martes, 27 de diciembre de 2016

ANILLOS DE COLORES


     Hace ya varios días (muchos, demasiados) que me mira callada, como impaciente. Y yo la miro también cada tanto, observo los movimientos casi imperceptibles de su boca que masculla y susurra, que mastica silencios haciendo pequeños globos de palabras que vuelven a su boca y bajan por su esófago hasta ubicarse en su estómago, en su alma.
      Pero yo, como es claro y evidente, ya no puedo llegar hasta allí. Es que hace meses (muchos, demasiados) que he perdido su rastro. O tal vez mejor sería decir, el rastro de su estómago, de su alma. Porque no alcanza ni sirve para nada preparar comida, armar la mesa, destapar alguna botella de vino si no logro entrar en su boca, si no alcanzo a reventar ese globo antes de que sus palabras se pierdan deslizándose por su garganta y desaparezcan diluyéndose en su saliva que creo recordar como si fuese hoy, como si fuese ayer, como si la besara otra vez, una última vez como la primera vez.
      Y yo sé que ahora anda por acá, pero hago como si no notara su presencia, como si no presintiera su mirada escondida, su globo inflándose sobre sus labios prodigiosos y mascullantes. Ahí está, a mis espaldas, apoyada sobre el marco de la puerta, ejerciendo un poder que yo mismo le he confiado desconfiando de mí mismo. Ella no sabe que ese poder me pertenece a mí, no a ella. Aunque sí es posible afirmar que ella ya se ha dado cuenta de mis carencias y mis cobardías, que son unas cuantas (muchas, demasiadas). No obstante, a mi humilde parecer, debería ser un poco más cuidadosa, porque un exceso de confianza puede ser contraproducente para ambos. Uno nunca sabe por dónde puede saltar la liebre. Es decir, por qué no creer que fuera  posible que en un santiamén, yo, tranquilamente y sin tomar tantas precauciones con respecto a ella, me enamorase de una mujer cualquiera sin globos de palabras en la boca, con más ruidos en el estómago que silencios en el alma. Una mujer de carne y hueso tan diferente a ella que es el hada de un cuento sin moraleja.
      Sin embargo, ella tampoco es tonta y sabe que con ir y venir impunemente por la casa le alcanza para demostrarme lo poco que valen mis amenazas de abandonarla en una hoja, de abandonar esta órbita que lo único que logra es dibujar anillos de colores inexistentes a su alrededor. Y es que tampoco yo soy tonto y sé que estos anillos son pura fantasía, una ilusión óptica creada por el desconsuelo interminable que me provoca la imposibilidad de atravesar su atmósfera, de aterrizar en su suelo, bajo un cielo al que no tengo derecho y por el que estúpidamente aun siento algunas obligaciones (muchas, demasiadas).
      Por eso tuve que dibujarme este cielo esencial aunque invisible a sus ojos, para darle un lugar a su ausencia, para poder ponerla a ella detrás de mis espaldas a espiarme cuando le escribo avergonzado de mi mismo pero feliz por ella. Y supongo que nadie -y mucho menos ella- vendrá nunca a reclamarme por los anillos de colores. He dejado perfectamente aclarado desde un comienzo que nada de todo esto es real, que todo es y seguirá siendo una entelequia egoísta, una ilusión óptica, la mezcla de los vapores del alcohol con alguna brisa nocturna de verano o una llovizna leve de esos domingos grises, anodinos y criminales que se llevan las horas de a una, no dejándonos a algunos hombres vencidos más que la barbarie de la resignación.
      Y ahora, antes de que nos den las doce, voy a terminar de pintar este último anillo. Voy a mirar un instante hacia atrás, hacia donde está ella, y voy a imaginar por enésima vez el chasquido de su globo estallando inesperadamente fuera de su boca, soltando una palabra, un hola o un adiós, da lo mismo. Entonces ahí sí voy a abandonar mi órbita para intentar penetrar en su mundo. Y probablemente me asfixie en el intento, probablemente no resista más que unos pocos segundos bajo el clima abrasador de sus sienes y su atmósfera de quimera. Pero al menos cuando esto suceda, podré finalmente regresar a La Tierra sin reproches ni culpas; podré quizás encontrar la salida de este cielo pasional tan lejano del suyo. Un cielo que, en definitiva, no contiene otra cosa más que anillos de colores y el recuerdo de los años que he perdido girando a su alrededor. Muchos, demasiados.

RR

miércoles, 14 de diciembre de 2016

EN UN IRRELEVANTE PÁRRAFO INVERNAL


(escrito bajo la penumbra de un solo verano)

     Y es que tal vez decirte hoy que alguna vez te quise sea tan irrelevante como confesarte que aun te quiero; que ni el sinnúmero de inviernos pasados han logrado ocultar la calidez de aquel verano tuyo; que de todas las innecesarias necesidades que me fui creando para ocultarme de tu sombra, esta, la de escribirte, ha sido la más trágica de todas. Porque no he logrado evitar que cada palabra te nombrara vengativa antes de perderse para siempre en falsos significados, y que, como cuando los hijos se despiden de sus padres, me saludaran desde el umbral de tu olvido, que es adonde han ido a parar irremediablemente cada una de ellas. Por eso te pido que no las eches de tu lado a mitad de la noche cuando te golpeen el sueño e intenten meterse en tu cama. Ellas ya no saben volver a mí, ellas no saben lidiar como yo con el reflejo infinito de tu silencio rebotando en cada rincón de tu ausencia inapelable. Ellas no saben bajar la persiana para dejar la casa y la dignidad en penumbras -como acabo de hacer yo- y escribirse ellas mismas como quien se dibuja en una foto vieja junto al amor de su vida, rogando aunque más no sea por el consuelo de los tontos. No les cierres la puerta, no canceles ese puente que las salva de vez en cuando de un penoso suicidio en tu nombre. Vamos, no te cuesta nada darles un espacio para sus oscuridades, para que te digan lo que yo ya no puedo decirte: que entre la irrelevancia de haberte querido y esta inconfesable necesidad de escribirte se esconde mucho más que tu umbral y tu olvido, mucho más que la sinrazón de los inviernos perdidos por un solo verano, mucho más que un remedio para salvarme a mí de mí mismo y a vos de los caprichos imperdonables de mi mente que construye con hojas secas poemas para vos dedicados a falsas mujeres sin nombre. Mientras para mí se acopian en cada hoja, en cada oración y en cada párrafo como este, una imagen de quien nunca fuiste. Aunque hoy seas todo lo que tengo.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 23 de noviembre de 2016

EL ALTILLO BLANCO


a Daniela R.

     Todos tenemos recuerdos que no sabemos muy bien por qué o para qué están ahí. Sin embargo, ahí están.
      La primera vez que él escuchó la palabra amor -al menos la primera vez que lo recuerda- fue en un altillo blanco con luces rojas y ambar, con adornos en las paredes y un aire florecido completamente desconocido aun para él: el aire de la adolescencia. La habitación era la de Daniela. Para esa época, él ya había experimentado los síntomas del amor aunque sin saber que existía una palabra para caracterizar todas esas sensaciones, ese torbellino de temblores en las manos y ansiedades desmedidas y sudores injustificables.
      Fue Daniela, la muchacha que lograba arrancarle una sonrisa al viejo Pepe (algo que creo que era una virtud casi exclusiva de ella), quien le contó por primera vez acerca del amor. Y fue en ese altillo blanco.
      Daniela le habló aquella noche sobre el amor con la seriedad de quien tiene la responsabilidad de abrir ante su interlocutor una puerta que dejará entrar algo muy importante, algo que nunca más podrá ser desestimado. Le habló del amor de la misma manera que él, años más tarde, intentaría apasionadamente escribir para una mujer lejana (en tiempo, espacio y velocidad al cuadrado). Y aunque él supiera que ya no estaba a tiempo de ser para esta mujer lo que Daniela había sido para él, creyó justo confesarle que era a ella, a la misteriosa mujer, a quien imaginaba inevitablemente cuando recordaba la noche en que Daniela le contó eso del amor y que él, apenas un gurrumín de cabello enrulado y unos pocos años, escuchó atentamente desde la otra cama de ese lugar mágico, sin imaginar siquiera que eso se convertiría en una verdad absoluta: que cuando es amor, nada es igual.
      Y así fue. Porque como no era igual para Daniela cuando le hablaba sobre el amor bajo la tenue luz de su altillo blanco, no lo fue para él cuando cruzó con los ojos enceguecidos esa puerta que daba a su propio altillo para intentar escribirle a esta mujer lejana sobre su propio amor. Cuando entre gallos y medianoches se arrojaba a sus brazos en el único lugar donde podía encontrarla: en las hojas ajadas de un cuaderno espiralado. A decir verdad, él le escribía, sin darse cuenta, sobre todo aquello que había escuchado de la boca de Daniela. Le contaba que nada era igual cuando escribía para ella. Porque cuando era para ella, aparecía una vez más aquel torbellino de sensaciones, de temblores en las manos y ansiedades desmedidas y sudores injustificables. Sólo cuando era ella la que se sentaba a su lado a descomponer la noche en oraciones, y él volaba por un cielo infinito, yendo y viniendo entre sustantivos atados a tiempos de verbos inverosímiles y adornados con adjetivos incalificables y excesivos nada más que para intentar poner en palabras aquello que Daniela le había contado sin tanta parafernalia: que nada era igual para él cuando era ella.
      Entonces, él trataba por todos los medios de unir su sujeto a los predicados de ella y la perseguía entre los versos que le salían a duras penas como si fuera un ser poseído por una magia indescifrable, observándola desde una orilla imaginaria, siguiéndola presurosamente entre líneas hasta que creía alcanzarla. Y cuando esto sucedía, la desvestía impunemente mientras las palabras iban y venían de un lugar a otro de la habitación en penumbras donde el amor cobraba la forma de una primavera tan parecida a la de la habitación de Daniela. Todo esto duraba apenas unas horas, hasta que el gemido lejano de aquellos placeres de cuando habían compartido entre idas y venidas, entre dimes y diretes, una cama, desaparecía por las hendijas de la persiana que daba a la calle, a una realidad irrefutable que se componía de todo aquello que nunca más serían.
      Aquella noche, Daniela tuvo razón cuando le habló del amor. Y si bien él nunca pudo terminar de comprender los por qué de todo aquello que le había sido revelado, había comprendido lo más importante.
      Tal vez sea por eso que cada vez que lo abraza el cálido sopor del recuerdo de esta mujer, sabe que, si se siente así, es por ella. Y para él, escribirle de su amor a ella es escribirle a todas, incluso a aquellas otras mujeres que tal vez un día aparezcan a merodear su altillo, mujeres que probablemente nunca sabrán de la existencia de aquel otro lugar mágico, brillante como la primavera.
      Esta mujer y él ya no son nada de todo aquello que, al fin de cuentas, no supieron ser; sólo son eso que nunca se sabe bien qué es, eso que quizás puede ser contado en una borrachera de última hora como un amor lejano, imposible, casi olvidado, que aparece cada tanto como una sugerencia, como una evocación, como el deseo de volar libremente sobre el margen de un horizonte inalcanzable. Sin embargo, y a pesar de todo, él todavía sigue escribiéndole a ella de aquel amor que le fue revelado una noche hace mucho y que en un momento cobró la forma de su cuerpo de mujer lejana cubierta de piel tierna, suave y arrebatada. Todavía hoy le escribe a esta mujer y la viste como puede con las ropas que rescata de la memoria para intentar desvestirla con palabras y así poder quedarse a su lado en el altillo indefinidamente.
      Y es que, aunque ella no lo sepa nunca, todo empezó ahí, en aquel altillo que fue convirtiéndose en el suyo. Un espacio fuera del tiempo y de la realidad donde la voz de Daniela habla desde quién sabe donde de la magia del amor como si todavía fuese un niño incrédulo; donde la puerta permanece abierta esperando por la primavera de una mujer lejana. Y si bien de vez en cuando siente el frío invernal de la desolación, del olvido y el abandono que persiguen tarde o temprano a todos los amantes, siempre logra refugiarse en el tibio recuerdo de ella. Porque, sea como sea, nada es igual cuando es amor.

RR

viernes, 30 de septiembre de 2016

LA VERDADERA HISTORIA DE ENRIQUE OCTAVO


     Al comienzo funcionaba un poco en secreto. Si bien había rumores sobre su existencia y se arriesgaban posibles locaciones, nadie podía aseverar con precisión y certeza dónde, cómo y tantas otras cuestiones. Pero finalmente el boca a boca hizo su trabajo y no me quedó más que asumir que ya no sería viable esa especie de clandestinidad que disfrutaba, tanto yo como mis clientes.
      Según algunos soy un farsante y un oportunista. Para otros soy su salvación. Pero yo nada más soy un escritor ignoto. Mi nombre es Enrique Octavo. Sí, ya sé, el mismo nombre que el Rey de Inglaterra y Señor de Irlanda. Pero, como podrá observarse, mi apellido es literal y no cronológico numérico.
      Pero volviendo al tema, lo que yo ofrezco no son soluciones mágicas ni pociones para el amor (pues como ya ha sido cantado, no las hay). Nunca fue mi intención ofrecer nada, pero desde aquella primera vez en que alguien me solicitó alguna razón sobre mis acciones en medio de una breve conversación y se la dí, comenzaron a lloverme pedidos de argumentos, de justificaciones, de testimonios y móviles que pudieran ser argüidos en favor de una persona. No me interesa hacer de esto un negocio o lucrar con la potencial desgracia ajena, por eso todavía hoy, en medio de la apremiante situación económica que me afecta -a pesar de estar transitando ya sobre la publicitada segunda mitad del año-, sigo manteniéndome en esa tesitura.
      Tal vez haya quienes piensen que contribuyo al engaño, que promuevo la falsedad. No creo que sea así. Según yo lo veo, no hago más que tratar de ayudar a quienes quizás no han sido gratificados con el don de la palabra o que, puestos a prueba por coyunturas verdaderamente adversas, no logran traducir sus sentimientos en algo legible o verbal. Por lo tanto, sin pedir nada a cambio, yo convido simples oraciones artesanales para la cartera de la dama o el bolsillo del caballero. Diminutas respuestas poéticas de ocasión ante imponderables preguntas existenciales que pudiesen confundir al interlocutor.

      Cada día, luego de la jornada laboral, me dedico concienzudamente a recolectar argumentos que pudieran ser utilizados en favor de alguna situación en particular. Siempre en favor, nunca en contra. No es mi idea encontrar pajas en ojos ajenos, sino todo lo contrario. De un sinnúmero de excusas estúpidas y chamuyos patéticos que escucho permanentemente, indago sin compromisos acerca del origen de los dolores verdaderos y las angustias intolerables para ofrecer a quien lo pudiese necesitar una especie de placebo verbal capaz de expresar, dentro de las limitadas posibilidades semánticas que agencio, los avatares de ciertas decisiones.
      Quienes se acercan hasta mis escritos lo hacen casi siempre en medio de la desesperación, obnubilados por acontecimientos que los torturan. Ellos necesitan nada más que una razón, un motivo que puedan declarar sin tartamudear. Eso es lo que trato de ofrecerles, sólo eso; y de ninguna manera un diagnóstico psicológico.
      Y no es que yo sea capaz de dar grandes y elocuentes explicaciones para todos sus dilemas. Son ellos los que deciden cuál es la razón, de todas las que puedo ofrecerles, la que mejor les sirve a su cometido. Cada uno debe ser responsable de esa elección, a mí sólo me cabe la autoría. Ya lo he dicho: no ofrezco milagros, ofrezco palabras. Tampoco intento ser veraz, eso lo dejo para los científicos. Lo que hago es más bien juntar los pequeños retazos desvencijados de una historia y unirlos como si fuese una de esas mantas que cosen las abuelas con pedazos de telas en desuso. Así, quien se acerca, me cuenta su entuerto como puede y yo le muestro una carpeta con breves oraciones de donde esa persona va recolectando tentativas causas, razones, circunstancias y hasta justificaciones como para animarse a resolver el enigma del amor. Eso sí, de ninguna manera yo trato de convencerlos de que ese enigma es irresoluble. Pues, si así lo hiciera, obtendría un resultado completamente contrario al buscado. Es que cuanto más tratara yo de convencer a esa persona de que eso que está intentando descifrar es indescifrable, más sumergido en la oscuridad quedaría seguramente esa persona.
       Y yo lamento tener que admitir que no hay ninguna manera lógica posible de desmentir al amor. No la hay. No hay posibilidad alguna de quitar de la mente esa mancha que propaga su onda expansiva como una bomba nuclear, arrasando todo a su paso, poniendo a quien recibe esa explosión en la más penosa vulnerabilidad. Entonces, habrá quien reclame indignado por lo que yo ofrezco y me apunte con el dedo acusador de quienes tienen todo claro y resuelto. Y en mi defensa yo sólo puedo argumentar que no todas las claridades y todas la resoluciones se obtienen desde el saber, que algunas cosas llevan tiempo, el tiempo del corazón, que no es el mismo tiempo que el del cuerpo. Algunos pasados deben ser protegidos del olvido para procurarles un final menos espantoso que el de la muerte. Algunas emociones deben ser observadas mientras desaparecen plácidamente, mientras se evaporan en compañía de los días aquellos cuando éramos el lugar más seguro para su resguardo. Y todo eso no puede en muchos casos ser descripto y evaluado con la lógica de la ciencia, con estadísticas matemáticas que quieran demostrar con números si los años entregados a cambio de un amor valieron la pena o no. Créanme, eso no sirve para nada.

      Eso es todo. No hay en este reducto que habito, escondido de las grandes luces, un catálogo de soluciones mágicas. No soy yo quien vaya a declarar si es mejor abandonar que seguir, si hay aunque más no sea una mínima chance de que el candor de unos ojos lejanos vuelvan alguna vez a posarse como una primavera sobre los de quien ha quedado varado en el frío invernal del recuerdo imborrable. Yo no lo sé. ¿Cómo podría saberlo? Yo nada más he hallado en un puñado de palabras sin pretensiones literarias, y que uso para escribir un libro inexistente, mi propio remedio para calmar algunos dolores; he encontrado en las innumerables estúpidas razones que tantas veces busqué, o me inventé, una colina desde donde poder saludar y despedir a quienes ya hace mucho tiempo se fueron. Mucho menos tiempo, claro está, que el que me llevará a mí olvidarlos, acostumbrarme a la idea de la ausencia permanente, aceptar que hay soles que no volverán a salir y que, a pesar de eso, seguirá amaneciendo.
      Por eso ya no custodio mi anonimato como solía hacerlo liberando palomas mensajeras. Ya no oculto ni mi paradero, ni la dirección de mi casa, de quienes la merodean tratando de encontrarme. Ya no intento más desenredar los ovillos misteriosos del amor y el olvido, de la memoria y el engaño, de la vida y de la muerte. Ya no recorro tampoco las calles buscando aquello que ya no existe, que se ha ido para siempre y jamás volverá: ya no la espero a ella, a Ana Bolena, porque es imposible e inútil intentar volver a ser aquel que fui a su lado. No, ya no pretendo ser más que quien soy hoy porque este hoy es acaso lo único que tengo.
      Mi nombre es Enrique Octavo, y soy el autor de un libro que nunca terminará de escribirse.

RR

martes, 27 de septiembre de 2016

UN SILENCIO COMO EL SUYO


(Espacio para una dedicatoria obvia e innecesaria)

     Más de un año después de su última palabra volví a escuchar su silencio en el teléfono. Y fue como la primera vez, como si ese silencio hubiese estado siempre ahí, durmiendo la plácida siesta del gato sobre una ventana bañada de sol.
      Y volví a escuchar la ausencia de sus gemidos, el hueco oprobioso de su voz dulce y gastada, la caída sensual de sus ojos claros sobre el espacio infinito que se abre entre su mirada y sus pies descalzos donde alguna vez arrimé los míos.
      Volví a sentir el escalofriante recorrido de mis dedos sobre el vacío que dejaron sus pechos y más arriba sus labios y más abajo su vientre cayendo desnudo entre sus piernas para adentrarse en su cuerpo hasta llegar al húmedo fangal de su alma, donde ella almacena sus dolores más preciados. Dolores tan silenciosos como los que brotaban ahora, casi imperceptibles entre sus palabras acalladas.
      Y me quedé yo también en silencio, no supe que hacer. Me quedé en silencio y la escuché enmudecer sus emociones, que estaban ahí, dominadas, tan expectantes ellas de mi silencio como yo del suyo.

     Nuestra comunicación fue siempre silenciosa y amable, una conversación de signos sin necesidad de palabras. Una charla amigable de gestos que inevitablemente me terminaban conduciendo al lado de su cama, a recitarle algún poema inventado sobre la marcha -poemas que de ninguna otra manera me hubiese animado a recitar-. Porque a decir verdad, fueron todos poemas inexistentes, mentiras piadosas construidas sobre sus más secretos pensamientos que murmuraban deseos inconfesables, sin darse cuenta de que yo podía escucharlos y me ponía inmediatamente a disposición de ellos. De que era capaz de bendecir todos esos pecados y lanzarme de su mano al infierno con tal de que no se perdieran para siempre, de que no quedaran tachados a las apuradas de su currículum de mujer sensata. Me parecía que eso sería una verdadera injusticia para un mundo tan gris como este, tan lleno de vacíos como el nuestro. Un mundo celeste como sus ojos opacados por tantas muertes irremediables.
     Por eso mi idea fue siempre apelar a sus más bajos instintos, a esos que lograran contagiarle súbitamente y sin previo aviso un ardor impostergable que la impulsara a soltar amarras y lanzarse a la conquista del placer, del suyo y del mío. Y sí, ¿para qué ocultarlo ahora? Yo quería su placer, su reflejo invertido a través de la lente revelándose descubierto sobre mis ojos, apoyándose sin temores sobre mis ganas de abandonar un pasado pueblerino en las afueras de aquel presente porteño y fugaz. Quería su espejo que era donde creía yo que ella guardaba sus secretos más lujuriosos y sus latidos más acelerados. Yo quería todo eso que ella ordenaba meticulosamente en los cajones de su ropa interior junto a un silencio pornográfico y procaz.

     Sin embargo, a mi me gusta escucharla cuando no está, cuando deja el tubo descolgado -sin querer o a propósito, quién sabe- y yo puedo quedarme en silencio escuchando todo eso que nunca dice, todas esas sentencias que enarbola orgullosa y defiende vehementemente sin necesidad alguna. Ella calla y dice todo. Ella habla y no dice nada. Ella se queda a mi lado cada vez que se va lo más lejos que puede. Y cada vez que nos encontramos es por algún error del destino que nos pone frente a frente. Como allá lejos y hace tiempo, cuando éramos apenas unos niños con aires adolescentes. O como cuando fuimos grandes y nos quisimos como chicos. O como cuando el teléfono no suena y yo sé perfectamente que si no lo hace es por ella no me llama, porque no quiere hablar, porque quiere que yo escuche su silencio, que la oiga mientras llora y se lamenta, mientras llueve y hace frío, mientras nos vuelven las primaveras y aquellos poemas mentirosos regresan como golondrinas a su tierra empapada de deseos inconfesables.

     Por eso estamos donde estamos. Por eso ella camina desentendida por esta hoja y yo la dejo y la miro y la sigo con la mirada. Más no la persigo, no la capturo, ni le hablo, ni la nombro, ni le digo "quedate, no te vayas" con una dedicatoria, a esta altura obvia e innecesaria. No sería capaz de semejante bajeza, ni de darle el golpe bajo de la sorpresa mandándole un mensaje anónimo, una llamada cortada justo a tiempo antes de que atienda y vea mi número y se dé cuenta de que la llamé para convocarla una vez más a iniciar una danza de apareamiento que acabaría definitivamente con este silencio humano y majestuoso en el que hemos decidido vivir. Porque si yo dejara de escribir ahora por ella, ella me diría algo, cualquier cosa. Apelaría a su lengua en vez de a sus ojos claros, haría vibrar el aire y provocaría torbellinos de imposibilidades, un requiem de descabelladas probabilidades para el desencuentro. En cambio así, ella está ahí y yo estoy acá. Y ella sabe que estoy siempre a su lado donde sea que esté. Entonces, tal vez sea mejor así. Porque lo cierto es que a lo único que puedo aspirar en este juego es a un silencio como el suyo. Una sucesión interminable de pasos silenciosos sobre los peldaños de una escalera caracol sin principio ni fin por la que podemos subir o bajar, ir o venir, alejarnos en otoño o acercarnos en primavera.

RR


Foto: Nano Alegre

martes, 20 de septiembre de 2016

ANTICIPO DE PRIMAVERA


     Decime que aunque sea sirvió para olvidarnos. Decime que todo esto no fue en vano, que la botella nunca llegó a tu orilla y se hundió para siempre en el fondo oscuro del mar. Por favor, decime que habrá una mirada extrañada, un sentimiento de pavoroso desconcierto al vernos otra vez las caras. Que vos no me vas reconocer a mí y yo no te voy a reconocer a vos. Que ese odioso aroma a tu cuerpo se habrá evaporado de mis fosas nasales que, sin que nadie pueda explicarlo -o al menos justificarlo-, se conectan impunes directamente a mi corazón.
      Decime que cuando me pare a tu lado vas sentir que quien está ahí no soy yo, es otro. Otro que no conocés o que se cayó definitivamente de tu memoria hace quién sabe cuánto; que fue arrastrado por la corriente benefactora y piadosa del tiempo que es la misma que arrastra las hojas del otoño para darle paso, a través del frío helado del invierno, a la generosa primavera. Sí, a esta misma primavera que se anticipó de nuevo para hacer florecer el mismo tilo de siempre, ese que todos se cansaron ya de leer en cada uno de mis cuentos como una metáfora de tu ausencia, como el monumento natural que conmemora aquellos pocos días de verano que han quedado arrumbados en un calendario vencido.
      Decime que ya no te voy a poder encontrar cuando te mire a los ojos y te vea y te busque escudriñando debajo de tus párpados y por encima de tus retinas, removiendo esa opacidad que dejan las horas pasadas, indagando en tus pupilas esperando hallar aquel brillo tan particular que es el mismo que me despierta cada tanto a mitad de la noche y no me permite pegar un ojo.
      Decime que no vas a estar en esos ojos, que sólo voy a ver las órbitas vacías de una calavera, una como cualquier otra, una como la de otras mujeres que conocí y a quienes nunca pude mirar fijamente a los ojos por temor a encontrarte fugazmente en los de ellas. Ellas que siempre me recriminaban porque hacíamos el amor a oscuras, y cuando todo terminaba yo cerraba los ojos o agachaba la cabeza como evitando caer en ese espacio de suspiros compartidos. Yo no podía decirles que hacía todo eso para no verte, no podía bajar así, directamente desde una colina florecida de gemidos y placeres, a un valle de confesiones íntimas completamente fuera de lugar. Eso hubiese sido muy cruel y desconsiderado. Porque, aunque vos no me creas, yo estaba casi seguro de que te vería en los ojos de ellas, que serían tus brazos los que se apoderarían de mi espalda, que serían tus pezones los que sobresaldrían de sus pechos.
      Por eso te pido que me digas que no te voy a ver más ahí o en cualquier otro lado. Que no me voy a morir del susto otra vez como la semana pasada al descubrirme caminando por la vereda de aquel edificio que alguna vez guardó tu hogar, sin saber cómo cuerno había llegado hasta allí. ¿Cómo diablos pudo ocurrirme eso? Si yo nunca había caminado hacia ese lado, si nunca volví a pisar esa vereda, si nunca más quise mirar el portero trazando las directrices que unieran el siete con la letra E, para luego levantar la cabeza contando piso a piso hasta llegar al tuyo, saliendo sigilosamente del ascensor, abriendo lentamente tu puerta para poder meterme imaginariamente en tu cama, chocando mis manos heladas contra tus muslos tibios que dormirían al amparo de unas soledades que nada más me pertenecen a mí. Porque debo decirte, ya que estamos, y a manera de confesión, que ellas son la moneda con la que fui comprando palabras sueltas que los demás ya no querían o no necesitaban. Como sí las necesitaba yo aunque no supiera bien para qué.
      Así, para llegar hasta acá, decidí un día empeñar todas mis soledades y todos mis anhelos, todos mis silencios y todos mis tapujos. Y creo que tal vez cometí un error, porque ahora no tengo nada, sólo cajones y cajas y frascos y carpetas y estantes llenos de palabras, nada más. Entonces, cuando aparece ese brillo que te conté antes y que me deja dando vueltas en la cama sin poder acallar mis demonios y tu fantasma, me levanto y revuelvo como quien busca un analgésico para una migraña obstinada que se niega a ir. Busco entre todas y selecciono algunas que valgan por lo menos la mitad de lo que pagué por ellas, (que, aunque tampoco haya sido tanto, alcanzó como para dejarme en bancarrota).
      Y hoy, mientras descomponía un poco a tientas algunas frases célebres formadas por unas palabras que compré no hace mucho, encontré estas que, como verás, no son muy diferentes de las anteriores. Sin embargo, esta vez me propuse cambiar y juntarlas a la fuerza para obtener un texto que sólo pueda ser comprendido por vos. Por eso esta vez, estas palabras irán a parar directamente a tus manos sin intermediarios; no habrá entre ellas y yo ningún tipo de acuerdo sobre deberes, obligaciones o derechos; no saldrán de sus intersecciones ni metáforas, ni eufemismos. Ellas aterrizarán en unos instantes sobre tu terraza, bajarán cuidadosamente la escalera y buscarán tus puntos cardinales hasta encontrar tu buzón. Y ahí se quedarán obedientes y orgullosas esperando a ver si algo sucede en tu mirada; si es que encontrás en ellas algún rasgo olvidado de mi persona o de mi locura. Y si por unos de esos designios misteriosos del destino eso sucede, no me quedará más remedio que renunciar definitivamente a ellas sin que vuelva a escribir una más. Lo que también significará que vos ya no puedas regresar libremente a tu escondite desconocido y yo no consiga recuperar mi soledad y mi silencio jamás. Tendré que evitar nombrarte con otros nombres y dejar de perseguir aquel destino del cínico que andaba por ahí feliz de la vida, tapando el sol con las manos, apostando a todos los números y a todos los colores para que fuera el azar el que determinara mis preferencias.
      Esta será la única manera, querida, de que vos y yo nos salvemos de este resultado con estas cartas. Porque si es que estás ahí cuando estas palabras te encuentren, y ellas te reconocen a vos, y vos te reconocés en ellas, no me hará falta una serpiente que me empuje a morder tu manzana, que necesite apelar vilmente al engaño con el cuento de que si no sos vos, no será otra; de que no habrá otro mundo por fuera de tus piernas. Un mundo como el tuyo de carne y hueso y sangre y sudor y lágrimas al que, llegado un hipotético día D, uno debe estar dispuesto a desembarcar o morir en el intento. Un mundo mejor que este paraíso engañoso y ficticio que escribo diariamente para nadie; habitado por mujeres que quiero pero que no amo, que beso pero no las sufro, que me acuesto con ellas y choco mis manos contra sus muslos mientras escribo sus nombres libremente sin arriesgar ni una sola de aquellas soledades entregadas por un par de adjetivos cursis sólo para esconderme de vos; sin exponer al escarnio ni uno solo de todos los silencios con los que te rodeo en esta casa, a estas horas y con este insomnio insoportable, mientras revuelvo enloquecido este último frasquito, buscando la última palabra que ahuyente definitivamente tu fantasma. Esa palabra que espero no encontrar cuando te vea y te mire a los ojos y baje por tu nariz -a la que extraño horrores- hasta llegar a tu boca que como una serpiente perversa no para ahora de decirme despacito al oído "escribime, escribime". Cuando yo todo lo que necesito es esa palabra, esa que salga de tu boca verdadera para dejar de una vez por todas de escribirte.

RR



Ilustración: Cludia Tula

martes, 6 de septiembre de 2016

LAURA


A aquella Laura y a todas las otras lauras que conocí.

     Hola, soy Laura. O al menos así he preferido que me llames. Te conozco y me conocés aunque no puedas ahora reconocer exactamente quién soy. O quizás sí. Quizás logres por un momento mirarme directamente a los ojos desde la distancia y darte cuenta, sin tener que bajar la mirada ni declarar ciertos arrepentimientos que ya no vienen al caso, que son un poco más de toda esa fantasía que nos circunda.
     Yo soy Laura y me gusta mi nombre. Podría haber elegido otro pero me gustó este. Probablemente eso tenga algo que ver con vos mucho más que conmigo. ¿Te acordás de Laura? Seguramente sí. Bueno, ahora yo soy Laura, pero no sólo aquella Laura. No, yo soy ella y todas las lauras que vinieron después. Todas esas a las que vos apelás para armarme a mí como si yo fuese un rompecabezas y vos un niño jugando en el piso de una casa vieja tratando de encontrar las piezas de algo que parece roto pero que no lo está, que sólo está desarmado. Porque las piezas están ahí: algunas mezcladas, otras dadas vuelta y otras escondidas detrás de las pelusas inevitables del tiempo. Pero están. Yo soy la prueba de ello.
     Sí, soy Laura y me alegra saber que vos sos quien sos, que sos vos quien me busca e intenta hacer coincidir las formas de mis bordes con los tuyos. Por lo visto no hay mucha gente interesada en estas actividades. Aparentemente, no es prioritario encontrar los trazos que dibujan ciertas formas, ciertas curvas que puedan definir una sonrisa verdadera o cambiar el recorrido de las manos por el contorno de la cintura hasta un ocaso inevitable. Sin embargo, vos y yo nos seguimos encontrado, tal vez milagrosamente, en esa casa, en ese piso, en este juego.
     Y quiero que sepas que ser Laura es mejor que no serlo. Porque si yo no fuera Laura tal vez no sería nadie o sólo un mal recuerdo, un paso mal dado. Aquello que algunos se pasan la vida mostrando como el peor error de sus vidas sin que eso les permita remediar nada. Y yo sé que no soy un error tuyo. Yo soy, en cambio, un montón de aciertos, un cúmulo de desvelos que te han servido para buscarme una y otra vez. No te sientas mal por eso, porque si alguna vez no me encontraste no es porque no me hayas buscado. Yo te he visto. Te he visto caminando detrás de mis ausencias, de mis innumerables escondites, argumentando tus deseos como quien trata por todos los medios de resolver un enigma, un pase mágico, un truco imposible de ser descubierto. 
     ¿Te acordás de cuando nos conocimos? Éramos apenas unos mocosos. Ni te imaginabas que existía algo que un día podría llamarse Laura (o llevar cualquier otro nombre). No tenías idea de que podría existir el desvelo y la angustia de no saber de mí; que la nada misma se pudiera revelar ante una ausencia, ante la espantosa sensación de tener que renunciar a unos ojos color miel. Éramos dos chiquilines de guardapolvo blanco corriendo por un patio, jugando a un juego que era uno entre tantos y que con los años olvidaríamos. Pero vos nunca te olvidaste de mí, de Laura. 
     Más tarde, volvimos a encontrarnos ya más grandes, en varias ocasiones y con intenciones mucho menos infantiles aunque siempre inocentes. Esa inocencia de creer que yo era única, que era Laura, cuando en realidad, como ya te dije, era y soy mucho más que ese nombre. Ya en la primera ocasión en que nos reencontramos supe que sin dudas nos toparíamos de nuevo en el futuro, que no importaba qué hiciera yo para que cambiaras de parecer, para que el cinismo se apoderara de eso que parecía estar al resguardo de cualquier inclemencia. Debe ser que el amor es pura inclemencia, una tormenta de dos inconscientes arrebatados que no tendrán jamás la más mínima chance de abrir un paraguas antes de tiempo, antes de que les llueva en la cara un diluvio universal.
     Pero volviendo a lo que me ocupa, no quería dejar pasar la oportunidad de decirte que sigo siendo Laura, que sigo merodeando tus profundas oscuridades y que siempre estaré a tu disposición cuando alguna claridad ocasional asome sin razones aparentes. Porque yo seguiré a tu lado para hacerme cargo de quien he sido y para recordarte quién soy: que sigo siendo Laura, que nunca me he ido con ellas, que a pesar de todo me he quedado con vos a juntar los restos de la última cena, a recoger las sábanas usadas y preparar la cama para un próximo encuentro entre nosotros. No, no creas que te he dejado sólo, que no he entendido tus palabras, que no he apreciado tus intenciones, que no he respetado tus silencios, que no he aceptado ciertas distancias ocasionales. 
     Porque, nos guste o no, vos y yo somos esto que somos y que seguiremos siendo hasta el final: vos, un escritor coyuntural que ahora mismo sentado en una silla busca las palabras justas para volver a preguntar por mí, y al mismo tiempo reflexiona sobre la utilidad de seguir haciéndolo, de continuar imaginando miradas de potenciales lauras para mantenerse con vida; tratando de dar entre todas ellas con la de aquellos ojos color miel vestidos de guardapolvo blanco, que si bien cambiaron de color en varias ocasiones, conservaron todos en cada una de esas ocasiones, la fórmula secreta del desvelo inevitable en medio de un vacío irremediable que hoy aparece a cualquier hora en forma de hoja en blanco, para impedir una y otra vez que mi existencia sea puesta en duda. Y yo... Bueno, ¿qué te puedo decir? Yo soy Laura.

RR


Ilustración: Claudia Tula

miércoles, 31 de agosto de 2016

MENOS LA LUZ DEL SOL


     Si querés hablar de mí, será mejor que hables ahora. Ahora que todavía compartimos a la distancia el sol y el aire y la tierra. Hablá de mí ahora que todavía puedo perseguirte con el pensamiento y acosarte con las manos que corren enloquecidas detrás de estas palabras que no alcanzan. Que nunca te alcanzan.
      Hablá de mí, vamos, decí algo, algo que quieras sacarte de encima antes de que sea demasiado tarde. Hablá de mí ahora, no esperes a que ya no esté. Porque, aunque no lo creas, no falta tanto para ese inevitable y aciago momento. No, falta mucho menos de lo que parece, mucho menos. Y cuando quieras acordarte ya no te acordarás y yo ya no seré ni siquiera un último suspiro, ni siquiera esta bestia encarcelada en su propio infierno construido de pequeños fueguitos quemando de a uno esos breves y efímeros minutos que te pertenecen únicamente a vos y que, debo confesarlo, ya casi se han extinguido. Es que, sin proponermeló, se han ido apagando con el tiempo, ¿entendés? El tiempo...
      Entonces, si vas a hablar, hablá, decí lo que quieras, lo que debas, todo eso que necesitás desagotar de tu estómago y que como una poción tóxica te quema el esófago y te envenena la lengua y te enceguece la mirada. Mentí si querés hacerlo, al fin y al cabo, no serás la única. Porque de todos aquellos que tal vez se atrevan a hablar ese fatídico día, no habrá ni uno solo que no mienta, que no finja haberme conocido y declare indignamente que, en realidad, me morí de amor por vos. Y eso, querida, será la más miserable de las mentiras construída sobre la más fraudulenta de las verdades. Porque yo finalmente habré muerto por causas mucho menos nobles. Habré muerto seguramente por falta de aire o por la escasez de glóbulos blancos. Hasta es posible que vaya a morir de aburrimiento o de un exceso de confianza en ciertas hipótesis esotéricas de encuentros estelares y bla, bla, bla... Pero no moriré de amor por vos.
      Porque para cuando finalmente haya muerto, ya habré muerto de amor cien veces y me habré quedado con ganas de volver a hacerlo. No te olvides que cuando me morí de amor por vos, lo hice y punto. No como ahora que tendré que ir a parar a un supuesto infierno o a un presunto paraíso; y que no podré acecharte sino como una aparición a cada hora del día, detrás de cada sombra de la noche, en cada uno de los rincones que habrás llenado de cosas inútiles para ocultar eventuales vacíos existenciales.
     Y en cada una de esas veces que morí por vos, resucité penosamente de la única forma que supe hacerlo: avergonzado en alguna hoja disparando adjetivos sobre tu recuerdo, abrazado a tu cintura bajo la forma de un amante heroico, tomando tu mano desesperado por convertirme en una lágrima corriendo por tu mejilla. Cada una de esas veces hice lo que ya no podré hacer: imaginarte como una playa virgen donde arrastrarme como un pobre náufrago en medio de la noche para deslizarme por debajo de tus sábanas, para colarme entre los bordes de tu ropa interior e introducirme como un polizón en tu cuerpo llevando adelante orgulloso ese viejo e insustituible ritual del amor, esa declaración pomposa, presumida y pedante que todos llevan a cabo alguna vez y que es, en realidad, la más profana de las promesas: morir de amor.
      Entonces, hablá ahora si querés. Acusame orgullosa de que, al final y después de todo, voy a morir de amor por vos como tantas veces negué que haría. Hacelo. Pero cuidado, porque tarde o temprano, en alguno de esos momentos a solas con la conciencia, deberás aceptar que eso no es verdad. Porque para ese momento, ya no podré morir de amor, ni por vos ni por nadie. Porque llegado ese instante preciso que divide el sueño de la eternidad me habré muerto porque sí, porque me vine viejo, porque, sin importar lo que uno haga o deje de hacer, los días pasan a pesar del amor. Y porque todas las horas le pertenecen a la muerte. Las mías, las tuyas, las nuestras.
      Por eso, aprovechá ahora, antes de que las tuyas también se escurran por la rejilla universal e infinita del olvido, aprovechá esta oportunidad (acaso la última) para decir lo que tengas que decir. ¿O es que tal vez a esta altura sólo te queda ese último resto de silencio escondido detrás de unos ojos llorosos y una tez arrugada; un nudo en la garganta que no te permite nombrarme o, al menos, lamentar cómo pasa el tiempo? Sería una pena que así fuera.
      Sin embargo, tal vez en un rato nomás, cuando haya muerto como muere todo el mundo, es posible que, sin saber bien cómo, vayan a parar a tus manos unos garabatos presuntamente perdidos en pedazos de hojas arrugadas y amarillentas. Esas y nada más que esas son las hojas de mi tiempo, ellas son quienes pueden testificar a tu favor sobre todas las veces que resucité en la madrugada, con la luz del sol y un estúpido olor a esperanza invencible, después de relatar con cierta pedantería egoísta mi propia muerte. Aunque también es posible que sople un viento sabio y anónimo que las lleve por el cielo a otras gentes para salvarte de la calamidad de tener que leer otra vez sobre aquellas noches en que, sin peros y sin excusas, me moría por vos.

RR


sábado, 20 de agosto de 2016

AUSENTE SIN AVISO


    Y finalmente te fuiste. Te fuiste finalmente de donde probablemente nunca estuviste, ese lugar imaginario y fantasmal adonde yo de vez en cuando iba a regar tus flores, a pasar las hojas del calendario para que tus días no se vencieran y comenzaran así a largar ese olor rancio del olvido del que tantas veces te hablé inútilmente.
     Te fuiste sin saber realmente que lo hiciste, sin enterarte que, entre las palabras que evitamos prudentemente decir, nos quedaron pendientes aquellas promesas de no ser nada, apenas un pedacito de tiempo compartido a la vera de una orilla que se fue con vos. En mi caso, se fue, en el fondo oculto de algún bolso, la negación obstinada de ser una insistencia, de convertirme en un ladrón robándote un beso, esa terrible petulancia de aspirar a permanecer a tu lado como una compañía con acceso carnal abrigando tus soledades australes, sin otra cosa a cambio que los rastros en mi cama de la humedad de tu pubis y el recuerdo de tu mirada cegada por los párpados en el sueño.
     Sin embargo, no te fuiste así nomás, no te retiraste silbando bajito ni te bajaste de la hamaca con el sigiloso movimiento de las estrellas en el cielo. No, te fuiste estruendosamente, determinante, impiadosa, digna, amorosa y cruel. Te fuiste con todas esas atribuciones que hicieron de mí un hombre enamorado de tus crecientes y tus menguas, de tu panal, de tu miel y, mucho más aun, de tu aguijón. Un hombre diferente del que era y del que seguramente seré ahora que ya te fuiste.
     Y ahora que te fuiste, un poco a escondidas de mi mismo, comenzaré a arrojar al fuego todas mis predicciones. Y estoy seguro de que ellas dejarán cenizas humeantes con el olor de lo que verdaderamente eran: esperanzas avergonzadas de su infinita paciencia, de su verde indeclinable sin un otoño capaz de marchitarlas. Esas esperanzas que, como podrás entender, no podía yo liberar así porque sí; porque eso hubiese sido confiar de más en el diablo y su cola entrometida; eso hubiese sido creer en la alucinación del sonido de tu voz susurrando bajito en el auricular del teléfono en cada oportunidad de llamar que tuviste y desechaste; hubiese sido creer en el fantasma que con tus pasos descalzos subía la escalera siempre a la misma hora de la madrugada para regalarme el desvelo y la locura; hubiese sido creer en tu lengua filosa cortando aquel silencio (tan parecido a este) que inundaba los rincones en donde tu ausencia me observaba felina y expectante. Vamos, hubiese sido creer en todo eso que uno cree aunque lo sepa inverosímil y lo calcule una y otra vez imposible.
     Te fuiste, sí, lo sé, te fuiste. Lo sé porque ya no disfruto de tu sexo en el sexo, ni veo tus huellas ni tu horizonte, ni huelo tu rastro que ya había perdido hace rato, ni me duele pasionalmente tu nombre como un puñal en la carne. Porque de lo que había no ha quedado nada, ni siquiera aquello que quizás hubiese habido si no te hubieses ido.
     Pero te fuiste, y desde acá no puedo hacer otra cosa más que anudar una soga al cuello de esta carta para despedirte con un hasta siempre, y despedir al mismo tiempo con un hasta nunca a ese hombre enamorado del lado oscuro de tu luna. Adiós entonces a los dos, a vos y a él. Acá nos quedaremos ella y yo hasta que ella finalmente un día muera de indiferencia. Y no será mi culpa ni la tuya, porque, como siempre en estos casos, no será posible hallar culpables (aunque haya quien pretenda haberlos encontrado). ¿Cómo condenar a quienes que ya no existen? ¿Qué clase de justicia es esa? Y por otra parte, ¿quién puede reclamarle justicia al amor o a la muerte, incluso a la vida? Nada de eso, te fuiste y eso es todo. Y todo volverá a ser como era antes de irte, aunque ahora lo sea sin aquella falsa sensación de ser algo diferente. Pues nada fue, nada es, ni nada será nunca diferente. Todo y nada, ser y no ser, son sólo el zumbido del tiempo transcurriendo, alimentándose de ausencias y pariendo encuentros azarosos de miradas con destino a futuros pasados construidos sobre la memoria de presentes casi imperceptibles.
     No, querida, no somos ni hemos sido, y que te hayas ido significa, al fin y al cabo para mí, que deberé aprender de una vez por todas a escribir sobre otra cosa que no sea tu ausencia observándome desde un rincón. Pues también ella se ha ido.

RR


martes, 16 de agosto de 2016

UN CONFUSO PÁRRAFO INVERNAL


     Para algunos hombres no existe ya la hierba, no existe un bálsamo para el infortunio, para sus desgajados destinos. Para algunos hombres todos los vientos soplan a favor, incluso cuando alguno les viene helado de frente y congela sus horizontes y sus salivas y deben tragarse las palabras. Para algunos hombres todos los caminos conducen al mar, al fondo cavernoso del olvido, al magma hirviendo que obsequia su calor a la nada. Para algunos hombres los fracasos son revelaciones, eventos indiscutibles de un pasado irrecuperable, benditas carcajadas de alguien que decidió reírse último en algún lugar misterioso. Para algunos hombres la lluvia se agradece al cielo, porque sólo ella es capaz de limpiar el barro de las desgracias y demostrar todas las veces que haga falta que, al final, todos seremos devorados por la tierra. Para algunos hombres la muerte es una eterna compañía, una oscuridad permanente y bondadosa esperando con los brazos abiertos a quien se arroje a ella o a quien decida resistirse hasta morir. Para algunos hombres el tiempo no es dinero, el tiempo es eso que únicamente se pierde persiguiendo el dinero. Para algunos hombres, sólo para algunos pocos, existen órdenes y señales que, pase lo que pase, no serán acatados nunca; existen distancias infinitas y dolores incurables; existen entre los vidrios rotos del alma, migajas de dignidad bailando cansadas viejas canciones. Pero también, para algunos hombres existen palabras que nunca lograrán ser llevadas por el viento, ni retratadas con una o mil imágenes; que quedarán ocultas en párrafos confusos escritos a último momento, justo antes de redactar una pretendida despedida cada noche. Por eso quizás para estos hombres, tarde o temprano, el silencio termina siendo igual al amor. Pues algunos hombres no tienen más remedio que aprender a vivir con un amor en silencio.

RR


Foto: Pablo Silicz

jueves, 11 de agosto de 2016

MISERIAS Y MISERABLES


     Existen las miserias y existen los miserables. Pero sólo los miserables ejercitan sus miserias, las adornan miserablemente y las sociabilizan.
      Vamos, miserias tenemos todos. Las mías, sin ir más lejos, son de las peores. No obstante, las combato, trato de exorcisarlas, las peleo incansablemente. Y como cada tanto pierdo, apelo finalmente al silencio para que no se me noten tanto. Nunca sería capaz de proclamarlas en tono desafiante para intentar vencer mis propias inseguridades acusando de ellas a quienes tienen ya suficiente con las suyas. Incluso tengo la inmerecida fortuna de que mis miserias vengan a acosarme de vez en cuando por la noche mientras puedo cobijarme al calor de las oportunidades que me esperan por la mañana, la chance de pensar sin urgencias, sin pelos en la lengua, sin deudas impagables. Entonces, cada tanto me da por pensar en los miserables, en esos eunucos cerebrales que contaminan la dignidad del pensamiento, esos cobardes resentidos que reaccionan a sus miedos echando siempre mano a las primeras piedras, abriendo la boca sólo para destilar veneno y dictar clases de sentido común que, como ya está comprobado, en la mayoría de los casos no sirve para nada, excepto para llenar las bóvedas de los bancos y de los cementerios.
      Ahí andan ellos, asediando desde sus miserables escondites, desde su chapucería discursiva, aplicando correctivos y esgrimiendo una pretendida superioridad moral que no sirve para otra cosa más que para exponer su miserable y despreocupada ignorancia. Ahí andan ellos, vestidos de buena gente haciendo el papel de preocupados por el prójimo de acuerdo a cómo vengan las noticias: en ocasiones quizás lo hagan por los pobres inundados y en otras por los que ellos llaman "necesitados", que, en realidad, son quienes han sido durante toda la vida despojados de lo que los miserables nunca ganaron por sí mismos, porque en pleno uso de sus miserias siempre se han asegurado un lugar en el bote salvavidas. En otros momentos hasta podemos observarlos indignados porque los otros, los más ricos, los verdaderos dueños de todo, usurparon los terrenos de una vida que ellos mismos pretenden, y que persiguen siempre ensuciando el camino de los que caminan detrás suyo más lentos y con la panza vacía. Es que esa vida que desean los miserables tiene el precio vil de la miseria ajena que es pagado siempre al contado por aquellos que no se inundan cada tanto, sino que han vivido toda su vida en la miseria oscura del olvido, con el agua hasta el cuello, tratando de atrapar desesperadamente los salvavidas pinchados que les tiran los miserables.
      Así, en medio de las desgracias, los miserables rondan incansablemente las luces faranduleras ejercitando su malvada estupidez a viva voz. Anuncian desprejuiciados estupideces que pueden abarcar desde la supremacía moral que ellos mismos se arrogan y que los ampara para emitir todo tipo de opiniones y juicios, hasta un imaginado destino glorioso de nación respaldado por dudosas glorias pasadas llenas de datos falsos y un maniqueísmo evidente. Siempre convocando a una fe ciega en una mano divina, invisible y justiciera a cargo del cuchillo que corta y reparte la torta y de la cual ellos son los más acérrimos fiscalizadores.
      Mírenlos, están ahí, haciéndose pasar como inocentes invitados en todos los medios de comunicación posibles, justificando la falacia injustificable de los remedios espirituales para los dolores materiales, del reino de los cielos para los desgraciados de la tierra que terminan siendo tragados por ella, pintando la realidad con el color que más les conviene a ellos mismos. Una realidad inocultable que tiene únicamente el color y el olor de la mierda que arrojan desde sus olimpos expoliados. Una mierda que nos tapa y que oculta hasta el sol. Ese único sol del que muchos no pueden sentir ni su luz ni su calor. Y, por si fuera poco, viven apelando a una solidaridad engañosa y a una memoria selectiva que contabiliza un saldo que siempre los favorece. Condenan cínica e impunemente a quienes ellos dicen ser los culpables de tanta desgracia y tanta miseria. Es que, al parecer, los miserables siempre tienen claro por qué son las culpas y cuáles deberían ser los castigos.
      Sin embargo, hay un dato paradójico, una moraleja en toda esta cuestión. Y es que ningún miserable podrá aportar jamás una mísera solución justa y verdadera. ¿Por qué? Está claro: porque los miserables nunca dan soluciones, ni justas ni verdaderas, porque, justamente, son parte del problema. Porque, la verdad es que, la peor de las miserias, es ser un miserable.

RR


lunes, 25 de julio de 2016

ESTAS HORAS, ESTAS CALLES, ESTOS SUBURBIOS


     ¿Qué es esto de andar a estas horas por estas calles, por estos suburbios de mala muerte que ni siquiera inspiran a los perros a ladrarle a tipos como yo que andamos perdidos por estas calles, por estas horas, por estos suburbios?
     Bueno, debe ser porque muy pocos están al tanto de qué tipo de calles hay que transitar a veces cuando se anda en la búsqueda -identikit viejo y desactualizado en mano- de los rasgos borrosos de una cara que, por lo visto, ya no es la que uno recordaba, que es otra, aunque esté en el casillero correspondiente, en la ficha precisa y con el nombre correcto. Porque en ese recuerdo algo falta, algo que no es posible especificar. Podría ser un aroma o o lunar, una palabra o un silencio. Vamos, podría ser la persona misma.
      Y es que también vos podrías ser cualquiera a esta altura. Podrías ser la chica de la panadería que me sonríe cuando me cobra por unas galletas que yo ambiciono crocantes para acompañar la soledad de la noche con un trozo de leberwurst y un poco de vino. O podrías quizás ser esa que persigue mis pasos cuando voy hacia ninguna parte siguiendo tus huellas, tu celo y tu furia y tu escondite y todas esas citas que me vienen a la mente mientras te sigo descorazonado a través de la pila de libros que sobre la mesa se amontonan a medio terminar por no encontrarte o, mejor dicho, por no saber exactamente a quién estoy siguiendo, si a vos o a mí, si a vos o al diablo, si a vos o a todas las otras mujeres a quienes renuncio a seguir por seguirte a vos.
      Pero la calle es la calle y vos sos vos y yo ya ni recuerdo quién era yo cuando todo eras vos. ¿Será que me he vuelto la sombra de mis anhelos? A veces tengo la leve sospecha de que mis deseos se me han adelantado. Y entonces, ellos probablemente anden merodeando ahora tu patio y tu aljibe mientras yo estoy acá, en este páramo cósmico construyendo una balsa, rogando que llueva de una puta vez para tener aunque sea una buena excusa para abandonarte, para dejarte olvidada en el mar, en esta isla maloliente poseída por tu fantasma; para excusarme de estar escribiendo a estas horas, por estas calles, por estos suburbios que no son los míos, que tal vez sean los tuyos; adonde vengo cada tanto nada más que a dejar en la orilla cartas y poemas y canciones que nadie sabe que son para vos, que todos piensan que son para una mujer cualquiera construida de un sinnúmero de amores pasados. Una mujer que, por lo visto, de ninguna manera logrará hacerme desear, como sí lo hacés vos, una tormenta; con este afán que me inunda de a ratos y me sumerge en un mundo de palabras, una especie de Atlántida donde sueño con encontrar el anagrama de tu nombre para escribirlo libremente y así poder dejar ya de sugerir con oraciones intrincadas el perfil inolvidable de tus labios buscando esconder entre adjetivos innecesariamente pomposos las coordenadas precisas para dibujar el maravilloso contorno de tus senos desparramados sobre tu pecho en una noche de verano. Todos esos detalles secretos que sin quererlo he conservado y que no logro evitar que terminen tiñendo con tus colores todo lo que observo, todo lo que toco, todo lo que pienso. Detalles que para casi todos carecen de importancia pero que, sin embargo, a ciertos poetas les han inspirado rimas para ese hecho sobrenatural que unos llaman amor y otros... Bueno, cada uno tiene el derecho de llamarlo como quiera (quieras).
      En fin... Como te contaba, no son horas estas, ni son estas mis calles, ni son estos mis suburbios. Porque simplemente nunca alcanzaron a ser tus horas, tus calles, tus suburbios. Desafortunadamente, no es esta una ciudad perdida en el fondo del océano, ni sos vos una ninfa, ni yo un héroe. Y corresponde también aclarar que ni siquiera el amor es ese hecho sobrenatural del que hablan los poetas. Todo será siempre lo que es, jamás lo que ha sido o lo que pudiera ser. Y, por lo tanto, esto que ves a mi alrededor es cartón pintado, palabras falsas, embriaguez de última hora. Todo lo que estás leyendo no es ni más ni menos que la distancia concisa que separa tu imaginario desinterés del pretendido anonimato con el que te cubro. Y al cubrirte a vos me cubro a mí mismo de este déficit de coraje que agencio y que no me permite ir personalmente hasta tu patio, a pararme al lado de tu aljibe y entregarte en la mano una declaración de puño y letra que debería decir sin tantos estúpidos eufemismos que si he venido a parar acá, no ha sido por un error de cálculo, por una distracción inusitada, por una confianza desmedida. No, mi amor, si he llegado hasta acá, hasta estas horas de la noche, hasta estas calles de la desesperación, hasta estos suburbios de tu olvido, ha sido nada más que por seguirte a vos.

RR

jueves, 7 de julio de 2016

LA TIERRA


    Un día vendrá el pueblo. A veces no lo creo, pero lo sé.
    Un día habrán un par que digan basta y se les sumarán otro par y ya serán cuatro y dos son seis y seis son ocho y ocho dieciséis...
    Un día se llamará mierda a la mierda y se hará justicia.
    Un día será un ojo y después un diente y más tarde el polvo volverá al polvo y la tierra al pueblo.
   Un día seremos lo que no fuimos y habrá lo que no hubo y no remediaremos los muertos pero al menos tendremos un futuro.
  Un día habrá que apechugar, sí, apechugar, poner el pecho, hundirse en el barro para dejar todas las costillas que hagan falta, para que, de una vez por todas, seamos verdaderamente mujeres y hombres.
   Un día miraremos al cielo y veremos que no somos nada más que lo que somos, mucho más que el dinero y las vanidades, mucho más que la belleza y la juventud, mucho más que una bandera y una pelota. Porque somos el agua y la tierra; somos yo, tu él y el de al lado, ese que está cansado de no ser nadie.
   Un día miraré de frente al amor de mi vida y finalmente renunciaré a ella.
  Un día, en medio del fragor de la lucha, deberemos asumir que todo está perdido y ahí sí, como dijo Cortázar, podremos empezar de nuevo.
  Porque algún día asumiremos que no vale la pena salvar a los traidores del infierno de la traición, a los miserables del fangal de la miseria; que de nada sirve escaparse de uno mismo porque tarde o temprano nos volveremos a encontrar; y eso, sin lugar a dudas, será más temprano que tarde.
  Un día mi hija y tus hijos serán mayores y deberán lidiar con nuestros errores y, si Dios quiere, sostendrán nuestros aciertos.
  Un día, amigo, amiga, vos y yo ya no estaremos en este mundo, y mis palabras se extinguirán en el tiempo y tus ojos se perderán en sus órbitas y la carne se pudrirá en los huesos y finalmente alimentaremos la tierra.
   La tierra, sí, la tierra.
   Porque la tierra es dueña de todo y, un día, ya nadie podrá ser dueño de la tierra.

RR

miércoles, 29 de junio de 2016

OÍD MORTALES


     Dicen por estos pagos que el grito sagrado es "libertad". Pero, ¿qué libertad? O mejor dicho, ¿libertad para qué? "Seamos libres. El resto no importa nada", se publicita por ahí. ¿No importa nada? ¿Libres de qué? ¿Libres de quienes?¿Libres para votar por uno o por otro? ¿Libres para elegir ser libres de una libertad que no es tal, que es otro objeto de merchandising en la vidriera del "mundo libre"? ¿Libres de repetir opiniones que, para su provecho, otros lanzan desde las sombras, desde sus guaridas sostenidas por quienes deciden las libertades y las condenas?
      No, no se trata de ser libres, se trata de elegir de qué y de quiénes queremos ser esclavos. Seamos sinceros, la libertad no sirve para nada. La libertad es casi siempre un slogan maquiavélico, la zanahoria delante del burro que repite, como burro que es, el discurso burgués pretendiendo de esta manera liberarse de cualquier carga y responsabilidad por eso que cínicamente denomina "daños colaterales".
      Día a día se nos convoca a reclamar por nuestra libertad, a defender la idea de que debemos ser libres de elegir todo, desde el gerente de turno del sistema hasta el color del auto que podríamos comprar si tuviésemos el dinero suficiente para ser libres. Ser libres es, entonces y en definitiva en este mundo, una cuestión de dinero. Dinero que hace falta para comer, para beber, para acceder a un medicamento cuando sufrimos un dolor de cabeza o para curarnos una gastroenteritis; hasta para aliviar el calvario de una enfermedad terminal. Claro, incluso ese mismo dinero es el que hace falta para ser libres del frío y la lluvia y poder sentir el calor de una cama tibia bajo un techo que nos ampara en vez de dormir a la intemperie. Como sucede con tantos niños a quienes se les ha dado la libertad de morirse en cualquier lado bajo la escandalosa indiferencia de los hombres libres que les caminamos por encima. Sí, seamos libres. Pero cuidado, ser libres tiene precio y en eso no hay libertad de elección. Porque la realidad nos muestra una y otra vez que no somos libres.
      Por lo tanto, de vuelta a la misma pregunta: ¿para qué queremos ser libres? ¿Para qué? ¿Para poder elegir la marca de la zapatillas que nos permitirán caminar más libres? ¿Para poder guardar en lugares custodiados papelitos de colores con frases grandilocuentes acerca de quien respalda en última instancia nuestra libertad? Vamos, la libertad no existe para quienes se mueren de hambre o de falta de una atención médica que es un producto más de mercado, que se promociona casi como un privilegio y no como el derecho esencial de cualquier persona a calmar sus dolores o a morir dignamente. La libertad no existe para quienes son obligados constantemente a participar de procesos legitimatorios de un sistema que no da libertades, que en realidad las vende al precio de la vida de cada uno de nosotros que sido liberado a su suerte, a entregar sus días y sus noches y sus sueños a cambio de pertenecer a un mundo libre de miserables filibusteros que comercian con las desgracias y los dolores ajenos, los nuestros.
      Por eso propongo que no seamos libres: seamos esclavos. Atémonos con cadenas a las esclavitudes que valen la pena. Ciñamos nuestros destinos a los de los pobres desahuciados que han sido liberados en esta jungla para que se los coman los leones, para ser la carne de los cañones que disparan quienes matan en nombre de una libertad bañada algunas veces en oro, otras en diamantes, casi siempre en petróleo y permanentemente en sangre. Una libertad que es en realidad una falacia, un negocio perfectamente organizado por unos cuantos rufianes y sus publicistas.
      Sí, es preferible encadenarse decididamente a unos ojos perdidos y tristes que no tienen a qué asirse; abrazarse sin miedo a los aromas de los amores perdidos que tarde o temprano terminan guiándonos a nuevos encuentros; convertirse en esclavo de los colores y los sonidos que nacen irremediablemente a la hora de ese desamparo que se siente cuando finalmente nos damos cuenta de que somos inútilmente libres, de que no hay nadie a nuestro alrededor que quiera compartir con nosotros sus dolores, sus fracasos o su alegría de sentirse afortunadamente esclavo de nuestra voz. Por eso, mejor abandonar de una vez por todas esta espantosa comparsa de títeres silenciosos moviéndose en un opinódromo desquiciado que brega por la sangre de chivos expiatorios a quienes culpar por el paraíso perdido.
     ¡Vamos! Declaremos fuerte y claro que hay otros que nos importan tanto o más que nosotros mismos. Testifiquemos con la boca y con las manos en favor de los que nadie ve. Escribamos cartas a los viejos amores, aun cuando la angustia y la desesperación hayan cesado, para que sepan que no los hemos olvidado. Elijamos voluntariamente ser esclavos sólo de las palabras que marchan a los gritos a la par de la acción, que están esclavizadas al pensamiento y a los sentimientos, las que hacen ruido y luchan por cambiar este orden perverso de compraventa de libertades de bisutería. Palabras dulces o amargas que tal vez puedan ser capaces de levantar a alguien que ha caído en la trampa y ha decidido colocarse una soga al cuello porque ya no encuentra otra salida de una libertad que, o lo deja solo y desamparado, o lo encierra por no poder pagar el precio inmoral e injusto de ser libre. Jurando con gloria morir.

RR


jueves, 23 de junio de 2016

DEMASIADA NOCHE PARA QUE SEA TARDE


     Ya está anocheciendo. La esperé toda la tarde y hay que ver a la hora que llega. Está bien, nadie me obliga a esperarla, pero tampoco puede ser que aparezca a esta hora. Porque yo a esta hora suelo dejar de esperar -aunque, al parecer, nunca a ella-. Porque a esta hora yo debería encender la televisión (si es que tuviera una) para ver y escuchar lo que nunca dicen que pasa en el mundo: cómo es posible que los pobres siguen esperando el reino de los cielos mientras los ricos siguen adueñándose de la tierra y de todo eso que es de todos y no es de nadie.
      Pero no, yo insisto en quedarme acá a esperarla toda la tarde, cuando la tarde me avisó hace rato que ya no la espere, que nada sucede en la tarde, que aquel que se va sin que lo echen, lo más que probable es que no vuelva nunca. Y así y todo, a mí se me da por esperarla. Y, ¿para qué? Para que ella se presente así como así, de la nada, cuando lo único que queda alrededor de su ausencia es una botella medio vacía y un tipo -tan parecido a mí que, a decir verdad temo por él- pegando pétalos en una flor marchita que ya ha predicho su suerte una y mil veces. Una y mil veces esta pobre flor muerta le ha dicho que deje de leer a ciertos autores, que deje de mirar la luna buscando las razones de su mengua, que no insista más con ese mar que ya dijo lo que tenía que decir. Porque ni él ni los caracoles han sido nunca unos falsarios de soluciones mágicas; ninguno de ellos buscó jamás quedar bien con este pobre tipo, sino que dijeron lo que tenían que decir y punto. Ahora es problema de él -y claro está, mío- tener que enfrentar ese sonido a vacío tan parecido al de la botella y al de un corazón triturado.
      O sea, que no me venga ella ahora con excusas, con razones inverosímiles, con que sin darse cuenta se le pasó la vida (¿sin darse cuenta..? ¡Por favor..! ¿Y qué pretendía, que la vida le avisara?: "disculpame, estoy pasando y el muchacho ese sigue ahí esperándote. Fijate, porque me parece que está un poco enamorado de vos o un poco borracho. Te aviso para que sepas. Y para que sepas, también te aviso que yo paso aunque no me veas, aunque creas fervientemente que no paso, que estoy y que voy a estar por siempre. Lamento decirte que yo no soy el muchacho, estoy pero no voy a estar siempre. Aunque no lo quieras ver, alguien vendrá a reemplazarme un día.").

     Entonces querida, a ver si dejamos de venir siempre a esta hora. Porque uno también tiene su corazoncito... Y si bien yo debo tener el mío en alguna parte, cada vez me cuesta más la espera. Cada vez es más costoso esperarte hasta esta hora en donde debo irremediablemente escribirte que te estuve esperando, que entres y te desvistas despacio y corras los papeles y los restos de la espera; que podés dejar tu ropa donde prefieras y meterte en la cama sin culpa porque, al fin de cuentas, nada ni nadie me fuerza a esperarte. Porque yo no puedo hacer como vos y excusarme por haberte esperado, por haberme ido a acostar antes de cometer una locura, antes de creer que puedo salir a buscarte con la impunidad de los dementes que creen, con gran lucidez, que ser demente no es un pecado. Y yo les creo, porque si tengo que creerle a los otros... Bueno, mejor creerle a ellos. Al fin y al cabo yo estoy un poco como ellos, un poco loco, un poco cuerdo -y un poco borracho también, ¿para qué negarlo?-. Es que si no estuviera loco no tendría perdón de Dios estar simulando que aun te espero; y menos a estas horas, cuando la noche ya me anunció cuando era todavía tarde que, si sigo así, mañana tendré que lidiar con las consecuencias, con las de la espera y las del vino y las del volumen de mi guitarra sonando insolentemente a la par de la de Clapton que canta Why does love got to be so sad.
      Consecuencias menores en comparación a las que probablemente deberé afrontar un día por esta interminable despedida, por no haber aceptado renunciar como cualquier hijo de vecino a esta manía de seguir redactando en breves capítulos una especie de homenaje póstumo a un amor muerto y enterrado que, sin anunciarse, aparece cada noche como un fantasma. Y aunque siempre aparezca tarde, quizás nunca lo sea tanto como para dejar de esperarte.

RR


Foto: Florencia Merlo

viernes, 17 de junio de 2016

UN NUEVO PLAN PARA CONQUISTAR EL MUNDO


    A no confundirse, lo que parece que fuera, no es. Es decir, acá nada es como parece ser. Ni siquiera es como era. Acá todo es como será, como ella quizás un día quiera que sea, como ella lo prefiera o lo decida o, hasta incluso, lo solicite. Porque si por cualquier razón ella un día me lo pide, todo será tal cual lo pida. Al fin y al cabo, a mí me da lo mismo de una manera o de otra: tomarla de la mano disimuladamente o abrazarla de la cintura cuando la oscuridad me dé una señal; acurrucarme en un costado de su cama cuando el viento anuncia que la noche se pondrá un poco fresca para que exista una separación intolerable de diez centímetros entre su piel de gallina y mi pluma, entre el ocaso de sus piernas y mis ganas de hacerla amanecer en mi horizonte.
     Sin embargo y a decir verdad, llegado el momento, confesárselo no será para mí tan diferente a lo que es ahora. Probablemente lo haga en medio de una simple charla sobre bueyes perdidos, con palabras camufladas entre frases grandilocuentes sobre aquellos problemas verdaderamente serios de este mundo -y que nada tienen que ver con esa penosa situación que me tendrá derritiéndome ahí mismo frente a ella como un cubito de hielo al sol-, mientras ella bebe su café y esconde las cartas y cuenta sus porotos que son (y naturalmente serán) siempre más que los míos.
     Pero hay algo que ella debería saber desde ahora: cuando llegue el momento, será su decisión. Y una vez que la haya tomado no podrá hacer más nada con respecto a mí. Porque a partir de ese instante ya no hablará con aquel tipo enamorado que se fue convirtiendo rápidamente en agua debajo de su sol radiante asomando en cada uno de los movimientos de sus labios. Aquel pobre infeliz que durante la noche la miraba sin escuchar una palabra de lo que decía sobre cosas que no podía entender. Y no sé si es que no entendía o no quería entender. Eso no viene al caso tampoco. Lo que importa es que aquel que no pudo ser ya no es. Entonces, desde el momento en que ella apriete el gatillo deberá vérselas conmigo.
     Es necesario reconocer y advertirle que ya nada podrá volver a ser lo que era, porque, como dije antes, acá nada es verdaderamente lo que es, todo es lo que será: sus párpados batiendo las alas de sus ojos que mirarán quién sabe qué cosa; su nariz guardando en su interior aquellos aromas que podrían obstaculizar un día su olvido; su cuello pequeño albergando los latidos de su yugular, que será una tentación indisimulable para un vampiro como yo capaz de haberla esperado eternamente.
     Y prosiguiendo con este asunto que tanto le concierne, no habrá para mí más que sus pechos y su respiración y su vientre y ese insoportable deseo de saltar a sus interiores por el delta torrentoso que confluye en esa laguna mansa y secreta que siempre consideré un espacio no apto para cobardes, para tipos que no sean capaces de aceptar -como he aceptado yo a esta altura- arruinar su propia vida en pos de ser eso que no es pero que quizás un día sea. Eso que probablemente sólo pueda ser si es que, por uno de esos designios del destino, una tarde de domingo ella comprende que, a veces para que algo sea, no hace falta más que creer en que todo puede ser. Cuando la hora fatal de la tarde llegue y ella caiga en la cuenta de que hay quienes para enamorarse no necesitan mucho más que una noche y un pedacito de vereda para arrojarse voluntariamente a una perdición claramente señalizada, a un barranco oscuro y profundo que, si fuese por los consejos y las recomendaciones de algunos, debería ser evitado para poder continuar una vida en donde la oscuridad fuera nada más que una ausencia ocasional de energía eléctrica y en donde las veredas no sean más que un simple trazado de baldosas donde uno analiza la vida mientras camina hacia ningún lado, pensando en todo lo que se puede dejar de hacer con tal de no hacer nada.
     Pues bien, allá ellos. Algunos no aceptamos ese retiro voluntario, no nos hace falta renunciar al pasado, ni siquiera exigimos ser hoy, nos alcanza con ser alguna vez y dedicarnos mientras tanto a escribir los pormenores de supuestos fracasos para mantenernos con vida hasta ese día. Relatar horrorosos sufrimientos por una pena de muerte auto impuesta, por la decisión de luchar contra molinos de viento persiguiendo por siempre la victoria. A veces pienso en qué hubiera sido de mí si  hubiese seguido aquellas señales, si hubiese acatado sus órdenes. Algo es seguro, esto que no es y que sólo será, sería sólo un depósito de palabras sin significado, unos insípidos sonidos arrumbados entre tantas otras cosas inútiles que hay bajo este lar. Palabras sin otro aspecto más que el que les podría dar la vibración del aire; sin esos ecos de su nombre tiritándome en la boca; con acentos sin carácter y adjetivos grises sin el reflejo de su aura; lastimosos verbos inmóviles esperando sin fe tiempos mejores.
     Sí, seguramente todo sería de otra manera si no hubiese sido como fue. Si quien apareció aquella noche por debajo del pantalón negro y la campera marrón no hubiese sido ella arriando con el sonido de su voz una dignidad irresistible, contando un cuento que, apenas la vi, decidí creerlo ciegamente como hacen esos que creen en Dios sin haberlo visto nunca, sin haber sido bendecidos aunque más no sea con una mísera señal inverosímil. Vamos, como hacen los amantes rendidos que deciden perder la cabeza por algo más que un noble potrillo.
     Por lo tanto, ha llegado el momento de confesar de una vez por todas la verdad: en estos páramos oscuros ni ella es, ni yo soy, ni esto es. Nada de lo que se muestra en estas hojas es una realidad. Nada. Ninguno de los protagonistas presentes entre estos deslucidos márgenes carentes de estilo es otra cosa más que una ausencia injustificada y desleal vestida con las ropas de otro que tal vez un día sea. Y así también, lo que de su boca pueda salir son sólo pequeños trozos de esperanzas amargadas justo al final de cada carta en función de una moraleja desconocida con ínfulas de misterio. La realidad es que de este lado del tiempo no hay nada de todo eso que se ha venido contando -y mucho menos de todo aquello que se ha declarado callar-: ni promesas de amor eterno, ni la muerte antes del olvido, ni unos versos desesperados deshojando margaritas. No, en estos arrabales no hay tangos ni boleros; no hay mesas desocupadas para los fantasmas y a los borrachos de pasiones exageradas se los echa sin miramientos. De ninguna manera en estos pasillos, que no conducen a ninguna habitación oculta, se practican disculpas, ni se esgrimen excusas ni razones de ningún tipo; no se llevan adelante confesiones fuera de tiempo ni se aceptan arrepentimientos hipócritas. Acá el presente es desechado y las cosas son únicamente como serán cuando ella quiera que sean, cuando caminando por una vereda cualquiera su hombro se apreste tibio debajo de mi brazo; cuando en su cama o en la mía se encuentren y se reconozcan su ocaso y mi horizonte; cuando su mano se estreche temblorosa con la del único personaje verdadero. La de un hombre aparentemente perdido que aceptó gustoso el desafío de ya no ser para dedicarse a escribir cada noche sobre un viejo mapa un nuevo plan para intentar conquistar algún día el mundo. Su mundo.

RR


martes, 7 de junio de 2016

UNO IGUAL A TODOS


     ¿Que soy igual a todos? Pues claro, ¿cómo no lo iba a ser? Si al fin y al cabo tengo, por sobre todas las cosas, las mismas deficiencias y los mismos complejos; las mismas miserias y los mismos vicios. Y ese espantoso temor a la muerte desconocida. Claro que soy igual a todos.
      ¿Quién puede andar por ahí esgrimiendo una falsa distinción, un pergamino apócrifo que pudiera certificar una línea dinástica de saberes y virtudes sólo asequibles a su persona? No, yo soy uno entre tantos actores secundarios de este reparto que camina una escenografía de cartón pintado; un polizón más en un barco que se hundirá irremediablemente en el océano infinito de los comunes, de los cuatro de copas que de a ratos se creen capaces de cantar truco si aparece otro que guiña el ojo.
      Ya me viera yo teniendo que arrastrar conmigo la condena de sobresalir en la extensa fila de los seres ordinarios, de tener mi nombre expuesto en una marquesina de luces vanidosas. ¿Para qué? ¿Con qué objetivo? Ser mejor o peor no me va a traer de vuelta al niño que fui, a los días de la vida sin conciencia de la muerte, a los amores que prometieron uno a uno ser para toda la vida. Y así como no puedo acreditar ningún galardón que me permita sobresalir por encima del resto como un personaje sin igual, de la misma manera no puedo ni siquiera adjudicarme unos rasgos de maldad suficientes que lograran conseguir para mí un lugar propio y exclusivo entre los peores, una celda aislada con la foto desteñida de su espalda diciéndome adiós. Carezco hasta de esa arrogancia capaz de ofender al mundo de tal manera como para ser puesto, justa o injustamente, en la picota de los peores traidores.
      No, nada hay en mí que valga la pena ser puesto a consideración de los tribunales públicos de opinión, de los jueces morales de la humanidad que caminan impunemente las ciudades y el campo. Me arrastro en mis propias babas como un simple caracol. Usufructo de mis insignificantes desgracias y mis piadosas alegrías. Voy y vengo del silencio a mis asuntos y saludo amablemente a quien sin quererlo advierte mi momentánea presencia. No voy por la Tierra explicando mis pareceres pues hasta yo desconfío de ellos, hasta a mí me han desconcertado más de una vez mis propias contradicciones dejándome en ridículo ante unas seguridades de mazapán que pueden ser muy coloridas pero que, al final, ni yo me las trago.
      Entonces, ¿cuál es el punto en tratar de no ser igual a todos? ¿Qué recompensa me esperaría ante el logro de semejante hazaña? ¿El amor, la salud, el dinero..? Dejemos mejor las cosas como están. Permitaseme, por favor, permanecer oculto en el mismo barro donde inevitablemente quedarán desfiguradas las huellas de todos: genios reconocidos e ignorantes eminentes, capitalistas del éxito y artesanos del fracaso; de amores como el mío y olvidos como el de ella.
      Quién sabe, quizás alguno de estos días, justo antes de que sea el último, un rayo parta su cielo despejado desde algún lugar misterioso e ilumine por una milésima de segundo para ella esto que yo de vez en cuando escribo para nadie desde esta planicie de hipótesis incomprobables que termina junto a un mar de dudas. Esto que no es otra cosa más que una verdad a medias incapaz de desmentir que sí, que soy igual a todos. Pero que, sin embargo, no logra ocultar nunca que, en mi película, ella no es igual a ninguna.

RR


Foto: Florencia Merlo

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...