domingo, 30 de marzo de 2014

CON TIERRA EN LAS MANOS


      Porque no hay lugar donde esconderse del todo. Porque podemos cavar el pozo más profundo y meter la cabeza y las manos y los pies cansados, pero una vez que todo esté enterrado nos daremos cuenta de que el corazón siempre queda afuera, asomando sobreviviente, anulando toda pretensión de apagar el brillos de su mirada. Porque los ojos miran, recorren los paisajes, evalúan las curvas de un cuerpo presente, admiran la cadencia de los pasos que bailan entre las gotas de una lluvia pertinaz. Ellos miran. Miran hacia adelante y hacia atrás, a la derecha y a la izquierda, miran de frente a otros ojos imaginados en la penumbra de la locura y ahí se apagan y se mueren de vergüenza. Entonces es el corazón el que ve, es el único capaz de asumir la responsabilidad de ir al encuentro, es el peón que va en la primera línea dispuesto a entregarse ensangrentado en las manos, a arrodillarse y sucumbir. Porque cuando todo está perdido siempre queda algo, siempre está ese último vestigio de luz, ese último suspiro, esa última mirada al despegar las bocas y girar los pasos en sentidos opuestos y retirarse maldiciendo esta humanidad que nos empuja a separarnos cuando todo nos señala el camino hacia el silencio de una habitación que podría ser nuestra pero que quedará solitaria y abandonada guardando los estúpidos orgullos y plantando recuerdos espinosos. 

      Porque querer algunas veces puede ser todo aunque no haya nada, aunque no se tenga su sexo cálido y su abrazo y un beso a la salida del cine. Porque no se elige extrañar así, como te extraño yo ahora, y soñar que puedo alcanzarte con palabras y de esa manera pasarte la mano por la cabeza enredando los dedos en tu pelo. Porque el amor es este misterio, es magia (negra, oscura), son todas las preguntas y todas las respuestas pero en universos paralelos imposibles de reconciliar. Y entonces yo estoy acá y vos allá, yo tengo tus preguntas y mis respuestas pero nunca logro que coincidan, que me aparten por un rato de esta sensación demencial de quererte desobediente de los astros y las profecías. Porque soy un hombre de carne y hueso incapaz de abandonarte en el pasado. Porque cada mujer que quiero es sólo una excusa para olvidarte. Porque quererte y olvidarte es lo mismo. Porque si no te quisiera no necesitaría olvidarte.
      Porque a veces, a pesar de todo, quedan ganas de querer y tiempo para esperar. Porque siempre van a quedar algunas cartas por escribir antes de recapturar la sensatez y entregarse una vez más a la vida burguesa del trabajo y los horarios y las obligaciones y, quizás, encontrar una buena mujer que acepte la invitación insolente a quererla de noche y a cuidarla de día. Porque la cobardía casi siempre nos impide hundir el bote que mantiene a flote en la cabeza a quienes ya se han arrojado a las aguas eternas del olvido. Porque uno termina creyendo que el destino puede dar un paso en falso y, entonces, uno logre colarse entre sus sábanas una vez más. 

      
     Porque no te has alejado lo suficiente, porque estás del otro lado de esta hoja, acá nomás, a la vuelta de esta coma, desnudando tu sonrisa, yendo y viniendo entre los acordes de una guitarra y los besos que nos acechan en esta tarde gris. Porque estás acá, a la vista de mi corazón que se pavonea en la superficie del pozo más profundo que pude cavar y donde logré enterrar todo menos a vos.

RR


Foto: Marcela Gallardo

miércoles, 26 de marzo de 2014

UN PRÓLOGO PARA TU MOMENTO


           Es ahora, cuando ya no va quedando nada, cuando todo es un manojo de sombras y el alma es alma, no un ancla pesada que hay que cargar en las penumbras de lo incierto y de las presunciones, de la inevitabilidad de lo inevitable. 
     Es ahora, cuando ya no hay cabeza que perder ni nervios que destrozar, que los puños cicatrizan lentamente y las razones de antaño ya no alcanzan como no alcanzan las hojas que caen para escribir versos melancólicos, ni alcanza el desasosiego para tapar la esperanza. 
     Es ahora, en estos tiempos nuevos de nuevas horas que no se repiten, que no son una sucesión constante de minutos desperdiciados en estratagemas y pronósticos, que tienen ese aroma a nuevo día, a sábanas limpias, a un cuaderno virgen, a ese vino que esperó en la sombra por su momento. 
     Es ahora, cuando la suerte de los brujos, las profecías de los chamanes, los cantos de los gurús se pierden en la realidad de carne y hueso vista con los ojos bañados de lágrimas que amplifican el paisaje y destraban los pensamientos. 
     Es ahora, cuando termina la lucha feroz entre el deber y el querer, entre lo que se arriesga y lo que se gana; porque se ha perdido todo y entonces todo lo que queda es ganar, porque el piso ya no se mueve debajo de los pies y son los pies los que se mueven… 
     Es ahora, querida, ahora. Este es el momento de decirlo. 
    Ahora que la desesperación le ha cedido paso a la cordura y que la cordura justifica la locura. Ahora que estoy tranquilo a la sombra de un árbol que empieza a perder sus hojas, bajo un cielo nublado que no invita más que a pensar, a renovar los aires, a arrojar esta botella al mar con tu nombre y retirarme a vivir el olvido en paz como quien ha sobrevivido a sí mismo. 
    Es ahora, cuando se ha erosionado la obsesión que embalsamaba tu recuerdo, cuando has quedado desnuda sin tu traje de princesa y aparecés como una mujer equivocada, una ninfa cruel, la manzana del paraíso. Ahora, cuando otros ojos y otras faldas logran enredar mis sentidos y torcer el destino de mis cartas. Ahora que he renovado la yerba y el agua está a punto. Ahora, que ya soy inmune a tu aguijón y a tu miel; ahora que ya no te busco; ahora que la negación se ha afirmado; ahora que ya no necesito quererte…
     Ahora sí.

RR


Ilustración: Vanix Ilustra

martes, 25 de marzo de 2014

EL DÍA DESPUÉS



      Me gustan los libros viejos, los que vienen a contar su historia más allá de la que alguien escribió en sus páginas. Me gustan los libros con las marcas de la memoria en sus tapas y en sus hojas, con garabatos y notas de quien los ha leído y ha dejado parte de su propia vida en ellos. Me gustan los libros viajeros que van y vienen en cajas o en bolsos o simplemente en la mano, que tienen manchas de café o de te o de mate pero que en verdad son mucho más que eso, son mapas que conducen a tardes y noches de música y de cuentos, de besos compartidos, de mañanas de silencios y caricias. Me gustan esos libros que te hacen compañía mientras no los leés, mientras esperan pacientes arriba de la mesa o en la biblioteca a que alguien los llame a jugar, a protagonizar un momento y entonces sentarse a escuchar esa voz musical que cuenta una historia que se hará inmediatamente nuestra: “Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanillas de las boardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños se veía un gallo de cinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua“ (Roberto Arlt).
      Me gustan los libros que, como vos, me sonríen con complicidad, jugando con los finales para desafiar mi entendimiento y mandarme a dormir confundido y levantarme en la mañana y besarte en medio de ese sueño remanente después de haber habitado paisajes de locura inconsciente. Me gusta mojar el dedo con la lengua y abrir cada una de tus páginas buscando tu escalofrío, tu estremecimiento. Me gusta tenerte cerca en caso de que decida tomarte de la cintura y sacarte a bailar sin tener idea de cómo se hace, de cómo puedo abrazarte para que sientas en mis manos que lo que busco es quedarme a vivir en tu vida hasta que la vida nos separe. Me gusta que pienses que estoy un poco loco porque lo estoy, porque la cordura te lleva a sobrevivir y yo no quiero sobrevivir, yo quiero morirme escribiéndote que me muero, que si es hoy o mañana no importa, siempre y cuando no me muera sin decirte que te quiero. Y eso no me hace ni mejor ni peor ni merecedor de ningún premio, solo me reconcilia con la muerte, con esta demencial costumbre de vivir sin un por qué, dejando pasar los trenes, dejando ir a los amores. Y entonces te escribo y soy una víctima en tus tragedias y el asesino a sueldo que mata tu tiempo de aburrimiento. Soy un rufián y hago que te enojes sin razón y que vuelvas a mis brazos sin arrepentimientos y sin excusas, buscando la calma donde la dejaste, arrancando un nuevo capítulo cada vez, aclarando a pie de página o permitiendo que una pequeña intriga, un cabo sin atar me mantenga en vilo, me haga dudar de mí mismo, de si soy un héroe o un villano, de si no es mejor confesar tu nombre para ser finalmente decapitado en la plaza pública entre las risas de los perdedores y el silencio de los cobardes.
      Me gusta escribirte desde mi exilio, desde la ausencia y el olvido, y que me pidas que no te escriba más, porque eso quiere decir que, a veces, una palabra vale más que mil imágenes.

RR



Ilustración: Eduardo Iglesias Brickles

domingo, 23 de marzo de 2014

EL ÚLTIMO PEDAZO DE MEMORIA


       Esta es la carta de un tipo común y corriente a una mujer como cualquiera. A una mujer que anda por ahí, enredada entre la gente, dejando su huella sobre la tierra que la aguanta y la sostiene. Una mujer que forjó una risa engañosa, un reparo para las soledades, una brújula sonora que guió las miradas de aquellos como yo que buscan inútilmente respuestas para todo. Esta carta encierra en sus palabras lo que falta. No es lo que escribo lo que cuenta sino, más bien, lo que evito escribir, lo que elijo callar, lo que busco distraer. La mirada de esta mujer maneja la redacción abriendo sus ojos como faros mientras repasa el horizonte girando la cabeza, atrayéndome como a un viajante solitario, como a uno de esos que tratan de huir de sus destinos, que reniegan de los crímenes cometidos y buscan un escondite que los apañe y los proteja de la justicia divina. Esta es una carta para una mujer de hierro dulce, doblada por el tiempo y enderezada por el amor propio. Y yo no soy otra cosa que un viajero más que ha pasado por su lado, un pobre cuentero al que le ha tocado llenar la bitácora de un viaje destinado al fracaso, al olvido y al dolor de ser olvidado; de no tener ni siquiera un más allá, una esperanza donde dirigir la mirada. Solo soy un tripulante inútil en medio de una tragedia en la que una mujer se ha adueñado de mi destino y me ha dejado como un paria escribiendo versos miserables y cartas mediocres.
      Pero mañana, al caer el sol, todo habrá terminado. Esta es mi última batalla, después de ella la guerra se habrá perdido. Porque, a pesar de saberme derrotado antes de emprenderla, he decidido arrojarme al campo de batalla, a golpear su puerta una vez más, a abrirme como una flor ante el sol en su último día y ponerme a disposición de la bayoneta de su mirada para que se clave en mí y me deje tendido a su lado. Esta es la muerte que he elegido para este amor, no la del olvido y la degradación, sino la del sacrificio y la eutanasia. El amor es un acto heroico, es rebelarse contra todos los pronósticos y todos los pronosticadores, esos falsos agoreros de la desgracia que creen que la muerte se lo lleva todo.
      Pues bien, querida, esto también es amor, esta pluma que empuño sin gracia ni talento alguno para decirte por última vez que te quise, que te quiero, pero que ya no hay más tiempo. Ya no puedo descifrar signos y acertijos, ya no puedo leer tu mirada ni adivinar tus movimientos, ya tu olor a celo y a deseo se ha perdido en el recuerdo. Mañana al atardecer estaré enterrando el resto de mis días a tu lado, los enterraré para que se pudran y alimenten los nuevos tiempos que vendrán. Y habré perdido mi batalla y vos habrás perdido la tuya y entre los dos habremos perdido esta guerra en la que esperábamos conquistar el horizonte, desembarcar en playas minadas de dolores a pura inconsciencia, como dos locos de remate que creían que podían quererse así, sin saber bien por qué y sin querer averiguarlo, yendo y viniendo, tirando y aflojando, ganando y perdiendo. Sobre todo, perdiendo.
      Ahora es tiempo levantar campamento, de arrojar todas las pruebas al fuego, deshacerse de los mapas y los planos que conducían a una falsa felicidad. Sólo me queda dar una última mirada a lo que fue y clavar este último pedazo de memoria en un árbol cualquiera para que lo recoja el viento y con suerte lo lleve para siempre. Hasta mañana.

RR


Foto: Pablo Silicz

sábado, 22 de marzo de 2014

UN FINAL FELIZ


      Vas a llegar por el este, por donde sale el sol cada mañana, por donde rompen las olas diariamente. No sé de donde vendrás, ya habrá tiempo para averiguarlo (o no). Llegarás con los ojos llorosos por el viaje, no por la penas, porque las penas se habrán secado, porque los días habrán pasado y con ellos se habrán ido los dolores y los olvidos y los rencores. Yo no te estaré esperando, ya no. Estaré dando vueltas por ahí buscando un rastro para seguir -como siempre- alejado de los sabiondos y los suicidas, metiendo las patas en el barro que es donde se dejan las huellas, donde se escriben los caminos. Aparecerás de repente, sola en una calle cualquiera, en un día cualquiera, a una hora cualquiera. Tu pelo se pondrá sobre tu cara hasta que tus manos la despejen en complicidad con el viento que siempre sopla en esta época. Te veré, sin reconocerte al principio, sin darme cuenta de que te había olvidado, de que todo eso que creía que eras vos era sólo un invento de mi imaginación, un placebo para seguir viviendo, una estatua de cera mantenida fresca a fuerza de historias falsas, de recuerdos inventados para seguir adelante, para no cortar los hilos que me ataban a tu vida y desangrarme en palabras. Tu imagen será ahora de carne y hueso, serás vos con los años pasados, vos con tus ojos de mujer vencida pero no entregada, bailando en puntas de pie como siempre, peleándole al mundo y a los fantasmas. Como yo, que te quise en eso que diagnostiqué como locura pero que bien sabía que no lo era, sabía perfectamente que quererte era exactamente lo que quería, que no podría abandonarte ni aún en el abandono, que dejarte ir aquella tarde de verano no iba a ser dejarte ir de mi vida, de mi casa vacía llena de cosas inútiles, de mis tristezas sin las tuyas, de mis risas sin tus muecas y tus caprichos.
      Sin embargo, no creas en esto. No creas que todo sucederá así porque seguramente no lo hará. Seguramente no te vuelva a ver nunca más o te cruce algún día y haga como si no te viera o como si no te recordara. No creas que todos los finales son felices, algunos sólo son finales, sin música ni aplausos, sin recuerdos ni lágrimas, sin homenajes ni discursos conmovedores. Algunos finales son orgullo y distancia, olvido y soledad, arrepentimiento y muerte.
      Pero mientras tanto, hay una calle por ahí que baja hacia el mar y en la que ahora está soplando un viento fuerte, uno de esos vientos que limpian el cielo de nubes y corren los pelos que tapan las caras. Yo voy a probar, voy caminar hacia el este sin tratar de evitar ni la lluvia ni el barro buscando unos ojos desconocidos pero no olvidados. Una vez más, buscando un final para una carta. Nunca se sabe...

RR


jueves, 20 de marzo de 2014

OTOÑO


      Al final del túnel no hay luz, solo el silencio, la oscuridad, la nada. Al final del túnel no hay ángeles ni predicadores esperando, no hay llantos ni lamentos ni salvación eterna, no hay tierra ni gusanos ni padres nuestros, no hay milagros ni resurrecciones. Al final del túnel solo existe el final. Y en el final están todas las respuestas. En el final se acaban las preguntas, se acaban las especulaciones, se acaban las excusas. En el final están los hechos crudos y descarnados sin palabras que los justifiquen, sin versos que los adornen. El final del túnel es el final del amor y el final del amor es final de la vida de quien fuimos alguna vez, un amante, un novio, un enamorado oculto en el desamparo del amor no correspondido. Al final del amor no hay luces, ni música, solo esperanzas rotas y un ejército de desilusiones que atacarán incesantemente hasta nacer de nuevo, escarbando entre la tierra con las uñas rotas y saliendo a la luz al encuentro del otoño que cambia verdes por ocres, hojas por vientos, fracasos por esperanzas.
      Y se renace en otoño, no en primavera, se renace entre árboles desnudos que permiten ver el cielo, que me dejan ver tus ojos nublados, que te traen a desnudar las penas, a preparar el cuerpo para las tormentas venideras y armar un fogón de abrazos que protejan, que calienten tu sexo helado por la noche. Y renacerás de tus pérdidas y tus dolores. Y dejarás morir lo que deba morir, dejarás que se pudran las fantasías de amaneceres perdidos en fotos viejas, de besos que hoy solo saben a olvido. Dejarás que la marea suba y se lleve los restos de la última cena, de la sangre derramada en vano, de los huesos de un esqueleto destrozado por los golpes. Renacerás hasta morir, hasta dejar tu cuerpo de mujer y renacer de la tierra que tantas veces escarbaste. Renacerás entre las hojas caídas y entre las flores aún cerradas. Renacerás entre los pasos que renuevan los caminos, entre las lágrimas de los amantes nuevos que creyeron en el amor eterno y que ahora les toca morir para renacer. Renacerás con el tiempo que nunca se detiene, ni por vos ni por mí ni por nadie. Renacerás, tal vez, como he renacido yo, al calor de este juego de palabras en cartas viejas, amontonadas en un rincón como hojas en otoño.

RR


Foto: Guillermina Raggio

martes, 18 de marzo de 2014

EL AMOR Y LA TINTA


     Me he apartado un rato de su lado para observarla, para mirarla a la distancia y para mirarme a mí mismo como en un espejo. No busco tratar de comprender qué hago a su lado, no me hace falta, sólo intento averiguar por qué cambia el aire cuando no está, por qué se espesan los recuerdos y nuestras simples cotidianeidades se vuelven imprescindibles en mi vida. 

     Desde el momento en que me levanto de la cama, su respiración empieza a perderse entre los murmullos de la calle y ya ahí me doy cuenta de que sin su respiración el silencio es atroz, sin su respiración empiezo a perder la noción de mi día, no sé si amanezco o si me he perdido en un sueño. El desafío continúa; toco su piel de mujer dormida envuelta en sábanas hechas de sueños, apoyo mi mano en su pecho y comienzo a subir por su cuello, el escalofrío me hiela la sangre, tiemblo levemente al verla debajo de las yemas de los dedos, erizando los pelos de mis brazos, arremolinando las sensaciones. Entonces, como envuelto en una bruma espesa, pierdo la noción del tacto y ya no sé si la estoy tocando o si es todo una gran alucinación. Cuando mi mano sube a deshilar su pelo todo mi experimento se ha vuelto impracticable, ya no es posible mantenerme inmune y neutral, ya no concibo la distancia, he perdido la capacidad de moverme en el espacio libremente, ya no es posible tratar de averiguar nada, la atracción es irresistible. Entonces me doy cuenta de todo, de que la quiero irracionalmente, inapelablemente, sin posibilidad de defender ni una sola de las contradicciones que a veces me obligan a huir de su lado. La quiero sin tener una sola prueba posible de ser mostrada a nadie, sin tener nada para acreditar el desamparo que invade mi vida al darme cuenta de que lo que nos junta es tan débil y tan frágil como un corazón que late un día y al siguiente deja de hacerlo. Por un momento pienso en que quizás un día el silencio atroz pueda adueñarse de los amaneceres en mi ventana; imagino que tal vez en una noche de oscuridades podemos separarnos, detener el ritmo que une nuestros latidos como en un infarto de miocardio dejándonos en camas diferentes. Pienso en lo inútil que será tratar de olvidarla si eso pasa, de lo poco y nada que valdrán las palabras y las promesas; los papeles, las firmas y los abogados; lo triste que se sentirá la tristeza cuando trate de someterme y vea que no puede, que estar triste no es nada en medio de ese agujero negro, oscuro, vacío y silencioso en que me habré convertido.
     Pienso en que no podría evitar que se fuera si así lo decidiese, no podría hacer nada más que extrañarla hasta morirme y renacer, no podría ni siquiera saludarla por la calle ni fingir que no me importa haberla querido aunque ya no la quiera, y que haber aceptado su ausencia no significa ser inmune a aquel recuerdo de su piel bajo mis dedos. No podría ni siquiera impedir que me volviese a enamorar, que recobrara el coraje de saltar nuevamente al precipicio infinito de una mujer desnuda para estrellarme contra su vientre y enterrar su recuerdo fantasmal.
       Si decidiese irse, no podría hacer nada más que escribirle inocentemente que la distancia y el tiempo son factores de una ecuación ajena al amor. Y le escribiría hasta que ya fuese imposible ocultar que incluso el más grande de los amores muere en los brazos del olvido. Porque el amor, al igual que la tinta, en algún momento se termina.

RR


domingo, 16 de marzo de 2014

MARZO


      Recuerdos, no me importan los recuerdos, ellos son sólo fabricaciones del inconsciente y se irán a su debido tiempo como se han ido tantos. Cada noche me voy a dormir con tus recuerdos y todos estamos en paz. Ellos se meten en mis sueños y yo los cobijo en tu mitad de la cama. No sufro tu recuerdo, creéme. No me angustio por tu ausencia o por verte de vez en cuando cruzar la calle con ese paso tan tuyo, tan seguro y tan frágil a la vez. Tu recuerdo es ese vapor que sube al cielo mientras se evaporan los besos, esas nubes que prometen tormentas y huracanes pero que ya no me afectan, sólo me llueven y me soplan tu nombre. Y sobre llovido, mojado. Porque yo ya estoy empapado de vos, pero tus besos… ellos todavía duelen. Los besos, las marcas en la boca, los labios hinchados aún por los mordisqueos tiernos, por los juegos entre dientes, por esa tinta y ese sello permanente como un tatuaje que no se borra, que arde y quema desde la punta de lengua hasta el alma. Tus besos son los que ya no se acuestan a mi lado, son los fantasmas que me rodean y me persiguen, son los muertos de una batalla que perdí. Tus besos son los que me faltan, no tu recuerdo, no tus promesas de amor, no tus llamadas o tus huidas descontroladas, tus besos, querida, tus besos. Tus labios rojizos y tímidos, la curva de tus dientes alineados y ese otro que saluda orgulloso desde el exilio en tu encía suave; tu lengua traviesa y tierna, tu gusto a menta y a mujer frugal y compleja. Tus besos son mis demonios, tus besos son mis verdugos. Tus besos son los personajes impostores de los libros que leo, de las canciones que escucho, son los de la gente en la calle que se besa con tus besos. Tus besos son los restos mortales de un amor vivido entre espadas y paredes, entre caricias y sexo, entre diciembre y febrero.
      Cuando te ví aquella noche sabía que te iba a querer, sabía que me iba a enredar en tu mundo, sabía que lo arriesgaba todo, que si caía en tu trampa de mujer solitaria, de hembra en celo, de chiquilina arrogante no saldría con vida, lo sabía. Y no caí, salté feliz a tu encuentro, me arrojé como un pobre tonto enamorado en la trampa de tu mirada estratega, conquistadora impiadosa de mis días venideros, de mis noches de cartas escritas con la boca llena de besos huérfanos que han quedado entre las sábanas, entre estas palabras mediocres que se van secando de a poco. Sin tus besos.

RR


CERO AL AS


     Tengo la sensación de que hoy va ser un día atípico, uno de esos días que nadie espera y que, en la mayoría de los casos, nadie quiere. Porque, seamos realistas, casi nadie quiere correrse un poco de lo seguro, salir del sillón cómodo de las horas que pasan suavemente. Todos alegamos el deseo de grandes aventuras amorosas, de increíbles viajes a través de paisajes de leyenda, pero al final, preferimos la comodidad de la rutina diaria, de lidiar con las ausencias predicando el "por algo será".
     Entonces, hoy tal vez sea un día atípico. Porque hoy voy a salir del sillón y los almohadones de esta tarde de domingo de nostalgias asesinas, de desesperanzas construidas con los días pasados sin aventuras amorosas ni viajes de leyenda, sin Catalina ni Heathcliff, sin Sandokán ni Julio Verne. Hoy, apenas se extingan las cenizas remanentes del sueño en una cama que aún conserva un lado intacto, dejaré mi orgullo en el armario y saldré a caminar la costa, a buscarla en todos esos lugares donde sé que no está, a contarle a la gente en cada esquina que la quise y que me puse equivocadamente a disposición de su destino, que me hundí en el peor de los fangales cuando su aroma de mujer se fue con el viento y que, finalmente,  me entregué sin luchar.
     Voy a caminar las plazas y los bares, voy buscarla entre los corazones tallados en los árboles y las piedras, voy a preguntarle a los amigos si saben algo de ella y de su risa; si conocen su paradero o si la han visto emprender un nuevo viaje. Quizás en algún momento me detenga un rato a escuchar a unos de esos artistas callejeros que como elegidos por la mano del destino cantan canciones desconocidas a nuestro paso invitándonos a bailar, a perder la vergüenza y enredarnos los pies y los amores en una baldosa. O también puede ser que vaya hasta la punta de la escollera a tirar algunas piedras, a decir su nombre donde nadie pueda escucharme, a dejar que el nudo en la garganta me apriete el alma libremente y me exprima algunas lágrimas que corran a juntarse con el mar pensando en todos los que se han ido y los que se seguirán yendo irremediablemente. Es que el mar es siempre testigo de la vida y de la muerte, compañero de las ausencias, confesionario de esos secretos nunca deben llevarse a la tumba.
      Sí, hoy va ser un día atípico. Porque una vez que haya terminado de buscarla falsamente en aquellos lugares donde sé perfectamente que nunca la encontraría, enderezaré mis pasos e iré a su encuentro, a solicitarle frente a frente su destino como propio, a mostrarle una vez más que mi orgullo no existe y que mi armario se ha llenado de cartas que nunca le envié. Iré a dibujar un corazón con su nombre y el mío en la arena para que sea la marea la que lo borre, para que no sean ni el miedo, ni el orgullo, ni los desencuentros, ni la muerte. Iré a su encuentro para que me eche de una vez por todas de su lado, para que me mire furiosa y se enoje por mi atrevimiento, por haberme levantado del sillón para invitarla por última vez a deshacer mi cama, por haberme aferrado a este hábito imperdonable de escribirle una y otra vez cartas desesperadas y sin sentido en vez de ir a besarla impunemente como lo haré ahora.
      Y así como existe algo típico de los días atípicos, existe a su vez la sorpresa y los imponderables, los electrones sueltos y la bola que salta en la ruleta manejada por el azar. Existen los locos y los enamorados, existen los ciegos y los desahuciados, existen los dados y el misterio del cubilete que los tapa en la mesa ocultando una generala casual y oportuna que sale a la luz justo antes de tachar la doble. Y entonces, ¿por qué no creer que entre todas esas probabilidades existe también una que pueda transformar este típico día en uno atípico y que ella me recuerde sin querer en este final del texto y sin darse cuenta sonría?
     Que sonría como probablemente vos lo estés haciendo ahora mientras me leés y te das cuenta de que vos sos ella.

RR



jueves, 13 de marzo de 2014

AIRE


     Yo no soy este que leés, de ninguna manera, ojalá tuviera el valor de ser este. Yo soy el que escribe, el que abandona cobardemente su vida privada de aires para tratar de participar aunque sea un rato en esta comedia que he montado. Yo soy el de la hoja en blanco, el que se deja llevar por el remolino de pensamientos que agitan la soledad y el fracaso. Yo no soy un amante heroico, no soy ni Romeo, ni el Quijote, ni ese Ulises tan mencionado acá, no soy ni siquiera un hombre convencido de lo que ama. Yo soy el de un pasado que hoy, por alguna de esas casualidades misteriosas, hace su aparición en esta carta que ha caído en tus manos, en uno de esos “por algo será” que tantas veces tuve que repetirme a mí mismo cuando los días me golpeaban de a uno, lentamente, sin piedad, sólo porque me atrevía a desafiar al tiempo, a plantarme ante el olvido y esconderme en estas palabras molestas y fuera de lugar. Estas palabras que para mantenerme con vida mataron su recuerdo lentamente y lo convirtieron en una fábula, en una falsa historia de amor entre una mujer que no existe y el traidor de un destino que ya había quedado fuera de su vida. 
      Fui un insolente y me decidí a escribirle, me fui a vivir a un mundo de cartas sin destinatario, a una torre sin princesa, a un cuarto solitario de paredes acolchadas en blanco donde mis desvaríos fueran inofensivos para ella. Y entonces fui víctima de mí mismo, fui el asesino y el asesinado y derramé toda la sangre del traidor y lloré todas las lágrimas del traicionado. No le escribí para conquistar su recuerdo sino para morirme en su olvido, para terminar definitivamente con el hombre penitente, con el mártir crucificado, con el cobarde genuflexo que pudiese intentar seguirla. De estas cartas salió la daga que mató al héroe, que la salvó de la incomodidad de mantener eternamente la indiferencia. De estas cartas brotó el fuego que arrasó con los recuerdos de lo que quise y ya no podía querer, de lo que sembré y tuve que dejar morir. Estas cartas sirvieron de despedida a ese que se fue con ella, a ese que se va con cada amor que nos deja, como aquel que se fue con el primero y como el que se irá con el último. Y cada carta fue un demonio exorcizado, y cada carta fue un fantasma desterrado, un miedo vencido. En cada una la quise como si la tuviera, como si realmente la besara cuando escribía sobre sus besos, como si verdaderamente me acostara a su lado cuando le hablaba de la noche y esta cama que la extrañó más que yo. Pero yo no era ese, yo era el de la hoja en blanco, ese que tuvo que renacer como renacen las flores en primavera, como renacen las esperanzas después de las tragedias, como renace el amor después del olvido.
      Y hoy ya no se trata de escribir o no, de continuar o abandonar. No se trata de olvidarla o recordarla, de simular aceptación o morirme tratando de alcanzarla. Se trata simplemente de seguirle la corriente a las palabras, dejarlas que jueguen libres con su recuerdo, ventilar algunas hojas y guardar todo al final del día, ya sin cartas ni fábulas, ya sin héroes ni princesas.


RR

martes, 11 de marzo de 2014

SABER


      Puede ser que tengas razón, puede ser que no sepa realmente qué me atrajo de vos y que, después de todo, esto sea solo el invento de un loco obsesivo. Puede ser que no tenga bien en claro qué me condujo hasta tus costas a esperarte pacientemente, a mirarte de lejos y tratar de captar tu mirada predadora, tu atención de orquídea salvaje fugitiva de las contemplaciones. No lo sé, y qué importa eso ahora, ¿no? Ahora estoy acá, en este lugar lejano y solitario que he elegido para resguardarme de tu recuerdo, para tratar de tapar el sol con las manos, para dejar que el mar te lleve de a poco, de a ratos, ola a ola, carta a carta. Hoy ya ni sé por qué te quería, el tiempo ha pasado más rápido para algunas cosas que para otras. Supongo que te quería porque eras una buena compañera de cama en esas tardes de domingo que a veces golpean despiadadas, porque en ese poliladron constante vos jugabas mucho mejor que yo, porque eras una maga, una experta en el arte del escapismo. Puede ser que te quisiera porque de a ratos sentía que podía modificar tu día con un beso o con un llamado, con una visita inesperada o con una canción olvidada. Me gusta pensar que te quería porque vos me querías a mí o porque solo quería que me quisieras y, entonces, este trabalenguas era un nudo misterioso que nos ataba al placer de estar un poco juntos, un poco separados, depende de cómo se desatara la tormenta. Creo que podría intentar teorizar algunas probabilidades más, pero no llegaría a nada y, como dije antes, qué importa eso ahora.
      Pero hay algo, chiquita, que sí sé, con la seguridad del hoy aunque con las dudas que seguro vendrán mañana. Sé por qué te quiero ahora, mientras te escribo después de tanto tiempo al amparo de esa locura que (como dice la canción) florece a veces. Sé por qué aún hoy te quiero. Porque cuando te arrimás a mis pensamientos se me dibuja una sonrisa en la cara, inexplicable, invasora, desleal y delatora. Una sonrisa íntima, imperdonable de ser compartida, escondida bajo siete llaves, reprimida durante el día y liberada en la oscuridad de la noche. Y esa sonrisa que no tiene explicación, sin embargo, tiene sus razones. Razones para navegar hasta mí que me son ajenas e incontrolables, autónomas de tus deseos y de los míos. Esa sonrisa tiene tu nombre en su casco que pelea las mareas y tiene tu dirección en los vientos que soplan sus velas. Esa sonrisa es esta misma que tengo ahora mientras te imagino y te escribo convertido en un vigía desatento que trata de llevarme a un naufragio dulce y fatal en tu ojos.

RR


Foto: Marcela Gallardo

lunes, 10 de marzo de 2014

QUIERO


      Al final todo es pura coincidencia. Ni ella era la mujer que siempre soné ni yo su príncipe azul. Pero, entonces, ¿quién era ella? ¿Quién soy yo? ¿Quiénes somos nosotros en realidad? ¿Cómo nos reconocemos entre todos si apenas somos reconocibles para nosotros mismos?
    Como una coincidencia entre tantas en el universo, nuestros mundos chocaron un día en una esquina cualquiera y todo pareció -sólo pareció- saltar en pedazos. Pedazos de música y baile, pedazos de libros inconclusos y sueños postergados. Y de esos pedazos hicimos un breve nosotros, un ella y yo agazapados en una playa con un viento que se llevaba  todo. Todo menos ese calor que guardamos tímidamente entre las bocas pegadas.
     Y desde ese pequeño rincón de la existencia vimos pasar a Sábato y a Borges tomados del brazo hablando de bibliotecas universales y túneles, dibujando como dos ciegos rayuelas en la arena. Vimos a Piazzolla y al Polaco jugando al truco, mintiendo treinta tres en cada mano, pegándose el ancho en la frente y riendo a carcajadas mientras una pareja llevaba adelante el ritual del baile y nosotros nos uníamos a ellos abrazados, refugiados en la penumbra íntima del abrazo querido, del que rodea y protege; del abrazo desnudo y humano que no necesita de explicaciones o de confesiones, que dice todo con los poros abiertos en la piel.  No sé cómo se llama eso, a mí me gusta llamarlo amor, aunque seguramente lo haga porque me queda cómodo, porque eso es lo que quería cuando la quería, porque eso es lo que buscaba en sus ojos cuando el orgasmo terminaba y bajaban las pulsaciones y sólo quedaban los murmullos del alma, eso que está afuera del cuerpo y de las hormonas, eso que me capturaba en su ausencia, eso que hoy llamo extrañarla.
     Y al aire volaron el cinismo y el abandono, y todas las predicciones se fueron a la basura y no hubo más que hacer que aceptar lo que la vida proponía. Supongo que a veces hay que acatar el destino, admitir que ya no es posible mirarse con indiferencia, que el juego del gato y el ratón nos atrapa en la misma jaula y que ahí es menester entenderse, que no hay otra salida más que encontrar esa fórmula mágica y misteriosa para terminar con los miedos y las huidas. Entonces, eso que alguna vez buscamos evitar por todos lo medios, repentinamente nos tenía atados de pies y manos y nos ponía uno frente al otro, sin máscaras hipócritas, sin histeriqueo adolescente, sólo nosotros y el desafío de asumir que si nos encontramos ahí tal vez era porque nos  habíamos buscado, y que si nos íbamos a querer también nos deberíamos mutuamente.
     Pero sin embargo ahora, cuando todo finalmente terminó, me doy cuenta de que soy un tonto. Porque no hago más que huir por miedo al desconsuelo. Trepo montañas infinitas donde perderme, transito caminos desolados donde nada me distraiga de un dolor que creo injustificadamente que debe ser extirpado. Y así, yendo hacia ella como un botiquín de primeros y últimos auxilios la he ido convirtiendo en una piel sustituta intentando cubrir las heridas del pasado; en la noche calma que le sigue a un día de furia; en un presente de palabras blandas y dulces que viajan incesantemente hacia su penumbra.
   
    Así es que, querida mía, no hace falta ya que te excuses ni te alejes más de mí. Porque, llegado el caso, ya no necesitarás golpear la puerta de mi casa o de mi vida, pues vos tenés tu propia llave. Y yo ya no necesito pensar en vos para traerte a bailar conmigo a la hora de los rituales y las promesas, ya no me hace falta buscar una excusa para saludarte mirando para otro lado por no mirarte a los ojos con íntimos deseos, con los ojos hamacándose en el columpio de la nostalgia de un amor que pudo ser y no fue. No, ya ni siquiera necesito pensar en vos para escribirte, he descubierto que lo hago también porque me gusta hacerlo, como un juego solitario, como si desde estas hojas pudiese darte una caricia invisible, fabricarte una sombra cómplice que te permita de vez en cuando desvestirte a mi lado sin arriesgar tu lejanía.
     Y todo sucede sin haber logrado encontrarle una respuesta a ninguna de aquellas preguntas. Todo termina siendo un devenir de casualidades inescrutables acomodándose como lo hacen sobre este teclado las notas que componen para nosotros la música de un epílogo para una historia que ha terminado.

RR


sábado, 8 de marzo de 2014

EL QUE CALLA


     
Sería un mentiroso si te dijera que no, que nos sos vos la de esta carta. Estaría tratando de engañar a todos, incluso a vos, pero lo peor, estaría tratando de engañarme a mí mismo. Y ese es el peor de los engaños.
      Sería un hipócrita si te dijera que ya no me importa cómo estarás, si quien se acuesta a tu lado te tratará bien, si no pasarás frío en tus vueltas a casa, si no te sentirás a veces sola en esas reuniones tan concurridas que te gusta frecuentar. Pecaría de soberbio si no reconociera que, a pesar de lo mucho que me gustaría encontrarte, preferiría no hacerlo; que temo no soportar esa mirada tuya que me mandaría nuevamente y sin escalas al infierno.
      También debo confesar que el paisaje que me acompaña diariamente cuando camino por la ciudad se ha ido convirtiendo en nada más que baldosas de veredas comunes y corrientes, asfaltos de calles que van y vienen sin llevarme a ninguna parte, cielos con barriletes de colores que sirven para mandar a volar mis pensamientos en blanco y negro.
      La verdad es que me sentiría un idiota si te nombrara ahora mismo mandando todo al diablo, alegando un amor que ni siquiera sé a ciencia cierta que tan amor es. Porque debo reconocer que sería un arrogante si no dudara de este amor, si no creyera que, en realidad, tal vez, sólo me haya enamorado de escribirte, de la comodidad de tenerte ahí, al alcance de la mente y del alma para acariciarte como a una lámpara mágica que instantáneamente me devuelve poemas y cartas que, aunque sean para vos, yo las guardo para mí. ¿Y por qué no? Si me gusta tenerte de musa inspiradora, me gusta frotar tu recuerdo y viajar por estas hojas sobre una alfombra mágica tejida de palabras que sólo yo sé qué dicen verdaderamente y, lo que es aún más importante, qué callan.
       Y aunque me muero de ganas, sé perfectamente que sería un error decir tu nombre ahora mismo, en medio de los delirios de un tipo perdido al que se le han volado los pájaros, sometido a la terrible tentación de ir a buscar a la vista de todos a una mujer ya casi desconocida, en contra de todos los pronósticos y de todos los presagios. Sería un error porque el amor no se hace con cartas. El amor se hace con gestos y señales recíprocas, con piel y sudor mezclados en una cama, con besos de bocas juntas, de labios mordidos; con idas y vueltas y enojos y perdones y palabras dichas al oído en una noche cualquiera, una noche como esta que se avecina silenciosa una vez más.
      Seguramente todo esto no es amor, es sólo una carta larga, casi interminable. Una carta que te busca mientras se escribe, y que se escribe en medio de una búsqueda inútil. Porque esta carta, como las otras, no son escritas para decirte que te quiero sino para seguir callándolo.

 

RR



Foto: Pablo Silicz

viernes, 7 de marzo de 2014

TREINTA Y TRES


      Dejame recorrerte por última vez con la mirada. Dejame que lea estas últimas líneas y que me las grabe en los ojos, que se tatúen en mis retinas, que se incrusten en las paredes ya derruidas de mi alma vieja y cansada. Ha llegado el momento de dejarte en silencio, en esta ausencia tuya que has madurado tenazmente en esta habitación y en estas hojas. Dejame escribirte por última vez que te quiero, tanto que ya no puedo quererte. Porque no quiero quererte hasta que la muerte nos separe, hasta que corra la sangre del olvido cruel. Te quiero hasta acá, hasta esta última carta en donde me llevo mi amor a la tumba de la memoria, al canasto de los objetos perdidos que nadie reclama. Y te quedarás ahí, te guste o no, una marca en la piel, una cicatriz en un libro ajado, una raya en un disco. Y cada vez que escuche tu nombre escucharé como salta la púa y me corta la carne y me hiela la sangre. Como ahora, como en este mismo instante en donde me trago el dolor y fijo la vista en el último reflejo de tu recuerdo de chiquita tierna, de bailarina solitaria, para decirte hasta siempre.

RR


martes, 4 de marzo de 2014

EN ESTA NOCHE


      Voy a decirte algo que duele, que me duele en el alma, que me duele en el orgullo y en el amor propio, que me duele sin horarios y sin modales. Hay algo que ya no puedo seguir guardando porque me está comiendo como una plaga, es como un viento del mar persistente que oxida mis articulaciones y me inmoviliza frente a vos. Me duelen los pensamientos de solo pensarlo, pero más me dolería la vida si no dejara que me duela. No me duelen ni las traiciones ni las desesperanzas, no me duelen las marcas del tiempo ni los llantos ni las ausencias ni los rechazos, no me duele la muerte que se pavonea por la vida impunemente, ni me duele esta noche sin estrellas. Lo que me duele es lo que quiero, es lo que respiro, es lo que busco y lo que encuentro. Lo que me duele es el saber y el haber y el estar. Me duelen los pronombres y los adverbios, me duelen el sujeto y el predicado, me duelen las prosas y los versos, las cartas y el destino.
      No es fácil para mí aceptarlo, no será fácil seguir después de decirte que lo que me duele sos vos. Vos que has crecido como una hiedra en mi vida usurpando cada rincón oscuro de mi existencia, iluminándola con una luz ficticia que me hace creer en señales falsas. Y entonces te quiero y eso duele, quererte me duele, porque quererte es aceptar a una y renunciar a todas, es un alambre de púas que no me permite seguir ningún otro camino que no sea el de tus pasos, es tener que hacerme cargo del por qué de mi vida y del por qué de mi muerte. Sí, así como te lo digo, me duelen tus ojos y tu vientre, me duelen tus dedos finos y tu pelo color miel, me duelen tus piernas que bailan y tu voz que murmura, me duelen tus pechos firmes y tu espalda como un tobogán. Me duele saber que no tengo oportunidad de querer a nadie más mientras te quiera a vos, mientras sienta la persistencia de este dolor que soy yo entregado a la fatal decisión de quererte, sin complejos ni vergüenzas, sin lamentos ni dudas. Entonces te quiero así, palabra tras palabra, carta tras carta. Como un dolor sin remedio.

RR


Foto: Guillermina Raggio

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...