Al final todo es pura coincidencia. Ni ella era la mujer que siempre soné ni yo su príncipe azul. Pero, entonces, ¿quién era ella? ¿Quién soy yo? ¿Quiénes somos nosotros en realidad? ¿Cómo nos reconocemos entre todos si apenas somos reconocibles para nosotros mismos?
Como una coincidencia entre tantas en el universo, nuestros mundos chocaron un día en una esquina cualquiera y todo pareció -sólo pareció- saltar en pedazos. Pedazos de música y baile, pedazos de libros inconclusos y sueños postergados. Y de esos pedazos hicimos un breve nosotros, un ella y yo agazapados en una playa con un viento que se llevaba todo. Todo menos ese calor que guardamos tímidamente entre las bocas pegadas.
Y desde ese pequeño rincón de la existencia vimos pasar a Sábato y a Borges tomados del brazo hablando de bibliotecas universales y túneles, dibujando como dos ciegos rayuelas en la arena. Vimos a Piazzolla y al Polaco jugando al truco, mintiendo treinta tres en cada mano, pegándose el ancho en la frente y riendo a carcajadas mientras una pareja llevaba adelante el ritual del baile y nosotros nos uníamos a ellos abrazados, refugiados en la penumbra íntima del abrazo querido, del que rodea y protege; del abrazo desnudo y humano que no necesita de explicaciones o de confesiones, que dice todo con los poros abiertos en la piel. No sé cómo se llama eso, a mí me gusta llamarlo amor, aunque seguramente lo haga porque me queda cómodo, porque eso es lo que quería cuando la quería, porque eso es lo que buscaba en sus ojos cuando el orgasmo terminaba y bajaban las pulsaciones y sólo quedaban los murmullos del alma, eso que está afuera del cuerpo y de las hormonas, eso que me capturaba en su ausencia, eso que hoy llamo extrañarla.
Y al aire volaron el cinismo y el abandono, y todas las predicciones se fueron a la basura y no hubo más que hacer que aceptar lo que la vida proponía. Supongo que a veces hay que acatar el destino, admitir que ya no es posible mirarse con indiferencia, que el juego del gato y el ratón nos atrapa en la misma jaula y que ahí es menester entenderse, que no hay otra salida más que encontrar esa fórmula mágica y misteriosa para terminar con los miedos y las huidas. Entonces, eso que alguna vez buscamos evitar por todos lo medios, repentinamente nos tenía atados de pies y manos y nos ponía uno frente al otro, sin máscaras hipócritas, sin histeriqueo adolescente, sólo nosotros y el desafío de asumir que si nos encontramos ahí tal vez era porque nos habíamos buscado, y que si nos íbamos a querer también nos deberíamos mutuamente.
Como una coincidencia entre tantas en el universo, nuestros mundos chocaron un día en una esquina cualquiera y todo pareció -sólo pareció- saltar en pedazos. Pedazos de música y baile, pedazos de libros inconclusos y sueños postergados. Y de esos pedazos hicimos un breve nosotros, un ella y yo agazapados en una playa con un viento que se llevaba todo. Todo menos ese calor que guardamos tímidamente entre las bocas pegadas.
Y desde ese pequeño rincón de la existencia vimos pasar a Sábato y a Borges tomados del brazo hablando de bibliotecas universales y túneles, dibujando como dos ciegos rayuelas en la arena. Vimos a Piazzolla y al Polaco jugando al truco, mintiendo treinta tres en cada mano, pegándose el ancho en la frente y riendo a carcajadas mientras una pareja llevaba adelante el ritual del baile y nosotros nos uníamos a ellos abrazados, refugiados en la penumbra íntima del abrazo querido, del que rodea y protege; del abrazo desnudo y humano que no necesita de explicaciones o de confesiones, que dice todo con los poros abiertos en la piel. No sé cómo se llama eso, a mí me gusta llamarlo amor, aunque seguramente lo haga porque me queda cómodo, porque eso es lo que quería cuando la quería, porque eso es lo que buscaba en sus ojos cuando el orgasmo terminaba y bajaban las pulsaciones y sólo quedaban los murmullos del alma, eso que está afuera del cuerpo y de las hormonas, eso que me capturaba en su ausencia, eso que hoy llamo extrañarla.
Y al aire volaron el cinismo y el abandono, y todas las predicciones se fueron a la basura y no hubo más que hacer que aceptar lo que la vida proponía. Supongo que a veces hay que acatar el destino, admitir que ya no es posible mirarse con indiferencia, que el juego del gato y el ratón nos atrapa en la misma jaula y que ahí es menester entenderse, que no hay otra salida más que encontrar esa fórmula mágica y misteriosa para terminar con los miedos y las huidas. Entonces, eso que alguna vez buscamos evitar por todos lo medios, repentinamente nos tenía atados de pies y manos y nos ponía uno frente al otro, sin máscaras hipócritas, sin histeriqueo adolescente, sólo nosotros y el desafío de asumir que si nos encontramos ahí tal vez era porque nos habíamos buscado, y que si nos íbamos a querer también nos deberíamos mutuamente.
Pero sin embargo ahora, cuando todo finalmente terminó, me doy cuenta de que soy un tonto. Porque no hago más que huir por miedo al desconsuelo. Trepo montañas infinitas donde perderme, transito caminos desolados donde nada me distraiga de un dolor que creo injustificadamente que debe ser extirpado. Y así, yendo hacia ella como un botiquín de primeros y últimos auxilios la he ido convirtiendo en una piel sustituta intentando cubrir las heridas del pasado; en la noche calma que le sigue a un día de furia; en un presente de palabras blandas y dulces que viajan incesantemente hacia su penumbra.
Así es que, querida mía, no hace falta ya que te excuses ni te alejes más de mí. Porque, llegado el caso, ya no necesitarás golpear la puerta de mi casa o de mi vida, pues vos tenés tu propia llave. Y yo ya no necesito pensar en vos para traerte a bailar conmigo a la hora de los rituales y las promesas, ya no me hace falta buscar una excusa para saludarte mirando para otro lado por no mirarte a los ojos con íntimos deseos, con los ojos hamacándose en el columpio de la nostalgia de un amor que pudo ser y no fue. No, ya ni siquiera necesito pensar en vos para escribirte, he descubierto que lo hago también porque me gusta hacerlo, como un juego solitario, como si desde estas hojas pudiese darte una caricia invisible, fabricarte una sombra cómplice que te permita de vez en cuando desvestirte a mi lado sin arriesgar tu lejanía.
Y todo sucede sin haber logrado encontrarle una respuesta a ninguna de aquellas preguntas. Todo termina siendo un devenir de casualidades inescrutables acomodándose como lo hacen sobre este teclado las notas que componen para nosotros la música de un epílogo para una historia que ha terminado.
RR
Así es que, querida mía, no hace falta ya que te excuses ni te alejes más de mí. Porque, llegado el caso, ya no necesitarás golpear la puerta de mi casa o de mi vida, pues vos tenés tu propia llave. Y yo ya no necesito pensar en vos para traerte a bailar conmigo a la hora de los rituales y las promesas, ya no me hace falta buscar una excusa para saludarte mirando para otro lado por no mirarte a los ojos con íntimos deseos, con los ojos hamacándose en el columpio de la nostalgia de un amor que pudo ser y no fue. No, ya ni siquiera necesito pensar en vos para escribirte, he descubierto que lo hago también porque me gusta hacerlo, como un juego solitario, como si desde estas hojas pudiese darte una caricia invisible, fabricarte una sombra cómplice que te permita de vez en cuando desvestirte a mi lado sin arriesgar tu lejanía.
Y todo sucede sin haber logrado encontrarle una respuesta a ninguna de aquellas preguntas. Todo termina siendo un devenir de casualidades inescrutables acomodándose como lo hacen sobre este teclado las notas que componen para nosotros la música de un epílogo para una historia que ha terminado.
RR
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