lunes, 27 de enero de 2014


UNA HISTORIA DE PALABRAS

      Hay que esperar la noche, servir un poco de vino y sentarse, ellas siempre vienen. Así ha sido desde aquella vez cuando la conocí. La espera no suele ser muy larga, es como si fuese una tormenta que se va formando de a poco: se empiezan a ver algunas nubes y luego sopla un viento tímido que invita a abrir las ventanas y bajar las cortinas como para escuchar el ruido del agua rebotado en los techos, y sentir ese olor que suelta el asfalto cuando se enfría de golpe. Un aroma de humedades que el aire esparce como un misionero a todos aquellos capaces de disfrutar de una lluvia de verano.
      De esta manera comienzan a aparecer. Luego, sólo queda aflojar la mano como para soltarlas. Palabras compañeras, palabras que en otras condiciones no me atrevería a decir o a escribir. Porque, en realidad, sólo hay una palabra que no se dice en esta casa: su nombre. Entre las palabras y yo hemos hecho un pacto de silencio, un guiño de complicidad, un contrato tácito (cómo se reiría ella de mí con eso…) donde todos sabemos de quién hablamos aunque no la nombremos. Cuando llega el momento, cada uno hace lo suyo, cada una de ellas dice lo que tiene que decir pero en ningún momento se la nombra (aunque todos sabemos de quién hablamos). A medida que pasan los renglones y que el vino va abriendo el espacio, mi letra se hace más ilegible y mi corazón más blando. Ahí me suelto de la cornisa y caigo al precipicio de la hoja sin ningún tipo de filtro. Y digo lo que quiero decirle y la nombro a los gritos vengándome de esos silencios autoimpuestos para mantenerme a flote, para salvarme del fondo del fondo. Digo todo, hasta su nombre, y hasta soy capaz de declarar lo que ella quisiera escuchar, soy capaz hasta de negar que la quiero con tal de demostrarle de lo que soy capaz. Porque negar mi amor por ella sería mi mayor sacrificio, sería darlo todo a cambio de nada, dar lo más sagrado que tengo, lo que nadie ve, lo que nadie sabe; porque todos creen que ya pasó, que ya fue suficiente, que hasta el amor en algún momento se acaba.
      Y sí, no lo voy a negar, el mío también se acabó. Sin embargo, hay algo, algo en algún lugar al que no puedo acceder normalmente, un doble fondo enigmático lleno de acertijos indescifrables al entendimiento cotidiano reservado para momentos como estos en donde mis palabras vienen a hablarme de ella, a planear nuevos estratagemas, a perdernos en fantasías que reíte de Walt Disney. Mis palabras y yo, sin embargo, no tenemos códigos de fidelidad con nadie, sólo estamos ellas y yo (y ella, claro, con su nombre). No buscamos nada, sólo divagamos, tiramos algunas frases, algunas metáforas que puedan adornar ese secreto que únicamente nosotros compartimos. Porque, debo confesarlo, todo se arma alrededor de su nombre, es como el eje principal que une todos los cabos sueltos, es el hilo conductor, el plano que nos orienta en estas pobres construcciones literarias que, una vez terminadas, son repasadas prolijamente para borrarla, para borrar cada una de las letras que forman esa palabra prohibida y dejar contentos a todos; para que no haya nadie que pueda preocuparse por nosotros. Al final, cuando terminamos nuestra tarea, nos sentamos y brindamos por el deber cumplido, escuchamos algunas canciones y nos reímos a carcajadas entre burlas y anécdotas. Así nos relajamos mientras la noche pasa hasta que llega la hora de despedirnos hasta la próxima.
      Quién sabe, tal vez un día, ella y yo intentemos juntos alguno de estos vulgares trucos, como si fuésemos el mago con el serrucho y su asistente dentro de una caja dispuesta a ser cortada en dos mitades ante el asombro de un público crédulo y dispuesto. Quizás una noche de estas nos juntemos en este escenario mal iluminado y hagamos un poco de magia. Ella ahí y yo acá, ella en su vida y yo en la mía, ella con sus ojos y yo con mis manos, ella leyendo y yo escribiendo. Y ese día tal vez caminemos juntos esta hoja como si fuese una noche despejada de soledades, llena de esperanzas de besos recostándose en el piso juntando unas almohadas y hablando de pavadas: de esta lluvia torrencial con el aroma de la calle y de esas humedades secretas que de noche urgen las entrañas. Y entonces tal vez le confiese finalmente que, en realidad, todo este tiempo me he dedicado a transitar esa calle escondido detrás de los árboles, riéndome solo como un tonto por los nervios, por darme cuenta de que apenas una cosa nos separaba, un pequeño detalle. Apenas un arrebato de locura que me empujara a su timbre, a su puerta, a besarla en el mismo instante en que la abriera sin darle explicaciones, sin que me importara nada, para no seguir posponiendo el final de una película escrita escena tras escena en cada una de estas cartas para nadie.
      Y ahora, mientras se cierra una vez más el telón y la sala va quedando vacía y silenciosa me pregunto, ¿por qué no intentarlo una vez más? ¿Por qué seguir esperando eventos mágicos o providenciales? ¿Por qué no escribir la última escena yo mismo en este instante? Una escena que podría transcurrir hoy, ahora mismo, cuando caiga la tarde y tal vez mis viejas compañeras se apiaden de mí y no aparezcan y me quede solo y sin querer la nombre, primero como un susurro y luego sí, en voz alta, saboreando cada letra mientras corro como un loco por esa calle y toco ese timbre y se abre la puerta y la beso sin darle explicaciones, sin que nada me importe, ni siquiera los títulos que empiezan a cruzar nuestra imagen con un fondo fuera de foco y la música acompaña el primer plano de una mirada que, como la marea, nadie sabe qué puede traer mañana.
      Continuará.


RR

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