martes, 28 de enero de 2014

EN LA ORILLA

      Yo creo que pensaron que todo era cuestión de despedirse, de decirse adiós y caminar sin mirar para atrás. Creo que realmente estaban convencidos de que ya estaba bien, de que eso había sido todo, de que el tiempo pasaría y se encargaría de curar las heridas y poner las cosas en su lugar. Y eso es exactamente lo que el tiempo hizo, o por lo menos una parte. Las heridas no se curaron -si es que creemos que curar significa olvidar- y el tiempo puso las cosas en su lugar, en un lugar que nunca sabemos cuál es hasta que un buen día, sin razón aparente, nos tropezamos con esas cosas.
     Y así fue, ella tropezó con él una vez más. De la nada apareció su recuerdo, como una ráfaga de viento inesperado y misterioso. Y así, sin anunciarse, la dejó desnuda ante una herida que no se había curado, ante un sentimiento que sólo se había retirado como la marea pero que ahora regresaba con la luna a mojarle los pies en la orilla provocando escalofríos en su cuerpo pero calentando su alma. Esa misma ráfaga sopló por la vida de él aquella tarde de domingo en que la vio parada en su puerta vestida de herida incurable, de pasado no pisado, de dolor permanente. No hubo palabras, no hacían falta, sólo algunas lágrimas que se animaban a salir tímidamente, resbalando por sus caras como señales, como banderas blancas.
      Como dije, el tiempo había pasado, y lo que ellos vieron al mirarse a los ojos no era ni más ni menos que eso. Las cosas estaban otra vez en su lugar, como antes, como ahora, como siempre.

RR



Foto: Flor del Irupé

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