Yo no soy este que leés, de ninguna manera, ojalá tuviera el valor de ser este. Yo soy el que escribe, el que abandona cobardemente su vida privada de aires para tratar de participar aunque sea un rato en esta comedia que he montado. Yo soy el de la hoja en blanco, el que se deja llevar por el remolino de pensamientos que agitan la soledad y el fracaso. Yo no soy un amante heroico, no soy ni Romeo, ni el Quijote, ni ese Ulises tan mencionado acá, no soy ni siquiera un hombre convencido de lo que ama. Yo soy el de un pasado que hoy, por alguna de esas casualidades misteriosas, hace su aparición en esta carta que ha caído en tus manos, en uno de esos “por algo será” que tantas veces tuve que repetirme a mí mismo cuando los días me golpeaban de a uno, lentamente, sin piedad, sólo porque me atrevía a desafiar al tiempo, a plantarme ante el olvido y esconderme en estas palabras molestas y fuera de lugar. Estas palabras que para mantenerme con vida mataron su recuerdo lentamente y lo convirtieron en una fábula, en una falsa historia de amor entre una mujer que no existe y el traidor de un destino que ya había quedado fuera de su vida.
Fui un insolente y me decidí a escribirle, me fui a vivir a un mundo de cartas sin destinatario, a una torre sin princesa, a un cuarto solitario de paredes acolchadas en blanco donde mis desvaríos fueran inofensivos para ella. Y entonces fui víctima de mí mismo, fui el asesino y el asesinado y derramé toda la sangre del traidor y lloré todas las lágrimas del traicionado. No le escribí para conquistar su recuerdo sino para morirme en su olvido, para terminar definitivamente con el hombre penitente, con el mártir crucificado, con el cobarde genuflexo que pudiese intentar seguirla. De estas cartas salió la daga que mató al héroe, que la salvó de la incomodidad de mantener eternamente la indiferencia. De estas cartas brotó el fuego que arrasó con los recuerdos de lo que quise y ya no podía querer, de lo que sembré y tuve que dejar morir. Estas cartas sirvieron de despedida a ese que se fue con ella, a ese que se va con cada amor que nos deja, como aquel que se fue con el primero y como el que se irá con el último. Y cada carta fue un demonio exorcizado, y cada carta fue un fantasma desterrado, un miedo vencido. En cada una la quise como si la tuviera, como si realmente la besara cuando escribía sobre sus besos, como si verdaderamente me acostara a su lado cuando le hablaba de la noche y esta cama que la extrañó más que yo. Pero yo no era ese, yo era el de la hoja en blanco, ese que tuvo que renacer como renacen las flores en primavera, como renacen las esperanzas después de las tragedias, como renace el amor después del olvido.
Y hoy ya no se trata de escribir o no, de continuar o abandonar. No se trata de olvidarla o recordarla, de simular aceptación o morirme tratando de alcanzarla. Se trata simplemente de seguirle la corriente a las palabras, dejarlas que jueguen libres con su recuerdo, ventilar algunas hojas y guardar todo al final del día, ya sin cartas ni fábulas, ya sin héroes ni princesas.
RR
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