martes, 25 de marzo de 2014

EL DÍA DESPUÉS



      Me gustan los libros viejos, los que vienen a contar su historia más allá de la que alguien escribió en sus páginas. Me gustan los libros con las marcas de la memoria en sus tapas y en sus hojas, con garabatos y notas de quien los ha leído y ha dejado parte de su propia vida en ellos. Me gustan los libros viajeros que van y vienen en cajas o en bolsos o simplemente en la mano, que tienen manchas de café o de te o de mate pero que en verdad son mucho más que eso, son mapas que conducen a tardes y noches de música y de cuentos, de besos compartidos, de mañanas de silencios y caricias. Me gustan esos libros que te hacen compañía mientras no los leés, mientras esperan pacientes arriba de la mesa o en la biblioteca a que alguien los llame a jugar, a protagonizar un momento y entonces sentarse a escuchar esa voz musical que cuenta una historia que se hará inmediatamente nuestra: “Los rojizos tejados caían oblicuamente, protegiendo con el alero los tragaluces y ventanillas de las boardillas, y entre la pimpante hojarasca de los castaños se veía un gallo de cinc moviendo su cola torcida a todos los vientos. En derredor, intrincadamente, surgía el jardín, con amaño de bosquecillo, y ahora en la quietud del atardecer, bajo el sol que aplomaba en el espacio una atmósfera de cristal nacarado, los rosales vertían su perfume potentísimo, tan penetrante, que todo el espacio parecía poblarse de una atmósfera roja y fresca como un caudal de agua“ (Roberto Arlt).
      Me gustan los libros que, como vos, me sonríen con complicidad, jugando con los finales para desafiar mi entendimiento y mandarme a dormir confundido y levantarme en la mañana y besarte en medio de ese sueño remanente después de haber habitado paisajes de locura inconsciente. Me gusta mojar el dedo con la lengua y abrir cada una de tus páginas buscando tu escalofrío, tu estremecimiento. Me gusta tenerte cerca en caso de que decida tomarte de la cintura y sacarte a bailar sin tener idea de cómo se hace, de cómo puedo abrazarte para que sientas en mis manos que lo que busco es quedarme a vivir en tu vida hasta que la vida nos separe. Me gusta que pienses que estoy un poco loco porque lo estoy, porque la cordura te lleva a sobrevivir y yo no quiero sobrevivir, yo quiero morirme escribiéndote que me muero, que si es hoy o mañana no importa, siempre y cuando no me muera sin decirte que te quiero. Y eso no me hace ni mejor ni peor ni merecedor de ningún premio, solo me reconcilia con la muerte, con esta demencial costumbre de vivir sin un por qué, dejando pasar los trenes, dejando ir a los amores. Y entonces te escribo y soy una víctima en tus tragedias y el asesino a sueldo que mata tu tiempo de aburrimiento. Soy un rufián y hago que te enojes sin razón y que vuelvas a mis brazos sin arrepentimientos y sin excusas, buscando la calma donde la dejaste, arrancando un nuevo capítulo cada vez, aclarando a pie de página o permitiendo que una pequeña intriga, un cabo sin atar me mantenga en vilo, me haga dudar de mí mismo, de si soy un héroe o un villano, de si no es mejor confesar tu nombre para ser finalmente decapitado en la plaza pública entre las risas de los perdedores y el silencio de los cobardes.
      Me gusta escribirte desde mi exilio, desde la ausencia y el olvido, y que me pidas que no te escriba más, porque eso quiere decir que, a veces, una palabra vale más que mil imágenes.

RR



Ilustración: Eduardo Iglesias Brickles

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