanos de la antigua Grecia, etcétera.
     Entonces ahora, hay que volver a repasar tooodo de nuevo, hay que guardar los libros (que evidentemente no sirven para nada) y sentarse frente a la tele a escuchar a los expertos mediáticos que, con un gran despliegue tecnológico y un bagaje teórico pobrísimo llenos de excusas ridículas, analizan el cuadro de situación y ubican a cada grupo dentro de la Historia. ¿El objetivo final? Clarísimo: defender este sistema democrático, alegar a favor del status quo y convocar con un fuerte sentimiento patriótico una vez más (¡una vez más!) a la unión nacional.
      Sin embargo, estos lúcidos servidores privados no tienen en cuenta un detalle: la Historia no es historia del capitalismo, no es historia de la burguesía, no es historia de la democracia ni de la república. La Historia es historia del Hombre (perdónenme mis preferidas, las mujeres, por no dejarme llevar ahora por la justa reivindicación de género que debería haber modificado ya esta costumbre de hablar del ser humano en términos masculinos exclusivamente. Sólo por esta vez, déjenmela pasar para facilitarme la escritura.). La Historia no se mueve (ni debería ser estudiada o divulgada) dentro de los límites de la moral burguesa, de su falsa ética y sus "buenas costumbres". A la Historia (a sus procesos, a sus hechos y hasta a sus fechas, que tan importantes suelen ser en el ya mencionado bagaje teórico para algunos de los que participan de su defensa) no le podrá caber nunca los prejuicios de los que han aceptado calladitos y sin mosquearse, para poder cambiar el auto todos los años, que ella debe ser de una manera y no de otra. La Historia una y otra vez va a escupirnos en la cara que jamás se acomodará a lo que algunos pretenden que sea. Así como la verdad, ella aparecerá de abajo de la alfombra con toda su mugre, y también sus perlas, a poner las cosas -los Hombres, los procesos, los hechos y hasta la fechas- en su lugar.
     La violencia es la parte sobresaliente de la Historia, no la paz. Hacerse uno el desentendido proclamando la paz de la panza llena y los dolores cuidados a aquellos que una y otra vez son excluidos y golpeados y humillados no va a hacer que la violencia sea un hecho desafortunado, tribal o marginal. No existe la patria pacífica ni existirá jamás una legislación que la construya mientras existan derechos excluyentes basados en la ubicación social y en el poder económico. No es posible la conciliación definitiva entre una panza llena y una vacía, entre los remedios y los dolores, entre los que matan y los que mueren. Se trata, entonces, de sincerarnos de una vez por todas con nuestra supuesta humanidad y hacernos cargo de la Historia y elegir sobre quiénes creemos que se debe ejercer la violencia, si sobre los que se llenan la panza hasta reventar con avaricia, egoísmo y, claro está, violencia; o sobre los que, con la panza y el alma vacía, los han dejado sin otra cosa más que un discurso pacifista estúpido y una maraña de leyes engañosas sosteniendo un sistema que sólo les arroja un palo para intentar defenderse, para tratar de conseguir que ellos y sus hijos no vayan a dormir otra noche en la oscura intemperie del olvido con nada mejor en la panza que una hamburguesa descartada y podrida, con una esperanza en el alma un poco más alentadora que el Reino de los cielos.
     La Historia no la hacen los que ganan (perdón Litto), sólo la cuentan. La Historia la hacemos todos, pero sobre todo la hacen los que luchan, por ellos mismos o por sus semejantes. Creer que existe una Historia dividida en sectores como si fuesen gremios o corporaciones es uno de los grandes engaños de los que la cuentan fraccionada y editada para que el "mundo civilizado" sea el suyo, aquel que supuestamente resuelve sus conflictos en paz, y sin romper nada. Pues bien, yo debo contradecir vehementemente esa máxima y defender la Historia completa, y con ello la de los que rompen para construir algo nuevo que garantice algo más que unas lindas vacaciones en un hotel lujoso o poder comprar basura al precio del tiempo que se traga la muerte. No me interesa conservar el status quo ni manifestarme a favor de los dueños de la Patria y la República ni de los que están siempre preocupados por su trabajo, su vida, sus hijos y su vereda sin que les importe una mierda la mierda que le arrojan a los que no pueden más.
     Porque la Historia también cuenta que, tarde o temprano, los que no pueden más usarán lo que tengan a la mano para escaparse de la telaraña nefasta de los poderosos y los serviles que los defienden a pura bala, a pura muerte. Ellos accionarán los medios que tengan al alcance de sus manos para redireccionar la violencia. Son ellos los que van a cambiar las cosas, porque son ellos los que siempre ponen el cuerpo y los muertos, los que luchan y reclaman lo que les corresponde para ellos y para todos. Todo eso que les han quitado, lo que les ocultan y les niegan quienes hoy se indignan y reclaman cínicamente para que su violencia de clase, egoísta y miserable, se imponga frente a la de esos otros que ya están hartos y jugados, los desposeídos. Esos que esta noche se irán a dormir otra vez con la panza vacía y a la intemperie del olvido. Pero cuidado, mañana puede ser el día...

RR


viernes, 1 de diciembre de 2017

TODOS


     Últimamente, cada vez que acontece una tragedia sobre algún personaje que forma parte del ideario colectivo de cierto sector social (acomodado) y de sus defensores (casi todos intelectualmente desacomodados) se escucha gritar en las calles, se empieza a leer en los diarios y se anuncia con frases rimbombantes en la televisión: tal o cual "somos todos"
     ¿Todos? ¿Quiénes son todos? ¿Quiénes somos todos? ¿Todos somos yo, tu, él, nosotros, vosotros, ellos? ¿Todo..? No, acá debe haber algo mal, porque si todos somos todos, entonces, ¿quiénes son ellos? Todos debemos ser los que podemos escribir todo, los que podemos decir todo, los que podemos... ¿Y los que no pueden? ¿Ellos no son todos, los del culo frío en una casilla en los barrios pobres y en las villas copadas por el narcotráfico al amparo de políticos, jueces y policía..? 
     No, definitivamente ellos no son todos. Porque si ellos fueran también todos tendría que haber cada día una de esas marchas televisadas, con gente buena y honesta empuñando velas y carteles expresando compunciones y dolencias de clase. Gente muy bien vestida que se mueve normalmente en un centro decorado con grandes marcas y monitoreado por cámaras de seguridad. Si ellos fueran también todos habría una de esas marchas a cada hora, a la par de los llantos que se escuchan en esos velorios llenos de gente que, claramente se nota por sus aspectos, no son todos, que son muchos pero que nunca podrán aspirar a ser todos. Porque, al parecer, todos pueden ser algunos personajes con una imagen impecable aunque -permítaseme este desliz prejuicioso- de dudosa moral, o hasta puede ser todos alguna revista extrajera que haya caíso vístima en un revoleo de violencia imparable (siempre y cuando esta revista provenga de algún país central -centro/periferia: teoría de la dependencia, pasada de moda ya pero aun así muy ilustrativa para ciertos casos- y no de esos territorios devastados por gente sin futuro que huye y se ahoga en pos de ser todos sin querer asumir su condición de nadies). 
     Yo no soy quien ni nadie pero a mí me da la sensación de que todos son siempre los mismos, igual que aquellos que no lo son. Será por eso que a veces me enojo mucho con todos y los mando a todos a la mierda y huyo de todos y me encierro entre mis todos y mis nadas, entre mis dolores rebeldes y mis tímidas alegrías, entre la música y los autos viejos y los libros que me hacen acordar a los amores pasados que insisten en ser presente. Y también a veces me hacen acordar a esos otros que viven agazapados en los párrafos y en las voces de algunos que seguramente jamás soñaron con ser todos -aunque ojalá fueran más que unos cuantos-. Es por eso, supongo, que ya no opino de lo que opinan todos, porque no hace falta opinar cuando todos opinan, cuando todos saben lo que pasa y lo que hay que hacer. Si yo no sé nada... Y por eso me siento cada vez más nadie y menos todos. Es más, a veces cuando leo o escucho a algunos que sí son todos siento que es mejor así, que estando ausente de todo, en una de esas, algún día logro ser yo mismo. Seguramente, eso tampoco me va a hacer bienvenido entre todos. Y bueno, todo no se puede. 
     Mientras tanto, sigo creyendo que este mundo de todos, para todos, en realidad no es de nadie ni para nadie, sólo para unos pocos, los de siempre, los de toda la vida, los que necesitan de todos y de nadie. Los que manipulan el incosciente colectivo para poner a cada cual en su vereda, cada cual mirando con desconfianza al otro, cada cual en su juego para que el ganador sea: ...
     ¿Todos? Perdóneme pero en esta también paso. Porque cuando la noche se pone oscura y todos se sientan a ver y escuchar en la tele las razones y las circunstancias por las que todos sufren, adornadas con gráficos y mapas, y comentadas por los expertos (en nada) del momento, afuera, en el frío de la desesperación están ellos, acechando a todos con sus propias razones y sus desgraciadas circunstancias. Así es, están ellos con su música y su vestimenta característica; están ellos: los que matan y los que mueren. Ellos, a los que usan y desechan para que todos sean felices; los que, dicen todos, no sirven para nada. Aunque, claro, sirvan para todos.

RR



martes, 14 de noviembre de 2017

ESTE LADO DEL MUNDO


     Y así, desde este lado del mundo les sugiero: no esperen nada de mí, no lo hagan, pues seguramente nunca voy a llegar a tiempo a ninguna otra cosa que no sea a mi propia muerte. Tampoco esperen que intente una defensa en los tribunales públicos de la infamia, esos escaños desde donde se acostumbra a lanzar dardos envenenados de prejuicios. De ningún modo intenten llevarme hacia esas ratoneras sucias en donde sólo opinan los cobardes que jamás han pisado el barro de la desgracia ajena, que no comprenden ni comprenderán nunca la palabra compasión. No seré yo quien se agachará nunca a recoger primeras piedras para lanzar desde una multitud indignada para cubrirse por si acaso, por si algún loco comete el pecado mortal de actuar en consecuencia con sus palabras sin reclamar dignidades o premios. 
     No traten de convencerme hablándome de república y democracia, no sirvo para glorificar votos y legitimar elecciones falaces en donde nada se elige, más que el monto de la deuda que se contraerá en mi nombre por un supuesto bienestar que jamás llegará. No necesito bajo ningún concepto ni las migajas de los políticos, ni las chucherías de los mercaderes del posmodernismo, ni el perdón de la iglesia, ni la incuestionable estupidez de la "sabiduría de la calle", pues de ninguna manera me interesa el sentido común de los tontos y los resentidos. No quiero nada de lo que puedan ofrecerme los censores que trafican con la moral y las buenas costumbres a cambio de mis gustos y mis pareceres. No me ofrezcan ni dinero, ni putas, ni propiedades, no necesito nada de eso para ser feliz. No necesito de ningún otro lujo que no sea la cercanía del mar y su eventual consuelo. No me hace falta degustar delicados sabores, ni finos licores para calmar mi apetito y mi sed. 
     Entonces, no traten de venderme ese mentado progreso humano que ni es progreso ni es humano, que no es más que un orden establecido por los que no quieren que nada se desordene para poder seguir vendiendo el cuento del tesoro único de la juventud, del cielo de los bienaventurados o una salvación eterna adornada con plegarias rimbombantes e inútiles. Si es por mí, ahórrense también la amenaza constante y la paranoia permanente, he llegado al punto en donde ya no le tengo miedo ni a mis miedos, ni a mis fantasmas, ni a mis demonios. Si Dios existe, estoy seguro de que no se lo ha dicho a nadie. Por eso, no me exijan reverencias ni solemnidades ante quienes pisan este mismo suelo, esta misma tierra que, al final,  nos devorará un día a todos por igual: a ellos, a ustedes, a mí. En todo caso, sería más oportuno levantarle un altar a esos gusanos laboriosos que deberán hacerse cargo de borrar las huellas de la maldad enterrada junto a los miserables y perversos que insistirán, aun bajo tierra, en proclamarse vencedores de un partido claramente arreglado.
     Y no me importa que me crean; ni me importa que me escuchen (ni siquiera que me lean). No tengo nada que probar ni le debo comprobantes a nadie por lo que he sido, por lo que soy o por lo que seré -si es que alguna vez seré algo más que este perro rabioso que se resistirá hasta el final a pagar por algo que no es propiedad de nadie-. Guárdense para ustedes los recuerdos que de mí tengan, no me hacen falta; llevo mi pasado adonde voy sin necesidad de someterlo al debate público. Una vez muerto, mis recuerdos no valdrán un cobre y sólo podrán servir para el chusmerío o para contar algunas pocas verdades mentirosas que ya no me interesará desmentir. Sean libres de juzgar mi cielo y condenarme al infierno si les place, nada de lo que en ellos deje o pierda podrá ser puesto a consideración de nadie, excepto de mi hija.
     Por último, no confíen en mí, porque. llegado el caso, poco me importa verdaderamente en el mundo salvo los pobres y los desdichados que son condenados cada día por una justicia que inclina la balanza siempre para el mismo lado y que jamás será ni ciega ni justa. Ese es mi lado del mundo. El mundo de las miradas perdidas en el horizonte, de los corazones rotos y solitarios, de los que luchan y caen derrotados y se levantan y vencen con sólo levantarse. El mundo de la naturaleza justiciera que tarde o temprano prevalecerá sobre los imbéciles que siguen desafiando su poder arrojándole los deshechos de su egoísmo. El mundo de la música compañera de mis abundantes tristezas y mis alegrías pasajeras. El mundo de los amores eternos y las palabras que los evocan. El mundo de los niños inocentes que miran al cielo y piden a gritos algo más que monedas. El mundo de los viejos abandonados en los armarios de las cosas inservibles... 
     Sí, lo sé, un mundo quizás imposible. Un mundo silencioso que a casi nadie le importa. Un mundo donde lo que vale, lo que de verdad vale, son el amor y las causas perdidas al precio de la muerte. 
     Al fin y al cabo, son lo mismo.

RR


lunes, 13 de noviembre de 2017

APRENDAMOS DE LA DERECHA


     ¿No habrá llegado el momento de que aprendamos de la derecha? No tengamos miedo. Al menos deberíamos intentarlo.
     Cada  vez que la derecha llega al poder lleva adelante casi todas sus premisas y realiza, más o menos, todos sus planes. Planes que, por otra parte, casi siempre resultan más profundos y duraderos en el tiempo que aquellos que los diferentes sectores de la izquierda intentan cuando logran arrebatarle momentáneamente el control.
     Es que la cuestión es y ha sido la misma desde hace siglos: la moral. La izquierda, en general, se jacta permanentemente de su ética y su moral humana y pone en muchos casos sus prácticas a la sombra de estas. Es cierto que este hecho no es en sí mismo un defecto -todo lo contrario-, sin embargo, y en términos objetivos, termina siendo un obstáculo cuando es necesario asegurar ciertas victorias estratégicas que acarrearían beneficios tal vez inmediatos para unos cuantos y duraderos para todos.
     ¿Cómo es posible que la derecha consiga todo lo que consigue? ¿Cómo puede hacerlo sin ni siquiera la participación material de sus defensores, de sus voceros, de sus votantes? ¿Es que alguien sabe de alguna vez en que la derecha le haya consultado al pueblo raso, a los trabajadores, a los sectores más postergados -que muchas veces son también quienes los apoyan, lamentablemente-, sobre las medidas que llevarán adelante y que, claramente, serán perjudiciales para estos últimos? No, por supuesto que no. Porque la derecha es autoritaria y hace lo que tiene que hacer sin demasiados debates morales. Habrá algunas ocasiones en donde se pondrán ciertos límites con respecto a la crueldad del procedimiento y otras veces no respetarán absolutamente nada. Pero a la hora de la acción, la derecha acciona. 
     Pues bien, ¿no habrá llegado el momento de aprender esto y poner los fines y los medios por encima de ciertos debates morales y éticos? ¿No han sido ya suficientes las incontables generaciones hambreadas, torturadas, desplazadas y asesinadas por la derecha, como para que la izquierda (y todos aquellos demás movimientos que se auto proclaman de raíz popular) asuman de una vez por todas su carácter revolucionario y apliquen los métodos necesarios para terminar con esta eterna injusticia? ¿Cómo podemos seguir sosteniendo este pacifismo cobarde frente a los millones de niños que se mueren de hambre mirando por televisión la ostentosa y repugnante maldad de los pocos que capturan para sí mismos todo, dejando a la mayoría sin nada? ¿Qué clase de ética es esta que nos mantiene pasivos frente a una realidad en donde los inmorales ordenan y los morales obedecen, donde se acumula el alimento para subir el precio mientras millones revuelven la basura buscando una fruta podrida que comer, donde la salud se compra y se vende al precio de la vida o de la muerte?
     Entonces, ¿no ha llegado finalmente la hora de que seamos intolerantes con quienes han abusado de la tolerancia transformándola en un discurso vacío e hipócrita con el fin de desactivar esos resortes humanos espontáneos que aparecen cuando una tragedia azota al mundo, en cada una de esas situaciones donde la solidaridad se impone sobre el individualismo? Porque a no engañarse, la derecha es tan devastadora como un volcán en erupción permanente, como una inundación constante, como un terremoto continuo, como un huracán impiadoso, como una sequía interminable. 
     Debemos abandonar el triste destino de ser los pobres bienaventurados y asumir la tierra como nuestra, y que el Reino de los Cielos sea para ellos. No podemos seguir siendo los históricos campeones morales, defendiendo como necios estúpidos unas reglas tramposas hechas por los ganadores de un juego en el que hemos sido condenados de antemano a perder. Tampoco se trata de ser crueles, sino de ser justos. Justos con los que han sido desconocidos históricamente por la justicia y justos con los que han redactado las leyes para que la balanza se incline siempre para su lado. Justos con los que han sido abandonados a la buena de Dios y justos con los cínicos manipuladores de la desgracia ajena. En definitiva,  justos con los justos y justos con los traidores.
     Aprendamos de la derecha. Hagamos de una vez por todas lo que hay que hacer para que los buenos alguna vez ganen. Aunque se nos caigan algunos anillos. Aunque se nos manchen algunas banderas. 

RR


lunes, 30 de octubre de 2017

VOLVERÉ


Sí, tal vez me vaya, pero volveré.
Volveré como vuelven los enamorados vencidos y los guerreros que jamás detienen su marcha.
Volveré aunque no sea millones.
Volveré a reclamar tus oscuridades como propias, a recoger el guante y sentarme a tu lado y abdicar en tu nombre y en el de quien nunca sería si no volviese.
Volveré para deslumbrarme una vez más con el brillo de tu indómita luz, aunque haya sido acaso opacada por tantos amaneces inodoros, incoloros e insípidos como toda el agua que habrá corrido debajo de este puente cuando haya vuelto. 
Volveré caminando secretamente el sendero de las esperanzas perdidas que, quién sabe, todavía conduzca a tu cielo.
Volveré solo, bajo el sol o la lluvia, sin dejar atrás ni huellas ni rastros; sin reprocharle ni a Dios ni al diablo por tu recuerdo imborrable, tan inconveniente como necesario a veces. 
Volveré sin llevarle el apunte a los cínicos consejeros que apuestan a todos los números para no perder nunca. 
Yo, en cambio, volveré con lo puesto, apenas un manojo de desvelos incorregibles y el sonido horroroso de esos adioses que son como asesinos implacables y desalmados que se quedan rebotando en el alma en ruinas contra las paredes de un olvido imposible.

Y así, volveré sin haber sido convocado, ni por vos ni por nadie; y no habrá un oráculo que te visite, ni una profecía que me anuncie. 
Volveré atento y sigiloso como vuelven de los techos los gatos cuando se les acaba la noche.
Volveré en silencio, sólo con algunos versos inconfesables que pudieron haberse escapado de mi puño y letra alguna noche cuando intentaba rimar una borrachera solitaria con la pena sangrante de tu ausencia.
Volveré casi de madrugada habiéndome guiado sólo con el mapa de tu constelación, un trazo a mano alzada entre las estrellas fugaces que habré guardado pertinentemente en un rincón de mi memoria por las dudas, por si la tinta indeleble de tu nombre languidecía una tarde de domingo dejándome desamparado sobre una hoja en blanco.
Volveré buscando con el viento que sopla desde el sur de tu brújula la otra punta de este ovillo que se ha ido enredando en mis pies hasta dejarme atado a tus pasos. 
Volveré mirándote a los ojos, un pájaro insolente y orgulloso que, sin que le importen los cien que vuelan libres, elige aferrarse a una mano.
Volveré como vuelvo cada vez que no te he encuentro ahí donde el pasado vuelve a enfrentarse con mi vida.
Volveré con estas palabras tantas veces como haga falta hasta llenar el cántaro que se ha ido vaciando al amparo de nuestras mutuas soledades, para que estalle y se rompa en mil pedazos.
Volveré luego de un tiempo, sin más razón que la de la cigarra después de un año bajo la tierra; un hiato abierto como una puñalada entre la vida y la muerte.

Volveré muerto de miedo como un cobarde.
Tarde o temprano. 
Lo prometo.
Por vos.
Volveré.

RR


miércoles, 25 de octubre de 2017

USTED Y YO (#5)


     Cualquiera sabe que la nada es nada, inexistente o infinita, da lo mismo. Lo que pocos saben en estos tiempos es que nadie posee mucho más que el destino de su propia muerte. Peor aun, sólo algunos morirán sabiendo cómo sin preocuparse por cuándo, a todo o nada. Otros, la mayoría, vivirán resignados con más dudas que certezas, con más penas que glorias. Pero lo que no cualquiera sabe es que para escribir sobre la nada infinita o sobre un todo imposible, hace falta algo más que imaginación: hace falta saber cómo uno quiere morir. Vamos, hace falta un por qué. He aquí el mío.
     Para comenzar, y evitar que este escrito sea nada más que un triste delirio, sería menester admitir que usted sabe de mí lo mismo que yo sé de usted: nada. Sin embargo, esta nada (inexistente o infinita) es todo lo que tenemos hoy para perder o para ganar, para mutuamente asegurarnos de cuestiones sin importancia o para sospechar un sinnúmero de falacias improbables.
     ¿Se da cuenta? Usted está aquí cuando yo ya me he ido, cuando ya he abandonado la sala no sin antes haber escrito este catálogo de últimos recursos para usted que aun no estaba en ella y que ahora la habita ostensiblemente. Es decir que mientras yo escribo en este preciso momento sobre usted -y me acomodo los hombros y bebo una cerveza esperando por la lluvia-, sobre su ausencia renovada y sobre los próximos recuerdos que deberé inevitablemente olvidar próximamente, usted está en realidad en algún lugar de un futuro imaginario (imaginado por mí, para ser más exactos) que no es otra cosa que el pasado que dejó atrás hace sólo un momento, antes de comenzar con la lectura; un tiempo delimitado por las posiciones de dos agujas o, en todo caso, por las fechas de un almanaque adherido a la puerta de la heladera con un imán. Un tiempo que sólo usted conoce. Un tiempo que la separó -por vaya uno a saber qué misterioso designio- de mí y de estas palabras que lee ahora en su propio tiempo, en su espacio más íntimo, tal vez sonrojada por sentirse descubierta por alguien que, en realidad, ya no está y que hasta es probable que nunca haya estado (si es que se confirma aquello de que...).
     Y ya que estamos le comento, querida mía, -si me permite la recomendación- que usted no debería de ninguna manera confiar ciegamente en sus instintos (nadie debería), esos que la previenen de tipos como yo que escriben de noche y en su ausencia, y que se presentan insolentemente en medio de la lectura. Vea, -ahora me va a tener que escuchar, o más bien leer- no crea que yo ando por la vida escribiéndole a cualquiera, ni tampoco piense que sólo soy capaz de escribirle a usted exclusivamente. Sucede que usted y yo ya conocemos el paño y eso, aunque duela escribirlo (o leerlo, depende de qué lado del tiempo nos encontremos), facilita mucho la cosa. Por ejemplo: imagino que usted está ahí leyendo curiosa, mientras yo, ausente ya, estoy en un futuro desconocido pensando en quién sabe qué desgracia; o quizás sonriendo mientras me figuro su cara apenas alumbrada por un velador de luz tenue que le fuerza la vista y le achina los ojitos que se acurrucan en los párpados para mantenerse húmedos. Dígame si no es así... Dígame si no siente ahora como si la estuviera mirando por detrás de las palabras, presentándole mis respetos a su gato que ya notó mi presencia pero que no le molesta demasiado. ¿Vió? Es que usted y yo, aunque le parezca extraño, nos conocemos desde hace rato (y no hace falta que lo andemos declarando en cada oportunidad que tengamos, en cada uno de estos desencuentros premeditados). Porque por más que usted no se dé cuenta, aquí su presencia va y viene constantemente, a veces es inexistente y otras, infinita. Yo... bueno, yo sólo voy, porque cada vez que intento volver me pierdo y me angustio y me enojo y persigo fantasmas como si fuera uno de esos estúpidos que andan últimamente por la calle siguiendo globos amarillos con la esperanza de que los ricos los saquen de pobres. Pero no me haga caso, lo que me pasa es que a este mundo no lo entiendo y a veces quiero más de la cuenta. Y sepa que la cuenta es larga, casi tanto como los espacios que usted deja entre sus posibilidades inexistentes y mis intenciones infinitas...
     ¿Será, entonces, que he llegado otra vez tarde? Seguramente debe ser eso. O puede ser que todo sea mucho más simple, que ser lo que uno debe ser no sea otra cosa que una cuestión de gusto más que de deberes. Fíjese: usted me gusta pero ahora no puede -aunque, como en casi todos estos casos, no es que uno no puede sino que no quiere-. No obstante, déjeme decirle algo fundamental para entender este trabalenguas, querer no es una cuestión de tiempo o de gusto, querer es un deber, una obligación, un mandamiento. Debemos querer y debemos hacer lo que hay que hacer cuando queremos. Creo que de eso habla Hamlet, no es to be or not to be, ser o no ser repetido como un latiguillo dudosamente gracioso (eso es nada más que para los otarios que les gusta repetir frases célebres tratando de levantarse una mina, o para mentir en el envido). No, ser es ser y hacer lo que uno debe cuando quiere, cuando gusta de lo que quiere, cuando desea lo que quiere, aunque parezca imposible, improbable, y hasta, como usted bien dijo, inviable.
     Y a usted, probablemente, todo esto le parezca una reflexión alocada, o más bien una irreflexión completamente fuera de lugar. Sin embargo, me animaría a afirmar que, al fin y al cabo, de eso se trata casi siempre este scrable infinito donde me pierdo en cada vuelta; este crucigrama inexistente donde cada uno lee lo que está escrito aunque quien lo escribió (en este caso, yo) haya escrito algo completamente diferente.
     Por eso, cuando parece que ya no queda nada, usted y yo, volvemos a encontrarnos en este espacio como lo hacemos desde hace ya ni sé cuanto. Y entonces, a mí se me ocurrió que, aprovechando la noche, la cerveza y la lluvia que en cualquier momento se larga, tal vez fuera un buen momento para escribirle a manera de confesión a ese mañana suyo que imagino, sin razones aparentes ni pruebas contundentes, de pequeñas nadas inexistentes e infinitas. Así es, oscuras y diminutas nadas que en un santiamén podrían convertirse en todo real y palpable como esta brisa que comenzó a soplar del este anunciando el chaparrón. Un todo que, entre usted y yo, deberíamos admitir que no es para cualquiera.

(Llueve)

RR


miércoles, 18 de octubre de 2017

A PENAS

y a ella...

     Son apenas las nueve y el vaso de vino agoniza a un lado. Son apenas las nueve y la lluvia va y viene dejándome en evidencia, todos saben cómo me pongo cuando llueve -aunque ella seguramente no-.
     Son apenas las nueve y a las penas me remito. Porque sí, porque son apenas las nueve, apenas unas horas desde que nos tiraron el último muerto, otro más después de aquellos otros tantos.
     Son apenas las nueve y me acurruco como un niño en mi refugio de alcohol y palabras pensando en que a esta hora una muchacha de ojos claros no sabe -ni siquiera supone- que apenas la conozco y ya le estoy escribiendo. Es que a penas nos movemos algunos y a penas se mueven los hilos de quienes no tenemos otro escondite más que las palabras (y las penas).
     Sí, apenas son las nueve y pico y no hago más que pensar en ella, en los colores de su foto que apenas se distinguen en el recuerdo y que apenas puedo dibujar con los restos de su voz pequeña. Pequeña apenas.
     Ya son casi las nueve y veinte y apenas tengo una o dos cosas más para decirle que de ninguna manera diré ahora, en estas condiciones, bajo estas circunstancias, sin otra razón para hacerlo que esta pena. Si puede que me perdone y si no, otra vez será.
     Claro, ella no tiene por qué saber todavía que a mí, cuando se me viene la lluvia encima de la noche, apenas si puedo contenerme de llamarla, de invitarla a compartir las penas o las solicitudes mutuas. Apenas si puedo embocarle a estas endemoniadas teclas que son mi pincel y mi paleta. Unas teclas que hoy samaritanamente simulan una falsa comprensión hacia mi persona como lo han hecho otras veces (y que agradezco). Sin embargo, yo sé que casi no toleran ya que siempre hayan más penas que glorias.
     Es que a penas le escribo y apenas me sale. Y si hoy no fuera por ella, apenas si me hubiese alcanzado para llegar a casi las nueve y media sin llamarla. Sí, apenas las nueve y media. Apenas unas horas después de haber vuelto de ver el mar, donde uno no hace otra cosa más que hablar con ella, con ella y con las penas; sin que ninguna -ni ella ni las penas- lo sepan nunca; sin que siquiera puedan imaginar que mientras unos miserables siembran muerte en los cauces de la vida, otros -en este caso yo-  apenas si podemos encauzar unas apenadas palabras para que, de alguna manera, lleguen a ella.

RR


Ilustración: obra de Claudia Ecenarro

lunes, 9 de octubre de 2017

ME GUSTARÍA


     Y si un día ya no tenés más ganas de esconderte, me gustaría que me escribas. Durante algún rato libre, quizás; o en una de esas tardes de domingo en donde no hay mucho para hacer más que mirar nubes grises avanzando desde el sur o escuchar las olas del mar rompiendo contra los silencios de las trágicas soledades. 
     Me gustaría que me escribas cualquier cosa, una carta o una postal; un verso o un chiste obsceno. Un párrafo copiado de un libro regalado a modo de salvoconducto, o la letra de una canción gastada por el uso y el abuso que algunas de ellas afortunadamente merecen.
     Me gustaría que me escribas sobre el tiempo que pasó desde la última vez que pusiste tu nombre en una hoja al servicio del amor. Te aseguro que nada de lo que puedas escribir sonará a poco; por más que sea un hola arrepentido, borroneado y tachado y vuelto a escribir; por más que se note ese impulso descontrolado de los suicidas que corren hacia el precipicio sin mirar atrás.
     Me gustaría que me escribas de tus días, de tus flores y de tus rabias; de esa frontera insalvable que nunca alcanzó para separar al fantasma de tu recuerdo del retrato vívido de mi cobardía imperdonable volviéndose un poema penoso y cursi. 
     Me gustaría que me escribas cómo estás y que no has pasado frío allí donde has estado, donde sea que te haya encontrado la muerte que dicen que siempre encuentra a los que tratan de huir de ella; que me cuentes brevemente cómo escapaste esta vez, cómo pudiste convencerla una vez más de que aun sos joven y de que siempre lo serás. 
     Me gustaría que me escribas susurrando las eses, murmurando las emes y las enes, martillando la erre en un insulto, marcando concienzudamente con la garganta la doble ce para que suene a una equis capaz de hacerme tiritar la lengua en una noche en que vuelva a leerte a solas, medio escondido y en voz baja
     Me gustaría que me escribas, y te prometo que jamás recibirás una sola palabra mía a cambio. Porque nada de lo que he escrito hasta ahora sería suficiente para intercambiar por una palabra tuya. No te preocupes por la dirección o el destino, de alguna manera me encontraré con lo escrito. 
     Me gustaría que me escribas como si no nos hubiésemos visto nunca las caras, como si jamás hubiésemos trazado constelaciones comunes sobre las estrellas del otro; como si nunca hubiésemos compartido el aliento o la saliva, o el temblor del orgasmo. 
     Me gustaría que me escribas como si habernos besado una vez o habernos dejado para siempre no hubiese significado la muerte de nadie, y mucho menos la mía -de la que ya nadie se sorprende-. 
     Me gustaría que me escribas acerca del sol o la lluvia; del ocaso sin tiempo o del poco tiempo que nos queda antes de que llegue nuestro ocaso final. 
     Me gustaría que me escribas, eso sí, desde la ventana que da al futuro, no al pasado. El pasado ha sido ya tan pisado que no creo que fuera posible reconocernos en él. Asomate al balcón y sonreí al apoyar nerviosamente la birome azul sobre la hoja. No pongas la fecha, no hace falta, que parezca que lo escribiste al otro día del comienzo de esta falsa eternidad que simulo que dura hasta hoy y seguramente hasta mañana. 
     Me gustaría que me escribas sobre tus desdichas disfrazándolas de anécdotas, al fin y al cabo, ¿no es esa la única manera de sobrevivirlas?
     Me gustaría que me escribas de esas noches cuando decidías renunciar al amor a cambio de un poco de compañía; de las veces que te abrazaste a un fracaso con tal de no dormir sola. 
     Me gustaría que me escribas por si algún factor pudiera alterar tu producto; por si acaso existiera en la cuenta una coma soslayada capaz de cambiar este resultado que me enfurece y me empuja hacia ese breve espacio donde juré una y mil veces no volver. Y si creés qua nada de eso es posible, me gustaría que me escribas una oración que sólo hable de tu último sueño, aunque haya sido una pesadilla; creéme que la aceptaría de buen grado. Para los que vivimos en un insomnio imperecedero, una pesadilla es aunque más no sea un sueño.
     Me gustaría que me escribas eso que ya nadie escribe; hoy o mañana o cuando lo creas menester; con desdén o con bondad, y hasta con aquella inolvidable arrogancia de la muchacha que me puso un día al acecho de mis sombras permanentes, de mis secretos inconfesables, de mis renuncias postergadas. 
     Me gustaría que me escribas, en definitiva, aunque sea para decirme adiós.

RR


lunes, 25 de septiembre de 2017

PRIMER PÁRRAFO DE PRIMAVERA

   
     Debo ser yo. Sí, debo ser yo quien escribe esta nueva primavera. Porque esta primavera parece estar escrita en pleno invierno y con flores viejas. Porque hoy que el viento vuelve a soplar frío y desértico trae inmediatamente ese aroma tenebroso de los amores que se vuelven un iceberg en mares helados. Y yo, que ya me he vuelto inexcusable, más no inimputable, choco contra tu hielo como un Titanic estúpido, como si disfrutara del crujido de los cristales que me cortan justicieramente el torso y las manos, dejándome a la deriva en un olvido merecido y una miseria espantosa. No puede ser de otra manera. Porque nadie más que yo se atrevería a ponerte aun por encima de todo lo que me rodea, y a arrojar el único salvavidas disponible hacia tu vida sólo para salvarte de mí, del precario flujo sanguíneo que apenas camina ya por mis venas y que día a día va disminuyendo su velocidad; de estas venas atrofiándose irremediablemente en el corazón; de este corazón ya destruido pero inmortal, terco, pendenciero, que te huele y te persigue por la nada como un perro sabueso; y te busca y te encuentra y te hace partícipe de sus más pornográficas fantasías. Así como yo, besando tu ausencia,  te hago responsable de mis más crueles poesías. Debo ser yo, querida, quien todavía se siente obligado a sembrar tus escalofríos futuros, tu último aliento y el poema que morirá a tu lado cuando las flores ya no sirvan para remediar lo irremediable. Debo ser yo ese desconocido -ese que nunca terminaré de conocer- quien bota las horas una a una al mar o las arroja al cesto de la basura despreocupado por el qué dirán, por lo que se ha ido y lo que vendrá. Y así, sin más ni más y antes de que me devore la noche, intento componer con palabras lo descompuesto, saltando del último piso de mi locura hacia un cielo abierto para otros. No para mí que ya he sido expulsado hace rato. Porque si hay algo que ya no puedo negar a esta altura es que aquel cielo, aquel que creé para vos con el barro que me dejó bajo los pies y el alma tu tormenta, es ese mismo que está fuera de mi alcance cambiando ahora mismo de negro a celeste y de celeste a negro. Ese cielo no fue, en realidad, nunca mi cielo. Ese cielo fue y es todo tuyo, pura condescendencia, puro pétalo y estambre, pura miel en tu ventana. Mi cielo, en cambio, regurgita tu nombre a duras penas tratando de no caer rencoroso sobre tu desnudez cuando te entregás al ritual erótico del amor furtivo. Lo confieso, mi cielo no contiene otra cosa más que esta nube gris que va y viene sobre un fondo blanco. Un cielo al que me asomo de vez en cuando como un intruso y al que concurro puntualmente cada año al encuentro de las estaciones. Y si hoy se impone casualmente la primavera sobre este párrafo es porque quizás haya llegado yo al final de tu invierno, con la íntima e inconfesable presunción de que finalmente te olvidaré antes de que llegue el verano.

RR


jueves, 21 de septiembre de 2017

CUARENTA AÑOS

                                                                                                                     30 de septiembre de 2016

     Son cuarenta años. Y junto a ellos han quedado treinta mil historias para contar, treinta mil agujeros en la vida de mucha más gente todavía. Son treinta mil ausencias presentes, treinta mil nombres propios en carpetas, en archivos, en documentos que se han ido destiñendo lentamente mientras otros fueron renovándose, agregando en los espacios correspondientes los nombres de cónyuges, hijos y de todo aquello que le puede pasar a una persona en cuarenta años.
     Porque ya son cuarenta años. Cuarenta años sosteniendo la memoria, remendando sus débiles costuras, combatiendo la perversidad de los miserables que todavía atentan contra el derecho a, por lo menos, sostenerla, a recordar que se nos han pasado cuarenta años y el pescado sigue sin venderse y cada vez huele más a podrido. Cuarenta años revolviendo los cajones buscando gestos, marcas, restos de quienes hace cuarenta años que ya no están. Cuarenta años preguntando a sus amigos y familiares, tratando de construir con recuerdos lo que no pudimos vivir junto a ellos en estos cuarenta años.
     Y la verdad es que ellos han hecho más por nosotros en estos cuarenta años que lo que nosotros hemos podido hacer por ellos. Y digo nosotros que no hemos podido, por no hablar de esos otros que no han querido, que han preferido (y todavía prefieren) desentenderse del tema, no entrar en esta discusión y quedárnosla debiendo para que no se les note tanto la sonrisa cínica que les ha dado la impunidad. Esos otros no quieren que pasemos otros cuarenta años hablando de ellos, de los nuestros, mostrando sus fotos, reclamando sus cuerpos, brindando en sus nombres, riéndonos con sus recuerdos, buscando a sus hijos. Así es, buscando como nosotros buscamos los seis meses secuestrados que sobrevivieron hasta convertirse en una persona que hoy tiene casi cuarenta años y que todavía no sabe que su verdadero apellido no es el que figura en su documento; que sus rasgos son, en realidad, la combinación prodigiosa de la genética de aquel morocho rebelde y aquella hermosa luchadora.
     Es que cuarenta años no se cumplen todos los días, y cuando esta persona también cumpla cuarenta años en unos pocos meses, nosotros, los que no sabemos su paradero pero sabemos quién es él o ella en realidad, nos prepararemos para desearle feliz cumpleaños como lo hacemos desde hace cuarenta años. Porque por más que no nos hayamos visto nunca las caras nos gusta hablar de él o ella, imaginar el color de sus ojos, el contorno de su boca y todo aquello que después de cuarenta años uno empieza a construir con las facciones de quienes hemos quedado. Y claro, también de quienes ya se han ido. Porque en cuarenta años la gente también se muere.
      Entonces hoy, cuarenta años después, y como cada 30 de septiembre, Jorge y Gabi vuelven aun más vivos, dejan por un rato la lista de desaparecidos y aparecen tomados de la mano, preguntando si aunque sea sirvió de algo, si cuarenta años han sido suficientes para saber la verdad y hacer justicia. Ellos vuelven y nos miran a todos desde las gradas de la memoria. Y nosotros, apenas pudiendo contener las lágrimas, los miramos a ellos con nostalgia y los saludamos con una sonrisa, con un estúpido orgullo que en realidad no sirve para ocultar que no, que no han sido fáciles estos cuarenta años, que todavía hoy, cuarenta años después, hay que desenterrarlos cada tanto y mostrar la herida en carne viva, abierta y sangrante. Todavía hay que ir a la plaza y marchar y combatir el mismo veneno que sigue corriendo por las venas abiertas de estas tierras del sur. Todavía hoy hay que seguir gritando ¡presentes! como un antídoto contra el olvido que proponen quienes intentan hacerlos desaparecer otra vez.
     Y uno se pregunta: ¿es que no alcanzó con estos cuarenta años, con la noche oscura y la capucha y las patadas y la tortura y las balas y los vuelos y la muerte? ¿No es suficiente con que, quien aguardaba en el vientre, cumpla otra vez años sin saber quién es en realidad, sin haberse podido reencontrar con su verdadera identidad, con la de sus verdaderos padres que todavía lo o la esperan en un archivo desteñido para llenar un espacio vacío?
     Sucedió el 30 de septiembre de 1976 y han pasado ya cuarenta años. Él tenía veintisiete, ella apenas veinte y seis meses de embarazo. Y yo les debo confesar que no, que cuarenta años parece que no alcanzaron.

En memoria de Jorge O. Repetur y Gabriela Carriquiriborde. Secuestrados en la ciudad de La Plata, Argentina, por fuerzas del terrorismo de estado, el 30 de septiembre de 1976, vistos con vida por última vez en febrero de 1977 en el centro clandestino de detención “Pozo de Banfield”.
Sus silencios todavía viven en la identidad secuestrada y oculta de su hijo o hija a quien yo y otros buscamos y esperamos abrazar un día. Sus palabras viven y vivirán en la memoria de todos los que perseguimos verdad y justicia.


RR


jueves, 24 de agosto de 2017

LA PERSONA QUE AMAS

basado en la triste historia actual...

Querida:

     Lamento decirte que nos hemos pasado de la raya. Lamentablemente, hemos cruzado una barrera que creíamos baja (al menos yo). Sí, ya no estamos al borde de nada, estamos cayendo precipitadamente en una ciénaga conocida, en un barro que, más que tal vez, es seguro que nos empapará de mierda.
     Y ya no se trata de vos o de mí, se trata de todos, de lo que nunca fuimos, de las cobardías y los arrepentimientos tardíos que no sirven para nada, que jamás suman, ni siquiera restan. 
     Porque, permitime que te diga, al menos vos restabas algunos de esos días míos que no se prestaban para otra cosa más que para morir silenciosamente. Y en esos días, que aun hoy se suceden, yo decidía morirme por vos en vez de morirme solo y sin remedio. Morirme como pueden empezar a matarnos en cualquier momento. Me moría despacito a tu lado abrazado a la locura del alcohol y la amargura que, al fin de cuentas, no está tan mal para estos tiempos que corren.
     Pero no seamos dramáticos, porque, a decir verdad, me moría sabiendo que resucitaría al día siguiente recriminándome lo estúpido de quererte sin presentir, sabiendo que este puente que ahora se cae detrás de nuestros pasos nunca iba a conducirnos a una misma esquina, a un mismo patio, a algún refugio donde escondernos de los salvajes que hoy han vuelto a las andadas. 
     Cuidate entonces, querida. Cuidate de las oscuridades del pasado hechas realidad presente. Cuidate de los brujos que han vuelto disfrazados de justicieros. Cuidate de los profetas apócrifos, de los herederos desheredados, de los marmotas y los infelices, de los ignorantes por opción y los resentidos naturalizados. Cuidate, querida.
     Y por las dudas te comento que quizás no vuelva a escribirte, que es probable que deba esconder mis manos y mis libros, mis amores y mis odios, mis simpatías y esta vana costumbre de mirar al sur soñando con revoluciones y sosteniendo rebeldías inevitables. 
     Pero no te asustes, querida. No lo hagas, no lo sientas. Estoy seguro de que vale más la pena morir por algo que vivir por nada. Sí, ya sé, son ellos, son ellos otra vez. Son ellos pero también estamos nosotros. Al menos nosotros tenemos el beneplácito de las flores que crecerán sobre nuestros cuerpos desarmados. Ellos sólo podrán mostrar números y estadísticas sin un sólo nombre. Creéme, nosotros tendremos el nombre de las flores y la hierba. Nosotros seremos el viento invencible que recorra la llanura y la montaña y sople nuestros nombres entre los edificios de las ciudades y en las orillas de todas las esperanzas que naturalmente se agolpan junto al mar. Nosotros seremos siempre la vida sobre la muerte y la muerte como parte de la vida. Ellos... ellos siempre han sido pura muerte.
     Vamos, querida, el puente se está desmoronando rápidamente, más rápido de lo que esperaba. No voy a engañarte justo ahora: siempre supe que algún día este puente podría caer, pero uno nunca está preparado completamente para la caída, para intentar aferrarse a alguna rama colgando resignada sobre la corriente. Yo, sin ir más lejos, no estaba preparado para caer aquella vez de tu puente a la correntada del olvido. Y acá me ves, aun nadando, intentando mantenerme a flote, llamándote desde el fondo del tiempo.
     Te dejo por ahora, querida. Ya sabés, cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada. Pero te pido: no te olvides nunca de los árboles talados y de los cóndores abatidos; de los pobres y los despojados; del polvo que cubre sus caminos y la tierra que devora sus cuerpos anónimos y los cielos que amparan sus almas. Y si no volvés a saber de mí, no creas que me he olvidado. A pesar de todo, seguiré siendo siempre la silueta con el corazón vacío que ronda tus noches. Sin siquiera esta absurda necesidad de quererte. 

RR



domingo, 20 de agosto de 2017

FRAGUA

Adaptación del poema "Romance de la luna" de Federico García Lorca por Jorge Repetur. Publicado en 1970.

La lucha vino a la fragua
con un polizonte de asco.
El muchacho lucha, lucha;
el muchacho está luchando.

Es él, un corazón conmovido,
mueve la calle sus brazos
mostrando hambre y pelea;
su suelo, de dura piedra.

Corre muchacho, corre y lucha,
cuando vengan los matones
querrán de ti las costillas,
duros golpes y anillos blancos.

¡Aquí! ¿Dejarlos que bailen?
Cuando vengan los matones
te pondrán sobre el yunque.
Queriendo ver tus ojos cerrados.

Corre muchacho; corre y lucha,
que ya siento sus caballos.
¡Aquí! ¿Dejarlos que pisen?
Tu pecho almidonado.

El jinete te acercaba
cargando el arma de fuego.
¡Ya! Dentro de la fragua,
el muchacho tiene los ojos cerrados.

Por la calle seguían
golpe y muerte, los matones.
Las cabezas levantadas
y los rostros entornados.

Como llora la mañana,
como llora en las veredas,
por el cielo una estrella
con un muchacho de la mano.

Dentro de la fragua matan
dando gritos, los matones,
el aire lo vela, vela,
el aire lo está velando.

JORGE REPETUR
17/08/1949 - Secuestrado en la ciudad de La Plata el 30 de septiembre de 1976 junto a su pareja, Gabriela Carriquiriborde (embarazada de seis meses).

PRESENTES. ¡Ahora y siempre!




sábado, 12 de agosto de 2017

NO

Y cuando finalmente haya llegado mi hora, me tomaré el último minuto para levantar la voz y llevar adelante algunas de estas admisiones pendientes.

No he logrado hacer públicas mis felicidades, sólo mis angustias.
No he podido abrochar en mi solapa más que los botones de mis oxidadas tristezas.
No me han podido hallar culpable de otra esperanza que no fuera el sol de la mañana.
No he conservado para mí, o para los días venideros, una sola sonrisa verdadera.
No he sido nunca acusado de despecho pues todos me han visto amar hasta vaciar el alma, hasta extenuar el cuerpo, hasta coagular definitivamente la sangre que siempre corre inútilmente en estos casos.
No he logrado hacerme entender; acaso, ni siquiera lo haya intentado.
No he perdido nada de lo ganado porque he ganado sólo para sustos.
No me ha quedado ni un recuerdo sano de cuando me acordaba de todo, desafiando estúpidamente al olvido.
No he tenido nunca más que una moneda en el bolsillo, seguramente por eso jamás he conocido la miseria de los ricos.
No he encontrado un solo motivo para cesar mi lucha o para negar mi clase.
No han venido jamás hasta mi puerta los oscuros mercenarios que dicen vengarse de los rebeldes.
No he escrito ni una sola palabra capaz de sobrevivir al fuego purificador que mañana las convertirá inexorablemente a todas en cenizas, tanto a ellas como a mí.
No he besado otras bocas que no supieran a fracaso inminente, a esa desesperación que nace en la cama vacía a la mañana siguiente.
No he tenido las agallas necesarias para ser un valiente, ni siquiera un cobarde.
No me he arrepentido de nada y no me me he sentido mejor por ello.
No me han alcanzado todas las noches para vencer al impiadoso resplandor del desvelo de los locos y de los poetas.
No he logrado conservar la salud, ni deseado la fortuna del dinero; pero he hallado el amor tantas veces como un hombre es capaz de perderlo.
No me ha servido de nada la circuncisión para que Dios me escuche.
No he encontrado en mi camino un profeta que pudiera redimirme o, al menos, crucificarme.
No he sido visitado a tiempo por un oráculo que evitara esta realidad irremediable de haberme perdido detrás de los pasos de una mujer apenas conocida.
No he sido encontrado culpable ni inocente, pues nadie jamás me ha buscado.
No he sentido nunca de cerca a la muerte y mucho menos a la vida.
No he sido ni libre ni soberano, sino más bien esclavo de mis palabras, rehén de mis actos y un súbdito de su ausencia.

Porque, quiera o no quiera, de nada servirá seguir ocultando que nunca he sido yo, que siempre ha sido ella.

RR


martes, 8 de agosto de 2017

LLUVIA DE ABRIL

(Primera corrección provisoria)

     Antes que nada, pido disculpas. Escribir sobre la lluvia, bajo la lluvia, resulta una obviedad aun mayor que el suspiro inconsciente que recorre este vilo de muerte con aroma a fracaso. Porque escribir sobre gotas y charcos es más bien un atropello a aquellas soledades silenciosas que sobreviven todo el año bajo el pavimento del olvido,  llueva o truene. 
     Sin embargo, quien se atreve a escribir lo ya escrito mil veces -en este caso yo-, no busca refugio ni amparo. Todo lo contrario. Busca empaparse de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. De pies a cabeza. Quien pisa estos charcos mugrientos... Yo, que piso estos charcos mugrientos, quiero, quizás entre otras cosas, recuperar la sonrisa de aquel niño que empujaba un indio sobre una canoita de plástico en la calle Alberdi apenas el sol momentáneamente asomaba en el cielo.
     Pero no nos pongamos melancólicos, sigamos más bien con la realidad que inunda estos márgenes. Mejor será darle lugar a esta vana sensación de estar escribiendo para quien sabe perfectamente que jamás volverá a saber de mí, llueva o truene. Debo admitirlo: es probable que de aquí en más no tenga nada más que escribir y sólo reme con el indio hacia un horizonte fabuloso sabiendo que, apenas termine este texto, volveré al cordón de la vereda a leerlo incontables veces para corregirlo otras tantas hasta dar con el paradero del color de sus ojos, con el anonimato de su voz ronca, con el perplejo resplandor de su vulva abrevando una primavera porteña. 
     No se trata de escribir bajo la lluvia, ni de llorar en esta tarde gris -pues no me han venido las ganas-. Se trata, en todo caso, de separar su sujeto de mi predicado y darle un poco descanso al abundante silencio que sopla en la ventana de esta habitación oscurecida adrede. Y mientras subrayo sus oraciones con azul y colorado me pregunto: ¿de dónde y por qué la estará trayendo el viento a estas horas?, ¿cómo habré logrado convencerla de que cambie por un instante el tiempo y conjugue aquel pasado imperfecto en un presente imposible como el que llueve en mi mar y truena en su río? Y aunque todos los ríos, dicen, van a parar al mar, es menester reconocer que el suyo, tan marrón y tan sucio, tan reo y tan ancho, no llegó nunca a endulzar los salados renglones de mis constantes despedidas. Debe ser que este mar no es tal. No es un mar de esos de mapamundi que sumergen la plataforma continental despiadadamente hasta besar los acantilados del sur y las playas del centro contaminadas de horrendas carpas. Debe ser que este mar no es otra cosa que un miserable charco de pura lluvia. Un marcito fraudulento que cuando llueve y se le mojan las patas se le da por fantasear con besar la orilla de su boca, pero que, al final, siempre termina de rodillas avergonzado ante su río honesto y verdadero. 
     Y ya sabemos de lo que un río es capaz. Ciertos ríos, para los que insistimos con escribir bajo la lluvia y no encontramos otras ocupaciones más loables -o, al menos, más redituables-, pueden resultar mortales, ahogándonos irremediablemente. Ríos nacidos de deshielos amorosos que permanecen ocultos, supuestamente para siempre, en sobres perdidos, con la estampilla despegada y la dirección del destinatario ilegible.
     No obstante, si escribo a pesar de todo, lo hago probablemente como un impulso exagerado, como la respuesta de un pobre estúpido al graznido de las gaviotas que aprovechan el amaine del viento y cambian de dirección, llevando su vuelo hacia otros mares mucho más parecidos a esos donde desembocan aguas más dulces que las que desembocan en este estuario. 
     Así que, mejor será que no se me lleve demasiado el apunte cuando llueve. Sucede que algunos aprovechamos cualquier circunstancia para ocultar la permanente carencia de un argumento medianamente original, o al menos interesante. Porque, como podrá fácilmente observarse, no existe ni un atisbo de cordura y sensatez en esto que escribo quién sabe para qué (aunque claramente para quién). De todas maneras, no es este el momento de llevar adelante un sinceramiento inútil que debería incluir impostergablemente la admisión de que hace rato ya debería haber abandonado esta práctica pseudo literaria donde finjo que navego mares de leyenda cuando, en realidad, no hago otra cosa que flotar en mi propio charco sucio, hablándole a un indio de plástico que ni se acuerda de mí. Y, lo peor de todo, donde expongo ominosamente a esta desafortunada mujer al vaivén de una canoa a punto de hundirse; condenándola injustamente a abrazarse a unos deltas laberínticos y a recorrer un cauce inexistente para zambullirse sobre el salado gusto de un charco con pretensiones marítimas del que no está ni enterada. 
     Y todo por este viento del sur, esta lluvia de abril en pleno agosto. Por eso, al llegar a este punto de la corrección, y antes de besarla una vez más bajo el ombú de una plaza soleada cerca de su río, más por decoro que por vergüenza, remuevo siempre cualquier posible referencia indiscreta que le permitiera tal vez reconocerse. Borro invariablemente todo dato capaz de develar las coordenadas de su lucha, su vida y su elemento; la perfección de todas sus imperfecciones y cualquier referencia a los dolores de muerte que sobreviven insolentes y desconsiderados sobre su espalda erguida a duras penas y bajo el brillo celeste de su iris refugiado permanentemente detrás de una lente. Llueva o truene.

RR




jueves, 20 de julio de 2017

LA NOCHE


     Digámoslo sin vueltas: lo único que uno quiere es encontrar la manera de decir de una vez por todas adiós y terminar con esa mala costumbre de andar revolviendo puñales en heridas proscriptas, vencidas o, en el mejor de los casos, pasadas de moda. Porque no es posible que uno ande por la calle como un lunático -y a la vista de todos- repitiendo la formación de un quinteto nada más que por salvarse de un silencio que ni siquiera nos recuerda. 
     Y uno los ve, no es que se haya vuelto irremediablemente estúpido. Uno percibe la mirada de los perplejos transeúntes posándose despiadada sobre quien parece estar pasando lista al aire, cantando nombres y mezclando melodías y contrapuntos soeces en medio de una plaza en la que, por más que sea la misma de alguna vez, ya no florece aquel perfume a verano. No, lo único que se huele es ese aroma rancio de los recuerdos imborrables, más parecido a un invierno que a otra cosa -y que si no es porteño es sólo por una cuestión geográfica-. 
     Vamos, uno busca lleno de esperanzas cuando en realidad lo que debería hacer es justamente lo contrario: soltar una maldición al cielo y escribir un adiós definitivo en cualquier lado, en una vereda, en una pared o en la piedra de una escollera. ¡Y basta de excusas! No hace falta hacer ningún trámite engorroso para eso ni lanzarse a filosofar en un ensayo sobre cada pérdida y sus eventuales causas; sobre aquellas ausencias que marcan como mojones el camino definitivo hacia la muerte inevitable. No señor, con juntar esas cinco letras y murmurar un adiós en voz baja, frente al mar o frente a Dios, alcanza. 
     Tampoco es necesario esperar a que oscurezca y se haga una noche definitiva como si fuese un evento mágico. La noche es la noche y punto. No porque sea de noche existen más o menos auspicios para que el destello de una estrella nos deslumbre y nos transmita una inspiración incontenible que nos lleve al encuentro de un adiós como si tuviésemos un Nonino propio. Hay que aceptar de una vez que las cosas no funcionan así, que es una pretensión petulante creerse merecedor de semejante privilegio divino. Y ni hablemos de pensar que es artísticamente admisible rendirle un supuesto homenaje a los sentimientos de quien uno ya no es. ¡Pero por favor!.. Es imprescindible abolir semejante muestra de arrogancia. Pase lo que pase, uno es lo que es (y anda siempre con lo puesto), y de ninguna manera el único naufrago de este océano. Admitámoslo, esa clase de deslumbramientos no son para cualquiera. 
     Por otra parte, ¿de qué sirve hablar por boca de quien uno ha sido y ya no es, de aquel que embalado en la locura del alcohol y la amargura se fue evaporado en cada borrachera solitaria, apoyado en un estaño construido cuidadosamente con fraseos tan maravillosos como dañinos, dejando pedazos de juventud en los versos de cada poema destilado en soledad, en la horrible desesperación del derrotado que no logra ni siquiera juntar esas cinco putas letras que algunos sostienen que son capaces de, aunque más no sea, paliar futuras oscuridades?
     Así es, sólo eso, sólo cinco letras... Cinco letras que formarían la palabra en un santiamén. Así, tan sencillo como la enumeración de cinco nombres que salen solos sin ningún esfuerzo cuando hay que ponerle punto final a una discusión de músicos sobre música. De la misma manera que sale la formación de aquel Racing del ochenta y ocho cuando era apenas un purrete y nada me hacía suponer en ese momento que el tango -justo el tango...- brotaría de la radio una tarde y, entre mate y mate, se adheriría como moho en los interiores vacíos de mi alma. Pero claro, ¿cómo saber qué mierda es el alma a los dieciséis años, cuando el corazón late entero y sin esquirlas? ¿Cómo uno va a sospechar siquiera a esa edad que en algún momento no hay más remedio que volver con la frente marchita al sur (que es como se vuelve siempre al amor)? ¿Quién hubiese logrado convencer al pecoso de aquellos años que, llegado el caso, los filosos sonidos de un violín pueden ser capaces de, sin que nadie se dé cuenta, coser aortas y cavas para impedir un infarto, evitando así la desagradable apariencia de la sangre salpicando el porvenir? 
     Y claro, a partir de ese momento no se vuelve a ser el mismo. Entonces, con el corazón cosido con lo que haya a mano, uno sale nuevamente al ruedo. Como cuando a los boxeadores los emparchan un poco sobre un banquito en el rincón para que por lo menos logren pararse y, golpeando los guantes en una falsa señal de recuperación, salgan a ser una vez más vapuleados por un contrincante invencible. Y el tipo sale porque sí, porque ya está en el baile y hay que bailar. 
     Con el tiempo, uno descubre que la vida no es muy diferente de ese cuadrilátero y uno no es mucho mejor que ese triste boxeador fuera de categoría rogando que no siempre sea esta misma lucha. Porque, aparte de ser cruel y mucha, se gane o se pierda, nada cambiará el final de la historia. En realidad, cuando hay que volver a la vida, a ir y venir entre las cuerdas, es inevitable no mirar el reloj, es inevitable no repetir minuciosamente cada letra por separado, mezclándolas para ver si, aparte de esa palabra supuestamente milagrosa, se pueden formar otras quizás menos desafiantes, menos definitivas, menos mortales. 
     Por eso, lo mejor quizás sea no darse por vencido y seguir intentando con las cinco letras, silbando bien fuerte el comienzo de Escualo para que todos lo escuchen, para que Dios se entere de que uno lo intenta, de que uno trata por todos los medios de convencerse de que no hay mal que dure cien años y que ella será finalmente un día una más entre tantas costuras. Y hasta tal vez sea conveniente (como para actuar un poco más el momento) detenerse frente a un banco vacío e imitar el movimiento de las manos y la rodilla, por más que no se tenga la menor idea de cómo cuernos hay que poner los dedos sobre todos esos botoncitos para que el fuelle sople algo digno. Eso es lo de menos, lo importante es que sople lo mínimo y necesario y ayude a encender una fogata capaz de quemar todas esas cartas de despedida aun sin escribir. Cartas seguramente idénticas a todas las que ya escribí y que nunca llegaron a destino. Seguramente -y para ser sincero- porque nunca fueron escritas con ese objetivo, sino sólo como una manera de disimular el ego lastimado; como si de esa forma lograse, con las cartas en la mano, unirme en un escenario imaginario a los cinco tipos y, acomodando algunos porotos sobre una mesa, las pudiera mezclar entre las cuarenta del mazo tratando de encontrar un poco de consuelo de tonto. 
     Está bien, lo admito: si uno no dice basta alguna vez termina así, arrojándose a los leones hambrientos, a la hoja en blanco, empuñando un sinnúmero de cursilerías y falsas esperanzas; poniéndole todas las fichas a la noche y a una botella de vino de dudosa calidad. Y ya se sabe que cuando uno está ahí (acá), solo en medio de ese circo romano que no es más que una habitación apenas iluminada, y se arrima desarmado a la poesía, irremediablemente termina muerto y devorado. Y entonces, otra vez hay que andar cosiendo músculos desgarrados y aurículas agujereadas. Pedazos de un corazón solo, fané y descangayado que ya, a esta altura del partido, no admite más costuras. Sí, no hay dudas, eso es lo único que se logra con todo esto. 
     Pero, sin embargo, así y todo y sin saber bien por qué, yo sigo prefiriendo la triste realidad del poeta irredimible. Es que no me sale tan bien eso del auto engaño -ni es cuestión tampoco de andar fingiendo salud o comprarse un desfibrilador por las dudas-. No, yo todavía me aguanto las ocasionales manchas rojas y salgo del banquito; me paro en el cuadrilátero y si puedo bailar, bailo; y si no, intento aunque sea mantener la guardia lo más alto que puedo esperando que termine el round. En todo caso, siempre me quedan los cinco ñatos al alcance la mano. Si no es el del bandoneón, será el del piano, o el del violín, o el de la guitarra, o el del bajo. Lo único que no debo hacer es, bajo ninguna circunstancia, perder las letras, porque ahí sí que estoy frito y no me quedará otra que abandonar el crucigrama. 
     Veamos entonces: son cinco letras y cinco cuadraditos, nada más. Se pone la primera, después la segunda y el resto viene solo. Como con los nombres del quinteto estelar: Piazzolla, Ziegler, Suarez Paz, López Ruiz, Console. Así, de la misma manera, con esa misma cadencia, apoyando suavemente la tinta sobre la hoja hasta que se forma el trazo. Como cuando se apoya la púa sobre el disco hasta que la música se convierte en una aguja capaz de coserme por enésima vez el alma partida en mil pedazos, secándome la sangre de los párpados hinchados para luego retirarme el banquito, y dejarme una vez más cara a cara con la vida y, claro está, con la muerte. 
     Vamos, tal vez esta noche lo logre. Es que ahora me vino una especie de sensación inexplicable, como si esta noche, tan parecida a las otras, fuera La Noche, la del destello, la del deslumbramiento que guíe mis dedos por los botones precisos para finalmente escribirle, de una vez por todas, adiós.

RR


lunes, 10 de julio de 2017

LA HORA SEÑALADA (4:24)


     Yo prefiero creer que todos tenemos una hora en donde la muerte nos visita, porque si fuera yo solo... Es decir, usted también tendrá probablemente una hora en donde siente que alguien o algo observa su quietud, estudia su silueta con detenimiento, circunda su aura y mide sus distancias. Usted, al igual que yo, habrá sospechado o presentido en algún momento que la soledad pareciera tener nombre y apellido, y que los rasgos de un rostro se dibujan justo a esa hora en la copa de un árbol, en el reflejo de la luna contra el asfalto, o en el destello fosforescente de un reloj que rompe la oscuridad de su habitación. Yo creo que usted sabe perfectamente a lo que me refiero -aunque no tenga la más pálida idea de por qué lo hago (yo tampoco)-. 
     Usted sabe bien que en esos "ires y venires" que la vida ordena, al parecer sin razón alguna, se esconden razones incomprensibles y seguramente, inobjetables. Por ejemplo, y sin ir más lejos: ¿cómo demonios ha llegado usted hasta aquí?, ¿qué fuerza oculta sostiene esta lectura que comenzó con, quizás, el más funesto de los pronombres y que, por ese mismo motivo, debería desacreditar cualquier argumento para seguirla? Quiero decir, ¿a quién corno le podría interesar la hora de mi muerte, o ese apagón subrepticio del sueño en favor de un sinnúmero de ideas vagas que no van ni vienen, que sólo pululan en una oscuridad únicamente interrumpida por el brillo tímido de un diminuta luz? Bueno, si usted está aquí conmigo ahora y no sabe bien por qué, tal vez sea porque esta es su hora. Tal vez esté sucediendo en este mismo momento que alguien o algo toma sus medidas, observa su contorno, estudia sus movimientos y circunda sus temores. Déjeme decirle algo: hasta podría ser posible que fuera yo el nombre de su mismísima muerte, y que estuviera recordándole que, a pesar de que todos lo oculten o se hagan los desentendidos, y sin importar quién sea usted o qué mal o bien haya hecho o pretenda hacer, de un momento a otro, todo acabará. 
     Pero no me mal entienda, no estoy intentando hacer de su hora un momento de horror y de espanto. Nada de eso, su hora, como la mía y la de todos, es, sin lugar a dudas (o sí...), una revelación. Por eso comencé contándole de la mía, de esa hora en donde, a decir verdad, daría mi vida por no morirme sin saber una vez más de la suya, de su vida (y hasta de su muerte). Y perdóneme que me haya puesto acaso sombrío, no era mi intención. Pero me gustaría que, si alguna vez le habla la soledad a esa hora suya, presienta o al menos sospeche que no sólo la muerte puede estar observándola, estudiándola con detenimiento, circundándola o midiéndola. Que no sólo la muerte puede dar señales de vida cuando esta parece suspenderse y dedicarse exclusivamente a alegrarle la tarde a alguna madre con su primer hijo en brazos, o a un abuelo que logra cerrar en la mirada de su nieta el círculo divino de la existencia. 
     Puede que usted no entienda en este preciso momento lo que le estoy diciendo. Sin embargo, no hace falta eso ahora. Siga usted transitando los renglones sin atender a aquel pronombre que me delató apenas comencé a escribirle. Bájelos uno por uno como si fuese una escalera hacia un paraíso perdido, hacia un lugar de aquellos de cuando era una niña curiosa de ojos claros, ignorante de las horas oscuras, de los rostros en las copas de los árboles, de los reflejos de la luna en el asfalto, o de los destellos fosforescentes en la oscuridad de las noche. Aquellas noches que eran puro sueño, sin otra interrupción más que la que podía reclamar la vejiga hinchada. Venga, descienda conmigo hasta un final incierto plagado de comienzos para cuentos que jamás tendré el valor de escribir. 
     Porque la verdad es que para escribir alguno de esos improbables cuentos, yo debería invariablemente abandonar su hora y retirarme definitivamente hacia otras oscuridades. Unos espacios lúgubres en donde tendría que lidiar con argumentos y lógicas literarias que, como habrá podido usted darse cuenta a esta altura del partido, me he negado caprichosamente a seguir todo este tiempo. Y una vez allí, debería asumir sin más ni más que los tímidos brillos que pudiera producir en esos ocasionales renglones no tendrían de ninguna manera ni su nombre, ni su apellido, ni la mueca de su enorme sonrisa que me fue revelada en aquel laboratorio amoroso que alguna vez ocupé en su cama, y que guardé clandestinamente en mi mente a primera hora de la última mañana mientras usted dormía con el pecho descubierto en primer plano y yo, aun desvelado y fuera de foco, pensaba en quién sabe qué. 
     De verdad se lo digo, si llegase el día en que tuviera que negar a viva voz mi hora y declararme en rebeldía, creo que jamás volvería a ser capaz de escribir una sola palabra más, a dibujar rostro alguno en la copa de un árbol, ni siquiera en ese ombú añejo que todavía de alza imponente frente a unos lobos marinos de cemento, tan blancos como inadecuados para un pueblo perdido en el medio del campo. Créame, seguramente no volvería a haber en mi relato (si es que alguna vez lo hubo) un brillo, un destello o un reflejo. Sólo quedaría a la vista un paisaje yermo y desierto lleno de arbustos duros y secos como esos que se ven camino a Zapala. 
     Por eso es que creí pertinente advertirle que si mi hora faltara un día a esta cita de la madrugada con la suya, en esta oscuridad que nos convoca cada tanto a usted y a mí en unos renglones como los que ya casi llegan al último peldaño, será porque habrá llegado esa otra hora, la más temida de todas: la de aceptar que, sin importar cuánto escriba yo sobre usted o cuánto usted lea de mí, nada podrá ya apartarnos del olvido mutuo. Y la muerte nos derribará finalmente un día o una noche, a traición y por la espalda. Cada uno a la hora señalada.

RR


viernes, 7 de julio de 2017

VERÁS QUE TODO ES MENTIRA


     Ahí viene, seguro que es ella, escondete, haceme caso. 
     Dale, por una vez hacele caso a este otario que en este día, cansado, se puso a ladrar. Por una vez en la vida escuchá mi ladrido, mirame cómo te muevo la cola, cómo te muerdo los dedos para que te detengas, para que no escribas una palabra más; para que cierres los ojos ahora mismo y no te sumerjas otra vez en el fangal endemoniado de su recuerdo y quedes, como si vivieses en un disco rayado, a su merced (tal cual estoy yo siempre a la tuya). Por favor, esta noche no. Que esta noche no sea una vez más un ocaso disfrazado de amanecer, uno de esos inviernos manifiestos que te sueltan hojas muertas en la cabeza que vos, con tu mente atiborrada de tibiezas indelebles, transformás en veranos de fábula y romance.
     Y no pienses que lo hago de egoísta. No pienses que yo no me acuerdo a veces de ella, de aquella nariz que nos guiaba a su frente que era como una muralla inescrutable defendiendo la profundidad de su mente. No creas que me he olvidado completamente de aquella boca centellando maldiciones, amenazando finales inmediatos, convocando a esos fantasmas que todavía hoy (sí, todavía) te circundan. Me circundan. Nos circundan.
     Vamos, ¿para qué vas a meternos otra vez en ese lío, en esos aprietos que estrangulan la garganta y resecan los girasoles y alientan a ese zorzal que está paradito ahí con su guitarra, lo más pancho, cantando como si el tiempo fuera nada más que una metáfora horrorosa? Es que el muy malvao canta como si ayer nunca hubiese existido, como si este presente fuese sólo lo que él nos propone y no lo que verdaderamente es para nosotros: una ausencia inapelable. Como si mañana... Mirá, yo no te puedo mentir a vos: a esta altura del partido no nos queda ni yerba de ayer secándose al sol, lo único que tenemos es mañana. Así es, mañana. 
     Al fin de cuentas, mañana todavía espera en la gatera y, en una de esas, aparece como Leguizamo: solo, viejo y peludo. Y si no, al menos, podemos disfrazarlo con las ropas que queramos. Hasta tenemos la chance de ponerle cara de desentendidos, como aquella cara de naipe que poníamos cuando algún pelandrún nos hablaba de ella en medio de una conversación sobre cualquier cosa dejándonos en la lona sin necesidad de cuenta alguna. En todo caso, vos podés, si no, llenar alguna copa y brindar por una mina cualquiera, por alguna desconocida que hayas visto una sola vez en tu vida en un bar, en una imprenta, o quizás nunca. Nadie tiene por qué enterarse de todo esto. Nadie tiene por qué saber de estos vapores y estas nubes y todo eso que vos y yo sabemos perfectamente que es una lluvia torrencial, un barrial espeso e impenetrable donde, queramos o no queramos, siempre terminamos (terminaremos) empantanados. 
     Nadie debería ni siquiera sospechar que mañana -como todos los días- vas a mirar por la ventanilla del bondi en cada parada para ver si entre toda esa gente que sube a las apuradas está ella. Ella que sube mientras vos te obsequiás una felicitación más bien patética por haber elegido el asiento doble, juzgando -con un absoluto exceso de optimismo- que, en caso de no quedar otro asiento disponible, no tendrá más remedio que sentarse a tu lado. Sin considerar que, entre tantas extrañas preferencias que ella sostenía, seguramente preferirá quedarse agarrada del pasamanos moviéndose como una hermosa bailarina rusa al compás de los baches de la calle. Lo que, como bien sabemos los dos (o más bien los tres), provocará que tu corazón estalle por los aires en mil pedazos refutando por enésima vez esa estúpida frase que dice que el tiempo todo lo cura. Es que tanto vos como yo -y hasta algunos más- sabemos que ni aún la muerte cura todo. Es más, estoy seguro de que si hubiese algún instrumento capaz de medir el dolor en la tierra podríamos comprobar que la tierra late y gime, no sólo por los dolores que nosotros mismos le ocasionamos, sino por nuestros propios dolores. 
     Y es que nuestros dolores, los verdaderos, esos que se van con nosotros a la tierra o al fuego, no son los dolores del dinero o de la herida mortal que quizás provocó nuestra muerte. No, estimado compañero, nuestros dolores, los verdaderos, los buenos dolores, los que se quedan con las cenizas como un sancho fiel, son los dolores del amor y las ausencias, de ese espantoso vacío que deviene del último adiós, del silencio transformado en una sinfonía siniestra que nos arrastra inevitablemente a la desesperación de un tango freído a setenta y ocho revoluciones por minuto que, en un ritual inolvidable, nos marcará su nombre en el alma para siempre. Siempre. 
     Por eso te estoy llamando ahora, para prevenirte, para bajarle el volumen a la guitarra de Barbieri, para sacarle el micrófono a ese morocho insolente que te hizo creer una vez más en vueltas improbables -por no decir, imposibles-. Vamos, vení mejor conmigo, tomemos algo juntos como dos cacatúas con poca pinta, tomemos un papel y un lápiz y escribamos mejor esa poesía con imágenes surrealistas que, en todo caso, es capaz de nombrarla como una estrella o como un mar helado. Quién te dice que un día, esos versos no se conviertan también en canción. 
     Miremos mejor al cielo oscuro y seamos sinceros y honestos con nosotros mismos ¿De qué nos sirve a esta hora de la noche pretender que la vida es algo más que esta farsa, que esta desgracia que intentamos hipócritamente vivir como una fiesta? No, amigo mío, mejor vivamos la vida como lo que verdaderamente es: una mentira piadosa llena de penas y heridas. Una mentira irreverente sostenida por esta falsa esperanza de que un día de estos, sin saber cómo ni cuándo, la muerte borre de un plumazo el ayer ceniciento para así evitarle a la tierra y a nosotros, y en este caso a ella, otro disgusto.

RR


DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...