miércoles, 24 de diciembre de 2014

ANTEÚLTIMA CARTA INNECESARIA


     A lo largo de mi vida he escrito innumerable textos, incontables cartas innecesarias y sin destino, con unas ambiciones tan desmedidas que rayan la locura; cantidades insólitas de palabras y frases maniqueas inversamente proporcionales en su calidad a su cantidad. Supongo que si se pudiese reunir todos aquellos papeles, quizás podría armarse una especie de biografía de mi persona que hablaría a las claras de la estupidez y el desatino que ha caracterizado mi vida, de la completa falta de recato y astucia de las que he hecho gala (orgulloso); de la más absoluta ausencia del sentido de la ubicación en el tiempo y en el espacio que no hicieron otra cosa que hundirme en la más penosa de las fantasías. Porque cada vez que escribí, lo hice rompiendo las imprescindibles reglas de convivencia que todos los buenos vecinos conocen y practican y que deberían haberme permitido escaparle a la derrota y no perseguirla como un devoto. Cada vez que tracé los garabatos de una angustia tan injustificada como la mismísima alegría, lo hice creyéndome un genio incomprendido, como convencido de desmentir a Einstein, argumentando terca y falazmente que quien ama puede viajar más rápido que la luz del rayo invencible del olvido. Pues bien, pobre de mí que me alimenté de los puntos finales creyendo que podría revertirlos y hacer de ellos comas que le pusieran una pausa a la noche, acentos que transformasen un si en un sí, rotundo y manifiesto. Pero no. No.
     Por eso hoy decidí escribir por última vez la anteúltima carta, esa que escribí tantas veces para los amores vencidos. Para ella (¿para vos?). Hoy bajé hasta esta hoja que estás leyendo para dejar de olvidarla y quererla como lo haría si pudiera, sin esperanzas y sin consuelo, sin esa necesidad de tener que despedirme porque dicen que hay que saber soltar, que debo dejar que vuele para verla regresar y así saber que me ha querido. A mí no me importa eso. A los que quieren no les importa la reciprocidad y la justicia. Eso no es más que un engaño que jamás impedirá que quien se encuentra solo en el medio de una encrucijada con el corazón en la mano no se lo entregue al diablo a cambio de un gesto mínimo e inverosímil de su objeto de amor.
     Pero no me he sentado a esta mesa para buscar culpables y recapitular promesas imposibles de cumplir, para someter a la memoria a la fácil tarea de inventar recuerdos y armar cadenas de causas y consecuencias que me conduzcan a una razón que no es única y que todos poseen. Me acerqué hasta esta hora porque ya va llegando la mía, la de la oscuridad y la despedida, la de los arrepentimientos y las carencias, la de dejar definitivamente en paz a las únicas armas que pude esgrimir para defenderme del peor enemigo. Así es, luché denodadamente contra el tiempo que pasaba y perdí. Sí, perdí como pierden todos, aunque de la peor manera: negando que estaba perdiendo, negando que estaba moviéndome con el combustible de un recurso no renovable; quemando las naves una y otra vez; pateando los restos de la fogata azuzando de esta manera la voracidad de un fuego que, en realidad, debía cuidar para conservar la cordura; vomitando las entrañas anudadas por el fracaso y la desesperanza; pisoteando las flores con los aromas de las pequeñas alegrías por correr detrás de la inmortalidad del amor que nace y muere sin que nadie pueda saber jamás por qué.
     En fin, si es que he perdido (y de hecho, he perdido), al menos que no queden dudas, que no queden cabos sueltos y besos sin nombres, que no haya confusiones acerca de quién he sido cuando ya nadie me recuerde, cuando las ropas que me abrigaron sean trapos desgarrados en bolsas negras, cuando esos papeles donde constan todos mis incumplidos adioses desparramados por los cajones de la indiferencia hayan desaparecido entre la  mugre y los restos de alguna última cena. Sólo eso pido, que no se confundan mis palabras y se diga una cosa por otra, que no haya posibilidad alguna de mal interpretar lo dicho. Porque cuando me senté a escribir lo hice buscando abrir un paraguas que salvara mi alma de la tormenta, lo hice por no animarme a morirme como se debe. Como lo haré ahora, apenas cierre finalmente este viejo paraguas desvencijado por los vientos y las lluvias y las penas; apenas el punto final se clave autoritario e impiadoso sobre lo que no es otra cosa que un adiós más. El último.

RR


viernes, 19 de diciembre de 2014

UN REGALO DEL CIELO


a los cielos de Palermo
     En esas circunstancias uno debe aceptar siempre, ¿cómo no hacerlo? Y yo acepté aquel regalo que me hacía, con gusto, con placer y con un poco de un inexplicable orgullo. Ella se sacó de su cuerpo por un rato los dolores y me desnudó sus deseos íntimos, sus latidos acelerados, su mejor versión de mujer sin complejos para ser la más puta de las amantes, la que arroja el vestido de princesa y se hace cargo del amor y lo honra y lo transpira y lo exprime con devoción, con la certeza de que el resto no es nada, es puro chamuyo de peluquería. ¿Cómo no lo iba a aceptar? Lo acepté y me lo guardé en ese bolsillo secreto que tengo para las mujeres que como ella, invariablemente, me dejan juntando con una cucharita los pedacitos de una dignidad que, a decir verdad, no poseo; de la que solo hago gala de a ratos para tener algo de lo que agarrarme cuando me ponen contra las cuerdas o ya no puedo sostener los guantes y me están contando hasta diez.
     Y ella me soltó aquella sonrisa maravillosamente perversa de quien se sabe en control de la situación, me miró inalcanzable a través de sus cielos celestes y borró la muerte de mi vida por un rato, por ese rato en el que nos juntamos y nos quisimos sin preguntas, con esa insolencia que a veces desafía los deberes y espanta a las viejas de los departamentos contiguos que hablan a los gritos como si alguien necesitara escucharlas, como si el pobre tipo a su lado, condenado en una silla en el patio, disfrutara del reproche y la queja constante. Yo, por lo pronto, no necesitaba escucharla, solo quería desenvolver mi regalo y saborearlo, quedarme con su gusto por el resto del día y agradecerle por el resto de mi vida. Y eso fue lo que hice. Me subí a caballito de sus placeres y acepté su mandato sin chistar, sin resistirme a que escribiera impunemente sobre mí sus mandamientos y sus pecados, me sometí a sus piernas y a sus manos que me abrazaban como a una presa para un sacrificio. No lo niego ni lo haré nunca: me entregué voluntariamente a su ritual del orgasmo compartido sin fecha de vencimiento.
     Sin embargo, ella se fue. Aquello no era un regalo, era una despedida, sería su hasta siempre lacrado en mi memoria que guardaría con atesoramiento aquellas imágenes como diapositivas, con la tentación constante de arrojarlas al fuego y correr detrás suyo; perseguirla por aquellas plazas que eran otros pozos para este sapo mientras ella no era otras cosa más que una princesa de vestido rosa guardando debajo sus curvas y sus puentes, las marcas de los golpes y el hartazgo de las contracturas que quizás acaban por endurecer los sentimientos.
     Y así se fue como se han ido todas, como se seguirán yendo las que vengan, dejándome estas malditas cartas para entretener el morbo de los curiosos y el insomnio de los desvelados. Para hacerles creer a algunos nostálgicos que nadie se va para siempre, que siempre quedan los restos de los envoltorios en bolsillos secretos, pedazos de últimas miradas, gotas de jugo de cama caliente y ese temblor final que te deja tirado en la lona esperando que termine la cuenta con la vista sumergida en el mar y en unos cielos celestes e inalcanzables.

RR

Foto: Andrea Alegre

jueves, 18 de diciembre de 2014

ÚLTIMO AFORISMO DE PRIMAVERA


      Hay adioses que no se dicen, despedidas innecesarias, besos que se llevan de vuelta en la boca y que ahí quedarán para siempre. Hay lugares que no se vuelven a andar y aunque se anden nuevamente, nunca serán aquellos andados, nunca tendrán aquellos aires ni aquellas pretensiones.
     Nunca se vuelve al primer amor, a la chiquilla de ojos verdes y sonrisa pequeña que derrochaba esperanzas desde un segundo piso hasta que un día dio vuelta la moneda y mostró la otra cara, la de un adiós inexistente hasta ese momento, inimaginable como el infinito, la promesa rota, la vaguedad indefinible del amor eterno, tan inverosimil y necesario como Dios.
      Se deja al primer amor y se va hacia el segundo que siempre tendrá la impronta del primero, del único, del de toda la vida. Y el segundo viene a redimir sueños que ya se daban por muertos, viene luchando contra el cinismo asesino de la sonrisa simple y descuidada encarcelada detrás de la reja de la sabiduría y la ciencia. Viene el segundo amor que expulsa los rencores con el primero y nos junta a todos como buenos vecinos, como a viejos compañeros de escuela que afortunadamente han olvidado quién se sentaba último y quién arrojaba las tizas. Pero cuando se va el segundo se vuelve al dolor del primero, a la desolación y al desencanto, al discurso fácil de la igualdad y las matemáticas, las leyes que gobiernan lo ingobernable y rigen razones sin lógica alguna.
       Pero el amor vuelve, terco y testarudo, en otras bocas y en otros ojos, en algún encuentro casual o en alguna noche que se ve sorprendida por los sexos que solo habían llegado hasta ahí con el único motivo de abrazarse por un rato y juntar gemidos y humedades sin intención ninguna de redactar versos o cartas de amor. Porque el amor es tirano como el tiempo. El amor es un viejo zorro que se cuela por los recovecos más inesperados, que entra en ella disimuladamente por su vulva y sin pedir permiso asalta su corazón estableciendo un nuevo centro de mando que arrasa con cualquier plan premeditado. También puede suceder que florezca de los laureles de la conquista narcisista y vanidosa de él que será ventilada en un partido de naipes entre anécdotas falsas y el inconfesable y secreto remordimiento por no animarse a huir de ese lugar e ir a buscarla, a dejar el escudo y la lanza de falso guerrero para rendirse ante el gusto a ella que es la conquistadora y no la conquistada.
       Entonces, tal vez sea mejor callarme y recordala, a ella y a todas, a la chiquilla de ojos verdes y boca pequeña y a las de todos los otros colores y tamaños que habitaron mi corazón o lo merodearon a la distancia, también a aquellas que no pude ni siquiera ahuyentarlas con mis promesas y mis tontas esperanzas de ser el hombre de sus vidas y ofrecerles escudos y lanzas, solo los adioses silenciados y transformados en historias tan falaces como esta que dice que ya no me acuerdo de sus rostros y de sus aromas, de sus direcciones y de los caminos que recorrí durante meses siguiendo sus rastros después de haberlas perdido para siempre. A ellas que las encuentro en cada primavera, justo antes de comenzar el verano que las trae como olas suaves de corrientes cálidas a esta isla desierta donde habito de cara a este mar tormentoso y revuelto que parece que se traga todo. Menos los amores.

RR


Foto: Hugo Grassi

martes, 16 de diciembre de 2014

BOSQUES ENCANTADOS Y ORILLAS INFINITAS



     Existen un sinnúmero de leyendas urbanas que cuentan historias de amores olvidados que se reencuentran, de olvidos enamorados que se recuerdan, de atracciones y rechazos de personas que jamás se han visto a los ojos, que nunca han arrimado sus narices a los anillos que aroman los sexos cuando se despiertan. Dicen estas leyendas que hay Penélopes y Ulises por doquier, tejiendo y viajando, dejando rastros irreconocibles e inconfesables. Amores que aman y que no lo saben, que miran las estrellas y ven formaciones misteriosas, mensajes astrológicos, mapas estelares. Hasta se habla de algún lugar perdido adonde van a parar las cartas de amor que se han escrito para luego ser arrojadas a la basura, escritas con las esperanzas y la valentía falsas que destila la madrugada alcoholizada; papeles arrugados cargados de promesas impracticables, de sentimientos de dudosa veracidad, de bocas idealizadas con sabor a vida pero que, finalmente, se revelan como dolorosos epitafios para los corazones destrozados.
      Alguna vez hasta escuché hablar de un bosque donde nunca penetran los rayos del sol, donde solo habitan las sombras de los nombres tallados en los troncos solidarios que consuelan las pérdidas y los fracasos. Un bosque por donde caminan las almas que quedaron vagando en los recuerdos fantasmales de las vueltas imposibles, de los regresos arrepentidos que jamás suceden. Una leve brisa atraviesa los pasillos de este bosque, un aire más bien cálido que abraza a los que se pierden recitando versos enamorados de alguien que ya no existe, de alguien que, a pesar de guardar los rasgos del amor aquel que alimentaba deseos, hoy ya no es otra cosa que una persona más entre millones que nunca escucharán las súplicas y los reclamos. Y por estos árboles trepan enredados los nombres de quienes ya no quieren ser alcanzados, de aquellos que han logrado salir vivos de ese bosque encantado que engaña a estos otros que lo recorren confundidos con los personajes de unas historias escritas por seres anónimos que no lograron escapar.
      Hay quienes afirman que más allá se extiende una orilla infinita por donde caminan descalzos los que aún creen que pueden reconocer en una simple mirada una ternura que la distingue entre todas. Estos personajes caminan de a miles mirándose fijamente a los ojos, buscando destellos mágicos que justifiquen sus dolores y sus ansias, una increíble fidelidad a la nada, a un retrato dibujado entre sueños que se borra inmediatamente al despertar. En la arena se pueden ver pasos que se cruzan, que se siguen, que se apresuran y que se detienen; pasos que se buscan y no se encuentran, que se esperan y se vuelven para comenzar de nuevo. Sí, también hay pasos que lamentablemente se pierden en el mar. Porque de esta orilla han partido también las naves que se han echado al mar creyendo que existe otra en algún lado que guarda los pasos y los ojos que en esta no encuentran. Cada día parten pequeñas balsas adornadas de días y flores, de abrazos y bailes, de sonrisas rescatadas de la memoria y colocadas en la proa junto a las promesas de amor eterno. Estos navegantes parten sin temores, con la constancia y la ceguera de los locos y los enamorados, con la absoluta prescindencia del deber y el convencimiento trágico del querer.
      Y de este viaje en el que se perece inevitablemente nacen los héroes y las heroínas, los cuentos y los romances, los poetas y los músicos. De este viaje han nacido las palabras y los acordes de las canciones que se escuchan en las noches silenciosas, que dibujan en la oscuridad del cielo rostros añorados con trazos de estrellas fugaces. Fugaces como el amor eterno, como el brillo de unos ojos tiernos poseedores de miradas únicas e irrepetibles, como las huellas de unos pasos que jamás volverán.
      Y así, algunos pocos sobrevivientes vencidos y derrotados caminan sin ni siquiera saberlo por los caminos que conducen a la salida del bosque encantado a buscar un nombre nuevo que se talle de a poco en la eternidad del alma. El nombre de alguien que probablemente está recorriendo en este mismo instante el final de una orilla infinita después de haber renunciado a embarcarse en un viaje sin retorno, después de haber mojado los pies en el mar helado donde aguardan las profundidades de la desesperanza total que alguna vez abrazaron a la pobre Alfonsina enamorada y que me llaman cada vez que arrojo a la basura una nueva carta de despedida.

 

RR


Foto: Guillermina Raggio

jueves, 11 de diciembre de 2014

VOCALES Y CONSONANTES


      No vine a pedir tu mano, ni siquiera me acerqué a tratar de enamorarte. Solo decidí salir a pasear por los alrededores de tu corazón. Si me ves acá en esta hoja es porque vengo desde hace tiempo arrastrando las consonantes de tu nombre, nadando en el brillo de las vocales que, en esa simple combinación de letras, le ponen un palo en la rueda a mi tiempo que se detiene como sin saber hacia donde ir, como despojado de esa necesaria inercia mortal que lo incline al más allá.
      Y, entonces, algo me dijo: "vamos, tenés que ir". Y acá estoy, suplicando no tener que suplicar, esperando que salgas de tu casita de caracol para invitarte a desandar el pasillo que conduce a la noche que espera siempre por un par de locos que se ganen las estrellas. Ellas brillan para todos, pero brillan aún más para los locos y los amantes, que, al fin y al cabo, sufren los mismos síntomas.
      Verás, para que quede entre nosotros: no hace falta que empaques grandes esperanzas ni que le pongas un título a tu silencio o declares tus intenciones, no hacen falta formalidades si en realidad lo que busco no es otra cosa que disfrutar de la tormenta que se crea sobre mí cuando te veo pasar; arrojar el paraguas y saltar del umbral hacia la calle para empaparme de cualquier posibilidad que me ofrezca alguna casualidad ajena que te haga tropezar con mi torpeza. No hace falta que me sonrías o me des la mano, aunque sería un placer degustar tus gustos y gestar tus gestos y abrazarme a tu indiferencia y envolverla de estos deseos de desnudar tu desnudez con una mano en tu cintura y la otra en el infinito que nos separa.
      Pero mejor así, como sin querer; atraído hacia vos sin que vos lo sepas, sin que yo me acobarde una vez más y logre finalmente acercarme a la ingravidez de tu luna y a tus páramos de mujer fatal; a tus ansias y a los detalles que surgen de tu voz suave cuando se escucha a lo lejos cayendo sobre un pentagrama divino. Silencios que prometen y promesas que se silencian bajo una lluvia solo mía que asoma detrás de la ventana y que una vez más me ha empujado hasta este umbral debajo del alero a escribirte empapado.
      Hoy es una tarde cualquiera de cualquier día, de cualquier mes, de cualquier año, que se ha detenido una vez más en la rueda de mi tiempo. Esta rueda siempre atascada con el mismo palo cuando por mi mente nadan las mismas vocales y se arrastran las mismas consonantes y me llueve la misma lluvia.

RR


Foto: Pablo Silicz

miércoles, 10 de diciembre de 2014

LA ÚLTIMA CONFESIÓN DEL AMOR


     Hay una hoja en blanco en mi biografía, todos ya me conocen -o creen conocerme-. Soy el más profano de los traidores. He llegado donde nunca nadie había llegado, he traicionado a la muerte misma y me he escabullido de los dolores y los castigos. Algunos dicen que soy el peor de los miserables y no me he arrimado hasta acá con la intención de desmentirlo, solo lo hago con el propósito de completar mi historia, la que ya fue escrita entre noticias de primera plana, abogados mercenarios y mercaderes de la moral. Todos han acertado y todos han errado, todos han dicho la verdad con mentiras y ninguno la ha dicho completa. Pero ha llegado el momento de plantarme ante el único tribunal al cual me voy a someter voluntariamente; hoy me toca a mí abrir este baúl escondido en los sótanos de las horas pasadas, refugiado de las tristezas falsas y las alegrías de bisutería para revolver entre una desesperación ocultada tenazmente por quienes creen condenarme al hacer de mi nombre un sinónimo de perdición.
      No importa de dónde vengo, no importa si caminé las veredas de una niñez tierna o desbarranqué por los acantilados de la miseria y la desolación. Nada cambiaría eso. Yo soy el lugar común al que todos dicen ir pero al que nadie va, porque eso significaría transgredir los límites impuestos y sucumbir ante la mirada de un par de ojos elegidos por un azar incomprensible.
      La vida no es una avenida céntrica ni los barrios de señoras que compran el pan por la mañana, ven la novela por la tarde y esperan las noticias por la noche. La vida puede ser el peor de los infiernos o el más celestial de los paraísos. He sabido andar por los dos. Pasé por cada uno y me detuve en ambos por un trago de sangre, de la mía, de la que estoy entregando en este final. Toda la sangre derramada ha sido mía, no he matado a nadie y, a su vez, los he matado a todos, a los que me han perseguido, a los que han creído capturarme y a los que nunca me atraparán.
      He sido condenado un millón de veces en juicios fraudulentos, meros espectáculos montados para satisfacer las cobardías y las petulancias, para seguir atados a la mentira pacíficamente, adornando las noches de juegos vanos y reuniones de amigos con conclusiones falsas pero enteramente satisfactorias para las mentes sujetas a reglas y a normas de convivencia y buenos vecinos. ¿Y ahora me piden justicia? No, no existe posibilidad ninguna de justicia en este mundo, solo venganza, desatar una tormenta implacable y arrojar sobre el tapete las pruebas irrefutables de la inutilidad de la vida sin mí y borrar con un solo suspiro el temor a la muerte inevitable. Porque yo soy la vida y la muerte mismas; porque yo puedo cambiar el mundo o mandar todo al diablo en un abrir y cerrar de ojos; porque yo, solo yo, puedo sabotear todos los planes y hacer fracasar todas las estrategias.
      Y quizás haya quienes piensen que pueden esconderse de mí y seguir andando los caminos necios de la arrogancia. Pues bien, yo los desafío en este mismo instante a quitarse las máscaras moldeadas con el dinero empapado en la sangre que alimenta sus egos y dejar caer sus capas de reyes falsos y sus diademas de princesas que jamás lograrán sentir el placer de las putas, de las mujeres que erizan la piel y derrochan las miradas.
      Yo soy Dios y el Diablo, la verdad y la mentira, lo que oculta y lo que deslumbra, el miedo y la calma, los singulares, los plurales y todos los tiempos; las cartas, los versos, la manos, los sexos; ella, él, nosotros y ese espacio en blanco que duele en el alma, ese silencio atroz que atormenta las fortalezas y corta las melodías más estremecedoras. Esta es mi historia. Y aunque nadie la lea, aunque nadie la escuche y la cubran de lujosas mentiras, solo existe una verdad: la que sostiene los árboles milenarios como la esperanza; la que siempre acechará detrás de las sombras y los engaños.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 5 de diciembre de 2014

QUIÉN ES QUIEN


     Entonces, y resumiendo toda esta cuestión, no se trata de lo que yo quiero, sino de resolver este juego de quién es quien. Se trata de llegar a rozar los límites del deseo que se esconde bajo tus faldas, de arrojar la balanza por un acantilado y dejar de sopesar las chances. Porque la única posibilidad es dar vuelta la hoja y seguir leyendo y avanzar en esta historia. Porque de nada serviría decirte que te quise cuando todavía te quiero, como de nada valdría morirme a tus espaldas si voy a resucitar dolorosamente frente a vos cada vez que te traigan el viento y las olas. Y si los recuerdos duelen, pues que duelan. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo podrían no doler si han quedado un montón de huecos entre besos y adioses, entre promesas y cobardías? 
      Por eso me he sentado a escribirte una vez más, para tratar de llenar los huecos, para saludarte desde el futuro, desde una valentía que aún no existe y que es solo un plan mal dibujado en una servilleta sucia para poder algún día olvidarte. Y si pasás por esta hoja, por favor, dejame una nota a pie de página para saber que te has ido para siempre, que es inútil seguir almacenando verbos en cuadernos secretos y regando las flores marchitas que viven orgullosas su otoño permanente.
      Mientras tanto, cuidate y sé feliz. No le hagas caso a tus miedos ni a mis súplicas, no son buenos consejeros. Soltá aquella risa que adornaba tu boca cuando necesitabas nuevamente la compañía que echabas de tu lado creyendo que ibas a poder sobrevivir al amor. Porque no, chiquita, nadie sobrevive al amor, ni siquiera la muerte, que al final abandona a sus víctimas vivas en los corazones persistentes de los que intentan arrojarse de las fotos viejas para no conservar rastros inmortales de besos tibios y manos húmedas.
      Y yo seguiré rondando tu furia y tu escondite, seguiré habitando estos barrios lúmpenes de frases gastadas y repetidas, jugando como desde el primer día a este juego de palabras que nunca alcanzan para llenar los espacios que quedan huérfanos de sentido y que esperan el fin de la persistencia y un adiós definitivo.
      (Entre paréntesis, adiós.)

RR

martes, 2 de diciembre de 2014

UN FRAGMENTO DE MARTES


      Me levanté a mitad de la noche un poco enfurecido. No hay derecho de andar dejando cosas en mi puerta, eso no se hace, no se le andan dejando placeres y recuerdos a la gente tirados en el felpudo de la entrada para que tengan que verlos inevitablemente, haciendo malabares para no pisarlos, para no sucumbir a la tentación de pegarles una patada hacia el olvido. No se hacen esas cosas.
      No me hace falta a mí lidiar a esta altura del partido con tus sabores pegados en los vasos y en los besos y en la bombilla del mate que me mira desde la otra punta de la mesa con aflicciones que tampoco necesito. No, querida, no me hace falta nada de eso. Ni encontrar tu ropa interior mezclada con la mía manteniendo relaciones amorosas a escondidas, fugaces, eternas y suicidas como las de cualquier amante; escuchar ese retozo en medio de la noche mientras mis zapatillas rascan el borde de mi cama como un perro, elevando carteles revolucionarios que dicen: "andá, es ella, dejá todo y andá".
      Y yo no puedo dejar todo y andar, no puedo volver a abrir una cicatriz cocida desesperadamente en medio de un charco de frases ensangrentadas para volver a arrancar un corazón todo magullado y arrugado, no puedo, ¿entendés? Por eso prefiero levantarme y ni siquiera mirar el espejo, evitar ver ese pedazo de reflejo vacío como la mitad de mi cama que te espera en vano; como la otra lámpara que quedó desenchufada desde que te convertiste en oscuridad y ausencia, en ese horroroso viento de domingo por la tarde que canta desafinado las peores melodías y enfría los rincones del alma.
      Y ahora vos venís hasta acá a dejarme pedazos de palabras sueltas e incongruentes para que yo me siente a cualquier hora a ver si puedo juntarlas en esta hoja como lo hacía antes, cuando andaba escapándole al castigo de la muerte lenta. Me dejás las piezas sueltas de un rompecabezas que fue guardado para siempre hace miles de años. ¿Qué pretendés que arme con ellas? ¿Tal vez cielos y estrellas? ¿Quizás mares y playas? No. No puedo volver a juntar esas piezas, ya no. A vos te toca ahora hacer algo con esas palabras, si te interesa, encontrarás la manera. Pero, por favor, no vengas a dejarlas en mi puerta, a abandonarlas como gatitos en una caja que maúllan desesperados por la noche para que alguien los rescate y los abrigue y les acerque un platito de leche a ver si se salvan del fuego de las memorias frágiles. Memorias como las de aquellos que logran pasear por las calles sonrientes, mirando para adelante como si nada, como si no los acecharan los fantasmas que empuñan reflejos robados de los espejos, brillos de lámparas que iluminan presencias de otros tiempos y, lo peor de todo, una media cama con olor a sexo en pleno enero plagada de abrazos y transpiraciones, de aquellas ganas que de noche olían a tilo y a esperanza.
      Vamos, llevate tu caja y tus gatitos y tus fantasmas y tus rompecabezas. Armá con ellos un pasado que quizás te sirva a vos para los días venideros, para el próximo domingo sangriento que te toque. Vas a ver como salen solitos de su caja y te maúllan y te traen unas sandalias -de esas tan lindas que a vos te gusta ponerte- levantando unos cartelitos de colores llenos de frases de autoayuda y fragmentos de libros que nunca leíste. Pero haceme caso en esto: mejor no abrir jamás uno de esos libros, mejor dejarlos que junten el polvo delator en una biblioteca de adorno; mejor no intentar nunca ver qué pasa por sus párrafos. Porque, en una de esas, un día te encontrás caminando por una calle ovillada de París o bebiendo una cerveza en New York o esquivándole al tango de Buenos Aires sin saber cómo has llegado hasta ese lugar, cómo pudo ser que te hayan alcanzado a vos aquellos fantasmas que ahora te empujan hacia la muerte lenta con una caja de gatitos, un rompecabezas y una carta con un nombre que creías haber olvidado.

RR


Foto: Flor del Irupé

jueves, 27 de noviembre de 2014

CORAZONCITOS DE COLORES


     Supongo que a veces no se puede, que a veces no alcanzan las buenas intenciones, que los campos de margaritas se vuelven campos de batalla donde el orgullo y la estupidez disparan sus municiones venenosas. Supongo que hay que aceptar que los corazones son solo órganos bombeando sangre por unas venas que parecen hervir pero que solo se entibian un poco miserablemente cuando las cosas no salen como esperamos, cuando nos ganan de mano o cuando la cobardía asume el control desplazando a una falsa valentía imposible de encontrar en momentos como este en los que verdaderamente hace falta. Y digo supongo porque de verdad no lo sé, porque yo estoy de este lado de la hoja y vos de ese, porque, al final, lo único que tenemos para darnos son corazoncitos de colores y silencios en blanco y negro. Ni siquiera han quedado reclamos disponibles en los márgenes del recuerdo, aunque sea algún rencor olvidado entre aquellos deseos de desvestirnos camino a la cama que se frustraban en cada intento por esquivarle a la realidad de lo imposible. Será que nacimos de esa imposibilidad, nacimos y morimos en ella, la sacamos a pasear entre frases rimbombantes y excusas premeditadas. Nos atamos de la soga del pasado que solo sirve para ahorcarse, nunca para cruzar el hondo precipicio de lo imposible. Lo imposible… Y debe ser eso lo que nos salva ahora de tener que hacer las cuentas y buscarle el título a esta despedida que tiene de todo menos el adiós final. ¿Quién se animaría a firmar la sentencia de su propio olvido?
      Y, a decir verdad, hasta pronto me suena a mucho porque ese pronto esconde un cinismo encubierto, el de saber que cuando ese pronto finalmente llegue vos ya estarás hablando de lobos marinos y yo habré partido hacia aquel exilio a donde siempre vuelvo en blanco y negro. Mejor no decir nada, mantener cierta compostura para que no parezca que duele, acá, ¿ves?, acá, a continuación de este te quiero que pienso tachar con violencia apenas termine de escribir esto, censurarlo por respeto a un instinto de supervivencia que nunca alcanza para no morirse.
      Vamos, no me llores, no me refriegues tus lágrimas sobre las mías, no me escribas recetas para vivir mejor porque no las hay, porque hay que asumir la derrota y morirse como corresponde, con miedo, con dolor, con la angustia y la desazón propia de la desilusión. No me vengas con ese “mejor así”. Mejor así, no; mejor así, nada. Mejor sería poder caerme de esta realidad y tomarte de la cintura o de las orejas y besarte la boca y los pechos hasta borrarte el último de los dolores que se amotinan en tu cabeza y en tu vientre cuando te toca enfrentarte con el temor a la soledad. Mejor sería poder hacer de cuenta que lo imposible no es inevitable, que querer es poder y que tal vez debería hacerle caso a esa bomba maldita que nunca duerme y que me tiene acá, de este lado de la hoja, dibujando corazoncitos de colores.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 21 de noviembre de 2014

NO VA MÁS


      Hasta que diga basta y me vaya. Me vaya lejos, abandonando todas aquellas promesas imposibles de cumplir. Me vaya y dejé tirado a ese maldito ególatra que te seguiría queriendo hasta la muerte. Porque vos sabés bien que es así, que él se quedaría a besarte hasta el silencio. Pero no está bien… No queda bien que uno ande dejando la dignidad en cualquier lado, aunque sea dentro de tu mano calentita que me agarra cuando me enojo por no poder soltarla. Soltarte, arrojar los últimos centímetros de esa mirada de ensueño que me hace dormir en los laureles de sentirme enormemente afortunado. Y no quiero sentirme afortunado, no quiero sentir la fortuna del tonto que mira pedante a la muerte sin recordar que nadie puede escaparle a la tierra que lo traga todo. No, que la fortuna se olvide de mí para siempre y me deje solo frente a la imposible tarea de olvidarte; no quiero la fortuna de caer por casualidad en tu cama, quiero resistirme hasta el final a tu olor de hembra caliente, quiero ser verde el cero, la doble tachada eternamente, el caballo que se manca apenas sale de la gatera. Solo quiero quererte y sentir que si no te quiero no me voy a morir, no me voy a lanzar por la ventana para caer en una hoja como esta llena de frases dramáticas y desesperadas como en una de esas cartas de amor penosas y cursis que, algunos que yo sé, escriben quién sabe para qué. Quiero quererte y poder tomarte de la cintura y besarte o no, desvestirte o no, hablarte o no; una especie de amor en permanente suspenso que nos mantenga de la mano caminando, y de repente separarnos en una plaza y que cada uno tome una dirección diferente y entonces las ganas nos lleven a encontrarnos en la mesa de algún bar oscuro a mirarnos desinteresadamente y bajar la mirada sobre algún libro que ya no podremos leer porque la pobre cabeza, que escucha todas las voces, fue derrocada por un corazón despótico que toma el mando empuñando las peores armas, las más miserables excusas, y busca a las apuradas algún estratagema para rozarnos la vida con la desesperación de comernos los dientes, con las ansias de volcar todo en una cama, con el alma lista para brindar por una noche que podría ser la última. No, yo no busco morirme de amor condenado a un ostracismo auto impuesto en una cueva que apesta de olor a pasado rancio para no tener que lidiar con los árboles secos en plena primavera, con los mares helados en pleno verano, con la vida suspendida en el último minuto de la conciencia antes de renunciar una vez más a olvidarte. Yo busco saltar de esta calesita y salir corriendo y encontrar alguien que me imponga límites, que me diga "hasta acá, ¿sabés?", para de esa manera no quererte como te quiero. A vos que te quiero hasta donde ya no me alcanzan ni la gramática ni los estilos ni esta puta sensación de quererte con la absurda convicción de Ulises, con la tierna locura de Don Quijote, con la absoluta carencia de una necesidad imperiosa de declararte ya mismo que te quiero. Y que, aún así, decido hacerlo.

RR


jueves, 20 de noviembre de 2014

UN NOMBRE PARA OTRO NOMBRE


     Sí, soy yo. Y este es mi nombre y estas son mis coordenadas; y estas son mis piernas y estas son mis manos y mis tripas; y esta es mi boca con el sabor amargo de unos labios que no han dejado más que dulzura en mis días.
      Sí, yo, el de la falsa alegría y las miserias verdaderas, el de las prioridades equivocadas, el de los mandamientos rotos, el que ensaya resurrecciones al alba después de morir cada noche por una causa perdida sobre una hoja plagada de ansiedades. Y más allá están las mujeres de mi vida, cada una dándole la espalda a mi futuro. Y por ahí andan también los amigos que me consolaron y que sabiamente ya se han ido.
      Soy yo, y así como me ves, mi nombre figura en las listas de los menos buscados, de los vasos medios vacíos, de las palabras borradas de los diccionarios. Mi nombre solo permanece en la memoria de esos seres adustos y grises que todos ignoran, a la sombra de los arbustos más espinosos de un desierto desconocido nacido de los delirios de un poeta desterrado. Mi nombre no figura ni en los planes ni en los recuerdos de nadie; y mis recuerdos no lograrán escribir jamás memoria alguna. Porque mi nombre ha pasado indiferente por las sábanas bordadas con las iniciales de otros. Porque mi nombre aún espera en el epitafio de otro que se niega a morir. Porque mi nombre todavía sigue esperando a que se marchite mi cobardía y arroje al fuego los restos de una flor sin pétalos.
      Pero ahí, en una calle oscura y mugrienta, escondido detrás de la vergüenza del fracaso, mi nombre sobrevive digno renegando de la posibilidad de olvidar el tuyo. Y, a pesar de todo, con esa inútil dignidad de pobre, insiste en buscarlo en esas noches en donde las estrellas se escapan aterrorizadas cuando la luna llena te convierte en una loba herida y furiosa; y no lo abandona en la retirada triste del vencido, en el dolor venenoso del traicionado, en la angustia de la risa fingida frente a un amor imposible. No, mi nombre nunca te abandonará en el pozo ciego que traga hambriento los arrepentimientos tardíos. Mi nombre aparecerá un día cualquiera en tu casa vacía, y frente a tus ojos llorosos que miran tus manos sosteniendo una carta como esta la firmará gustoso. Para nunca más abandonarte.

RR


Foto: Flor del Irupé

viernes, 14 de noviembre de 2014

LAURELES PARA UNA CAUSA PERDIDA


     A veces es necesario ir solo hacia la desesperación, enfrentarse voluntariamente a esa última mirada antes de la despedida final de aquel amor que llenó todas las horas y que ahora es un vacío que llena todos los estantes y oscurece todos los rincones y aturde todos los silencios. Entonces, todo se transforma en un adiós infinito que parece que no va a terminar jamás, un horizonte inalcanzable al que se va con los pies cansados y los ojos marchitos hasta encontrar aquello que determina que ya ha sido suficiente y que hay que pegar la vuelta hablando sobre las flores de los cardos y los dolores necesarios (como si fuera necesario el dolor, como si para vivir fuese estrictamente necesario el golpe en el corazón muerto).
      Y en esta tarde me toca volver, hacer del gris un violeta y del viento helado una brisa compañera. Y busco en la vuelta razones para olvidarla y no las encuentro, como no encuentro ningún camino delante mío que me conduzca a la salida del laberinto del olvido, al alivio de creer que podré olvidarla como he olvidado al personaje que murió en el último beso bajo el último cielo que cubrió aquel nosotros guardado para siempre en un destino que ha llegado a su ocaso. Sí, debo decirlo una y otra vez: este es el final. Y como todo final, es también un comienzo, el desalojo de los restos secos y agotados y esa sensación mágica de estar frente a una hoja en blanco, a un lienzo virgen asumiendo amargamente que ya no es pertinente contarle de mí, de los días que giran bajo este cielo apagado, de la ternura que aún lleva su nombre. Ya no hace falta escribirle cartas cargadas de atrevimiento y falsa valentía, contándole de su nombre aún grabado en las paredes de esta cueva donde me he refugiado de los vientos helados y los mares turbulentos. ¿Para qué? Es inútil seguir persiguiéndola en mi memoria tratando de desenterrar la carne podrida de lo muerto para refrescar los buenos momentos y los malos, para acomodar algunas sonrisas y regar algunas lágrimas que se han ido por los caminos que hemos dejado atrás alejándonos de aquello que alguna vez creímos ser.
      Mejor sentarse en el medio de la casa e imaginar el color de unos ojos nuevos y la tonalidad de una voz novedosa inaugurando el aire que algún día olerá a otra, a una ropa impregnada por los aromas de las calles que la conducirán hasta esta nueva esperanza, hasta este milagro de resurrección. Entonces, será cuestión de tomar la decisión más difícil: saltar del refugio seguro del pasado para caer de un golpe sobre el desierto oscuro del presente donde todo debe ser hecho de nuevo, donde las fantasías deben necesariamente ser pisoteadas por las realidades, donde hay que beberse de un trago el veneno de la derrota para preservar del olvido y la amargura los sabores próximos de la primavera. Sí, así debe ser. Debo tirar su recuerdo por la ventana junto con todos esos poemas nefastos y las cartas de amor con ese gusto agrio que en algún momento creí un recuerdo dulce. Debo ir hacia el único lugar que ella guarda para mí: el olvido. Allí donde se acomodan los fracasados como yo, los que no pudieron convencer ni a los pobres de que ser pobre no es bienaventurado, de que la justicia divina no existe y de que la vida no es una rueda donde siempre todo vuelve y, donde en cambio, a veces el crimen sí paga; de que los malos ganan casi siempre y de que madrugar no sirve para nada excepto para comprobar que los días continúan amaneciendo injustificadamente después de las muertes diarias.

     Y, hablando de pagar, creo que yo ya he pagado lo mío, que te he querido más de la cuenta y que nunca tuve más que las esperanzas vanas del derrotado que se ve a sí mismo en el cielo rodeado de unos laureles innecesarios; de quién no acepta ni la venda en los ojos ni el indulto misericordioso porque sabe que el amor es una causa perdida que tiene el precio justo de los días y las noches, de la vida y de la muerte.

RR


Foto: Hugo Grassi

jueves, 13 de noviembre de 2014

BOTAMANGA, EL JEDI DE LAS CANCHAS


     En una cancha, como en la vida, existen tonos y colores, luces y sombras, estrellas y estrellados. Pues bien, he aquí un pequeño capítulo más en la historia del gran Botamanga Varela, un sol único incapaz de ser orbitado por ningún planeta, un mago al que le era reservada la responsabilidad de sacar la galera del conejo y provocar llantos de emoción en los niños que lo observaban cada noche desplegando sobre la carpeta de un campo de juego las cartas del destino sublime de un balón que era normalmente maltratado por aquellos seres grises y bruscos que procuraban empañar los rayos deslumbrantes que se desprendían de su pie derecho.
      Varela tenía más de una virtud, tenía dos: su juego y su humildad. Déjenme contarles que he visto muchos guerreros dentro de las canchas, muchos modelos de grandes marcas, muchos casanovas que buscaban escribir sus nombres en las recámaras de las más bellas damas que rondaban los clubes, pero Botamanga nunca pretendió los flashes y las portadas del Gráfico, sólo prestó atención a lo que realmente ocupaba su mente, a lo que verdaderamente podía provocar una hecatombe de gloria que cubriera a todos y de donde él sólo obtendría un crédito mínimo, casi imperceptible, mientras los demás corsarios de la patada vil festejarían los laureles como propios. Nadie vio a Botamanga festejar una anotación nunca. Tal vez el despliegue armonioso y la cadencia de su aletargado paso por entre las piernas violentas y miserables de las defensas más aguerridas hayan provocado una especie de obnubilamiento que impidiera prestar atención a la definición poética frente al guardavallas y el consiguiente regreso cansino hacia el círculo central. Pero la realidad es que Botamanga no era feliz en ese regreso, él no buscaba la humillación y la deshonra que todos quienes compiten en este tradicional juego buscan obtener. Él respondía al llamado de las musas del fútbol, él necesitaba recorrer los laberintos tácticos a los que era sometido con gracia y alegría, aplicando sus poderes sobrenaturales sobre la maltratada esfera de cuero sintético que saltaba de un lado a otro cuando no era acariciada por la luz divina de su derecha. Botamanga era un ser único, el habitante humilde de un olimpo dorado reservado a los diferentes, Obi Wan Kenobi y la Fuerza reunidos en el talle prominente de un ser bondadoso, generoso e insaciable.
      He tenido que soportar estoicamente en reiteradas ocasiones que todas estas magnánimas características fueran sintetizadas en un perezoso epíteto del calibre de “gordo boludo”. Ay amigos… si ustedes supieran cuánto tuve que contenerme en reiteradas ocasiones para no entrar al campo de juego y ajusticiar con mis propias manos y un pedazo de caño de gas de tres cuartos a quienes propinaban tamaña ofensa a mi ídolo. Pero Botamanga se encargaba personalmente de ellos, esa era una característica común del crack: jamás respondía a los insultos y a las provocaciones, Botamanga era un hombre de paz incapaz (valga esta cacofonía y redundancia inexistente) de aplicar la violencia y el agravio en contra de un rival. Botamanga Varela era un distinto, un jugador suelto y colorido entre las varillas de un metegol oxidado que hacía de los restantes jugadores muñecos de metal guiados por la mediocridad y la falta de vuelo técnico y táctico. Botamanga Varela estaba llamado a ser el artífice de una revolución que se venía gestando entre aquellos que declaraban el derecho inclaudicable de retomar el sendero glorioso de jugadores de la talla de Corbata, Bocha Maschio, Rubén Paz y Juán Ramón Fleita de las Toscas, sólo por nombrar algunos. Su alimento era la alegría de los espectadores y su combustible los cinco choripanes que se clavaba antes de cada gesta y que ayudaban a mantener esos inolvidables muslos en condiciones de arrollar con cualquier intento de detenerlo una vez que su dribbling pesado y caótico tomaba forma.
      Existen entre los archivos que poseo de la vida de Botamanga Varela diversos testimonios que acreditan cada una de mis palabras. Sin embargo, su lectura debe ser llevada a cabo con la más absoluta objetividad y la más completa ausencia de prejuicios que permitan hacer de cada frase una excepción, aquella que confirma la regla. Porque en cada una de las reiteradas ocasiones donde se puede llegar a leer citas como “¡Qué gordo hijo de puta, cada vez que le sacaba la pelota me cagaba a patadas desde atrás”, o también, “El gordo puto ese que tiene menos cintura que un jarrón chino, si no te pasaba, te aplastaba, y si no se tiraba al piso como si le hubiesen clavado una bayoneta en Stalingrado, gordo sátrapa y teatrero”, uno debe entender que el cariño y el respeto no es algo común en las canchas de fútbol y que quienes se arriman a estos sagrados terrenos lúdicos quizás no poseen la facilidad de expresar sus verdaderos sentimientos cuando la emoción de un despliegue como el de Varela los embarga. Este tipo de sentencias, que como dije antes, se repiten constantemente a lo largo de las incontables hojas mecanografiadas en la vieja Olivetti de su hermana Mechi y que tengo la fortuna de resguardar en mi domicilio, no expresan sino la ternura y el afecto incondicional que le era profesado a nuestro héroe, no sólo dentro de las canchas sino también fuera de ellas. Así como también en las largas corridas a las que era sometido Varela en algunas ocasiones luego de amables intercambios de opinión en los vestuarios con sus compañeros de equipo que siempre lograban que Botamanga saliera apuradamente en su Dodge 1500 o, simplemente, corriendo medio desnudo por la calle mostrando su habilidad innata para esquivar botellazos.
      No quisiera hacer de este relato una expedición por los recónditos rincones donde descansa la personalidad austera del gran Botamanga, estoy seguro de que sólo lograría avergonzarlo injustificadamente puesto que él jamás habló de sí mismo, dejó que esa simple pelota escribiera, por la obra de sus caricias, su biografía sin igual que alumbrará los destinos quijotescos de todos quienes lleguen a comprender el mensaje que nos dejaba cada jueves por la noche este arcángel del balonpié, Botamanga Varela, mi ídolo.

RR


Foto: Walter Colantonio

martes, 11 de noviembre de 2014

UNA NOCHE DE OCTUBRE


     Recuerdo que se acomodó la camisa a cuadros, se puso sus anteojos oscuros y calló. Hubo un silencio tan penetrante que nada era capaz de hacer vibrar los tímpanos, nada lograba hacer de aquel murmullo otra cosa más que silencio. Todo había sido tragado por una ausencia sonora deliciosa.
     Ella había promovido aquel golpe de estado donde el silencio era el dictador más sangriento, donde no había lugar ni siquiera para la subversión de un beso. Me tomó de la mano y me confesó la dirección de su escondite, trazó con la punta de sus dedos un mapa para llegar a su guarida de animal salvaje, de mujer en celo. Ese espacio donde ella pudiera arrojar el disfraz de muchacha alegre y quedar parada y desnuda ante quien se atreviera a sostener sus dolores y sus anhelos. No voy a negarlo, al principio me sentí un poco intimidado, aturdido por tener mi mano dentro de la suya recibiendo todos esos datos en un código que sólo se revela de vez en cuando. Ahí estaba yo, sentado solo frente a ella sin poder refugiarme en su mirada que se encontraba oculta detrás de unos vidrios polarizados, absorbiendo esas ínfimas gotas de transpiración que pasaban de la palma de su mano a la mía, de sus dedos finos a mi mente revolucionada.
      Ella calló y con eso expresó todo. El mozo se paró delante nuestro y dijo algo que no llegué a comprender, podía ver sus labios moviéndose pero sin escuchar una sola palabra. Asentí con la cabeza sin saber qué era lo que me estaba preguntando. Habíamos caído en un tiempo y en un espacio fuera del alcance de la realidad que nos rodeaba. Aproveché la cerveza fría que apareció al rato en la mesa y tomé un trago buscando relajarme. El camino quizás sería largo y necesitaba un poco de coraje extra. La miré. Miré sus hombros que sostenían unos brazos delgados. Uno era una extensión hacia mi mano y el otro había quedado guardado entre sus piernas. Sus pezones se marcaban debajo de la camisa y fueron ellos los que me abrieron la puerta para irme de aquel lugar, dejar esa mesa y seguir sus señales y sus trazos que dibujaban mariposas en el aire espeso de la noche. Miré su boca y por primera vez sentí que estaba en el camino correcto, que probablemente ese sería mi día de suerte. Ella hizo un movimiento con la lengua que era claramente una señal de aproximación. Tomé un poco más de cerveza pero ya sin necesidad de alimentar mi valentía, ya no la necesitaba, había logrado atravesar el umbral de la cobardía miserable y me movía con confianza observando el paisaje alrededor, aquella vista privilegiada desde arriba de su cuello que me permitía contar uno a uno los latidos que movían sus pechos y escuchar por primera vez el sonido de su respiración medio agitada que decoraba el silencio mutuo. Pude ver a través de los cristales oscuros sus párpados abiertos y expectantes. Su mano se había afirmado sobre la mía mientras aquel brazo guardado entre sus piernas permanecía tibio allí, como apuntalando su vientre. Las narices se hallaron primero, apenas se rozaron, como buscando adivinar la inclinación ideal. Una vez que la encontraron, funcionaron de guías deslizándose una contra la otra, llevando los labios a chocarse, a saludarse tímidamente y contarse entre breves mordiscos y delicados abrazos las diferentes versiones imaginadas de aquel encuentro. Finalmente, su brazo salió de entre sus piernas y buscó mi cuello trabando con una llave mi brazo alrededor del suyo. Entre medio había ojos y miradas y bocas y suspiros y palabras y rezos y demonios. Había una falsa sensación de verdad develada y una verdadera fantasía de adolescentes histéricos. Hubo quejas y lamentos que se lanzaron al precipicio infinito del olvido y hubo un aterrizaje forzoso sobre los dolores más íntimos, y aquellas ganas primitivas de los amantes de desvestir las ansiedades y dejar en ridículo a los censores del deseo.
  
     Y hoy ya no sé que habrá sido de ella ni de aquel que fui, de aquellos dos que nacieron y murieron por una noche y creyeron que habían encontrado una escalera milagrosa para salvarse de la inundación. Me gusta creer que aunque sea engañamos a todos por un rato, que aunque sea sólo por un rato rompimos los códigos de buenos vecinos y nos golpeamos las puertas a mitad de la noche y nos hablamos boca a boca mascullando sonrisas y bromas por los pasillos de la vida, entre la gente que miraba televisión y comía una pizza espantosa sin darse cuenta del atentado a la soledad que se estaba llevando a cabo ahí nomás, a la par de las voces silenciadas, de los dolores apaciguados, de estas locas esperanzas de sobrevivir al desengaño aunque sea por una noche.

RR


Foto: Guillermina Raggio

jueves, 6 de noviembre de 2014

CENTAUROS Y ESCORPIONES


      Y esto que queda a esta hora es una mierda, una reverenda mierda. Es este olor nauseabundo de las esperanzas rotas, de la fe imposible hasta para la fe. Lo que queda es ir a un bar mugriento y pedir un vaso del peor vino y brindar solo frente al espejo que solo puede reflejar soledad y asqueo y cansancio y unas ganas tremendas de volver corriendo y decirle te quiero, no me importa si es de noche y es tarde, si tengo olor a vino berreta y me olvidé de agarrar el vuelto de arriba de la barra de ese bar de donde me echaron a patadas.
      Pero, volver... ¿para qué?¿Para que me diga que lo nuestro es demasiado poco o demasiado mucho? ¿Para que me pucheree en la cara y suelte esas lágrimas malditas que no me dejan ir de una vez por todas al infierno? ¿Para qué? No debo... No puedo... No quiero...
      Pero la quiero, con la sangre hirviéndome en todos los rincones de este espacio oscuro donde tengo que aguantar esta locura de quererla. La quiero denodadamente y sin apoyo de nadie, sin necesidad siquiera de presentar comprobantes o declaraciones juradas que certifiquen que la quiero. Y es esta mierda de sentirme así lo que me refriega en la cara que, aunque proclame mi independencia a los gritos en la calle o desde la mesa del fondo, estoy atado a su existencia como el árbol a sus raíces. Y por eso la busco y la dejo, le escribo y tiro la hoja al fuego y me quemo los dedos tratando de rescatarla de las llamas para pedirle perdón y abrazarla como sea, en donde sea. Recurro a cualquier artificio para llamar su atención, planeo encuentros premeditadamente casuales para rozar su ropa y volver a casa a contagiarme de su aroma antes de que desaparezca, antes de que se pierda con el aire del mar que sala la herida de quererla de lejos, a quién sabe cuantos pasos del borde de su cama. Y no es que no lo sepa, no es que nunca los haya contado. Sé perfectamente que para llegar hasta su lado debo recorrer la distancia infinita de lo inalcanzable, del horizonte, del amor sin recompensas ni reclamos. Es que desde este bar a su puerta hay solo unos metros y de su puerta a su boca hay un universo, vacío como las botellas abandonadas que me rodean en la penumbra; un universo vacío que nunca sabría cómo llenar, una constelación dibujada en ese espacio de dientes que abre su sonrisa cuando recibe otra de mis cartas anónimas perfectamente calcadas de este amor que me inventé para sobrevivir a la realidad de ese espejo que no para de mirarme fijamente cada noche mientras le escribo y me provoca para que olvide de una vez por todas su calle y su número.
      Ya debe estar dormida, seguro ya la habrán soltado los brazos de esta noche para quedar a solas con el arrullo lejano de las primeras palabras que saltan a la hoja para arroparla, para cobijarla del frío de la despedida apresurada de alguien sin nombre que abandonó su lado antes de la madrugada, de la mañana solitaria que desayuna cada día junto a ella a las ocho en punto. A la misma hora en que yo cierro los ojos cansado, imaginando el sobre en sus manos que abre sus solapas un poco chamuscadas y le suelta historias de encuentros anhelados y amores que sobrevuelan misteriosos los sueños de los alquimistas fracasados de la poesía. Y cuando finalmente me doy por vencido, aparece su sonrisa dibujando centauros y escorpiones.

RR


Foto: Andrea Alegre

miércoles, 5 de noviembre de 2014

EL MÁS IMPORTANTE DE LOS MUNDOS


a Pablo

      No, no creas que estoy huyendo de vos: ni de vos ni de nadie. No es menester vivir huyendo sino buscando (o quizás solo sea menester vivir). Me voy, así nomás, con lo puesto, como se fue aquel verano hacia el otoño. Me voy a vivir al más importante de los mundos, al de las palabras que subyacen, al de los ríos que forman los cauces sin importarles las intenciones o los planes, el pasado o el futuro. Me voy hacia la orilla de ese río a zambullirme desnudo y sin temores y empaparme de aquellos amores que me desesperaron, de aquellas muertes que llenaron los cajones de fotos viejas con sonrisas y muecas de un tiempo ido. No creas que estoy tratando de alejarme de vos, eso ya no es posible. Te cuento: una noche, sin que vos lo supieras, me acerqué al borde de tu cama y besé tu boca dormida para llevar tus sueños conmigo adonde sea que vaya, hasta donde mi cuerpo abandonara finalmente la vida. 

     Me voy dejando las ventanas abiertas de par en par, dejando esos versos que te escribí durante años sobre la mesa del patio para que el viento se los apropie, para que los lleve y los reparta sabiamente. Quién sabe, tal vez uno de esos días inesperados una brisa te sorprenda arrimándote un papel amarillento a los pies y reconozcas la letra, y la memoria le gane al olvido y recuerdes el remitente; y encuentres entre las palabras desteñidas los reflejos de un amor que creíste muerto pero que, sin embargo, nunca murió, solo se subió a esa hoja y voló por otras noches y otras bocas, y acarició otros ojos y se nutrió de otros sexos. Nunca me iría para olvidarte, nunca trataría de hundir ese barco con tu nombre al que tuve que soltarle las amarras y dejarlo ir con mi corazón clavado con un cuchillo en la proa. Y mientras busco otro barco al que montarme, tendré que madurar en la tierra seca del abandono otro corazón para no morirme, para poder responder a las propuestas de otras miradas y otras piernas, para saludar con una sonrisa los llamados que provienen de los mares misteriosos de la esperanza.
      No, no estoy huyendo. No estoy tratado de borrar ni una sola de las cicatrices cerradas con la dolorosa costura de tu recuerdo, ni de renegar de ninguna de las palabras que en tu nombre arrojé sobre el cuerpo frío de tu ausencia, ni de regalar ni uno de los trazos del lápiz que dibujó tus ojos cada noche en una servilleta de algún bar perdido en los arrabales del destino donde me senté a preguntarle a Dios lo que no tiene respuesta. No, amor mío, no es posible irse de lo que uno ama, no es posible cortarse el alma y abandonarla o cambiarla por otra, vacía de las desesperanzas que la alimentan, de los aromas de las sábanas bien usadas, del alcohol que la emborrachó para liberarla de ese terror de salir herida de una batalla casi siempre perdida de antemano, pero a la que no queda otra que lanzarse si uno quiere declarar que ha vivido. ¿De qué me serviría huir de vos si seguramente volverás a mí en cada carta para la mujer de mi vida, en cada estación donde me toque despedirme descorazonado y en silencio, en cada dibujo que arroje atormentado a la basura?
      Me voy hacia ese mundo, imprescindible, mágico como la nota justa con los ojos cerrados; el mundo de las manos que transpiran al rozar tu pechos imaginados en la intimidad. Me voy hacia esa vida que transcurre entre pormenores y miserias, que se esconde en los sótanos oscuros donde todo se encuentra a disposición del cliente y no hay precios ni libros de quejas, donde uno debe servirse de lo que gusta, donde siempre hay que dejar un poco de uno para obtener un poco del otro y de donde muchas veces solo queda marcharse con las manos vacías.

RR


Foto: Pablo Silicz

viernes, 31 de octubre de 2014

ESTA MÚSICA


      Debe ser porque todavía hoy me gusta sentarme a escuchar música como si fuese música, como si el tiempo estuviese hecho únicamente para eso. ¿Adónde iría a para el tiempo sino? ¿Adónde irían a para las horas que perdemos tratando de ganar tiempo? ¿Adónde fueron a parar los besos que guardamos para más adelante? Y ahora que más adelante ya se fue y ya no tengo aquella ternura que brillaba en tus labios, ni las melodías que bailaban a tu lado en la penumbra de mi sala que hoy amaneció solitaria, me siento una vez más a escuchar, a tratar de rescatar los buenos tiempos que aún perduran entre soledades desoladas y las horas que se queman lentamente al amparo del fraseo de los hombres sabios; a sentir ese aroma a palabras frescas que comienza a poblar el ambiente. Y me dieron ganas de escribirte, de soltar las palabras mensajeras que siempre esperan pacientes en su cajita a que las libere, a que pierda la vergüenza y asuma erróneamente tu silencio como un grito que me llama para amontonarlas sin demasiada gracia en una hoja virgen junto con la esperanza de que un poco de aquel aroma se escape por la ventana y llegue hasta tu cama esta noche cuando el silencio te hunda en el sueño. Dejame, yo sé que no es así, que todo es producto de mis delirios y que nunca me has llamado; yo sé que ya te has ido y que ni siquiera lo has hecho huyendo de mí, que probablemente pases cada día por mi lado y no me de cuenta porque… bueno, tu recuerdo ya no posee ni el olor ni el gusto a mujer de mi vida que a mí me gustaba tanto y que se ha perdido entre otoños y primaveras. Dejame que te escriba aunque sea que el reflejo que olvidaste en el espejo del baño me ha servido en esos oscuros días de lluvia que empapan el ánimo para iluminar esta fantasía de poeta exiliado que huye de sus propios versos para sobrevivir. Dejame… Si, al fin y al cabo, lo más probable es que ese aroma se pierda entre tantos que vuelan desde miles de ventanas como la mía que, aunque da al mar, me lo oculta sabiamente detrás de los edificios que me rodean para que siga yendo hacia él, para que siga yendo hacia vos con la insistencia del enamorado ciego que jamás aceptará su infortunio, que por más que llueva y llueva, nunca resignará esta música y estos besos.

RR


Foto: Flor del Irupé

miércoles, 29 de octubre de 2014

DOS PALABRAS


     Hoy está el horno para bollos y la cama para cucharita; el bien no viene por el mal y las pájaros comen y se quedan insolentes a contarme de tus ganas de soñar.
     Hoy tengo un montón de cuchillos afilados listos para cortarme las venas y ningún palo o astilla para colgar una bandera blanca y rendirme ante el deseo de volver a buscarte y así darme por vencido y, aún vencido, ganar esta guerra contra una paz a fuerza de olvido que solo puede servir para ocultar lo nuevo debajo de este sol que se esconde malicioso.
      Hoy no me importa con quien andás porque sé quien sos por más que ya no quieras saber de mí. Hoy ha muerto el rey y ha quedado el trono vacío y me doy cuenta de que todos los caminos conducen a tu boca y no me importa ni Roma, ni Mahoma ni esa montaña inmóvil que ni siquiera el amor mueve.
      Hoy no es por hache ni por be, es porque el cántaro te lo dan roto para que esa 
maldita fuente llena de falsas esperanzas fabricadas con los talles y las medidas de los que te las venden no se vacíe nunca.
      Hoy he abierto los ojos y he visto que los cuervos que he criado me sonríen amablemente y mi más fiel compañero es este perro rabioso al que nunca me atrevería a matar porque la rabia a veces me ha salvado la vida.
      Hoy me siento un tonto porque me consuelo viendo a otros como yo que buscan y buscan y no encuentran; y cada vez que se van a Sevilla y vuelven, la silla sigue estando vacía recordándoles que no todo se transforma, que a veces no se gana nada y algunas cosas se pierden para siempre.
      Hoy, si me preguntás, preferiría no prevenir nada y enfermarme con aquella tristeza que empañó la ventanilla del colectivo al despedirnos; tal vez porque ya se hizo nunca antes que tarde y veo que, al final, han pasado más de cien años y el mal dura, y nos ha terminado convenciendo de que más vale enjaular a los pájaros para no creer que podemos volar.
      Hoy me doy cuenta de que he perdido las mañas junto con el pelo y de que estoy perdiendo también el tiempo, porque hay heridas que no se curan nunca y sangran de por vida; porque por más que trate de entender siempre me faltarán palabras.
      Entonces, hoy he decidido no callar más y me he puesto a escribirte y así otorgarte todo, hasta el crédito por lo escrito, sólo para confesarte que lavaría tus manos y tu cara con las mías y me bebería cualquier agua que me pusieras delante y que tuviera el sabor dulce de tu sexo.
      Hoy, hermosa, podría haber evitado todo este palabrerío vergonzante y haberte escrito dos palabras, solamente dos palabras, que dijeran mucho más que las mil imágenes de tus ojos que guardo inútilmente .

RR


Ilustración: Pablo Silicz

lunes, 27 de octubre de 2014

SERÁ POR EL VIENTO, O TAL VEZ…


      Tal vez porque te quiero de antes de quererte es que te suelto la mano y me vuelvo a abrazar a mi pálido destino. Porque los acordes de esta melodía no son ninguna novedad para mí y ya forman parte de la música que me acompaña en el recorrido por este laberinto que transito perdido.
      Tal vez porque ya no espero nada de nadie, y menos de mí mismo, sólo la neblina de palabras que me rodea de vez en cuando para armar este juego de cartas para los amigos y los amores, para los valientes desahuciados que insisten en lanzarse al vacío y querer como si no supieran el final.
      O quizás porque no alcanzan los recuerdos del agua fresca bajo los eucaliptos a la salida de un pueblo perdido en el campo o la mirada constante de unos ojos claros en el recuerdo, sino que hacen falta también la risa de la medianoche que transpira en una cama y hasta la angustia sabia que reconcilia los amores.
      Si es porque hubo razones o circunstancias, ventajas y desventajas, oportunidades inoportunas, nadie lo sabe. Pero no será porque no debimos o no pudimos o no quisimos, será porque decidimos tachar lo escrito antes de hacer de esto una novela y hacer un bollo con la hoja y arrojarlo al fuego, y con eso salvar a aquellos niños que se miraban con intriga de futuro. Porque las cosas nunca son lo que pueden, lo que deben o lo que quieren; las cosas, querida, son como son y, en el final de la historia, nunca va a quedar ni más ni menos que lo que hubo.
      Y el viento seguirá soplando.

RR


Foto: Guillermina Raggio

viernes, 24 de octubre de 2014

MEJOR EL CIELO


       Y eso que ves ahí es mi pasado, no lo guardo pero él insiste en quedarse. Se ha acomodado en un rincón de la memoria y cada tanto tiene la desfachatez de hacerme comentarios y reproches. Cómo si sirviera de algo, cómo si fuese posible sentarnos a discutir en igualdad de condiciones. Claro, así cualquiera... Si yo pudiese alcanzarlo a él como él puede alcanzarme a mí podríamos tener una discusión seria y con argumentos, con la posibilidad hasta de pedirnos disculpas llegado el caso. Pero él es inalcanzable y necio, pocas veces amistoso y las más de las veces, un acérrimo enemigo.
     Más allá está mi futuro. Como cualquiera tiene sus días, algunas veces claros y luminosos, y otras oscuros y tormentosos. Yo sólo lo saludo amablemente pero sin darle demasiada importancia, al fin y al cabo, es probable que no nos conozcamos nunca, que jamás lleguemos a darnos la mano o dirigirnos la palabra. Creo que en ocasiones me hace algunas señas como llamándome, como si buscara atraerme hacia él por algún pasaje específico de dirección unívoca. Mirá, no te voy a mentir, me he sentido tentado varias veces en mandarlo a cagar y que se arregle sin mí, que se busque otro para darle discursos sobre la mejor manera de llegar a conocernos. Bastante ya tengo con el pasado que se esconde y se burla de mis derrotas como para tener que aguantar un manual de instrucciones de algo que ni siquiera existe.
      En cambio, acá nomás, a la vuelta de esta hoja, estamos mi presente y yo. No te voy a decir que nos llevamos maravillosamente bien pero hasta ahora hemos logrado reconciliarnos después de cada uno de esos altercados inevitables llenos de reproches y maldiciones. Hay días en que caminamos separados y otros en los que nos juntamos y nos tomamos una copa juntos desdeñando a aquellos dos que siempre tienen algo para decir, que no pueden mantener sus bocas cerradas y desenvainar el silencio que corte las opiniones inútiles, los consejos relativos y las esperanzas falaces. Con mi presente nos reímos a carcajadas y cuando la noche empieza a acabarse nos miramos con los ojos brillosos sin que haga falta decir nada, escuchamos la música que siempre elige él y, al final del último acorde, nos saludamos amablemente o, como ha pasado otras veces, cada uno vuelve a su lugar bajando la cabeza y saliendo despacio sin tener adonde ir, pues invariablemente terminaremos bajo el mismo techo. Como verás, no somos gran cosa, no tenemos grandes planes y, aún peor, un montón de arrepentimientos, algunos huecos vacíos con olor a mujer y algunas cartas sin enviar que cada tanto nos sentamos a leer sólo para tentar a la mala suerte. Tal vez sería una buena idea juntarnos los cuatro algún día, vos y tu presente y yo y el mío, cocinar algo y sentarnos en el patio a mirar el cielo que hasta ayer era celeste de día y negro de noche y seguramente mañana también lo será, sin importar las nubes ni las tormentas, sin importar lo que hagamos o lo que hayamos hecho, sin que haya ninguna posibilidad de modificar el pasado o calcular el futuro. ¿Para qué tanta historia y tantas predicciones, tanto archivo y tanto horóscopo? Mejor mirar al cielo que es eterno y dejar caer la ropa y capturar los besos guardados en las flores de las tumbas y volar de boca en boca para que no se pudran entre los deseos reprimidos de ayer y la muerte segura de mañana.

RR


Foto: Hugo Grassi

martes, 21 de octubre de 2014

UNA DERROTA MÁS


      Ella no esperaba nada de mí, sólo el abandono, sólo ese último beso antes de pasar a ser un recuerdo, el silbido de un viento que revolviera la memoria y pasara su mano ligera por debajo de su falda. Y yo no quería dejarla, quería guardarla entre mis tesoros más preciados, lejos de los cristales rotos de las desgracias. Yo quería quererla porque sí, porque los ratos sin ella eran pequeñas eternidades incoloras, inodoras e insípidas. (¿De qué sirve la eternidad si los demás se nos mueren alrededor? ¿De qué sirve vivir para siempre recostados en un tiempo infinito que no puede ser otra cosa que una espera inútil por algo que quizás no suceda nunca?)
      Me esforcé sin necesidad y sin motivos, sin grandes esperanzas ni posibles recompensas. Busqué sentarme a su lado cuando paraba de correr por las calles huyendo de los amores que le pedían lo que sólo la muerte separa; le dí la mano en cada una de esas calles y dibujé soles detrás de las nubes que la sobrevolaban; y le cobijé las gotas de las lluvias para que bajaran tibias por sus mejillas disimulando las lágrimas de los dolores traicioneros que no olvidan ni perdonan. Me convertí en su enemigo necesario, en una razón concisa y precisa para no querer nada conmigo, algo que le permitiera excusarse de las respuestas amables y poder dejar salir sus espinas sin complejos. Y como no soy muy bueno para estas cosas, no hice nada de otro mundo, nada que no hubiera hecho cualquiera en mi situación, salté sobre ella sin pensarlo y extraje en cada pinchazo un perfume, y en las gotas de sangre que dejaba en cada salto guardaba algunas estúpidas esperanzas de lograr tal vez tocarla y sentir la piel de gallina que hacía caso omiso de sus ganas de permanecer intocable. Y en vez de huir buscando la supervivencia me adueñé del destino de su desprecio y su indiferencia personificando a un hombre enamorado que no encontraba consuelo más que en escribirle, en perseguirla por los espacios en blanco abandonados en hojas sin dueño, en atardeceres inexistentes, en recuerdos falsos robados de las conversaciones de otros.
      Y entonces, un día me acerqué y sin penas y sin glorias salté de mi órbita y me arrojé a su cielo como uno más entre todas las víctimas de las colisiones universales, como una más entre todas las estrellas que nadie conoce y que desaparecen sin que nadie se entere, como uno más entre todos los amores que aún no se encuentran y se pierden para siempre. Dispuesto a negar las probabilidades y las apuestas sostuve en la caída que si me tocaba perder, no perdería nada, quizás algunas horas de sueño o algunos días que pudieran convertirse en los peores de mi vida o, tal vez, un par de años que dinamitaran el resto que me quedara por vivir. Perdería la respiración agitada al verla, el nudo que rodeaba mi voz apenas escuchaba la suya, ese pequeño hueco en el pecho lleno de ecos de su nombre silenciado. Pero eso no era nada, eso no era perder, eso era ganar. Porque sólo se puede ganar en la derrota, sólo sería posible conquistarla cuando se fuera, cuando mi alma la capturara en su ausencia para no soltarla nunca más, cuando su mirada se fundiera en mis ojos entre lágrimas y maldiciones. Y vencí cuando pude despojarme del peso de su recuerdo arrojándolo al precipicio de la derrota definitiva. Vencí cuando pude derrocar la tiranía del amor burgués que le pone precios y recompensas a los sentimientos, que elabora complicadas ecuaciones con probabilidades y conveniencias. Vencí cuando finalmente morí a sus pies y renací entre las piernas de una mujer desconocida que me proponía una nueva derrota, un nuevo fracaso de todas las precauciones que, cuando se quiere, no sirven para nada.

RR


Foto: Andrea Alegre

miércoles, 15 de octubre de 2014

UNA ABSURDA SENSACIÓN


     Es lo que es y no lo que podría ser o lo que ha sido. Porque cuando te levantás de la cama solo el piso te sostiene, ni los sueños ni las probabilidades, sólo la tierra y su verdad de polvo que será polvo después de aquel nosotros a oscuras entre los susurros y la luz que se escurría por la persiana. Y pisás la calle y te topás con la realidad y las angustias; y caminás las veredas y te sentís afortunada por la sombra que te cubre en la plaza y te ofrece un banco para mirar con intriga las historias que desfilan delante de tus ojos brillosos que temen el vacío. No temas, no huyas, no ansíes la vida eterna y sin dolores y sin espinas. No le escapes a la muerte porque todos le pertenecemos y, al final, tratando de escondernos de ella nos terminamos escondiendo de la vida, de los amores que duran sólo unos días, de las manos ajadas de los pobres de este mundo que han sido entregados a la mentirosa bienaventuranza de los cielos por los miserables y los hipócritas que hacen y deshacen las desgracias. No le niegues el color de tus ojos a los que te rodean con su silencio, ellos también buscan el consuelo para sus dolores y sus penas, ellos ofrecen su alegría embarrada de soledades por un mendrugo de atención que les alimente el alma, que les aliviane el peso de sus pies abrasados por este infierno que sembramos entre todos.
      Y si te ha quedado algo, es preferible cuidarlo sin preguntas, sin intentar extraerle un jugo que se pudrirá apenas suelte su gusto dulce. Tal vez vos creas que nos separan los años o los vientos pero, en realidad, lo que nos separa es lo mismo que nos junta, un azar presuroso, el deseo de creernos invencibles por un momento, por ese efímero tiempo en que el orgasmo nos cubre de omnipotencia y nos mata y nos resucita dejándonos sin ganas de andar revolviendo entre los pensamientos buscando razones innecesarias. No hacen falta razones para querer a nadie. No hace falta que saques cuentas, que traces ejes cardinales y ejecutes complicadas ecuaciones para darte cuenta de que no existe ninguna otra cosa que lo que se amotina entre tus piernas, que lo que te llena el estómago de ansiedades, que lo que te empuja a subirte a una hamaca como una niña y pintar en el balanceo el cielo con una sonrisa de oreja a oreja, inexplicable e impune. Y si eso te parece poco y no te alcanza no serás culpable de nada ni habrá un juicio en tu contra. Volverás a los sueños y a los príncipes, al bien y al mal; bajarás la cuesta y se apagarán las luces de colores y sostendrás en las conversaciones venideras que si no fue, es porque no debió ser, que querer debería ser mucho más que ese miedo a perder la cabeza que ahora te carcome el pecho enviándote derechito a esa silla detrás de la ventana que da al mundo, al de los muertos de miedo con quienes suelo acompañarme para pasar mis noches, esperando que al día siguiente se me ocurra algo para escribir y, quizás, justificar esta absurda sensación de quererte.

RR


Foto: Flor del Irupé

DE LA NOCHE A LA MAÑANA

     ¿Qué hora es?.. ¿Ya?.. ¿Y a qué hora se hizo esta hora? ¿Dónde estaba yo cuando esa hora vino y se fue la anterior? Porque se fue, se...