viernes, 28 de diciembre de 2018

DESDE LAS SOMBRAS


     Quisiera pedirte un último favor. Me gustaría pedírtelo sin tener que dar estúpidas razones que, como bien sabrás, en algunos casos sobran y en otros no alcanzan. En este caso las razones ni siquiera existen porque son en realidad una lista de pequeñas fantasías, de trucos baratos, de estratagemas deshonestos que buscaron hasta hoy atraer la atención de quien, a decir verdad, menos aun existe. 
     Porque debo confesarte con cierto pesar que la realidad finalmente muestra que no existen tus ojos coloreados de acuerdo a la ocasión como no existe tu pubis manifiesto guardando deseos que, por otra parte, tampoco existen. No existe esa boca dibujada con la ayuda de Cortázar a puro dedo debajo de las yemas que nunca logró coincidir casualmente con la tuya y se quedó esperando en el cielo de esa rayuela que te obsequié un día. No existen tus hombros por encima de tus pechos que reposan a la vuelta de tu espalda sosteniendo incólume tus años que, como te advertí alguna vez, pasan indefectiblemente. No, querida, no existe nada de eso. Y es una pena porque eso me lleva a la conclusión de que, entonces, tampoco existe verdaderamente un cielo abierto como este sobre el techo de tu casa, este ridículo firmamento que armé precariamente con agua de mar y nubes de algodón para adornar tu ventana cuando el ocaso lo tiñera de rojo, y al que de vez en cuando, quizás para aportarle cierto dramatismo poético, hice llover a la hora del mate o de la siesta, o cuando te pudiste sentir enormemente sola rodeada de sobres vacíos. Sobres que, por otra parte, lamento comunicarte que tampoco existen.
     Sin embargo, aun así me gustaría pedirte este favor luego de admitir que, a pesar de todo esto y sin vergüenza alguna, te he querido como si existieses, como si mi espera hubiera sido el calendario que regía tu vida, como si tu vida hubiese hablado el idioma en el que escribo, como si lo que escribo valiera aunque sea un poquito más que el silencio que acompañarán estas últimas palabras. No obstante, no hace falta que me concedas este favor porque, al fin y al cabo, todo es un invento mío: vos, yo y todas las posibilidades de ser o no ser que he redactado con más pretensiones que verdades. Por lo tanto, yo escribiré mi deseo y esta vez me guardaré de escribir tu respuesta para liberar a tu personaje del fastidio y el tedio de la indiferencia reiterada.
     Me gustaría pedirte que seas vos la autora de mi olvido, que de tu mente se borren una a una mis palabras y todas mis inútiles travesías por los sueños que nunca serán soñados, que quedarán en la puerta del subconsciente juntando polvo hasta deshacerse como se deshacen los huesos con el tiempo. Me gustaría que fueras vos quien apague esta luz y, desenroscando la lámpara, la arrojes al vacío de la inexistencia. Y si por la ventana alguna vez asomaran rebeldes las esperanzas de un nuevo amanecer, pues deberás ser vos quien se encargue de cerrar presurosamente el postigo y asegurar el pestillo para apagar los posibles focos rebeldes capaces de hacerme volver a intentar un desembarco sobre uno de los lados de tu cama. Quisiera que cuando cierre esta hoja no haya posibilidades de regresar, que todas las posibles entradas a tus sentidos se clausuren como una bóveda para evitar futuros contratiempos y malos entendidos.
     Esta es tu oportunidad. Yo te saludaré desde el punto final y echaré al fuego todas aquellas promesas de buscarte por cielo y tierra, de dejarte mis huellas marcadas sobre la piel para declararme voluntariamente culpable de haberte querido. Es todo lo que te pido antes de asumir el fracaso de mis pocas y agotadas luces. Antes de volver una vez más a las sombras.

RR


martes, 18 de diciembre de 2018

RELATO DE UN HOMICIDA


     Una voz me hablaba mientras caminaba hacia la puerta. Una voz que me reprochaba mi actitud, una decisión supuestamente mal tomada. Pero ya era tarde, no había espacio para debate, tenía el picaporte en la mano y el primer paso listo para cruzar el umbral. Así es, dejaría todo atrás abandonado a su suerte porque mi suerte ya había sido echada y, entonces, había decidido apropiarme de todos los comodines, del cargador vacío y hasta del billete ganador que jamás nadie encuentra. A partir de ahora yo sería mi propia suerte, nada se interpondría en mi camino, ni los dioses, ni los horóscopos, ni los amores. No habría hombre capaz de torcer mis pasos ni mujer que pudiera volver a quitarme el sueño. Desde esa misma noche y para siempre dormiría en mi cama ya que haría mía cada una en la que yaciera mi cuerpo, y abrazaría también cada noche como única. A ellas... Pues a ellas las amaría a todas como si todas fuesen ella misma. Y a ella no la volvería a nombrar jamás. Jamás volvería a pronunciar su nombre que quedaría sepultado en el olvido más hondo e impenetrable. 
     Recuerdo que escribí un par de versos y me alejé. Caminé calle abajo buscando el mar (siempre busco el mar cuando no sé lo que busco). El aire estaba fresco, ese aire espeso y salado del sudeste; ese aire áspero y húmedo que castiga las penas y las expulsa. Me detuve por un rato y arrojé todos mis pensamientos al viento. Lo miré de frente y le hablé de los días pasados y de los futuros. No, no hacía falta hablarle del hoy, porque mi hoy era un ayer permanente, constante. Le hablé como si en realidad supiera de qué estaba hablando. Aunque, a decir verdad, no tenía ni puta idea de qué era lo que buscaba allí. Pero le hablé igual. Le hablé como un desquiciado de lo que se había ido, de esa sensación de sentir un alivio irreconocible en el abandono, en la resignación y en el fracaso. Le expuse al viento mis razones, esas que me dejaban sentirme conforme con el último puesto, con la desgraciada alegría de quien ha perdido todo y ya no tiene que excusarse y mantener la mentira, simular una vida que está muerta y enterrada. No solté ni una sola lágrima, y no porque no las tuviera, sino porque las ahogué con orgullo y amor propio, con la terquedad de quien decide sobrevivir peleándole cuerpo a cuerpo a los fantasmas del eterno sacrificio, abandonando los rincones más oscuros para salir a la luz. Sí, la sombra del amante eterno me habían oscurecido la vista y ya nada se veía con mis ojos, sólo sombras que se reían de mí y de ese patético discurso que había defendido estúpidamente.
     Más tarde dejé el mar, ofuscado, ofendido con esa vida a la que había dejado entrar en mí impunemente. Pero no busqué culpables, sólo pegué el portazo y me fui de allí. Pero antes tomé un hacha y la clavé con todas mis fuerzas en ese maldito bote que antes me aseguraba el regreso cada vez que decidía volver como un adicto al dolor. Ni siquiera me quedé a ver como el agua lo atrapaba y lo hundía en las profundidades de lo irrecuperable. Y ahí estaba yo, solo ante un mundo desconocido, un mundo al que había perdido de vista y que me había perdido de vista a mí también. Sin embargo, no tenía ni quejas ni reproches, no tenía ni preguntas ni respuestas. El mundo era ahora una hoja en blanco y yo un lápiz asesino. Y escribí. Escribí por las calles y escribí en mi cuarto. Escribí en las paredes y en los retratos. Escribí poesías y cuentos y cartas. Escribí los nombres de los muertos precedentes y de los venideros. Escribí su nombre en el cielo y el mío en el infierno. Escribí hasta acabar con las palabras, hasta vaciarlas de significado, hasta dejar el idioma exhausto.
     Existe un lugar -acá nomás- donde ha quedado todo lo escrito, algo o alguien lo ha salvado de la destrucción justiciera. A veces paso por ahí y me tienta la idea de entrar y revisar todo aquello, leerlo como si fuese un diario del pasado; recorrer una vez más las trincheras que buscó aquel personaje delirante para protegerse de los bombardeos de la memoria inmisericorde. A veces me acerco a una ventana desvencijada y mugrienta que da al frente como buscando escuchar algún murmullo errante de los fantasmas que habitan tras los postigos de esa guarida de fantasías mortales. Pero apenas comienzo a sentir en mi mano un mínimo atisbo de movimiento hacia el gatillo, le corto las venas a la fantasía cruel y recupero el control casi antes de perderlo.
     Y así, en fin, llegué hasta esta hoja donde habita el futuro, donde conviven en una guerra mercenaria lo viejo y lo nuevo, donde el presente es sólo una circunstancia, un punto de apoyo para una palanca destinada a levantarme del fangal mal oliente de la memoria. Me arrimé hasta esta hoja desprovisto de ideas pero sin miedos, dispuesto a sentarme y esperar pacientemente a que asome el sol del nuevo día. Sabía que no iba a ser fácil, que desatar la vaca impone un coraje que no se tiene a disposición inmediatamente, que hay que fabricarlo de la nada, aunque esa nada no sea tal, porque en esa nada reside lo que no se ve, el mito, el fuego sagrado, la personalidad o aquel afamado instinto de supervivencia. Abrí la puerta de esta hoja hace ya varios días y nadie se ha asomado aún, solo aquel viento amigo que ventila los márgenes mansos de una tristeza necesaria. 
     Pero yo sé que, así como yo he abierto esta hoja, vos has abierto tus ojos y, como dice el dicho, sólo es cuestión de tiempo para que la curiosidad mate al gato. Sólo hace falta una palabra, la justa, la del momento preciso en el lugar indicado; el mínimo roce de un adjetivo que acaricie la periferia de tu corazón herido y que provoque ese cambio leve en la dirección del viento; una tibia brisa que se transforme en un vendaval incontenible, una caminata tranquila que se convierta en una carrera alocada, unas ganas disfrazadas de añoranzas que maduren hacia ese deseo que ahora atraviesa tu pecho y baja por tu vientre hasta tu sexo y rompe en mil pedazos los pudores y los buenos modales y te envuelven dejándote desnuda en un lugar desconocido donde mora un asesino sin armas, el último de la fila, tal vez el más inesperado de los hombres. Un  tipo sin señas particulares, un jugador desconocido al que sólo le quedan un par de cartas para jugar: con una se accede al olvido y la vida, con la otra al amor y la muerte. 
     Vos elegís.

RR


miércoles, 12 de diciembre de 2018

DELIRIOS DE UN DANTE CUALQUIERA


     Me pregunto si cuando esté muerto sentiré la muerte pisándome los talones como la siento ahora que estoy vivo. Será que acaso voy a sentir la vida buscando reencarnarse en alguna de mis costillas. Me pregunto estas cosas todo el tiempo sin razón alguna y sin llegar nunca ninguna conclusión; como si fuese yo la única persona en este mundo consciente de la muerte; como si la muerte tuviese en mí su única víctima (por llamarlo de alguna manera) en todo el universo.
     Me pregunto qué será de mí cuando, después de cerrar los ojos, los abra y me encuentre frente a una luz, o en un túnel, o a lo que carajo sea. ¿Habrá alguien más allí? ¿Me recibirán eventualmente mis antepasados, o tal vez Federico, mi perro de la niñez? ¿Se tomará lista en alguna ventanilla para corroborar que quien avanza por ese pasillo es la persona correcta y no un error burocrático, un muerto que fue citado antes de tiempo sin derecho ya a reclamar nada, sin poder entrar ni poder salir, quedando atrapado en una especie de limbo dantesco? ¿Y si el Dante tenía razón? ¿Y si debo recorrer un infierno para llegar a un cielo -o viceversa-? ¿Habrá algún Virgilio esperando por mí? ¿Tendré la desgraciada fortuna de arrastrar por ese mundo el dolor de ya no ser, debiendo buscar a mi Beatriz aun después de muerto? Y de ser así, ¿la reconoceré en caso de encontrarla? Al fin y al cabo, aun no la encontré de este lado de la luz -aunque siempre supuse que la reconocería inmediatamente fuera donde fuera que estuviese, pasara el tiempo que pasara hasta encontrarla-. ¿Será posible esto? 
     Y qué más da que lo sea o no. Sea como sea, moriré yo y morirá ella y se seguirán repitiendo las beatrices y los dantes y las búsquedas y los limbos de no encontrarse. Claro, no es lógico pensar que mi búsqueda es única. Es más, posiblemente mi Beatriz esté buscando ahora a su Dante mientras yo la busco a ella (y hasta es probable que su Dante esté buscando a su vez a una Beatriz que busca otro Dante, y así hasta el infinito).
     Es que no encontrarse en la tierra, o en el cielo o el infierno, debe ser seguramente ni más ni menos que el famoso limbo. Porque a ningún amante le importa un comino si su amor vuela por un paraíso diáfano o se arrastra por las brasas del averno. No, definitivamente a ninguno le importa eso. ¡A mí no me importa! Los amantes queremos encontrarnos donde sea. Las llamas más ardientes del reino de Lucifer nunca podrán desanimar a quien busca a su amor, a su Beatriz o a su Dante. Así tampoco, ningún paraíso valdrá absolutamente nada no estando su amante en él. ¿Pues entonces? Entonces nada. 
     Vivimos en un limbo permanente, y por eso deseamos vivir siempre y cuando ella o él esté en alguna parte, a la vuelta de la esquina, en otra ciudad, en otro país, en donde sea, pero que esté, sólo para que el limbo tenga un sentido. Y si ese amor está del otro lado del túnel, atravesaremos la luz gustosos para encontrarlo. No hay cielo ni infierno donde no el amor no se encuentra, donde no está presente, ostensible y corpóreo. Únicamente existen donde el amor está a nuestro lado. De otra manera, es un limbo espantoso de incertidumbre, un mar sin costa donde amarrar un barco a la eterna deriva.
     Y siguiendo con este razonamiento me pregunto entonces, ¿estará ella acá o allá? ¿Deberé continuar esta búsqueda cuando mi luz se apague? ¿Es acaso este permanente suspiro de la parca en mi nuca una señal hacia dónde debo dirigir mis pasos, o es que no solamente yo, sino todos, sentimos ese "cliqueo" de reloj contando la cuenta regresiva como si fuésemos un boxeador desparramado en la lona que se debate entre levantarse o quedarse en el piso, preguntándose si el verdadero y único acto de valentía no será asumir la derrota? 
     Nadie se escapa de la muerte (lo de los cuernos, no estoy tan seguro) pero, sin embargo, sí existe una manera de justificarla cuando es ella y no un tercero quien decide el momento. A veces tengo dudas de que la muerte se lleva a todos y que, en realidad, hay quienes son arrojados a ella por obra y desgracia de un cobarde, de un traidor o, simplemente, de un estúpido. No obstante, quiero pensar que la muerte no es traicionera, que nos da tiempo para buscar en este limbo, y que cuando la búsqueda concluye en un encuentro, o se acaba el tiempo de búsqueda de este lado, nos lleva al otro. 
     Pero seguramente habrá quienes propongan que mis delirios han llegado demasiado lejos, que no hay ni Beatriz ni Dante, que existen otras razones, otros motivos, otras circunstancias mucho más "reales" o comprobables que creerse protagonista de la Divina Comedia. Seguramente habrá quien categóricamente esgrima que estamos acá por un designio divino y de acuerdo a él nos movemos o ejercemos el libre albedrío. De la misma manera, también habrá quien diga que nada de eso tiene sentido, que no hay más que lo que somos, que nacemos, nos reproducimos y morimos; así nomás, sin nada oculto ni nada que deba ser justificado o explicado por fuera de la biología. Está bien, que cada uno viva y muera a su manera: esperando encontrarse con Dios para seguir formando parte de un todo, o asumiendo sin demasiadas vuelta poéticas que el final es la mismísima nada, un montón de huesos que desaparecerán en la tierra.
     Nada de eso cambiará por el momento estos delirios que sí, que han llegado demasiado lejos. Porque yo sigo en este limbo y Beatriz no aparece. Porque la muerte me pisa los talones y los cobardes y los traidores que manejan este mundo le siguen arrojando cadáveres como quien le tira galletitas a un elefante en un circo. Si hasta los estúpidos se han ganado más respeto de la gente que el mismísimo Dante. Pobre Dante, su Divina Comedia excede hoy la cantidad de caracteres permitidos para poder recordarle a Beatriz que, donde sea que se encuentre, lo espere un poco más; que no siga dando vueltas a la esquina; para decirle que Virgilio está a su lado guiándolo por el limbo inescrutable de los que buscan sin cesar, de los que no temen morir antes de tiempo pues seguirán buscando en el más allá. Pobre Dante que ha sido transformado en un objeto, en un fetiche de quienes nunca se internarán en la profundidad de su aventura y, mucho menos, serán capaces de llevar adelante una búsqueda similar.
     Sin embargo, y ahora que ya casi no me queda más tiempo, antes de cerrar los ojos por última vez, declaro sin temor a equivocarme: pobres los otros, pobres ellos, los que pretenden desmentir al Dante, los que se conforman con un cielo santo porque le temen a un infierno de pecadores. Pobre ellos que han abandonado la búsqueda del amor para proveerse una vida de placeres perecederos, de fortuna tergiversada, de ambiciones desmedidas, de lucro incesante. Pobres ellos que se burlan de los inmortales: los poetas y los locos con medios melones en la cabeza que inventaron el amor y lo pusieron a disposición de los valientes, de los que no les interesa redimir sus almas en el cielo ni temen ser castigados eternamente en el infierno; los que caminan este limbo entre efímeras felicidades y amargos desencuentros aunque convencidos de que en alguna parte, de este lado o del otro, está su Beatriz. 
     Ahora, amigos y amigas, los dejo. No más espacio para más preguntas. La muerte ha llegado pero mi búsqueda continúa.

RR


Ilustración: pintura de Salvador Dalí

domingo, 9 de diciembre de 2018

USTED Y YO #7

(Sobre expectativas y deseos)

     Entiéndame, querida, usted no es una expectativa. Usted tiene de mí algo más que un futuro conjugado a gatas o, como ya le dije una vez, apenas.
     Usted sobrevuela desde hace algo más que un verano las horas frías del invierno que pasan cansinas desde que el sol sale tarde por la mañana hasta que se oculta temprano por la tarde, dejando para algunos de nosotros no mucho más que el recuerdo de unas nubes grises, un poco de viento helado y unas cuantas hojas amontonadas en la vereda. Y le aseguro que, si no fuera porque sé que el verano hará lo imposible por reivindicar el goce natural de estos acalorados deseos, habría unos cuantos abandonos más en mi haber que se harían notar inexcusables en mis letras. Estas letras que, como yo mismo he podido notar -y también he tenido que asumir-, cada vez son más espaciadas, menos especiadas y prácticamente igual de desabridas e insignificantes.
     Pero usted -por si es que nadie se lo ha declarado todavía- es más primavera que otra cosa. Un espacio intermedio de isobaras e isotermas donde, igual que la lluvia, se declara imprescindible para reverdecer aquello que en este permanente otoño viene en franca decadencia. Claro, tampoco es cuestión de hacer de algunas licencias poéticas un cúmulo de engaños. Y es que este territorio mío de pocas luces y variadas oscuridades no es de ninguna manera una selva tropical. Es más bien una arboleda gris (pintada de ocres y amarillos en el mejor de los casos) que ve pasar la luz entre sus ramas secas sin poder capturar ni un sólo fotón que pudiera sacudir una fotosíntesis postergada año tras año.
     Pero no nos pongamos melodramáticos. Estamos aquí para hablar de usted y no de mí. Y usted tal vez no entienda de lo que le hablo. Yo, querida mía, le hablo de aspiraciones, no de expectativas. Yo le hablo de lo que quiero, no tanto de lo que es posible. Yo le escribo de lo que usted no posee y que a mi me sobra: deseos por usted. 
     Yo deseo con usted lo inesperado o lo inevitable; lo imposible o lo irremediable; lo inocultable o lo indefendible. Cualquier cosa que usted decidiera dejar en esta noche o la siguiente sobre el anden donde esperan hace ya un tiempo unas expectativas siempre exageradas. Porque, déjeme que le diga, nadie nunca desea humildemente, y menos yo que la deseo a usted con la más imperdonable de las pretensiones. Sí, querida. La deseo y también la pretendo, la declaro culpable abiertamente durante mis soliloquios inconfesables, y cuando como ahora llega la hora de negar su presencia, la escribo mentirosamente en algún incongruente relato como este que termina diciendo más de mí que de usted. Usted a quien yo deseo.
     Así es, yo soy quien la desea sin necesidad de horóscopos anunciando probabilidades para el día de la fecha. La deseo sin oráculos, sin profecías y mucho menos, sin ninguna razón ostensible o aparente excepto sus ojos acaso sombríos. ¡Vamos! ¿Quién necesita razones para desear? Yo la deseo sin esas expectativas que usted menciona, sin esa esperanza que seguramente usted negará obstinada -pero justa- en silencio, ocultándose por la noche y apareciendo por sorpresa cualquier día, a cualquier hora y en cualquier lugar para dejarme una vez más sin aliento. Y entonces, por el mismo camino inhóspito que la trae de vez en cuando, usted desaparecerá sin decir adiós. 
     Y así, ya sin expectativas, este deseo de verano volverá a secarse al sol hasta que usted decida volver con su primavera.

RR


viernes, 7 de diciembre de 2018

INMEDIATAMENTE ANTES


te pienso, te escribo
te siento, te esquivo
te odio, te recuerdo
te miro y me detengo
de lejos te miro
mi dedo y un dibujo
de tus labios
¿cíclopes
o Montevideo?
me oculto y me aferro
me enojo, me tiento
te culpo y te perdono
te abrazo, te beso
te quiero y te quiero
te perfumo de tilo
a lo lejos
a lo ancho, a lo largo
de cerca
al instante y al momento
eterno
como el viento
te hablo y no debo
te deseo y no puedo
(seguir marginándome)
te bebo, te trago
te digiero y te expulso
no quiero
no debo
no puedo
no sé ni soy
ni estoy ni me quedo
pero te escucho
y te nombro
errante en la sombra
te huelo
de cerca y de lejos
incienso
amargo
oscuro y venenoso
hasta que me voy
y me he ido
y no vuelvo
y tal vez hoy
o quizás mañana
te olvido
y finalmente,
me muero

RR


domingo, 2 de diciembre de 2018

AUTOBIOGRAFÍA INCUMPLIDA (o cómo cambian las cosas los años)


     Yo, quien se ha arrimado hasta estas hojas que caerán de sus ramas antes del amanecer, declaro sin temor a equivocarme que en ellas seguramente será posible hallar los lugares de todos los hombres que he sido hasta ser quien soy, sus cielos, sus esquinas y su gente. 
     Sobre la superficie lisa que las componen andará pedaleando aquel niño de un pueblo colorido, tan gris en domingo como una nube de invierno, tan blanco en la memoria como el cabello de una abuela moviéndose como una mariposa en una inmensa cocina, tan celeste en verano como los ojos de una mujer a la que quise desde que la conocí cuando era todavía una niña, tan naranja en el oído como el ruido de un motor en una ruta, tan cercano a mi espíritu que aun nos mantenemos lejanamente unidos, inseparables como dos amigos que saben que no podrán volver a verse nunca como cuando caminaron a la par de los primeros años.
     De esas calles de niño surgirá un joven de cabello enrulado, estatura mediana y sueños de grandeza, de idas y vueltas por los sosiegos de un primer amor de sabor amargo y recuerdos dulces, de buenas intenciones y constantes fracasos por exceso de inocencia, de principios arrogantes y una carencia de tolerancia a veces inapelable, golpeando puertas cerradas y desconfiando porfiadamente de las abiertas, de padres separados por tantos años juntos, de una soledad construida meticulosamente sobre el sonido de unos acordes con los intervalos de recomendaciones ajenas -muy útiles, por cierto- para no morir en silencio.
     Y justo antes de las últimas horas remanentes en el tintero, apenas separado por el sonido de las teclas que escriben estas palabras, estará el padre de una niña que ahora duerme y que, una vez que despierte, desmentirá desfachatadamente toda la maldad de este mundo. Estará el mate amargo en primer plano despertando las zonas más borrosas de la memoria, ayudado por una guitarra, unos pocos libros y unos cuantos discos. Yendo más allá, debajo de una manta cocida con hilos sentimentales, habrá un viejo automóvil que para la mayoría es una incógnita, pero que, sin embargo, guarda secretamente un sinnúmero de respuestas. Viniendo más acá, estará la cama desarmada recuperándose de unos sueños que, por lo que ellos mismos declaran cada noche mientras duermo a duras penas, nunca renunciarán a presentarse, incluso cuando el desvelo los trate de contener, cuando parezca que soñar es algunas veces demasiado mucho y otras demasiado poco, según. Detrás de la ventana estará el canto de los pájaros y el ladrido de los perros y, sobre todo, el aullido lejano de los amores que me han dejado desecho e insomne, que vuelven siempre a cualquier hora a golpearme la puerta, a exigirme que los lleve a pasear entre los márgenes que me separan de la angustia y de la muerte. Esa misma muerte que vive pisándome los talones y me empuja a vivir con lo mínimo indispensable, con esa imprescindible esperanza de tener una revancha un día, con esa justa pero maldita culpa que me inunda a veces por tener más que una mayoría que no tiene nada, con casi ninguna certeza flotando en este mar de olas gigantes de dudas tan altas como la vida misma, con la necesidad urgente de encontrarle un nudo a una historia que escribo de a ratos buscando una supuesta claridad que nunca llega cuando se me viene la noche, con una intolerable falta de voluntad para hacer lo más fácil y una absurda valentía para nadar permanentemente en contra de la corriente.
     Por último, y cuando parece que ya no habrá más nada, con suerte estarás vos, lector anónimo. Vos que aceptás esta deslucida fantasía y cándidamente creés que existo más allá de esta hoja y de estos signos gramaticales. Unos jeroglíficos lamentables y poco creíbles que, sin que sepas bien por qué, te han traído de la mano hasta una moraleja inexistente. Porque -debo admitirlo- no hay ni habrá ninguna enseñanza o máxima alguna cuando, finalmente y tarde, te des cuenta de que has perdido tu valioso tiempo leyendo esto. Y es que, de mi parte, no hay para decir sobre mí nada. Ni siquiera lo escrito hasta este acantilado desde donde asoma una inminente despedida y que, bien cabe admitir, a nadie le importa. Es que, desgraciadamente (o no), no soy más que lo que escribo, y por más que lo escrito sea mucho menos que lo que me gustaría, es indudablemente mucho más que lo que verdaderamente soy. Ay, si tan sólo pudiera escribir algo más que lo que soy... 
     Ya ves, no hay caso, sigo siendo este y, para peor, sigo sin poder siquiera renunciar voluntariamente a todo lo que me falta. Eso que me haría quizás un escritor más avezado o menos cobarde, con el oficio suficiente para no delatarme siempre con las mismas penosas sinrazones, con los mismos pensamientos sin destino, con las mismas pasiones obnubiladas. Si por lo menos fuera aunque sea un tanto así más que esto que escribo permanentemente, tal vez no estaría acá a estas horas de la noche batallando en esta interminable retaguardia contra su recuerdo, trayéndote engañado hasta esta trinchera hecha de palabras con púas que mira constantemente hacia su recuerdo y que me separa de lo que indudablemente sería un salto mortal, un último deseo para un tipo que ya casi no tiene ninguno, excepto defender a capa y espada, verso a verso, el aire puro de aquel niño inocente, el fuego sagrado de ese joven rebelde y la tierra húmeda donde yacerá un día el padre de la niña.
     Ahora dejemos que amanezca, que el sol salga como cada día y despeje la quimera de la noche que sin querer nos ha dejado frente a frente como dos extraños esperando un punto final acaso momentáneo y circunstancial, pero que, como todos los finales, es inevitable. No obstante, probablemente vos y yo nos volvamos a encontrar en otro momento, quizás acobardados a la vera de algún párrafo perdido, o tal vez en la soledad de otras líneas parecidas a estas que clausuraré ya mismo para poder así continuar con la búsqueda de todo eso que me falta, todas esas cosas que se fueron con esa mujer a quien nunca nombro y que, por más que aun no me anime a confesarlo, ya no me hacen falta para vivir. Y, mucho menos, para morirme lejos de ella.

RR


viernes, 28 de septiembre de 2018

ABRACADABRA


     A ver si nos entendemos, no soy yo, sos vos. No es tu cuerpo, ni tu mente, ni tu alma. No, sos vos, completa, sin recortes, ni censuras y el jarabe que haya que tragarse. Y ojo que no es porque llueva y haga frío y que esta tarde de viernes se preste para llamarte y decirte que hoy sos tan vos como ayer. No es eso. Lo que pasa es que cuando hay que declararse culpable, yo siempre doy un paso al frente, y si alguien me pregunta por qué, ¿qué les voy a decir?
     No es por los días que pasaron, ni los meses, ni las noches sin dormir o esta manía de escribirte. Ni tampoco es que seas el centro de mi vida, ni la mujer perfecta. De ninguna manera, es sólo que sos vos. Vos y lo que tengas para ofrecer y lo que prefieras negar; vos y lo que quieras traer y lo que decidas dejar; vos con todas tus acreditaciones falsas y tus pergaminos comprados en un bazar. Vos y lo que yo creo que sos, aunque vos no lo creas y me lo refutes una y otra vez mostrándome las uñas y tratándome de loco. Vos y lo que te llevaste; vos y el embrujo maldito que dejaste, imposible de ser hallado y desactivado, un vacío llenándome la cabeza de palabras que no hablan de otra cosa más que de vos. Vos que no me creíste cuando te advertí que me estaba enamorando y que entonces ibas a ser sólo vos y nadie más que vos; y que, si al fin y al cabo vos no eras, tendría que volver a casa y aceptarlo como lo he hecho. Y morirme por vos. Punto.
     ¿O vos creés que no se puede morir por vos? ¡Claro que se puede! Porque vos serás lo que serás pero, para mí, vos sos vos y eso es suficiente, eso es mucho más de lo que puede aguantar un tipo como yo que ya no cree en nada ni en nadie pero que, por alguna razón escondida entre tus gestos y tu sexo y tu historia, te quiere sin saber por qué. 
     Ya perdí un tiempo precioso poniendo excusas y pidiendo disculpas por quererte, buscando aforismos para justificar mis razones inexistentes y, al final, siempre lo mismo: vos, desnuda en esta sopa de letras desparramadas al margen de todo lo que me rodea. Pobres letras remojadas en un caldo de cultivo que siempre terminan ordenándose inevitablemente para vos. 
     Vos que vas y venís. Vos que me hacés desaparecer y más tarde, como si nada, me hacés aparecer otra vez. Y entonces yo no soy más que un conejo que sacás de una galera para presumir de tu magia con los que te ponderan y te halagan, para intentar acallar a los que te desprecian y te ofenden.Y a mí no me queda otra cosa que hacer que ser yo, esa parte que ocultás avergonzada y que saldrá a la luz algún día inesperado en medio de la más absoluta oscuridad y desolación, cuando entiendas que se hizo demasiado tarde y que, al final, era yo y eras vos.
     Mientras tanto, vos tenés esa suerte que yo no tengo de no saber que sos vos. Porque vos creés que soy yo y nada más, fin de la discusión. Y el problema, el verdadero problema de todo esta menesunda es que hoy vos sos vos en una foto, en esta hoja, en las pocas ganas que me van quedando de que seas vos; en la conciencia que se va creando en esta clase empobrecida que habita mi yo. Este lumpen proletariado harto de ser explotado, cansado de ser lo más delgado de un hilo que parece que nunca va a cortarse. Y así, haciendo una pésima traducción de lo que siento y lo que pienso, me pongo a escribir estas cartas ridículas para vos que te vas a quedar ahí en la foto, mientras estos pobres miserables que se creen revolucionarios se van a morir de hambre por nada. 
     Pero yo, que también seré lo que seré y que tengo también mi límite, sigo atado a las utopías y pensando en vos y en tu cuadro y en este juego que ya me aburre. Porque a mi no me hacés falta vos, de eso ya tuve bastante, a mí me hace falta ese yo que se fue con vos y que vos decidiste quedártelo y guardarlo en un aparador abandonado para siempre. Y bueno, está bien, estás en todo tu derecho. Pero entonces, yo tendré que ser yo y romper tu foto y quemar estas estúpidas cartas y presentarme arrogante ante tu ojos sin hojas, sin letras y sin sábana para que veas que no te miento, para que compruebes que este fantasma errante en tu olvido soy yo. Un hueco vacío detenido en el tiempo, con tus iniciales escritas con la mano y borradas una y otra vez con el codo sobre un corazón sangrante que vive esperando que un día por arte de magia, y de una vez por todas, dejes de ser vos.

RR


martes, 25 de septiembre de 2018

17 BIS


Y así, ya sin espacio en mi memoria para recordar lo jurado, lo omitido y lo desperdiciado, en este breve y sencillo acto te devuelvo todo.

Te devuelvo el silencio que olvidaste en el mar. 
Te devuelvo la indiferencia que me obsequiaste con displicencia para que la guardes para otros que finalmente se hayan convencido acobardados de la imposibilidad de llegar hasta tu boca. 
Te devuelvo la osadía de contradecir mi destino que te persigue y te acecha. 
Te devuelvo los dolores y los espantos, las noches solitarias y los despertares de angustias. 
Te devuelvo esta soledad que no tiene nombre porque sin tu nombre la soledad es pura ausencia. 
Te devuelvo lo que es tuyo y lo que es mío que, al fin y al cabo, para mí son lo mismo. 
Te devuelvo este diccionario que ya ha quedado viejo pero que contiene todas las palabras que nunca serán suficientes para escribir y escribir y escribir… Te lo devuelvo así, sin envoltorio ni tarjeta, sin anuncios ni advertencias. 
Te devuelvo mi estómago anudado y mi corazón hecho añicos. 
Te devuelvo los porvenires dichosos y las desgracias inevitables. 
Te devuelvo esta condena de recordar lo que todos ya han olvidado y hasta aquello que había salvado para mí: lo que se fue y lo que permanece; y los que se han muerto pero me acarician aún desde las sombras de lo imposible. 
Te devuelvo las faltas de ortografía a las que suelo asirme para escaparle a los sabiondos e ir en busca de la mesa de los suicidas a practicar con ellos nudos corredizos. 
Te devuelvo este puñado de pensamientos robados a los locos. Ideas descabelladas que rescaté de aquel tiempo cuando trataba de entenderte.
Te devuelvo estas palabras que ya no uso: te, quiero. Y con ellas te devuelvo la imposibilidad de devolverlas, acompañadas de esta manía de escribirlas en hojas que ya no van a ninguna parte, que se quedan esperando que las seque el otoño hasta que el invierno entierre sus restos a la espera de tiempos más amables. 
Y de la nada, saco estos pensamientos y te los devuelvo con sus túneles y sus laberintos, con sus jardines y sus bifurcaciones, con Borges y Sábato y Chesterton y Arlt y Schopenhauer y todos esos libros inútiles que no terminan de curar este desconsuelo que ya debería haberte devuelto. 

Te devuelvo todo a vos porque sos vos quien surca mis rumbos y mis malogrados avatares, quien soslaya mis denuncias y acalla mis méritos. Aunque es cierto, no he hecho mérito alguno. Porque no ha sido un mérito haberte querido despiadadamente y sin resguardo, sin precauciones ni culpa y ni una maldita razón que justificara aquella locura de bailar sobre la arena movediza del foso inexpugnable que aún te protege; sin haber tenido en cuenta que tu mirada no me miraba, que tu sexo me consumía y que era sólo tu belleza lo que circundaba mis deseos mientras me hundía en este pozo ciego. 

Y, por último, te devuelvo estos minutos que me quedan antes que me arrepienta de devolverte todo y, sonriente y testarudo, me entregue una vez más al ejercicio diario de olvidarte. Esta práctica nocturna de alcohol y querellas que cada vez me cuesta más y que duele como duelen los dolores que son propios e intransferibles. Esos que no se pueden devolver.

RR


miércoles, 19 de septiembre de 2018

DE A POCO


De a poco nos fuimos corriendo a un costado, fuimos separando nuestras orillas, cambiando el color de nuestras banderas, los códigos, las contraseñas y los guiños a los que les habíamos confiado inocentemente la tarea de guiarnos por el cielo. Ese mismo cielo que yo terminé copiando para poder dormirme cada noche con una mujer creada a su imagen y semejanza.

De a poco nos fuimos dejando ir con el viento como se van los ínfimos gajos de esos plumerillos que nacen en los bordes de las veredas. Y así, también de a poco, fuimos conduciendo nuestros destinos a estaciones diferentes e inciertas.

De a poco nos volvimos a vestir con las ropas de quienes somos y dejamos de pretender que éramos el uno para el otro; y nos miramos de reojo, con desconfianza, con el orgullo de los imbéciles que no paran hasta perderlo todo. 

De a poco somos lo que somos. Eso mismo, ni más ni menos, lo que somos y nada más, ella, yo. Ella... Yo...

De a poco nos fuimos quedando en silencio, esperando que uno de los dos decidiera tomar el toro por las astas y romper el hielo, que al final se fue haciendo un glaciar protegido por todo el ozono que pudimos aportarle.

De a poco ella me fue obviando y yo dejé de decirle obviedades, de jugar a este inconsecuente juego de palabras que apuntan a blancos imaginarios, sólo como una negación esquizofrénica de la realidad, una especie de autodefensa, de salvoconducto para unos pocos sentimientos huérfanos que me golpeaban de a ratos el pecho reclamando una deuda impagable.

De a poco descolgué su retrato de la pared que rodea mi soledad y lo guardé con otras fotos que me quedaron de cuando era un pibe enamorado de muchachas con aires de mujer, con corazones de niña y con actitudes de adolescente.

De a poco fui dejando para nunca lo que tal vez hubiese sido un siempre o, aunque sea, un pronto, un luego, un ojalá, un quedate, no te vayas: un te quiero.

Pero quizás lo más triste y desolador es que, de a poco, ella se fue ocultando como la luna en el cuarto menguante de mi memoria, mientras yo me fui consolando también de a poco con el consuelo de los tontos, mirando condescendiente hacia este cielo que creé sólo para dejarle señales luminosas en medio de tanta oscuridad. Señales que acaso un día de estos, sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué, podrán servirle para volver del olvido... de a poco.

RR


viernes, 14 de septiembre de 2018

LO URGENTE Y LO IMPORTANTE


     Hoy lo voy a decir. Hoy lo tengo que decir porque es importante que lo haga. Se lo debo a ella y me lo debo a mí (y hasta es probable que se lo deba todos los extraños desconocidos que andan por ahí). Ha llegado la hora de admitir que la extraño, que extraño aquellos días cuando nos encontrábamos en estas páginas, bajo este cielo, como dos extraños, con la vida escurriéndose por el puño del tiempo. Mi vida, su tiempo.
     La extraño, no como la extrañaba cuando los hilos de su ausencia se apretaban a mi cuello. No, no de esa manera. La extraño amorosamente, con mi mente clara y mi cuerpo sano y mi espíritu todavía libre. La extraño y desearía que estuviera ahora aquí, apabullándome con aquel inmenso silencio que me gritaba desde lo desconocido de su paradero, desde ese inoportuno umbral donde una vez la imaginé como una pequeña macetita floreciendo bajo un sol inalcanzable para mí.  Así quisiera tenerla ahora, inalcanzable como antes. Como cuando me sentaba a escribirle a cualquier hora del día, dejando todo de lado ante la urgencia que me provocaban unas palabras que ahora parecen haberse ido finalmente con ella. ¿Será que aquello que tanto temía se ha vuelto realidad? Ella no está al alcance de mis manos como lo estaba antes. Ella ha quedado oculta debajo de esta nueva (vieja) realidad apestosa con un olor insoportable a pasado podrido, con gritos de dolor que provienen ya no de la fantasía de algún cuento de terror, sino que son producto de esta nueva (vieja) tragedia que nos abarca y nos sumerge como una neblina espesa dejándonos como paralizados, como perdidos ante la maldad manifiesta.
     Sí, quisiera encontrarla para recuperar aquella ceguera amorosa que me impedía morirme por una pavada, que me tenía detenido en la oscuridad de la fiebre de quererla a pesar de ella y de todo -sobre todo de ella-. No es justo que ya no pueda escribirle, que ya no tenga la opción de rimar mis desgracias a su partida, de justificar mis desvelos a la luz de la nostalgia que la sola pronunciación de su nombre me producía. No es justo que esta tristeza no sea suya, que sea sólo mía y que venga arriada por este vendaval que arremolina todas las tristezas juntas: la de esos otros más tristes y más desesperados que cualquiera de aquellas noches mías, en donde con cierto egoísmo la extrañaba mientras ella, hermosa e impune, desnudaba mi soledad. 
     Y es por eso que hoy la he traído a la fuerza hasta aquí. Para que, aunque sea, me diga una vez más adiós en silencio, para que por favor me omita de cualquier recuerdo y con eso me devuelva al limbo donde, a decir verdad, al menos podía combatir estos dolores que hoy -hoy y ayer y seguramente mañana- se hacen intolerables. Porque ya nos son mis dolores atados al destierro por los aromas eróticos de una mujer que jamás volverá. No, estos dolores son de carne y hueso y andan por la calle con los ojos llorosos y las cabezas gachas, con las miradas perdidas y las almas estrujadas, con las panzas vacías y las miserias llenas. Estos dolores son los grandes dolores sobre los que uno ensaya preguntas filosóficas y respuestas históricas; son los que desatan la furia y la venganza. Estos dolores son los de la injusticia y los desposeídos, de los que muerden con rabia reclamando un derecho que, a esta altura, deberíamos tener todos asegurado: el derecho a morirnos aunque sea un poco mejor de lo que hemos vivido.
     Y hoy, entre tantos dolores que nos son suyos, la extraño. Porque extraño aquello de saberme enamorado de un fantasma y aquella voluntad de vivir persiguiendo una sábana blanca. Y extraño cuando la nombraba en voz alta en cada oración donde debía ocultar su nombre. Extraño verla paseando sus años pasados por la vereda de enfrente y observarla desaparecer en la esquina apurando una cerveza fría para brindar por ella. La extraño por ella, pero sobre todo por mí. Porque, de a poco y sin querer, me he ido quedando sin las palabras dulces que ella juntaba en mi colmena como una abeja obrera. Y hoy sólo salen de mis manos oraciones urgentes, ásperas y amargas, llenas de agobio, de pena y desconsuelo por ver a los miserables de siempre jugando otra vez los juegos del hambre y de la muerte con los bienaventurados que jamás cesarán de luchar por algo más que el Reino de los Cielos.
     Por eso, tal vez esto ya no sea urgente, pero aún es importante: te extraño.

RR


viernes, 7 de septiembre de 2018

SU NECESIDAD DE NECESITARME


     A decir verdad, él tenía razón, ella no le debía nada. Era él el que aun estaba en deuda. Es que en vez de enamorarse de esa insustituible necesidad de que ella lo necesitara, se enamoró como un tonto sólo de ella, de ella sin él. Y una vez consumado ese fatídico hecho, no hubo ya nada que pudiera hacer para remediarlo.
     Seamos honestos: yo podría averiguar en unos minutos la dirección exacta de la casa de ella y enviarlo a golpear su puerta como si él fuese un desconocido. Entonces, ella quizás abriría la puerta y él, sin decir agua va, la tomaría de la mano y la miraría fijamente a los ojos. Luego, ya camino hacia su cuarto, y sujetándola levemente de la cintura, comenzaría a desnudarla con la anuencia y la complicidad de su piel suave. Con gusto y parsimonia comenzaría inmediatamente después a degustar los alrededores de sus pudores mientras las yemas de los dedos de ella intentarían rellenar sus vacíos pendientes, los de él, esos que se fueron formando noche a noche cuando no tuvo otra chance más que arrojar pedazos de su alma a los perros de los demonios, a las sábanas heladas de los fantasmas; y claro, también a esas mujeres a las que nunca se les promete y a las fantasías que nunca se cumplen. Así, más tarde, la antesala de la madrugada los encontraría abrazados a un sueño que mostraría dos mundo irreconciliables. El de él, hecho de futuros imposibles aromados con los perfumes de las intimidades de ella. El de ella... Bueno, esa es la parte difícil de esta historia. Porque esa es la parte que nunca aparece cuando rompo el pequeño sobre lleno de figuritas repetidas, de recuerdos de álbumes vacíos sin premio ni consuelo.
     Para cuando finalmente la mañana se presentara incuestionable, la vida les pisaría los talones y les abriría la persiana para romper un pretendido hechizo, para saldar la deuda de una apuesta perdida de antemano. Y ella, que tiene más práctica con eso del sueño pesado, seguiría paseando por su inconsciente, llenando su álbum una y otra vez con promesas de besos inmediatos, besos que no aceptan reclamos ni piden devoluciones. Él, en cambio, para no arruinar lo poco que le quedaría, aceptaría su destino. Y sin chistar, sin siquiera decir adiós o hasta siempre, juntaría sus ropas y sus penas, sus inútiles poemas aun sin escribir y sus desgraciadas ansiedades y se iría por el mismo lugar que vino. Atravesaría la puerta que da a una calle que nunca más transitaría y se perdería de vista para siempre. Fin de la historia.
     Así son las historias que aquí se cuentan. Sin embargo hoy, sin saber realmente por qué, se me antojó escribir acerca de las necesidades de él y de ella. Probablemente porque comprendí eso que me advertían casi todos sobre la necedad y los evidentes desatinos de mis textos. Al final, luego de una lectura fatigosa y claramente de compromiso, casi todos me decían: "está muy bien, pero te estás olvidando de algo: él siempre se enamora de ella y con eso nunca alcanza". Y tienen razón. Porque afuera, recorriendo otras calles y otros días y otras noches y otras camas, siempre me quedaba todo aquello que ella nunca traía a este juego. Sí, tienen razón. Porque en estas historias él siempre se enamora de ella sin ella; de ella sin su mente pensando en él; de ella sin el deseo de volver a verse, de volver a encontrarse casualmente en una búsqueda inconfesable, en una cacería mutua y perpetua como la del perro que persigue su propia cola. Él se enamora de ella sin sus matutinos despertares, sólo con sus pesados sueños que la dejan fuera del alcance de los de él. Sueños livianos y volátiles como la loca imaginación de sus manos que todavía hoy, cuando me alejo por unos días de su voz, reclaman el contorno y las formas de ella. Así es, él se enamora de ella y de su propia alegría de necesitarla. Y con eso comete el más imperdonable de los pecados. Pues es sabido que cuando uno comienza a necesitar lo que quiere no puede ya renunciar a eso que, inevitablemente, se vuelve impostergable. Por eso, así como así, todo lo demás pasa a ser perecedero y condicional. Y de esa manera, uno va por aquello que necesita sin demoras y lo busca, lo lucha. Y hasta llegado el caso, lo toma sin más.
     ¿Acaso, entonces, sea este un buen momento para cambiar el rumbo de su destino fatal? Es que, al final, el pobre infeliz terminó durmiendo en esta casa. Nunca tuve el coraje de decirle que se fuera, que más allá de los márgenes de estas hojas habría seguramente otras ellas, otros pies y otras piernas caminando otros renglones, amaneciendo a nuevas historias más agraciadas que tal vez lo incluyeran de alguna manera un poco más próspera. Vamos, nunca pude ser tan cínico para proponerle una valentía que ni yo mismo no puedo acusar.
     Entonces, al final el se quedó dando vueltas por los lugares más silenciosos. Y cuando no oye nada de mi parte por algunos días se arrima y me habla bajito y trata de consolar lo que no tiene consuelo (a pesar de esto, yo aprecio su buena intención). Canta alguna canción que me tranquilice; murmura oraciones sueltas que, por obra y ciencia de algo que no comprendo, terminan transformándose en borradores de confesiones acalladas, en inoportunas declaraciones de amor para mujeres que no necesitan ya de mis declaraciones. Él decidió quedarse y yo -lo admito- permití que lo hiciera. Porque, al fin y al cabo, él vive en ese lugar oscuro adonde voy cuando me toca morir de pena o de bronca, de amor o de alegría; cuando el río ya no suena y el tiempo se detiene en la nota infinita de un requiem infernal.
Y cuando finalmente me toca resucitar, él vuelve a su silencio y me saluda como satisfecho de haber cumplido su misión. Desde la penumbra de su rincón silencioso y solitario levanta su mano, baja su mirada y desaparece llevándose con él a su ella y a la mía: a su salvación y a mi condena.
     Así es, a pesar de lo que parece, yo no soy él. Él es otro. Ese otro que participa generosamente en estos divertimentos literarios que me dan un respiro momentáneo y me llevan a caminar otras calles, fantaseando con las promesas de otras mujeres y abriendo paquetes de figuritas que, quién sabe, tal vez un día, cuando menos lo espere, traigan una cara desconocida asomando como el sol del amanecer entre medio de los rasgos nocturnos de ella que han sido calcados en hojas sueltas palabra tras palabra, con trazos teñidos de alcohol y versos trágicos repetidos una y otra vez. Versos cada vez más descoloridos, cada vez menos versos.
     A veces hasta creo que un día voy mirar hacia un costado buscándolo en medio de una noche silenciosa y él ya no va a estar acá, se va a haber ido habiéndome dejado sobre la mesa un sobre que, acaso, abriré ya sin la esperanza de que sea el último. Y ahí quizás esté ella, la que me falta para completar este álbum y terminar con estas historias que no tienen ni introducción ni desenlace, que son puro nudo, nudo en la garganta. Así, guardadita y expectante en su sobre, tal vez asome finalmente y sin aviso previo la figurita difícil: la de ella con su necesidad de necesitarme.

RR


miércoles, 29 de agosto de 2018

HACIA EL FINAL DE LA NOCHE


Hasta pronto, me vuelvo a casa. 

Me voy a refugiar una vez más en una guitarra, en los ruidos conocidos y en los silencios elegidos; en los sabores dulces de cuando era niño y en la sombra de aquellos tilos loberenses. 
Me voy clavando la pluma en la hoja en blanco a perderme en la ceguera de Borges. 
Me voy cruzando los martillos y derribando la pared que me separa de mí mismo, nada más que para encontrarme con ese personaje funesto que he creado a imagen y semejanza de mis desgracias y de las alegrías más injustificadas. 
Me voy a destapar una botella de vino y a esperar que se convierta en vinagre; para brindar a la salud de los que ya no están, de los que se han ido y de los que nunca más volverán. 
Me voy, quizás, porque quiero dejar por un rato estas estúpidas discusiones sobre la paz y la guerra que no hacen más que llevar sangre de un lado a otro. 

Quiero abandonar al abandono y reírme cínicamente de su suerte. 
Quiero desatar a las fieras para que griten sus verdades y masacren las mentiras sostenidas por la fuerza de los poderosos y la complicidad de los traidores. 
Quiero ser el abogado del diablo, el defensor de los pobres y los ausentes, algo así como un suicida dispuesto a vivir para siempre -por la gracia del Señor- en una nota sostenida en los ojos cerrados alumbrados con la imagen de la mujer de mi vida yéndose de mi lado. 

No voy a quedarme a vivir la vida de otros, a rascar la puerta por las migajas de los aristócratas y los penosos burgueses. 
No pienso derramar una sola gota de sudor por un pan amasado para los que buscan mantenernos encerrados en su corral.

Porque no creo en los mercenarios de la culpa y los dueños de la mansión embrujada. 
Ni creo en esta luna, ni en estas estrellas, ni en todas esas cruces. 

Creo en la claridad que da la borrachera, en la pena del desahuciado, en el arrepentimiento del condenado, en la muerte segura e inevitable de todos. 
Creo que cuando ella llegue va a ser demasiado tarde, si Dios quiere. 
Creo en el tiempo que me está matando y en la permanente búsqueda de la salvación en un abrazo milagroso; la redención en dos pechos que me acojan al menos por una noche; en la resurrección algún día en este juego de palabras que me ha atrapado entre cuatro paredes y sus ojos. 
Creo que he perdido algunas batallas, pero la guerra continúa y continuará hasta el fin de mis días. 

Eso sí, me gustaría no recordar ya nada sin olvidarme de nadie.
Me gustaría encontrar un par de zapatos que la traigan de vuelta sólo para decirle que se vaya, que nada ha quedado de lo que había, ni siquiera estos besos muertos de pena. 
Me gustaría terminar esta hoja y no volver a escribir nunca más para así plantar las semillas de nuevas palabras y que se encargue otro. 

Porque yo, yo ya tuve suficiente. Hasta acá han llegado mis ganas y mis fantasías, hasta acá alcanza mi descaro y mi valentía. Hasta acá puedo seguir sosteniendo que he cambiado y que nunca podré olvidarla porque, al fin y al cabo, ya ni siquiera la recuerdo. 

Y eso duele.

RR


viernes, 24 de agosto de 2018

ANTE TODO


Amá siempre. 
Amá, es lo único que podés hacer para no estar muerta antes de morirte; para no ser un número más en alguna triste columna de las nóminas que redactan en las sombras los miserables mercaderes que venden las almas al mejor postor. Por eso, donde sea que vayas, donde sea que te encuentres, amá.
Amá para intentar ser ese nombre tallado en el corazón de un árbol o en la amorosa obsesión de alguien que no logra olvidarte.
Amá sin temores buscando ocupar un espacio en la lista clandestina de los rebeldes que dejan todo para amar, esos locos que sin dudar ni un segundo regalan su aire y apuestan su sueños y entregan sus noches en vela pensando en quien aman.
Entonces, amá. Elegí a alguien, subite a su destino y amá. Desatá tus nudos y soltá tus amarras y lanzate a la deriva para ahogarte a su lado.
Amá hasta el infinito sin dejar nada.
Amá y desmentí todas esas supuestas verdades que se derrumban inmediatamente apenas uno ama.
Amá también al prójimo, al extenuado, al desolado y al desahuciado. Y cuando ya no tengas a quien amar, amá a ese héroe enamorado que ama sin ser amado.
Amá aunque nunca nadie se entere de cuánto has amado hasta ese día en que tu amor decidió irse tras unos pasos perdidos para finalmente transformarse y volver a tu lado en otro cuerpo, con otros ojos y otra piel, y ese sabor a primer beso indispensable para seguir amando. 
Amá íntimamente a quien te amó alguna vez y te seguirá amando allí adonde van los amores perdidos a refugiarse del silencioso frío del desamor, ese mundo dantesco de versos que conducen a los amantes a través del infierno de la ausencia irreparable y el limbo imposible del olvido al anhelado cielo donde habitan nuevos amores.
Entonces, amá.
Amá a pesar del tiempo y la distancia; de las paralelas que nos separan y las perpendiculares que nos cruzan; de las cobardías ocasionales y las precauciones inevitables; de los pedazos rotos y la sangre derramada.
Amá sólo vestida con las efímeras felicidades y hasta con los eternos dolores que apenas se aguantan. Y sin importar lo que hagas no dejes nunca de amar, para que la muerte te encuentre amando.

Porque en la vida, dicen, nunca nada valdrá lo que vale el amor.

RR



viernes, 17 de agosto de 2018

USTED Y YO #6


     No se acongoje, querida -usted bien sabe que me gusta llamarla de esa manera anónima aunque mis intenciones jamás lo sean-, no se apachuche ni se amedrente. No me deje solo en esta noche tal vez más oscura que las anteriores. Porque debería saber que cada una de las que le han sucedido a usted han sido más y más negras (si es que eso fuese posible), más y más ausentes de todo aquello que usted coloreaba con su presencia. Y si no me cree, o acaso supone que exagero, fíjese lo que he demorado en volver a escribirle. Por favor, no me recrimine lo que escribo para quién sabe quien, esas son sólo palabras sueltas, oraciones sin sujeto predicadas desde el insomnio que me provoca aún este temor de no volverla a cruzar en una plaza, en un bar o en una cama.
     Le aclaro que, finalmente, he decidido que usted no figurará en ningún comentario nunca, ni siquiera diré su nombre como una especie de alivio aunque me obligue la muerte o, peor aún, aunque me muera de ganas. Usted será en estás hojas la de siempre, la que se va sin que nadie la llame y vuelve sin necesidad de que la eche ese a quien usted ha decidido dejar al cuidado de todo aquello que yo imagino cuando escribo para usted. Eso sí, tenga en cuenta que cuando yo le escribo, usted queda bajo mi jurisdicción, y que dentro de los límites que demarcan estos márgenes, sus odiosas pataletas y sus caprichosos enojos de antaño no la van a exonerar del cariño que, sólo como introducción, yo le demostraré invariablemente hasta convertirlo en un amor ostensible.
     Vamos, ríase de mí lo que le plazca. Al menos de esa manera volveré a hacer mía aquella sonrisa que portaba inescrupulosamente a mi alrededor, y usted hará suyas mis emociones y las estúpidas justificaciones que deberé esgrimir para nadie buscando justificar el alegre contagio que me provoque su burla. Sin embargo, usted deberá justificar mucho más que eso. Usted, querida (ya ve cómo me pone...) deberá testimoniar cómo fue posible que un don nadie como yo se viera en la responsabilidad de lidiar con su recuerdo sin importar todos los túneles oscuros que se presentaran, ni las luces que asomaran cada tantos semestres. Es que, como creo haberle dicho (escrito) alguna vez, no soy yo quien le escribe. Claro, tampoco es que no lo soy. Es más bien un trabajo conjunto entre quien ha muerto en el intento y quien ha sobrevivido para contarlo. Pues bien, aquí estoy yo, el vivo y el muerto, el que ya no la busca y el que la encuentra en cada rincón de este vaso vacío que, como cada vez que nos encontramos -usted y yo-, me aguarda paciente. 
     Así es, aquí estamos, usted y yo como un hecho histórico sin proceso alguno que pudiera servir como objeto de estudio. Digámoslo sin vueltas: ¿qué archivo podríamos hallar a esta altura para corroborar las fechas y los actores de un par de meses de desencuentros y algunas batallas mediocres y sin armisticio? Porque, por más que al principio aquello pareciese una blietzkrieg amorosa, al final no pasó de una escaramuza entre pobres caudillos venidos a menos y unos ejércitos desmoralizados y vencidos de antemano.
     Pero volviendo a lo que nos ocupa -esa abuela que regula al mundo-, sepa que usted también tendrá que convivir con esta vida y esta muerte, con estos hiatos y esta caterva de imbecilidades que de vez en cuando me someten a su sombra y a su noche. Todo eso que aparenta ser olvido y desmemoria pero que, así, de esa manera tan paradójica, reafirma su existencia. Quiero decir: no espere nunca de mí la confesión del olvido. Porque no me corresponde a mí hacerlo. Porque no me toca a mí arrojar esa primera piedra. Porque nunca delataré a aquel que ha muerto tras sus pasos y resucitado de las tinieblas, debajo de estas letras, para sobrevivir eternamente.¡¿Cómo podría yo hacer semejante cosa?! 
     No, yo nunca diré de usted más que todo lo que la he querido. Porque si alguna vez escribiese como ahora que sí, que la he olvidado, no haría más que confesar, como ahora lo hago, que jamás pude olvidarla.

RR


domingo, 12 de agosto de 2018

NIEBLA DE AGOSTO


     Tal vez sea que después de tanto ya he tenido suficiente; que después de no haber tenido nada, todo me resulta demasiado. O quizás sólo sea que ya no quiero lo poco que el mundo puede ofrecerme. 
     Y entonces me voy, sin irme realmente a ningún lado, sin ni siquiera dar un solo paso. Me voy hacia un lugar inalcanzable para aquellos que se la pasan pidiéndome explicaciones o una declaración jurada de mi estado de ánimo. Me voy hacia donde vagan solitarios los intentos y los fracasos sin tribunas ni laureles. Me voy hacia el cerco que divide mi vida de la vida, que separa sus ojos de los del resto de la manada: sus ojos de loba en celo buscando un macho que se aparee con ella, que la someta y la convoque al sacrificio. 
     Y por eso no habrá a partir de ahora nada más, solo ojos; ojos por doquier, marrones y celestes, verdes y negros, todos con el mismo fondo blanco, todos con la ansiedad de la espera, con la impaciencia que provoca el ritual de una búsqueda falsa. Ya mismo voy a saltar ese corral hacia la palabra que mata, a empaparme de ella, a cortarme las venas con su filo y desenmascarar sus miedos que paralizan las piernas, que cierran la boca oprimiendo las ganas de declarar fuerte y claro que el amor sobrevive a la muerte y que sólo hay muerte en los verbos guardados en los párrafos de los hipócritas, en las súplicas de un amor sin sentido, sin nada a cambio, incondicional e injustificado. 
     No, no hace falta que venga ella a despedirme con su lástima o su orgullosa indiferencia. Porque ya no me interesa corregir la gramática de mis sentimientos, ni me importa destruir los mitos impostados en mis versos. Lo único que busco es amargar estas putas felicidades de plástico y arrojar a una cloaca todos esos amaneceres y crepúsculos capturados en las fotos de los que jamás sintieron la desolación de la noche, del vaso a medio terminar mirando la botella vacía; de la púa recorriendo ese último espacio negro y silencioso antes de levantarse del disco y marcar inapelable el final de la música. Un final anunciado ya sin sus piernas asomando por debajo de las sábanas revueltas proponiéndome una nueva canción que me permitiría tomarla de la cintura y viajar junto a ella adonde solo se viaja de a dos.
     Así es, me voy, solo, sin nadie detrás alzando la mano para saludarme, sin los llantos de mi madre ni ningún tipo de arrepentimiento tardío; dejando de una vez por todas atrás a esos insoportables comentaristas del día después. Me voy con el pecho roto y las manos encallecidas, con la mente llena de porvenires y probabilidades, con la lluvia cayendo impiadosa sobre mi alma que innegablemente se había inundado de excusas. Me voy porque quiero irme, porque nadie me lo pide, porque es absolutamente innecesario e inconveniente. Me voy sin dejar nada atrás ni tener nada por delante. Me voy caminando la cornisa de la locura, abrazado a los fantasmas del destierro y la humillación, olvidándome del orgullo y del amor propio que me ataban a un supuesto éxito que no es más que la soga que ahorca los sueños. Me voy sin nada, sin equipajes ni hojas de repuesto. Nada más me llevo el último beso de febrero de aquella chiquilina feroz y el abrazo del único amigo que me queda. 
     Me voy, me pierdo en esta niebla de agosto que hoy cubre un pasado que ya no añoro y un futuro que ya no espero. Me voy para no volver. 
     Jamás.

RR


jueves, 26 de julio de 2018

LOS HÉROES, SUS AMANTES Y SUS SOMBRAS



     Mientras tanto, en el claroscuro que ilumina el espacio entre la vida y la muerte, el amor sucede. El amor se escapa de las cajitas de cristal de los que lo añoran, de los libros de los que lo escriben, de las canciones de los que lo cantan. Mientras tanto, hay peces que saltan de la pecera para besar al observador; y observadores que se zambullen al agua a ahogarse de la mano de un axolotl. Mientras tanto, hay cartas que van y vienen y mensajes que nunca llegan; malos entendidos que quedan ahí, como malos entendidos, como murallas levantadas bajo los signos de una pretendida civilización pero sin esos gestos imprescindibles de la naturaleza, sin los brillos del sudor en la frente anunciando la imposibilidad de contener por más tiempo la confesión de quien ha caído irremediablemente en la red del amor. Porque nadie escapa del todo y para siempre de esa red, de su caza furtiva, de su mira telescópica que ajusta con precisión el objetivo y dispara una bala que no podrá removerse nunca.
     Y así, desde las ventanas de los edificios, como desde las oscuridades de los reductos sociales, los amantes disparan sus miradas, se hablan en silencio buscando una magia telepática que los conecte y los abrace finalmente bajo la copa de un árbol o bajo las sábanas de una cama. Así andan ellos, despreocupados de buscar razones para tanto desperdicio de tiempo en cuestiones nimias, en el bagayeo de cosas que, al final, terminan demostrando su completa inutilidad. Y claro, habrá quienes se arrepentirán un día de no haber intentado congraciarse con el tango o con los boleros, esos que apenas se dejaban escuchar debajo del ruido filoso de las rayas de un disco abandonado por quien tuvo la dicha de encontrar una pareja para bailarlo y huyó de su negro presente hacia un destino incierto. Y también habrá otros que se sometan al juicio final de un libro estaqueado entre los límites de una biblioteca juntando polvo con el señalador abandonado en la segunda página mientras las restantes guardan en secreto los versos más desgarradores junto a las carcajadas de hombres y mujeres felices que se animaron a escribir con sus propias manos la historia de sus vidas.
     De la misma manera aguardan los amantes que no se encuentran. Van y vienen, de casa al trabajo y del trabajo a casa. Domingos familiares con familiares desconocidos, encuentros con amigos de quienes no saben más que el color de su equipo de fútbol y los finales de unos cuentos tontos, repetidos y sin gracia que han sido contados una y otra vez hasta el hartazgo. En el fondo de sus horas ha quedado guardado secretamente aquello que han negado durante toda su vida. Allí, donde el mundo se termina al primer minuto de la borrachera y concluye un minuto antes de caer vencidos por el sueño que, irremediablemente, los rescatará para colocarlos en un lamentable lunes -por más que sea jueves o cualquier otro día de la semana-. Es que siempre será un despertar de lunes para los que no logran encontrar su sujeto y viven como un eterno predicado, acomodando los verbos en unas esperanzas que persiguen implacablemente y adjetivando imágenes de sueños imposibles.
     Sí, el amor está ahí y de nada sirve ocultarse, ni de sus causas ni de sus consecuencias. ¿Es que acaso no es el amor el único acto verdadero de valentía que somos capaces de llevar adelante? Tarde o temprano llega la hora de creer en lo increíble, en que nada es lo que antes uno creía que era. Como le sucede a esa muchacha que, apesadumbrada por los sobrevalorados vaivenes del dinero, camina ahora por la plaza con sus deseos grabados y ocultos en un botón desprendido de su camisa sin saber que ella es el amor de la vida de alguien, la reina de un tablero que desconoce. Ella, sí. Ella.
     Ella pertenece a un juego donde no hay nada que no sea posible. Va por las sombras del amor desprevenida, saltando de cuadradito en cuadradito ignorando que tal vez su rey es aquel peón blanco, o ese otro negro, o aquel rojo. O tal vez no sea ninguno de ellos y sea un caballo abandonado al borde del olvido, cansado de cabalgar soledades. Y cuando ella descubra que está a punto de ser devorada por el tiempo, no tendrá otra posibilidad más que salir de la penumbra e ir detrás de ese amor como van los que asumen al héroe interno maniatado por miedos y prejuicios inculcados metódicamente de generación en generación. Inesperadamente entonces, su heroína saldrá a la luz para iluminar lo que haya quedado del dolor que la mantuvo recluida en esa espantosa prisión.

     Y así como esta reina irá detrás de su rey por el infinito camino de los amantes, me pregunto si no es que yo debo volver a perseguir una vez más el trazo dibujado por tu silencio. Porque vos, que seguís sonriéndome desde un cuadradito negro, probablemente pienses que para convertirme en héroe yo debería abandonar la pretensión de hacer de esto una carta de despedida y escribir ahora mismo tu nombre en ese espacio vacío dejado en cada texto escrito y desahuciado en el borde del cuadradito blanco contiguo al tuyo. Acaso, si así lo hiciera, estas palabras podrían tomar la forma de un prólogo heroico para mis últimos versos anónimos que me permitirían recuperar tu cuerpo de la sombra y acercarme disimuladamente a tu oído a ofrecerte que te quedaras al menos un rato a mi lado, que dejases el desorden de tu ropa en el piso como una constelación que guiara tus soledades hacia el refugio que guardan mis anhelos.
     Sin embargo, querida, eso no sucederá. Porque, a decir verdad, este es el más heroico de mis actos. Pues así como el amor sucede, suceden las soledades. Y mis soledades deben permanecer solas dejando las tuyas con vos que pertenecés a un universo inalcanzable.
     Adiós, entonces. Es tiempo de descolgar este ya desvencijado cartel de bienvenida y despedirte de mi boca y de mis manos, abandonando la idea de ser el héroe de un hoy sin mañana. Por favor, apagá la luz al salir; guardá en tu bolso los últimos rayos de sol de los futuros atardeceres y los tenues brillos de las lamparitas ya agotadas, pues no me pertenecen. Como no me pertenecen ya ni tu risa, ni tu sexo, ni nada de lo que rondará ostensiblemente mi memoria hasta el fin de los días.

Sólo tu sombra.

RR
   
                

domingo, 22 de julio de 2018

CUANDO TRASNOCHAN LOS CORAZONES


     Ya es casi la una de la mañana y ella sigue ahí, tan hermosa que me resulta intolerable; aplicada a esparcir su polen por el aire despreocupadamente sin enterarse de la revolución que se ha generado en mi colmena. Yo la miro y la miro. La observo atentamente, trato de descifrar los movimientos de sus ojos que miran de a ratos el cuello húmedo de su camisa a cuadros, mientras sus manos acomodan la justa distancia entre sus bordes, dejando a la vista del mundo entero el comienzo del tobogán alucinante que corre entre sus pechos. Una caída libre que desata cataratas de ilusiones y fantasías a las que, si fuese por mí, me arrojaría feliz con una sonrisa imborrable igual a esta que ya me cuesta cada vez más contener.

     La una y pico y ya no sé qué más hacer para llamar su atención, para comenzar ese necesario diálogo de gestos y miradas que nos pondrían frente a frente, que nos unirían las manos a escondidas por debajo de la mesa nada más que para aguarle la fiesta a la soledad. ¿Será que no me ha visto? ¿O será que se nota demasiado mi pulso acelerado y las gotitas de transpiración que caen por mi cuello dejando en evidencia lo que quiero? Quizás sea que esta camisa no me favorece como yo creía porque ni siquiera me mira, está como perdido en su propio mundo. Me pregunto en qué estará pensando. Quisiera arremeter ahora mismo contra la miel de sus ojos que chorrean una mirada que parecen irse de viaje cada vez que busco encontrarme con ella en algún lugar imaginario donde remontar mis fantasías a la par de sus realidades.

     Tal vez debería asumir la realidad: ella está esperando a alguien, está haciendo tiempo para salir de este lugar apestoso de olores fritos en aceites añejos, lleno de cuadros horribles colgados de paredes descascaradas que no hacen más que aumentar mi desconsuelo por ser un timorato que no se anima a levantarse de esta silla y acercarle un vaso de esta cerveza helada junto a este papel que ya ni pienso leer, que apenas salga de acá lo arrojaré derecho a la basura. Porque, vamos, yo no soy un poeta ni nada de eso. Lo único que hago es escribir las típicas rimas que trae el miedo. Ese miedo al abismo que se abre ante uno cuando la prueba fehaciente del amor desmiente a la muerte dejando a la propia vida como un simple adorno. Y eso, irremediablemente, me convierte de inmediato en un pobre imbécil que no encontrará nunca otra salida más honrosa para esta terrorífica situación que escribir cualquier cosa: excusas indefendibles o justificaciones inescrupulosas. Como si fuese el peor de los cobardes. O tal vez debería decir el más valiente de ellos. Porque de esta manera asumiría la heroica tarea de negarme a firmar la declaración universal de los perdidos para siempre, renunciando así al último cupo para ocupar el lugar sencillo y honorable de los hombres que nacen y mueren para casarse con la mujer que les toca, disfrutar los domingos en familia y amargarse los lunes en el trabajo.

     Me mata la tentación de levantarme y pasar por su lado tratando de ver qué es lo que escribe, qué puede ser tan importante para desviarse y esquivar cada trazo de esta telaraña que tejo inútilmente a su alrededor. Seguramente estará escribiendo una de esas cartas de amor que reciben mujeres que no las merecen, que no les importa el corazón del hombre cosido con hilos de tinta roja en el gris del ayer, regalado como una ofrenda de sacrificio. Dale, yo acepto tu regalo. Te juro que si hacés aunque sea un amague, yo me levanto inmediatamente y me tiro encima tuyo haciéndome la distraída, la que no te estuvo invitando desde hace una hora con este vaso vacío que no venís a renovar, a llenarlo con las horas restantes de la noche que está tan calurosa que saltaría a la catarata de palabras que veo que caen sobre ese papel que debería ser para mí y no para ella. Para mí. Sí, para mí.

     ¿A quién se le ocurre escribirle a mujeres desconocidas? ¿Qué podría yo escribirle a esta mujer que le resultase interesante? Una mujer inalcanzable a la que observo desde hace una eternidad, quedándome todavía el infinito de la desgracia de no volverla a ver apenas se levante y se vaya sin ni siquiera mirarme. Sola, ¡claro que sí!  Mirá si la voy a andar siguiendo por la noche como un asesino a sueldo, como un enamorado de un par de ojazos azules a los que sólo podría nublar con propuestas escritas en papeles engrasados, en bares roñosos llenos de tangos rayados en vinilo negro. Mirá si justo esta noche, con este calor agobiante, esta mina me va a recibir en sus mejores horas, con sus mejores deseos amotinados bajo su camisa para entablar una partida de uno contra uno y ver quién huye primero, quién desparece con cualquier coartada ridícula ante el primer amague amoroso. Y sí, seguramente yo perdería por goleada. Es que yo me quedaría desvelado para siempre mirando ese irse. Ese mismo irse que estoy esperando hace rato para levantarme a su paso y tropezar con su camino, aunque sea para que tenga que sortear esta desesperación que ha florecido bajo su cielo que está tan cerca y tan lejos a la vez. Si fuera por mí… Si por mí fuera… Pero no es por mí, es por ella. Es por la insensatez de creer que puedo estar frente a la mujer de mi vida sin que ella lo sepa jamás, sin que pueda producirse ninguna de esas estúpidas escenas inverosímiles de película donde él y ella se miran a la pasada y se encuentran frente a frente, como una mosca a punto de ser devorada por una araña cazadora de corazones débiles que caen como presas en su tela estratégicamente tejida para eso, para matar mirando a los ojos, para hacerle perder a su víctima el temor a la luz y al túnel y a toda esa mierda que nos atemoriza cuando, en realidad, deberíamos sentir un impulso irrefrenable hacia el sacrificio. Claro que sí. Deberíamos ir corriendo contra el filo de la daga que nos arrancaría el corazón para dejarlo en sus manos en vez de guardarlo en un papel grasoso que se perderá para siempre en el olvido. Pero ella no sabe todo esto. No sabe que estoy enredado en sus hilos de seda, en los cuadros de su camisa, en su reflejo en el vidrio que se refleja a su vez en el espejo detrás de su espalda que se endereza y se levanta sin que yo me atreva ni siquiera a pestañar cuando pasa tirando la cuenta despreocupadamente al piso. No sabe que si supiera dónde vive quizás me animaría a ir dejarle cada noche cartas como esta, llenas de frases cursis para saldar esta despedida que inevitablemente hará que pida otra cerveza para olvidarla por lo menos hasta mañana. Hasta que la madrugada me despierte abrazado a su ausencia que ya no se irá nunca.

     Creo que hasta acá llego. Esto ha comenzado a hacerme mal. Y no es que una se acobarde así nomás por un pequeño desbarajuste emocional, por sentir que enfrente de sus ojos está la noche ocultándose como si una fuese una intrusa que quiere subirse a su cama. No, no es eso. No es que él esté ahí y yo acá. Que en esta mesa haya una silla que ha dejado de ser silla para ser él. Él que está allá mientras yo estoy acá sin poder mover un músculo, sin animarme a abandonar este papel de araña venenosa agazapada en su escondite mirando mi reflejo en el vidrio que da a su espalda, acomodando esta maldita camisa que no debería haberme puesto y que ahora delata mis pezones que apuntan maliciosos hacia lo que deseo. Y lo que deseo es él que escribe cartas a otros amores que quizás nunca vean esto que yo estoy viendo ahora de frente. Unos ojos caídos sobre un papel que nunca tendrá mi nombre, ni mi dirección que pienso escribir sobre la cuenta -que ya me trajo el mozo- para dejarla caer a sus pies cuando me vaya caminando despacio por la vereda más oscura, imaginando que me sigue como un asesino a sueldo tras su víctima; pensando en qué sería de nosotros si no fuésemos dos pasajeros con trenes a diferentes destinos, si no tuviéramos cada uno sus propias ganas y coincidiéramos en una sonrisa. Tan sólo eso, una sonrisa. Una simple mueca que rompería el maldito juramento de no hablar con extraño. Un estúpido y maldito juramento que, como en este caso, nos hará pagar el precio impagable de perder al amor de tu vida en una noche calurosa, bajo un cielo estrellado únicamente para nosotros. Eso solo hubiese alcanzado, una sonrisa que probablemente me hubiese podido guiar hasta el umbral donde él guardará su ausencia a la que no podré abandonar nunca a partir de esta noche. Su ausencia que se convertirá en el símbolo de un paraíso perdido, el lugar secreto que buscaré cada noche, calurosa o fría, que decida pasar acurrucada entre las mieles de otras colmenas. Sí, su ausencia que madrugará conmigo cada mañana y me acompañará hasta mi puerta con la esperanza de encontrar un sobre asomando por debajo, con su nombre escrito en el remitente invitándome a escribir el mío en su destino.

RR



DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...