Entre ella y yo hay algo, algo que no respeta nuestros silencios, algo
que se cuela entre nuestras mutuas vergüenzas y pudores. Entre ella y yo
existe un pacto que consiste en no decirnos lo que es evidente, aunque
nos muramos de ganas de hacerlo, de dejar ir todo ese agua que se junta
en este dique de acuerdo tácito. Cuando nos juntamos es bajo un pacto de
no agresión, de no arrancarnos la ropa y
arrastrarnos hasta una cama o hasta cualquier lugar donde soltar las
esposas de las manos, donde liberar las bocas. Ella y yo estamos
comprometidos en no mirarnos fijo a los ojos por más de dos segundos
para evitar caer en el precipicio de la mirada mutua, de los rayos
fulminantes que encienden el alma, que nos pueden juntar, cerca, cada
vez más cerca, hasta que primero se choquen las narices y luego los
labios y después las lenguas y así hasta llegar a lo irrenunciable, a un
lugar de no retorno. Nosotros hemos redactado en nuestras mentes una
serie de reglas que nos permiten vernos cada día después de mirar el
reloj mil veces, atormentados por el deseo y la sangre que se amotina
hasta el momento de despedirnos con un beso mentiroso en la mejilla y un
“nos vemos” esperando que mañana el corazón se subleve, se levante en
armas y destruya todo lo pactado, todo lo acordado, todo lo pensado y
redactado, y que todo sea anarquía y revolución, liberación y conquista. Y ganarnos para siempre o perdernos de una vez por
todas.
RR
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